En un abrir y cerrar de ojos… así comenzó todo. Unos minutos después, una estruendosa explosión, cuya magnitud bien podría superar un Terahercios…
Sin poder evadir su estupefacción, tan rápido como
sus torpes y rollizas piernas le permitieron…, Andrés se dirigió hacia la
ventana de su dormitorio. Su mente y él, no podían dar crédito a lo que tras el
cristal se podía vislumbrar y llevándose las manos a la cabeza, se quedó
petrificado al contemplar cómo rayos y centellas salían del agrietado y
humeante asfalto; del cielo, caían todo tipo de objetos; en la tierra, eran
devorados los coches, edificios, personas y todo aquello que hasta el suelo llegaba…
Al cabo de un tiempo, impreciso para su consciencia, pudo alzar la vista hacia
el cielo y al ver lo que se le venía encima, de manera escéptica, trató de
autoconvencerse: «No es posible lo que ven mis ojos», los abrió y cerró
reiteradas veces sin salir de su asombro. Intentó en vano apartarse de la
trayectoria de aquel enorme morlaco que, vestido de faralaes y peineta, por
segundos iba aumentando la velocidad y el tamaño. Un segundo antes de sentir el
impacto y el peso «Ya no sé si es un toro o un elefante» -pensó.
Su ritmo cardiaco aumentaba tan rápido o más que
aquello negro, grande y confuso que vertiginosamente se iba acercando; por su
frente, de manera precipitada emanaban nerviosas y humeantes como las gotas del
rocío al amanecer... Instintivamente y tan rápido como un haz de luz, Andrés se
llevó de nuevo las manos a la cabeza: «Pobre de mí Señor, no sé qué más puedo
hacer», se dijo para sí mismo, dándose por perdido.
Tras recibir el desmesurado impacto, durante un
tiempo incierto, al recobrar la consciencia sintió: el peso del morlaco; el
desasosiego por la supervivencia de su precipitado corazón, que latía con más
velocidad y sonoridad que el Ave en el trayecto Madrid- Barcelona.
Aturdido por la oscuridad, la desesperanza y el
incesante ruido a su alrededor, no podía dar crédito: «Pienso, luego existo»,
no entendía el porqué de su inmovilidad ni la quietud a su alrededor «lo
importante es que estoy vivo» -se dijo a sí mismo tratando de serenarse.
Por un tiempo indescifrable…, Andrés dejó de percibir
aquellas incomodas y extrañas sensaciones…Poco después, recuperó el tacto al
notar que algo húmedo, áspero y cálido a la vez se deslizaba por entre los
dedos de su mano derecha; un segundo después, el oído, al escuchar el
estridente, tornadizo y salmodiado ladrido. Tres segundos…, ese fue el tiempo
que necesitó para asimilar y comprender que la húmeda, cálida y áspera
sensación percibida entre sus dedos, así como la procedencia de los continuos,
escandalosos y lastimeros aullidos, todo ello provenía de Ortxa su fiel e
inseparable podenca. La cual, al observar que su dueño permanecía sentado
frente al ordenador con la cabeza reclinada sobre el escritorio, y que los
brazos de este pendían paralelos e inmóviles hacia el suelo, reposados sobre
las asas del sillón, alarmada, incluso más si cabe, por el preocupante sonido
que emitían los latidos del intrépido corazón de su amo… trataba por todos los
medios de despertarlo.
Una vez que Andrés logró situarse en la realidad y
reducir su ritmo cardíaco: «Ven aquí bonita»—le dijo y, cuando la tuvo a su
alcance, la estrechó fuertemente entre sus brazos: «No sabes de la que me ha
librado» —pensó y, tras depositarla en el suelo, Ortxa comenzó igual que un
torbellino a hipar, saltar y ladrar; pero en esta ocasión el motivo era de
júbilo…
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