Escrito el 30 de mayo de 2013
Hoy, al acompañar a mi mascota para que diese rienda
suelta a sus esfínteres y corretease por las inmediaciones de mi única
residencia.
Al llegar a la campa que está situada en las
traseras del edificio que está en frente del Centro de Atención Sanitaria,
Miranda Este, me ha llamado la atención el armonioso y variado trinar de un
jilguero que, gritaba a los cuatro vientos, a pecho descubierto, desde lo más
alto de una preciosa y florida acacia. Al contemplar la escena me he visto
trasladado a mi infancia, allí encaramado en el grueso tronco del árbol de
acacias que estaba bajo mi casa, el mismo dónde al caerme de una de sus ramas
me golpee en mis partes más nobles; pero aun así, después de aguantar como pude
y sin caerme del árbol logré conseguir aquel racimo de flores tan llamativo con
el fin de comérmelo… Los chavales de mi barrio, los de La Data, teníamos por
costumbre de comer aquellas bellas y dulces flores, no por necesidad, sino por
puro placer.
Pues bien, hoy, después de 30 años y de lo narrado
en el párrafo anterior, no he podido resistir la tentación de coger un racimo y
llevármelo a la boca. El resultado no ha sido, ni por asomo, el esperado por mis papilas gustativas ni por
el almacén de mis recuerdos, es decir, las neuronas encargadas de almacenar
todo cuanto sucede y ocurre en nuestro interior y exterior desde el primero y
hasta el último de nuestros días…
Después de haber ingerido dicha decepción me he
replanteado una pregunta y he llegado a estas conclusiones:
Tal vez, la causa sea por el hecho de que los
tiempos han cambiado y al no corresponder la climatología ni que el aire esté
compuesto como entonces, puede que sea el motivo de tan distinto olor y sabor
de dichas florecillas, o quizás, lo que haya cambiado realmente hayan sido mis
pupilas gustativas por el paso de los años. En fin, ¡vete tú a saber, el porqué!, sea como fuere, el caso es que he disfrutado recordando aquellos días,
olores y sabores, pues, ¡afortunadamente para mí!, aún guardo aquel melífero
sabor así como su dulce fragancia almacenado en algún
lugar de mi testa.
¡Qué bueno es poder recordar con cariño y
satisfacción cualquier tiempo pasado!, es como si uno lo estuviese viviendo en
el mismo instante.
Mis antepasados no me dejaron en herencia dinero ni
tierras ni inmuebles, pero sí la genética que me permite almacenar todo aquello
que, por alguna razón, significó algo para mí, y, gracias a ello, a día de hoy,
gozo de los placeres que me proporciona el contar con una buena memoria.
Buena entrada amigo. Las posesiones más valiosas las llevamos dentro.
ResponderEliminarNo hay que ser más ni tener más que nadie para encontrar la felicidad, basta con adentrarnos en nuestros recuerdos y revivir aquellos momentos que nos hicieron vibrar con tanta energía positiva, y lo mejor de todo es: que no hay que invertir ni siquiera un céntimo.
EliminarGracias por la atención y el interés mostrado.
¡Feliz día para ti y los tuyos!
Saludos.