Escrito el día 19 de septiembre de 2011
Hace un par de días, paseando por las riberas del
Ebro; a la altura de donde estaba ubicada la desaparecida, estática y portátil
plaza de toros: observé que estaba pescando un señor que conocí hace algún
tiempo, prácticamente desde que llegué a la ciudad donde resido desde hace 17
años, y decidí acercarme. Mi sorpresa fue mayúscula al comprobar la forma en
que estaba pescando y, aunque no le comenté nada, me limité a saludarle:
—Hola,
buenos días amigo, ¿qué tal se da la pesca?
—Bueno, aquí
estoy pasando la mañana y, aunque no cain muchas, alguna si que cai.
Me llamó la atención que estaba pescando de orilla, con flotador y utilizando masilla y maíz dulce cocido como cebo y, después de un ratito de conversación, de cómo estaba el día, de cómo seguía la vida, que si trabajaba, que si patatín, que si patatán...:me despedí de él para continuar con el paseo matinal.
Durante el trayecto, me vino a la memoria que tiempo
atrás, recién llegado a la ciudad, aprovechando que el río está cerca de casa y
que me encanta pescar, acudí con mi apreciada y veterana* caña y, casualmente,
me encontré con el susodicho y situándome a unos diez metros, tal y como está
contemplado en la normativa, preparé los aparejos, recebé cerca de la orilla
con unos granos de maíz y unas bolitas de masilla* más o menos del tamaño de
los garbanzos y al cabo de unos minutos me dispuse a pescar, sin más.
—Aquí, en este
río solo se pesca a fondo y con lumbrí o cucharilla.
—No se
preocupe, que en Extremadura, que es de donde soy, se pesca tal y como lo voy a
hacé.
—No creo que
cojas na pescando asín… los peces están acostumbraos a comel las cosas que
abajan río abajo, asín que ni el pan ni el maí valen pa pescal aquí.
» y asín mucho
menos entavía —dijo, riéndose descaradamente, al ver que me disponía a pescar
casi en la orilla—: tendrás que pescal como yo y lanzá hasta la otra orilla pa
que cojas alguna.
—Bueno, el
tiempo dirá quien tiene razón amigo… y si quisiera pescá en la otra orilla, me
pondría a pescá desde allí mismo.
Él, tozudamente, insistía en su proposición y persistía
en alcanzar la otra margen, sin tener en cuenta el excesivo ruido que producía el
plomazo al entrar en contacto con el agua pudiese conllevar que los peces se espantasen,
aunque he de reconocer que de vez en cuando apresaba alguna que otra pieza. Por
el contrario, aquel día no capturé ninguna, y lo atribuí a que, además de
ruido, no paraba quieto ni un par de minutos: continuamente estaba sacando las dos
cañas con las que estaba pescando. A mí me bastaba con mi estimada y, tal y
como tengo costumbre desde mi adolescencia, aparejando la línea con dos
anzuelos, uno con maíz y el otro con masilla.
Las horas pasaron casi tan inadvertidas como los
segundos y, a eso de la una y media, nos despedimos con la familiaridad de los
que se conocen de toda la vida.
Unos días después, acudí al lugar y, tras proceder
con el mismo ritual, a los pocos minutos, surgió el efecto deseado: barbos y
carpas, después de vencer sus temores internos, optaron por resolver su
curiosidad y cubrir la necesidad vital entrando al trapo, y, por ende, comenzó
a satisfacerme la frenética actividad. Y, durante uno de esos espacios que
median entre picada y captura, me percaté de que a lo lejos había alguien
observándome, con los antebrazos apoyados sobre la barandilla del puente de
Hierro y, a pesar de que por aquel entonces gozaba de una vista de águila, por
la distancia, no logré reconocerle; pero, unos minutos después, salí de dudas:
se trataba de la misma persona.
—Paece que
se da bien la cosa…—dijo a modo de saludo.
—Hola,
buenos días. Sí, así es.
Como siempre, para no faltar a su mala costumbre, empezó
a moverse de aquí para allá y al cabo de un rato.
—Tiene
güevos la cosa… ha sio vení yo y dejá de picá…
—Es que pa pescá a boya hay que está solo, no
hacé ruido y evitá los movimientos bruscos pa que no se amedrenten los peces.
—¡Ja, ja,
ja,…!, que cosas tienes… ¡Ja, ja, ja,…!..., no sabía yo que los peces son tan
listos… ¡Ja, ja, ja,…!
En fin, creo que el tiempo, como siempre, ha dejado
claro quién tenía razón, que se puede estar pescando en una orilla y pensar que
lo estas haciendo desde la otra; ya que, los peces no son tontos y, además
saben que, cuando voy al río les echo de comer, me divierto pillándoles y devolviéndolos al agua lo antes posible para evitar cualquier tipo de sufrimiento
innecesario. Y, cuando me voy, además de echarles el resto de comida que llevo
para capturarles, procuro dejar la orilla limpia de restos: con el fin de que se
mantenga en condiciones para que podamos disfrutar pescando sin necesidad no
acabar con los peces ni con el entorno; ya que entiendo es una forma de evitar
que desaparezcan las especies y el hábitat.
Nota:
*La masilla es pan reblandecido con agua que, tras
ser oprimido para sacar el exceso de agua y amasado, la homogeneizada mezcla es muy similar a la de cualquier
masa para hornear; pero después de conseguir que esta adquiera una textura capaz
de resistir durante un tiempo bajo el agua y a la vez tan flexible como para
que la puedan aplastar los peces al apretar el hocico y puedan ser capturados
con un certero y suave tirón por parte del pescador.
*La veterana caña lleva conmigo desde que me licencié
del servicio militar, hace ya casi 27 años y, a pesar de que tengo varias más, la
sigo utilizando porque es la que mejores momentos me ha hecho pasar junto a la
orilla de los muchos ríos que he visitado.
*Pescar a fondo, consiste en plomear la línea en la
línea, es decir, poner un determinado peso para fijar el cebo al lecho del río y/o
para lanzar lejos de la orilla: este método es muy utilizado por personas poco
expertas o que dejan que los peces se claven el anzuelo solos, sin más arte que
el de la paciencia que hay que tener para estar esperando a que se den las
circunstancias apropiadas que garanticen la clavada.
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