viernes, 29 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 6, Vidas Truncadas


El lunes, a eso de las nueve, irrumpió en el local de manera inesperada un Antonio pletórico. Teresa sintió cómo si su corazón recibiese el doble de sangre de lo normal, el ritmo cardiaco se aceleró y sus negros y rasgados ojos adquirieron un brillo especial.
   —Ojú, hay que vé lo qu'es el tiempo. Unas veces pasa volando y otras…, cuando deseas algo se quéa quieto —dijo a modo de saludo, Antonio.
   —¿Y qué es eso qué tanto anhelabas? —curioseó Teresa, abusando de su confianza.
   —Verte a ti, mi niña.
   —¡Ah, sí!,  pues, la verdad es que no lo entiendo —concretó dibujando en su cara un gesto notablemente burlesco—.Ya sabías dónde encontrarme…
   —Aunque no me creas no es tan fací.
   —No, si no te estoy pidiendo cuentas.  Solo estamos conversando.
   Teresa acudió a servir a uno de los clientes.
   Antonio se quedó callado por espacio de unos minutos, cabizbajo y meditabundo.  
   —Estás muy pensativo, ¿te ocurre algo? —profirió al regresar junto él.
   —No, na —mintió—. Cosas mías.
   —Pues, cualquiera lo diría por la cara que se te ha quedado. En fin, tú sabrás, pero ya que estás aquí trata de disfrutar del momento.
   —Sí, tienes razón. Porme un güisqui doble con mucho hielo.
   Después de servirle la copa, al observar el serio semblante que mostraba, Teresa optó por retirarse hacia la otra esquina de la barra y se acomodó sobre el taburete que solía utilizar cuando el local estaba tranquilo. Desde allí observaba furtivamente intentando interpretar cada uno de los gestos que Antonio emitía al mover los ojos y la cabeza, mientras este agitaba y hacía girar los cubitos de hielo en el ambarino licor.
   Unos minutos después, tomó un sorbo largo.  Se puso en pie, introdujo la mano en el bolsillo y tras depositar un billete de mil sobre el mostrador.
   —¡Hasta luego! —dijo al aire, sin apartar la mirada de los cortinajes que daban a la salida.
   —Adiós —susurró Teresa y, con el alma hecha pedazos y los ojos inundados, condujo sus pasos hasta la estancia dónde esta se cambiaba de ropa.
   Media hora después, salió con la intención de continuar la noche como si nada hubiese ocurrido.
   —¡Venga chicas, qué no decaiga la noche! —enunció con una amplia sonrisa—: Tomemos una copita,  que la vida sigue y tenemos derecho a disfrutar de ella. —Y, aunque trataba de hacer ver a los presentes su euforia, sus hermosos ojos dejaban claras evidencias de que su estado anímico no concordaba con lo que reflejaba su manera de actuar.
   El tiempo siguió cursando sin detenerse por nada ni por nadie: como siempre.
   La noche del martes, cada vez que alguien accedía al prostíbulo, el corazón de Teresa comenzaba a latir al doble de lo habitual; pero, cuando los ojos no hallaban la figura que su corazón deseaba, tras un largo y sonoro suspiro: «¡Hay tonto; pero quien te mandará a ti, a estas alturas de tu vida!», escuchó decir a su mente tratando de entristecer y bajar los humos al generador de nobles sentimientos y motor de vida.
   El miércoles, aunque el día había despuntado resplandeciente, este nada pudo hacer para evitar que, durante más de doce horas, Teresa se abstrajese del desánimo… Su mente se había propuesto hundirla tratando de hacerla entender que el anhelo de su alocado corazón no era más que una utopía y que, por tanto, carecía de toda lógica.
   Al atardecer, a eso de las ocho, como si de un ritual se tratase, siguiendo los mismos pasos todos los días. Tras introducir la llave y darle un par de vueltas, Teresa subió la persiana, abrió la puerta, activó las luces de cierre y apertura, y se introdujo en el local. Un rato después, fueron apareciendo las chicas y, mientras estas se transformaban para ejercer el oficio más viejo del mundo, dispuso seis vasos de tubo sobre el mostrador y comenzó a preparar los combinados según las preferencias de cada una de ellas.
   A partir de las ocho y media, con el intercambio de luces, el aspecto del local se transmutaba tanto que quienes lo frecuentaban presentían como si el hecho de atravesar aquellos oscuros cortinajes sirviese para adentrarse en otro tiempo y lugar totalmente apartados de la realidad que se vivía puertas afuera. Con la música aguda y alegre comenzaba el trasiego de clientes entre copas, fumando, bebiendo, bailando, riendo… Estos tenían a su disposición siete largas horas para disfrutar de todos los placeres que sus bolsillos les permitiesen.
   Una hora después de abrir el establecimiento, intentando ahogar sus penas, Teresa dejó envolverse por los placeres de Baco, mientras en su interior se estaba librando una dura batalla: su mente no cejaba en su empeño de herir al corazón, pero este en vez de hundirse: a medida que el alcohol se iba mezclando con la sangre se fue creciendo y cada vez latía con más insistencia, hasta que al final la mente se fue nublando como consecuencia del efecto de los combinados.
   —Manoli, ¡hazte cargo de la barra y llámame un taxi!, por favor —ordenó con voz de apremio al tiempo que se adentraba en el pequeño habitáculo para cambiarse de atuendo—: «Necesito salir de aquí ahora mismo».
   Treinta y cinco minutos pasaban de las once cuando llegó a la sala de fiestas:
   —Buenas noches —dijo con voz pastosa, mientras trataba de desprenderse del abrigo para depositarlo sobre el mostrador de recepción.
   —Hola buenas —saludó la encargada de recoger la ropa y atender la taquilla.
   La recepcionista abandonó su puesto y apresuradamente salió al recibidor.
   —Permítame acompañarla —manifestó al tiempo que la ofrecía el brazo, al darse cuenta del estado en que se encontraba la recién llegada.
   Teresa la miró y subió el tono de voz sin ser consciente.
   —No, gracias.  No es necesario. Aún soy capaz de caminar sin caerme.
   La empleada asintió mostrándose afligida.
   —Bien, como usted quiera...  pero si necesita algo, no dude en hacérmelo saber.
   Teresa esbozó una sonrisa.
   —¡Vale!, lo tendré en cuenta.
   Al acceder a la planta baja, se dirigió hasta la barra.  El camarero, extrañado al verla sola se acercó.
   —Hola, buenas noches Susana. ¿Le preparo lo de siempre?
   —No, gracias.  Prefiero un Gin tonic, aquí en la barra.
   Antonio se encontraba conversando con un conocido junto a la pista de baile, cuando, sin saber por qué, sintió una necesidad impetuosa de ascender hasta la primera planta y fue alcanzar el último peldaño y, sin poderlo evitar, su corazón aumentó el ritmo, el brillo de sus ojos se intensificó y condujo sus pasos rápidamente hasta situarse junto a ella.
   —¡Oh!,  Teresa, ¿cómo asín cás venío?
   El encargado de la barra se quedó perplejo al oírle y; dirigiendo la mirada hacía Antonio, negó un par de veces con la cabeza tratando de hacerle entender que había errado el nombre.
   —Podría decirte: «Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por aquí, sin sabé por qué, he entrao, sin más» —refirió con tono irónico—, pero, como detesto las mentiras, te diré que: he venido porque me apetece estar contigo, ¿qué te parece?
   —¿Tengo que respondé ahora mismo? —demandó sin saber qué decir.
   —No, no, tranquilo.  Para ello tienes toda la noche.
   —Pos, ya te diré cuando me s'ocurra algo.
   —Me gustaría que me hicieses compañía en aquél rinconcito, ¿sería posible? —sugirió ella.
   —Sí, claro.  Será un placé… Anselmo, cuando puedas nos sirves un par de copas en la mesa uno —indicó antes de que ambos dirigiesen sus pasos hacia el coqueto y apartado lugar.
   Después de aclarar que el verdadero motivo por el que se vio obligado a abandonar de aquella manera tan brusca y perentoria, y que por eso mismo se vio incapaz de atreverse a visitarla el martes, no era otro que por una indisposición intestinal, y que, curiosamente, había remitido de la misma manera que se presentó apenas un par de horas antes de acudir a trabajar.  Al terminar de narrar la historia, sin poder contener la emoción Teresa reía y lloraba al mismo tiempo.
   —No, si lo que no me pase a mí…, no le pasa a nadie —afirmó Antonio.
   Ella suspiró profundamente y después resopló varias veces tratando de contener el cúmulo de sentimientos encontrados.
   —Me encantaría que siguieses contándome más cosas de ti.
   —¿Y qué quieres que te cuente, mi niña?
   —¡Todo! Me interesa saber todo de ti.
   La candidez con la que Teresa pronunció aquellas palabras propiciaron que Antonio eliminase cualquier atisbo de timidez y continuó desde el mismo punto en que lo había dejado días atrás.
   Abstraídos por completo de la realidad entre risas, copas y anécdotas llegó la hora de cerrar. Al cesar la música y realizar el cambio de luces fueron conscientes de dónde se encontraban. Ascendieron buscando la salida, Antonio la ayudó a ponerse el abrigo y salieron juntos del local con dirección a la calle del Sol. Al comprobar las dificultades para caminar que presentaba Teresa.
    —¿Quieres que t'acompañe?
   Ella le miró, se pasó la punta de la lengua por los labios y le hizo un guiño.
    —Sí. Ya sabes dónde —dijo con voz melosa.
   Antonio negó moviendo la cabeza.
   —Pos, la verdá es que no lo sé.
   —Te he dicho que me apetece estar contigo —articuló con voz altiva y pastosa—.  ¿Qué es lo que no entiendes?  ¡Quiero acostarme contigo! ¿O es qué no te enteras?
   Eso mismo era lo que él anhelaba desde que la viese por primera vez. Llegaron a casa y, tras desprenderse del abrigo y darse un par de intensos y apasionados besos en el salón, accedieron a la habitación. Antonio abrió la cama y se fue al servicio. Cuando regresó, observó que Teresa se había quedado profundamente dormida sobre las sábanas. La cubrió con las mantas y el edredón y se marchó a dormir al sofá.
   A media mañana, Antonio se adentró en la pequeña cocina para preparar café.  El agradable aroma invadió hasta el último rincón del apartamento.  Teresa se despertó y al comprobar que había dormido sola, guiada por su fino olfato llegó hasta la cocina:
   —Hola, buenos días. ¿Qué tal has dormio?
   Teresa se abrazó enérgicamente apoyando la cara sobre el pecho de él y estuvo en silencio durante varios minutos.
   —¿Qué te pasa?... ¿Por qué lloras?
   —Gracias, gracias —musitó al tiempo que se afianzaba más a su cuerpo.
   —No tienes na cagradecé.
   La estrechó entre sus brazos y le dio un sutil beso en la frente.
   —Gracias por ser como eres y por respetarme como mujer —respondió entre sollozos.
   Teresa caminó hacia el cuarto de baño.
   —¿Te gusta mu dulce, el café? —consultó desde la cocina, Antonio.
   —Me da igual —dijo al regresar junto a él.
   Se tomaron el café y, tras una sucesión de apasionados besos terminaron en la cama entregándose con exaltación. Tres orgasmos después, se levantaron con la convicción de que nadie les había hecho sentir aquella placentera sensación.
   —¿A qué no te vienes conmigo, cariño? —propuso Teresa.
   —¡¿A ónde?!
   —De vacaciones
   —¿Y, Pepe?
   —De él no te preocupes, que, ya me encargo yo.
   —¿Y mí trabajo, qué?
   —No sé, invéntate cualquier cosa. Pero quiero que esta tarde, a las siete, me recojas en la plaza, junto a la farmacia Mateos.
   —Pero, mi niña. Sí ya son las cuatro.
   —Recuerda, a las siete, ni un minuto más ni uno menos.
   Tras realizar un par de llamadas desde un bar, Antonio se puso en contacto con Huberto y, tras comunicarle que le había surgido un imprevisto, argumentando que durante los siguientes días no habría ninguna actividad en el local, solicitaba disfrutar desde ese mismo instante el comienzo de uno de los periodos vacaciones que le correspondían al año, según lo pactado tiempo atrás por ambos de manera verbal.
   —No hay problema Antonio.
   Unos minutos después, se puso en contacto con su hermana para hacerla saber que iba a estar fuera unos días y, que de su regreso, ya la informaría con tiempo suficiente.
   A eso de las cuatro y media, Teresa cruzaba la puerta que permitía el acceso a su domicilio y, con sigilo, caminó hacia el dormitorio principal.  Una vez allí, extrajo un fajo de billetes de uno de los visones que colgaban en un amplio y perfumado armario. Un rato después, se hallaba sobre la cama intentando echar el cierre a una abultada maleta:
   —¡Qué pasa contigo! —exclamó alzando la voz Pepe, desde la puerta—. ¿Qué horas son estas de aparecer?... ¡Se puede saber de qué vas, tía!
   —En estos momentos no me apetece discutir ni dar explicaciones —respondió fríamente con voz suave y pausada.
   Él se creció.
   —¡¿Acaso crees que no tengo derecho a saber a dónde vas, o de dónde vienes?!
   Ella hizo un gesto con las manos.
   —Por favor, te ruego que no insistas.
   —¡¿Ah, no?!
   —No es el momento.
   —¿Entonces cuándo? —exclamó fuera de sí, gesticulando exageradamente con las manos.
   —Ya hablaremos cuando regrese.
   —¡De eso ni hablar! —exclamó con los ojos inyectados en sangre.
   Teresa le miró y habló como nunca lo había hecho: desde el desprecio.
   —¿Sabes qué te digo? —indicó señalándole con el dedo índice—. Me voy a tomar unos días de relax ¡Tengo derecho a disfrutar de la vida!
   —¡Esto no puede seguir así! —bramó con ira, Pepe—. ¡Tenemos que hablarlo!
   —Sí, por supuesto que lo haremos, pero ya sabes cuando... —dijo dando un portazo al salir de la vivienda.
   Una y otra vez retornaban a la cabeza de Pepe, las últimas palabras emitidas justo antes de que esta recogiese la maleta y abandonase el domicilio para dirigirse hasta la cafetería Goya, lugar dónde, tras depositar el equipaje sobre una de las butacas de la terraza y acomodarse ella en la contigua, solicitó y tomó un par de cafés tratando de hacer tiempo hasta que, Antonio, diese señales de vida.
   Faltaban cinco minutos para las siete cuando, hizo un gesto al camarero para indicarle que sobre la mesa dejaba el importe de las consumiciones.  Asió la maleta con su mano izquierda y le hizo un gesto de despedida, con la mano derecha, al tiempo que dirigía sus pasos hacia la farmacia.
   Puntual y preciso, como el Abuelo Mayorga, apareció a bordo de su R6, en el lugar indicado. Teresa abrió la puerta trasera y depositó la maleta junto a una negra y abultada bolsa de deportes, cerró el portón, se acomodó en el asiento del copiloto y salieron de la ciudad, por La Puerta de Berrozanas, con dirección a la plaza de toros.
   Estando en la gasolinera de Feycar, mientras el empleado llenaba el depósito siguiendo indicaciones, Antonio se desplazó hasta la cafetería e introdujo varias monedas en la máquina expendedora de tabacos y extrajo dos cajetillas, una de tabaco negro para él y una de rubio para ella.
   Al regresar, abonó el importe del combustible, se introdujo en el vehículo y, tras comprobar de un vistazo que los espejos retrovisores estaban orientados correctamente, accionó la puesta en marcha.
   —Bueno, mi niña. Tú dirás pa ónde tiramos ahora —inquirió al tiempo que la daba una suave palmada sobre la cara interna del muslo izquierdo y la guiñaba un ojo.
   Utilizando las manos a modo de megáfono.
 —¡Atención, pasajeros!, el coche con destino a Salamanca va a efectuar la salida en breves instantes. ¡Disfruten del viaje! —dijo Teresa.
   Durante el trayecto, entre risas, guiños y miradas que hablaban por sí solas: embelesados, intentaban vocalizar al compás siguiendo el ritmo de las canciones que emitía la frecuencia modulada.
  Una vez remontaron el angosto y retorcido Puerto de Béjar, hicieron el resto del viaje sin apenas ser conscientes, la oscuridad vespertina se había hecho dueña y señora de todo el paisaje, excepto de la distancia que abarcaban las luces del vehículo. A lo lejos se divisaba la luminiscencia que emanaba de lo que parecía una gran ciudad. Un par de kilómetros antes de llegar a esta se distinguía una especie de lucero rojo que parecía surgir en medio de la nada:
   —Cariño, cuando llegues a la altura de aquella luz roja paras un momento.
   —¿T'ocurre algo?
   —No, no tranquilo, pararemos  para tomar algo.
   Unos minutos después, se fueron haciendo visibles los camiones y coches que abrazaban por los cuatro costados a un ostentoso y prehistórico edificio, en cuyo renovado interior se podía gozar de los placeres de la música y el alcohol, en compañía de lindas señoritas.
   —¡No me lo puedo creer! ¿Pero qué ven mis ojos? —gritó Luisa, al salir desde detrás de la barra tan pronto como le permitieron sus ágiles piernas para fundirse en un fuerte abrazo.
  Retirado a un par de metros, Antonio contemplaba perplejo la escena sin comprender la desaforada efusividad.
   Teresa se giró hacia él:
   —Mamá, te presento al hombre de mi vida —dijo a modo de presentación—.  Antonio ella es, Luisa, mi madre.
   —Encantáo —articuló tímidamente.
   Luisa exhibió una alegre y sincera expresión facial.
   —Puedes llamarme Luisa.
   Él asintió.
   —Está bien, como usté diga, Luisa.
   —Podías haberme avisado hija y no habría abierto hoy.
   —Ya sabes que me muevo por impulsos, mamá.
   —Pues ya va siendo hora de que vayas cambiando algunas costumbres —apuntó esgrimiendo una expresiva sonrisa—. ¿Os apetece tomar algo?
   —Sí, para mí una cerveza. ¿Y para ti, cariño?
   —Otra.
   Teresa barrió el local con la mirada.
   —¿Dónde está Arturo, mamá?
   —En Madrid, arreglando unos asuntos familiares…, y, por lo que me ha dicho por teléfono, el asunto va para largo.
   Media hora después, al salir del local.
   —¿Con las prisas no te habrás dejado las llaves en Plasencia, verdad? —gritó Luisa desde detrás de la entreabierta puerta.
   —No, mamá. Ellas siempre viajan conmigo —dijo blandiendo el llavero.
   —Si os apetece cenar —sugirió con el mismo tono Luisa—. En el frigorífico hay comida hecha.
   —Está bien, mamá.  ¡Hasta luego!
   —Adiós, adiós.
   —Adiós, señora —dijo Antonio, al tiempo que hacía un gesto con la mano en alto.
   —Con Luisa será suficiente —recalcó atrevidamente—.  ¡No me hagas sentir vieja, que aún soy joven!
   Al llegar a domicilio materno.
   —¡Bienvenido al hogar cariño!... Me apetece darme una ducha, ¿me acompañas, mi amor? —susurró Teresa, al oído con voz melosa después de un largo y apasionado beso.
   —Qué cosas tienes… ¡Cómo no voy a queré!...  Ya sabes que: contigo me voy al fin del mundo.
   —Cariño, allí, al fondo y a la derecha, está el baño —le indicó mientras se dirigía hacia la cocina y, tras comprobar que el calentador estaba encendido, regresó.
   Ambos se despojaron de toda indumentaria y, mientras llegaba el agua caliente hasta el dispositivo con forma de teléfono, se abrazaron y besaron con ardor.  Y, después de introducirse bajo el cálido líquido y enjabonarse, llevados por el deseo, hicieron el amor con frenesí; percibiendo en cada segundo, cómo sus cuerpos se fundían en uno solo al penetrar la pasión a través de sus dilatados poros, concibiendo como sus corazones latían exaltadamente, entre jadeo y jadeo, al compás hasta que juntos alcanzaron el clímax. Después, durante unos minutos, se quedaron abrazados, inmóviles, exhaustos; recostados sobre la pared, mirándose con ternura y satisfacción, hasta que: bajo el relajante chorro recobraron el aliento y el ritmo cardíaco.
  Tras salir de la bañera, caminaron desnudos y abrazados hasta una de las habitaciones, se vistieron con ropa cómoda y regresaron a la cocina con la intención de reponer el desgaste energético empleado en aquel enloquecedor encuentro.  Después de cenar, tras fumarse un par de cigarrillos, decidieron sentarse en un cómodo sofá frente al televisor y, por espacio de un par de horas, siguieron atentamente la programación televisiva entre besos, arrumacos y carantoñas, hasta que vencidos por el cansancio decidieron irse a dormir.

Pasada la noche.
Tras levantarse, antes de que salir a la calle, Teresa dejó una nota escrita de puño y letra sobre el anaquel del espejo ubicado en el cuarto de baño:
   «No te preocupes por nosotros, mamá. Pasaremos el día fuera. Quiero enseñarle la ciudad».
   Con el amanecer, los primeros rayos de luz trataron de asomarse tímidamente a través del escaso espacio que mediaba entre los oscuros nubarrones; pero bastaron un par de horas, para que la caprichosa y cambiante primavera permitiese alzarse con la victoria al astro rey.  A eso de las diez y media, sentados en el interior de una cafetería cercana al domicilio de Luisa, se hallaban inmersos, después de haberse tomado como entrante un zumo de naranja y degustando un café con tostadas.
   Veinte minutos después, tras fumarse un cigarrillo y abonar la consumición, salieron cogidos de la mano de aquel acogedor establecimiento:
   —Creo que será mejor que nos desplacemos en autobús hasta el casco viejo, ¿qué te parece, cariño?
   —D'acuerdo, mi niña, lo que tú digas.
   Antonio se quedó estupefacto al divisar la grandiosa y señorial Plaza Mayor.
  Teresa, al observar el interés con el que este se iba fijando en cada uno de los edificios, comenzó a ejercer de guía turístico:
   —Mira, cariño, ves las diferencias que hay en ese edificio.
   —Sí.
   —Es porque en realidad son dos edificios que están unidos.  La Catedral Vieja, es de estilo románico, y la Nueva, de estilo gótico.
   —Aquella fachada es mu bonita tamién —indicó señalando con el dedo índice.
   —Esa es la Casa de las Conchas y, al parecer, según cuenta la leyenda, es una muestra de amor y se dice, también, que debajo de una de las conchas hay una moneda de oro.
   La mañana cursó entre interesantes historias y emblemáticos edificios y, a eso de las dos y media, llevados por un voraz apetito se adentraron en El Bardo:
   —Hola, buenas tardes, ¿mesa para dos? —solicitó Teresa
   El camarero asintió con un gesto.
   —Buenas tardes señores —saludó con voz clara el joven y espigado maestresala—: Acompáñenme, por favor —dijo y, a continuación, después de acomodarles y ofrecerles la carta de degustación, se retiró.
   Un par de minutos después, fue requerido, mediante un gesto, por Antonio:
   —Pa mí, me traiga un chuletón de ternera y una ensalá.
   Teresa continuaba leyendo sin tener muy claro si optaría por tomar carne o pescado.
   —¿Ha elegido ya señora?
   —Sí, merluza en salsa verde, sepia a la plancha y una porción de tiramisú.
   —¿Tomará postre, el señor?
   —Sí, tráigame un flan casero y tamién una cuajada con miel.
   —¿Algún vino en especial?
   Ella consultó con un gesto mirando a Antonio.
   —No, no, yo prefiero cerveza.
   —Entonces, tráiganos un par de cervezas a cada uno, si no le importa.
   —Lo que gusten los señores —sostuvo con voz suave—.
   Satisfecha la necesidad fisiológica con el suculento y delicioso manjar, después de tomar café, fumarse un par de cigarrillos y abonar la cuenta: prosiguieron deleitándose con la monumental ciudad caminando por la zona de las universidades y calles aledañas.
   —Mi niña, ¿qué te parece si nos sentamos un ratino? —sugirió.
   —Espérate un poco, que quiero llevarte hasta mi rincón preferido.
   —¿Falta mucho?
   —No, cariño. Estamos llegando.
   Unos minutos después, al llegar junto al arco de la pétrea pared, grabado sobre uno de los sillares podía leerse: «Huerto de Calixto y Melibea».
   —Este es el lugar, entremos a disfrutar de él y de las preciosas vistas que nos ofrece el río a su paso bajo el puente romano.
   —Sí que es bonito este sitio.
   —Aquí, según Fernando de Rojas, se encontraban de manera clandestina Calixto y Melibea…
   —¿Y esos quién son?
   —Él, un escritor qué publicó en 1502 una novela de amor, y ellos, los enamorados.
   —¿Esta estatua es la Melibea, esa?
   —No, mi amor. Ella es Celestina.
   —¿Y cómo t'has aprendío  esas cosas?
   —Pues, unas en el colegio, otras escuchando a la gente mayor y el resto leyendo.
   —¡Jodé!, la de cosas que m'he perdío por no gustarme los libros. A tu láo parezo medio bobo.
   —No cariño. Cada persona es como es, y tú cuentas con muchas  cualidades que no se adquieren por mucho que se lea: eres una persona noble, respetuosa, educada y muy cariñosa.
   —Gracias. Tú m'haces sentí un hombre afortunáo.
   Sellaron la conversación con un prolongado y efervescente beso y, tras acercarse y arrojar, Teresa, una moneda al pozo de los deseos: abandonaron el novelesco jardín, abrazados, él por la cintura y ella, con el brazo de este por encima de su hombro. Anduvieron dedicándose efusivas miradas y muestras de amor hasta llegar al hogar familiar.
   La feliz pareja paseó su amor deambulando, durante cinco días, por los alegóricos y populares rincones de la inmemorial y patrimonial ciudad.
   El miércoles, se decantaron por disfrutar de la acogedora vivienda y hacer compañía a Luisa:
   —Chicos, ¿qué os parece si mañana vamos a comer por ahí fuera?
   —Me parece genial, mamá.
   —Tengo pensado cerrar el local un par de días por razones morales y, ¡qué coño!, porque me merezco un descanso.
   El jueves, a media mañana, salieron de casa con dirección a la Plaza Mayor. Estuvieron tomando cañas hasta que, a eso de las tres, decidieron entrar a comer en El Bardo y, sobre las cuatro y media, después de haber saboreado y reposado los manjares, salieron del local y se quedaron merodeando por las inmediaciones de la Catedral Nueva, con la intención de ver los pasos procesionales.
   —Voy a sacá tabaco —indicó, al tiempo que se dirigía hacia la máquina expendedora—, ¿necesitáis vosotras?
   —No, cariño —respondió ella, tras consultar con la mirada a su madre.
   Él continuó cruzando la calle.
   —¿Qué te parece, mamá?
   —Además de guapo, ¿supongo? —articuló con tono irónico, enarcando una ceja, Luisa.
   —Sí, claro.  Además de su imagen, mamá.
   —A decir verdad, por lo poco que he visto, me parece un chico noble, cariñoso y, también, que parece estar muy enamorado; aunque, según mi punto de vista, le percibo bastante inmaduro y…
   —¿Y eso es malo, mamá?
   —En principio no debería, pero nunca se sabe por dónde te puede salir un hombre con esas características. ¿Y Pepe qué opina, hija?
   —No, nada, mamá.  Pepe aún no lo sabe; pero tendrá que entenderlo. Él, mejor que nadie, sabe que nuestra relación nunca ha estado basada en el amor.
   —¡Ah!, ¿no?,  pues, cualquiera lo diría, hija:  se os veía tan feliz, a los dos…
   —No, no. Para nada mamá. Puro escaparate. En realidad, él satisfacía mis caprichos a cambio de lucirme ante los demás. Pepe es una persona fría y calculadora y, llegado a este extremo, no me extrañaría que en sus planes estuviese la idea de encontrar una mujer llamativa para atraer a los futuros clientes hasta el club. Él está acostumbrado a estar rodeado de muchas mujeres y a despilfarrar el dinero. ¡No sabe vivir de otra manera!
   —¡Vaya!, hija, no dejas de sorprenderme.
   —¿El qué, mamá?
   —¡Por fin!, ya iba siendo hora que te dieses cuenta de que hay cosas en la vida más importantes que el lujo y el dinero.
   —Sí, ahora sé lo que siempre quise sin ser consciente de ello: a mi lado necesito a un hombre que, además de decirme que me quiere y que soy lo más importante para él, me haga sentir que es cierto.
   —¡Vaya!, veo que tú también estás enamorada de verdad.
   —Mamá, a través de sus preciosos ojos puedes acceder hasta los más profundo de su ser.
   —Me alegro por ti, hija.  Espero y deseo que su inmadurez no te haga pasar malos momentos.
   —Calla un poco, mamá, que viene ahí —susurró.
   Un instante después, los tres reanudaron el camino y la conversación de manera plácida hasta llegar al domicilio familiar.


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