Una gélida y oscura noche de noviembre, rondando la
medianoche:
—Bueno,
muchachos, aquí os quedáis —dijo, tras levantarse con la intención de irse a
dormir—: y acordaros de apagá el brasero cuando sos marchéis —indicó estando ya
en el exterior de la barraca.
—¡¿Qué pasa, tío?!
—pronunció Chuchi, con los ojos a medio cerrar, mientras trataba de evitar que
se le escapase la bocanada inhalada segundos antes de pasar el humeante y
oloroso porro a uno de sus hermanos—. ¿De qué vas, colega?, no te precupes
tanto, ¡coño!, que no semos tontos y sabemos lo que hacemos.
—Ya lo sé, solo sos estoy avisando ¡Jodé!
—Venga, tronco,
nos vemos —dijo dando por solventado el
asunto,Chuchi.
Tras pasar la
noche.
Fue pisar Antonio
el rellano y percibió una impetuosa e inaguantable pestilencia. Levantó su
recta y ventilada nariz, tal y como lo haría cualquier perdiguero en día de
caza, tratando de ventear y descubrir la procedencia de aquella hediondez
«¡Jodé, como güele a chamusquina!» y dirigido por un sexto sentido, comenzó a
correr con desesperanza hasta llegar a la esquina de la última calle y, desde
allí, inmóvil e incapaz de mover un solo músculo, observó con desánimo que lo
único que quedaba en el lugar no eran más que unas nauseabundas y humeantes
cenizas. Sus mejillas se inundaron al rememorar los infinitos y felices
momentos proveídos en su día por la desaparecida y mal finada barraca:
—No te lamentes
por algo que, tarde o temprano, se veía venir —dijo una distorsionada voz,
oculta tras la persiana de una de las ventanas.
Antonio se volvió
hacia esta con la mirada fuera de sí.
—¡Cállese!… usté qué sabrá so cotilla.
—Quien mal anda,
mal acaba —expresó alzando el tono la anónima voz—. Desde que los trajiste al barrio, esos pájaros, no
han hecho cosa buena. Fue poner el pie ellos aquí y comenzaron a desaparecer:
gallinas, perros, gatos, bicicletas y la gasolina y los espejos de las motos...
los muy sinvergüenzas ni siquiera han respetado la ropa de los tendederos.
—¡Sí, ya!, seguro
cán sío ellos… ¡No se lo cree ni usté!
—A ver si, con un
poco de suerte, desaparecen del barrio y no volvemos a saber nada más de ellos.
Sin más que
objetar por su parte, Antonio condujo sus pasos hasta la acacia que estaba
frente al portal y, tras liberarla de la opresora cadena, como tenía por
costumbre: de un salto se subió a ella y comenzó a pedalear con rumbo al centro
de trabajo.
—¿Qué te pasa? ¿Te
ha ocurrido algo por el camino? —consultó Jacinto, al percatarse de la inusual
actitud y languidecido semblante que presentaba.
—No, no m'ha pasao
na —respondió secamente.
—¿No has dormido
bien?
—Ya, l'he dicho
que no m'ha pasao na, ¡Jodé! ¡Qué pesao que es!
—Pues cualquiera
lo diría, hijo. Tu cara indica que has estado llorando.
Antonio le miró con
incontrolado y rabioso ademán.
—Qué cotilla es
usté, ¿no será por el frío que hace al
vení en la bici?
—Está bien. Si no
me quieres contar nada, tú sabrás.
La jornada
aconteció taciturna, el joven optó por no hablar; el viejo, por respetar a su
estimado compañero.
Por la tarde, al
escuchar las siete campanadas «Por fin, llegó la p... hora de salí de trabajá»
y, tras cambiarse de ropa y abandonar el colonial, como cada día, fue al
encuentro de los que estaban sentados en la escalinata de la iglesia de San
Pedro:
—¿Ande vas con ese
careto, tío? —dijo a modo de saludo, Chuchi.
—¡Qué cara crees
que tengo que traé, después de lo d'anoche! —exclamó con indignación.
—Tranqui, tío. No
te embales, y dispara de una p… vé lo que tengas qu'escupí.
—Mira que sos lo
dije y...
—¿El qué?
—¡Qué tuvieseis
cuidao con el brasero!
—¡Qué dices, tío!,
nusotros mos fuimos enseguía, justo después de que tú te fueras. Manué, ¿verdá
que tú sacastes el p… brasero?
—Sí, sí. Yo me
quedé meando y lo apague del to.
—No sé si es verdá
o mentira lo que decís... lo único que
sé, es que el chiscón ha desaparecío entre las llamas.
—¡No me jodas,
tío! —protestó llevándose las manos a la cabeza, Chuchi—, ¿en verdá que s'ha
quemáo?
—Tú, ¿qué
crees?..., ¿qué me lo estoy inventando?
—¡Jodél, qué p…da!
—prorrumpió de nuevo Chuchi—, tenía allí, una güena piedra de chocolate y tres
botellas de güisqui.
—¡¿Qué pena,
verdá?!, pos, yo tenía allí parte de mi
vida —rugió con ira, sin dar crédito a la preocupación manifiesta por su amigo.
—¡Jodél,
tío!, nusotros no tenemos la culpa, No
te pongas asín, hoctia.
—Bueno. Me marcho
pa casa —dijo apenas sin fuelle.
—Pero semos
colegas, ¿no? —consultó haciendo un ademán de súplica.
Antonio, conmovido
por la enternecedora imagen, asintió un par de veces con la cabeza y, de manera
sosegada, comenzó a pedalear fijando el rumbo directamente a casa.
A partir del
nefasto día, al salir de trabajar, comenzó a formar parte de los asiduos
ocupantes de los azulados y pétreos bancos que por aquel entonces se hallaban
diseminados por la de la Plaza Mayor, o en compañía de «los cinco magníficos»
por las inmediaciones de esta.
El cambio de aires
y costumbres propició que este conociese nuevas amistades, sobre todo chicas
que andaban por allí buscándose la vida; pero a diferencia de sus camaradas, él
se mantuvo al margen del alcohol y las drogas, aunque no así con el hábito de
fumar. «Si me ven fumando, puede que las tías vengan a pedirme tabaco y, si no
es asín, pos se lo pido yo a ellas». Y, mientras que este se dedicaba a seducir
a las chicas que por allí pululaban, el quinteto se entretenía hurtando, o
dando tirones de bolsos. Al percatarse de esto «Si la poli me ve con ellos
puedo tené problemas... bueno, a lo mejó
no me pasa na porque m'han visto repartiendo y saben que yo estoy trabajando...
además, como m'ha dicho mi padre, enmientras que yo no haga na, ni la poli ni los guardas ni los
civiles me pueden hacé na... pero si me ve la gente con ellos pueden pensá que
soy igual que ellos...», tras cavilar durante más de una hora, se planteó
incluso terminar con su amistad, pero el hecho de haberles tomado tanto cariño
le hacía sentirse entre la espada y la pared. Por otro lado, se fue apartando
de su infancia y de los amigos de siempre por el hecho de acudir al barrio solo
para comer o dormir. Durante un tiempo mantuvo el contacto con sus adictivos,
insensibles y pillastres colegas; pero eso sí, manteniéndose al margen de las
acciones punibles.
Una tarde, sentados sobre una banasta de madera; frente a
un montón de talludas patatas se lamentaba poniendo empaque melancólico, el
veterano recadero.
—La vida es una
mierda… es tan injusta a veces.
—Señó Jacinto,
¿qué quiere decí usté con eso? —consultó Antonio.
—...doce años
contaba cuando pisé por primera vez este maldito lugar.
Antonio abrió los
ojos de par en par y se llevó las manos a la cara en ademán de sorpresa.
—¡¿Maldito?!...
¿No entiendo?... Según m'ha contao usté: esto era to en su vida.
Jacinto torció el
labio superior, esbozando algo parecido a una sonrisa.
—Sí, así es, hijo;
pero no por ello, significa que me sienta contento... El día qué comencé a
trabajar en este lugar, lo hice con mucha ilusión. Mi madre y yo llegamos a
Plasencia tras la repentina muerte de mi padre. Al quedarse viuda tan joven,
sin nada que nos retuviese en el pueblo, decidió que lo mejor para los dos
sería venirnos a vivir a aquí con la intención de labrase un futuro mejor para
ella y para mi, su único hijo. Dejando atrás mi infancia y el lugar donde nací
hace más de 64 años. Recuerdo que nada más llegar a la ciudad, por mediación de
una conocida del pueblo, mi madre comenzó a servir en casa de una familia muy
célebre y acomodada, la de don Anastasio Cepeda…
El joven aprendiz
permanecía estático, en silencio, con la boca entreabierta y sin pestañear:
absorto en la historia que el viejo iba rumiando, por ser esta difícil de
digerir, según pensaba el que la estaba narrando.
—...y, fue
también, por mediación de don Anastasio, que intercedió por mí ante el padre de
don Julián. El mismo que, por aquél entonces, se encargaba de sacar adelante el
negocio que él mismo había fundado con unos dineros heredados, tras el
fallecimiento de sus padres en un accidente ferroviario —suspiró
profundamente—: Don Anselmo, se llamaba
el padre de don Julián. ¡Qué gran hombre era este señor! —dijo sin poder contener el llanto y decidió
hacer un alto en su historia.
Antonio permaneció
callado por espacio de diez minutos, su rostro reflejaba admiración y, al
observar que Jacinto tenía la mirada puesta en algún punto intermedio entre el
suelo y el cristalino y que este permanecía inmóvil y que no hacía ni decía
nada, rompió el silencio.
—No sé por qué se
lamenta usté… a mí me parece mu interesante su historia. ¿No quiere contarme na
más?
—Sí, hijo sí, pero
ahora, será mejor que continuemos con la tarea.
El resto de la
jornada se limitaron a recolocar en las destartaladas estanterías todo el
género que habían recibido en los dos últimos días: chorizos, jamones y quesos
de cabra de la comarca; bacalao en salazón, latas de conservas y sardinas
prensadas desde Cantabria y un gran surtido de legumbres: garbanzos de
Fuentesaúco, lentejas de Tierra de Campos, alubias del Barco de Ávila y La
Bañeza.
«El buen trato y
la calidad de los productos hacen próspero al comerciante» esa fue la premisa
que se marcó al fundar la sociedad mercantil ACACSA (Almancén de Coloniales
Anselmo Cépeda S.A.), establecimiento dedicado a la venta al por mayor y al
detalle de productos locales, comarcales, nacionales y de importación, de
calidad extra y de primera.
Durante un tiempo y siempre que los quehaceres lo
permitían:
—Julián y yo…
perdón, don Julián y yo —rectificó Jacinto—, crecimos y jugábamos juntos aquí
como si fuésemos de la misma familia. Él es mayor que yo dos años, ¿te lo he
contado ya?
Antonio negó con
la cabeza.
—Bueno, pues, cómo
te iba contando. Entre nosotros, surgió una gran amistad, y al ser hijo único
los dos, creímos haber encontrado al hermano que la vida nos había negado. Tal
era así que incluso don Anselmo, de vez en cuando, nos daba dinero para que los
domingos fuésemos juntos al cine. Él y su esposa, doña Leonor, me trataban como
si fuese un hijo más... —Hizo un
alto para tomar aire y después de suspirar sonoramente, prosiguió—: Aquí he
dejado mis ilusiones e incluso mi propia vida… por un simple y mísero salario,
¡ni siquiera casarme he podido!, toda mi vida aquí, aguantando las negativas de
quien, en su día creí más que amigo, «su excelencia don Julián», el mismo que
se ha negado a concederme un pequeño aumento de sueldo a sabiendas de que era
con el fin de crear mi propia familia y sacarlos adelante. «Nadie te ha obligado a quedarte aquí toda tu
vida, Jacinto… ni siquiera cuando te quedaste huérfano y mis padres te
acogieron como a un hijo más, ¿acaso te sientes con derecho a su herencia?,
¿sabes qué te digo?... Si no estás a gusto… ya sabes dónde está la puerta», esa
es la respuesta que siempre me ha dado «Su ilustrísimo Don Julián». —Se detuvo
un instante para tomar aire y lo expelió resoplando como un caballo—: ¡Sí, Don
Anselmo levantase la cabeza!, estoy convencido que del disgusto se volvía a
morir —exclamó, lamentándose una vez más.
Antonio, al
percatarse que las lágrimas afloraban y discurrían por las envejecidas y
surcadas mejillas trató de alentarle.
—Tranquilo, señó
Jacinto. No se ponga usté asín —dijo al tiempo que le daba unas palmaditas en
la espalda.
Pasado un tiempo,
este le demostró a Antonio, en poco más de un año, que lo que en su día le
pareció atrayente: trabajo y conversaciones con Jacinto, con el transcurso de
las horas y los días, aquello que le pareció interesante terminó convertido en
algo rutinario y tedioso. Y no queriendo tener que lamentarse, como su viejo
compañero, en un futuro próximo… «Yo quiero casarme, quiero tené hijos y viví
la vida felizmente».
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