Escrito en 2011.
La familia García Moreno —compuesta por el matrimonio
y sus adolescentes hijos —tenía pensado, desde principios de año, ir de vacaciones
al País Vasco en el mes de agosto de 1980.
Llegó el día de la víspera y, antes de acostarse, lo dejaron
todo preparado para el día siguiente.
A eso de las nueve y cuarto, tras levantarse, asearse
y desayunar, partieron hacia Bilbao a bordo de su arcaico y bien cuidado
Citroën C-8 familiar, y, apenas sin darse cuenta, llegaron al destino:
—Papá, ¿qué
os parece si hacemos un alto aquí y aprovechamos para reponer fuerzas? —sugirió
José Luis.
—Me parece
estupendo hijo, pero veamos que opinan mamá y Marta —dijo volviendo la vista
hacia atrás.
María miró a su hija y esta asintió con la cabeza.
—Estamos de acuerdo, además, así
aprovecharemos para ir al baño.
Entraron en el bar y, mientras José Luis se acercaba
hasta el mostrador para pedir cuatro raciones de morcillas de Burgos, una
botella de tinto y una gaseosa, tal y como habían acordado durante el trayecto,
el matrimonio junto a su hija se
acomodaron alrededor de una de las mesas
que estaban montadas para comer. José Luis observó que en la pared había un
cartel con unos números y al lado su correspondiente premio, en pesetas, y
debajo del mismo una bolsa que contenía los boletos de participación.
—¿Qué
cuestan los boletos? —preguntó a la
camarera.
—A
veinticinco pesetas cada uno.
—Pues, me de
cuatro, por favor —dijo al tiempo que dejaba cien pesetas sobre el mostrador.
Abrió el primero y, al comprobar que estaba en
blanco: «¿esto, qué significa? —interrogó de nuevo a la joven y guapa bodeguera.
—Los que no
tienen premio salen así —respondió sin más.
El segundo boleto apareció con el número 0013 y, tras
comprobar que este aparecía en la lista, y comprobar que había obtenido un
premio de doce mil quinientas pesetas, se acercó hasta su familia, feliz y
nervioso: «¡¿Qué ha pasado ?!, pareces muy contento» —preguntó poniendo cara de
asombro Manolo, el padre.
—Papá, creo
que estamos de suerte y hoy, nos va a salir todo gratis, ¡Incluido el viaje!
—exclamó.
—Pues, ¿cómo
así, qué ha ocurrido?
—He
adquirido unos boletos y he obtenido un premio.
En aquel mismo instante apareció junto a la mesa el
cantinero con las raciones y la bebida… José Luis se sentó junto a los suyos con
disposición de comer, pero de repente,
cayó en la cuenta de que aún le
faltan dos boletos por abrir y se dirigió
hacía el mostrador para recogerlos y, para su sorpresa, a unos dos
metros antes de llegar, escuchó cómo la camarera le estaba comentando a otro empleado que ella había abierto los
boletos olvidados y que uno de ellos
tenía de premio cien mil pesetas. Acto seguido, él solicitó que le devolviesen
el boleto o el premio, entonces ella le expendió en un trozo de cartón el
importe de la cantidad agraciada: «¿Qué se supone que es esto?» —inquirió
enarcando las cejas, José Luis.
—Con eso, si
acudes al «Banco Herrero» te lo abonan —dijo la vinatera con ironía, al tiempo
que con la mirada buscaba la complicidad de sus compañeros.
José Luis, al ver que
estaba siendo objeto de burla, decidió llamar a la Ertzaintza —policía autónoma en el
País Vasco—, y mientras está explicando
lo ocurrido, y el lugar de los hechos a los agentes, observa que su
familia se encuentra en la calle y que estos
están gritando exaltados y con desesperación: «¡Auxilio!,
¡socorro!, ¡Ayuda, por favoooor! ».
José Luis, raudo y veloz, salió.
—¿Q…qué
ocurre papá? —farfulló gritando.
—Que nos
están tintando, hijo.
«¿Tintando…?
¡Ay, ay, ay!» —se quejó José Luis, llevándose las manos a la cabeza tras haber
sentido un fuerte pinchazo y notar que tenía algo clavado y, dando un leve y
certero tirón pudo comprobar que se trataba de un dardo con tres arpones en la
punta, observó con detenimiento y sangre fría cómo goteaba un espeso, oscuro y
maloliente líquido, que le recordó la
tinta de los calamares. De repente, comenzó a escuchar a lo lejos el sonido de
una sirena; pero a medida que esta se iba acercando, el sonido se iba
transformando en un incesante y repetitivo pi,pi, pí… pipi,pí…pipi, pííí. Se
reincorporó, asustado y temeroso, con el corazón en un puño y, poco a poco, se
fue tranquilizando al comprobar que era el despertador el que emitía aquel
incesante y torturador sonido; pero aun así y todo, le llevó un par de minutos
entender que solo se trataba de un mal
sueño.
Se levantó y, tras pasar por el baño para asearse,
dirigió sus pasos hacia la cocina para reunirse con la familia dispuesto a
unirse a ellos para desayunar:
«¿Niño, te ocurre algo?» —interpeló su madre—. «Pareces
angustiado hijo».
—Buenos
días. No, no mamá: solo que hay cambios de plan.
—¿Cómo
dices?..., ¿no iremos de viaje?
—Eso es
mamá…, o mejor dicho, no a donde teníamos pensado.
—Pero… ¿por
qué?..., si es que se puede saber, claro.
—Déjalo,
mamá: no insistas…, es largo de explicar y aún más difícil de entender.
¡Digamos, que he tenido un mal sueño!...
El resto de los allí reunidos se miraron unos a otros
y encogiéndose de hombros permanecieron en silencio: esperando conocer el
itinerario de la nueva ruta.
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