Escrito el día 10 de septiembre de 2011 a la(s) 19:40
Desde siempre, y en cualquier época, las personas humildes
o pobres como queramos llamarlos, pasaron estrecheces y dificultades para
sobrevivir. No hace falta que nos remontemos al principio de la historia, sino
a una etapa más reciente, ya que me tocó vivir los coletazos del final del
siglo XX y lo voy a contar todo lo resumido que me sea posible.
Desde siempre he pertenecido y
pertenezco a un estatus social humilde o pobre, como prefieran llamarlo, por el
hecho de haber nacido en el seno de una familia obrera en la década de los 60'
y haber trabajado en la construcción de manera vocacional desde 1981 hasta la
actualidad y que tal como pinta el panorama, no sé si podré seguir ganándome
las habichuelas en ese lindo oficio que me fascinó desde mi más tierna
infancia, a pesar de que nadie de mi familia era albañil ni constructor; pero
no es de eso de lo que quiero dejar constancia en este escrito, sino de algo
bien distinto y que estoy convencido que sin necesidad de mencionarlo sabréis
dilucidar por vosotros mismos.
Soy el segundo de cuatro hermanos, tres
chicas y un varón, y, a pesar de que nos criamos en un Barrio Obrero donde las
calles ni siquiera estaban asfaltadas, un lugar donde, por aquel entonces,
había cuatro o cinco automóviles, varios ciclomotores y muchas bicicletas. Por
aquella época, el barrio de La Data constaba de unas 500 viviendas y la
población era abundante, ya que las familias más pequeñas constaban de cuatro o
cinco miembros. Desde pequeños aprendimos que era bueno compartir con todos lo
poco que tuviésemos, pues, la convivencia de nuestros progenitores con los
demás vecinos era como si se tratase de la propia familia y, por poner unos
ejemplos, cuando una familia necesitaba hacer algún tipo de obra en casa, los
demás colaborábamos y, cuando tus padres tenían que ir a algún sitio, cualquier
vecino te daba de comer y lo que necesitases. Las puertas de las viviendas
estaban siempre abiertas y si tenías que subir a casa a por algo, cualquiera te
dejaba pasar a la suya antes de que subieras hasta el 4º piso. Podría seguir
enumerando durante horas y horas, pero creo que con esto será suficiente para
hacerse una idea.
También desde niños nos inculcaron que
teníamos que ayudar a cualquier persona que lo necesitase y en caso de que
el/la socorrido/a quisiera agradecerlo, nunca aceptásemos dinero, pero si nos
ofrecían una pieza de fruta o algún caramelo entonces sí y agradeciendo siempre
el cumplido. Así es que todos los chavales en cuanto veíamos a una persona
mayor cargada salíamos corriendo, no por el premio, sino por ayudarla: ya que
otro día podía ser tu madre quién necesitase de ser socorrida. El trato con las
personas era más humano, más directo posiblemente debido entre otras cosas a
que la mayoría de los hogares carecían teléfono y de tantas cosas que hoy se
consideran básicas que cualquiera te echaba una mano y a las personas mayores
les ayudábamos con cualquier dificultad que tuviesen. Hoy, los tiempos han
cambiado en muchos sitios, pero en La Data, el lugar donde nací, me crié y viví
hasta los 29 años aún se conservan esos valores y principios que generación
tras generación se han venido inculcando a los descendientes desde tiempos
inmemoriales.
Mi madre, que aún vive allí, cuando
hablamos por teléfono: «Hijo la gente del barrio me quiere mucho, en cuanto me
ven que estoy en la tienda comprando enseguida me dicen: «Sra. Carmen, traiga
las bolsas que se las llevo hasta casa». El hecho de saber que los vecinos se
preocupan de ella es algo que me satisface plenamente. Allí, tanto los jóvenes
como las personas adultas siguen cumpliendo aquello que en su día aprendieron.
Bien, como he dicho anteriormente; los
tiempos han cambiado, pero yo sigo haciendo con mucho cariño aquello que
aprendí de niño y me siento muy querido por los que viven en el barrio donde
resido. Es más, me siento tan a gusto y feliz, que me siento como si hubiese
nacido aquí, y la verdad es que en ese aspecto no me puedo quejar, ya que he
tenido la suerte de hacer buenos amigos por donde quiera que he pasado y para
mí eso es uno de los mejores premios que un hombre puede recibir de esta vida:
la misma que para unos no es más que una mierda y, en cambio, para mí, la veo,
vivo, pienso y siento como algo Maravilloso.
Buen relato. Hay zonas dónde si eres muy amable te transformas en sospechoso.
ResponderEliminarSí, es cierto; pero el que obra bien a nada ha de temer.
EliminarGracias por la atención y el interés mostrado.
Saludos.