miércoles, 13 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 2, Vidas Truncadas


Una gélida y oscura noche de noviembre, rondando la medianoche:
    —Bueno, muchachos, aquí os quedáis —dijo, tras levantarse con la intención de irse a dormir—: y acordaros de apagá el brasero cuando sos marchéis —indicó estando ya en el exterior de la barraca.
   —¡¿Qué pasa, tío?! —pronunció Chuchi, con los ojos a medio cerrar, mientras trataba de evitar que se le escapase la bocanada inhalada segundos antes de pasar el humeante y oloroso porro a uno de sus hermanos—. ¿De qué vas, colega?, no te precupes tanto, ¡coño!, que no semos tontos y sabemos lo que hacemos.
   —Ya lo sé, solo sos estoy avisando ¡Jodé!
   —Venga, tronco, nos vemos   —dijo dando por solventado el asunto,Chuchi.
   Tras pasar la noche.

   Fue pisar Antonio el rellano y percibió una impetuosa e inaguantable pestilencia. Levantó su recta y ventilada nariz, tal y como lo haría cualquier perdiguero en día de caza, tratando de ventear y descubrir la procedencia de aquella hediondez «¡Jodé, como güele a chamusquina!» y dirigido por un sexto sentido, comenzó a correr con desesperanza hasta llegar a la esquina de la última calle y, desde allí, inmóvil e incapaz de mover un solo músculo, observó con desánimo que lo único que quedaba en el lugar no eran más que unas nauseabundas y humeantes cenizas. Sus mejillas se inundaron al rememorar los infinitos y felices momentos proveídos en su día por la desaparecida y mal finada barraca:

   —No te lamentes por algo que, tarde o temprano, se veía venir —dijo una distorsionada voz, oculta tras la persiana de una de las ventanas.
   Antonio se volvió hacia esta con la mirada fuera de sí.
   —¡Cállese!…  usté qué sabrá so cotilla.
   —Quien mal anda, mal acaba —expresó alzando el tono la anónima voz—. Desde   que los trajiste al barrio, esos pájaros, no han hecho cosa buena. Fue poner el pie ellos aquí y comenzaron a desaparecer: gallinas, perros, gatos, bicicletas y la gasolina y los espejos de las motos... los muy sinvergüenzas ni siquiera han respetado la ropa de los tendederos.
   —¡Sí, ya!, seguro cán sío ellos… ¡No se lo cree ni usté!
   —A ver si, con un poco de suerte, desaparecen del barrio y no volvemos a saber nada más de ellos.
   Sin más que objetar por su parte, Antonio condujo sus pasos hasta la acacia que estaba frente al portal y, tras liberarla de la opresora cadena, como tenía por costumbre: de un salto se subió a ella y comenzó a pedalear con rumbo al centro de trabajo.
   —¿Qué te pasa? ¿Te ha ocurrido algo por el camino? —consultó Jacinto, al percatarse de la inusual actitud y languidecido semblante que presentaba.
   —No, no m'ha pasao na —respondió secamente.
   —¿No has dormido bien?
   —Ya, l'he dicho que no m'ha pasao na, ¡Jodé! ¡Qué pesao que es!
   —Pues cualquiera lo diría, hijo. Tu cara indica que has estado llorando.
  Antonio le miró con incontrolado y rabioso ademán.
   —Qué cotilla es usté,   ¿no será por el frío que hace al vení en la bici?
   —Está bien. Si no me quieres contar nada, tú sabrás.

   La jornada aconteció taciturna, el joven optó por no hablar; el viejo, por respetar a su estimado compañero.
   Por la tarde, al escuchar las siete campanadas «Por fin, llegó la p... hora de salí de trabajá» y, tras cambiarse de ropa y abandonar el colonial, como cada día, fue al encuentro de los que estaban sentados en la escalinata de la iglesia de San Pedro:
   —¿Ande vas con ese careto, tío? —dijo a modo de saludo, Chuchi.
   —¡Qué cara crees que tengo que traé, después de lo d'anoche! —exclamó con indignación.
   —Tranqui, tío. No te embales, y dispara de una p… vé lo que tengas qu'escupí.
   —Mira que sos lo dije y...
   —¿El qué?
   —¡Qué tuvieseis cuidao con el brasero!
   —¡Qué dices, tío!, nusotros mos fuimos enseguía, justo después de que tú te fueras. Manué, ¿verdá que tú sacastes el p… brasero?
   —Sí, sí. Yo me quedé meando y lo apague del to.
   —No sé si es verdá o mentira lo que decís...  lo único que sé, es que el chiscón ha desaparecío entre las llamas.
   —¡No me jodas, tío! —protestó llevándose las manos a la cabeza, Chuchi—, ¿en verdá que s'ha quemáo?
   —Tú, ¿qué crees?..., ¿qué me lo estoy inventando?
   —¡Jodél, qué p…da! —prorrumpió de nuevo Chuchi—, tenía allí, una güena piedra de chocolate y tres botellas de güisqui.
   —¡¿Qué pena, verdá?!,  pos, yo tenía allí parte de mi vida —rugió con ira, sin dar crédito a la preocupación manifiesta por su amigo.
   —¡Jodél, tío!,  nusotros no tenemos la culpa, No te pongas asín, hoctia.
   —Bueno. Me marcho pa casa —dijo apenas sin fuelle.
   —Pero semos colegas, ¿no? —consultó haciendo un ademán de súplica.

   Antonio, conmovido por la enternecedora imagen, asintió un par de veces con la cabeza y, de manera sosegada, comenzó a pedalear fijando el rumbo directamente a casa.
   A partir del nefasto día, al salir de trabajar, comenzó a formar parte de los asiduos ocupantes de los azulados y pétreos bancos que por aquel entonces se hallaban diseminados por la de la Plaza Mayor, o en compañía de «los cinco magníficos» por las inmediaciones de esta.

   El cambio de aires y costumbres propició que este conociese nuevas amistades, sobre todo chicas que andaban por allí buscándose la vida; pero a diferencia de sus camaradas, él se mantuvo al margen del alcohol y las drogas, aunque no así con el hábito de fumar. «Si me ven fumando, puede que las tías vengan a pedirme tabaco y, si no es asín, pos se lo pido yo a ellas». Y, mientras que este se dedicaba a seducir a las chicas que por allí pululaban, el quinteto se entretenía hurtando, o dando tirones de bolsos. Al percatarse de esto «Si la poli me ve con ellos puedo tené problemas... bueno,  a lo mejó no me pasa na porque m'han visto repartiendo y saben que yo estoy trabajando... además, como m'ha dicho mi padre, enmientras que yo no  haga na, ni la poli ni los guardas ni los civiles me pueden hacé na... pero si me ve la gente con ellos pueden pensá que soy igual que ellos...», tras cavilar durante más de una hora, se planteó incluso terminar con su amistad, pero el hecho de haberles tomado tanto cariño le hacía sentirse entre la espada y la pared. Por otro lado, se fue apartando de su infancia y de los amigos de siempre por el hecho de acudir al barrio solo para comer o dormir. Durante un tiempo mantuvo el contacto con sus adictivos, insensibles y pillastres colegas; pero eso sí, manteniéndose al margen de las acciones punibles.

Una tarde, sentados sobre una banasta de madera; frente a un montón de talludas patatas se lamentaba poniendo empaque melancólico, el veterano recadero.
   —La vida es una mierda… es tan injusta a veces.
   —Señó Jacinto, ¿qué quiere decí usté con eso? —consultó Antonio.
   —...doce años contaba cuando pisé por primera vez este maldito lugar.
   Antonio abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la cara en ademán de sorpresa.
   —¡¿Maldito?!... ¿No entiendo?... Según m'ha contao usté: esto era to en su vida.
   Jacinto torció el labio superior, esbozando algo parecido a una sonrisa.
   —Sí, así es, hijo; pero no por ello, significa que me sienta contento... El día qué comencé a trabajar en este lugar, lo hice con mucha ilusión. Mi madre y yo llegamos a Plasencia tras la repentina muerte de mi padre. Al quedarse viuda tan joven, sin nada que nos retuviese en el pueblo, decidió que lo mejor para los dos sería venirnos a vivir a aquí con la intención de labrase un futuro mejor para ella y para mi, su único hijo. Dejando atrás mi infancia y el lugar donde nací hace más de 64 años. Recuerdo que nada más llegar a la ciudad, por mediación de una conocida del pueblo, mi madre comenzó a servir en casa de una familia muy célebre y acomodada, la de don Anastasio Cepeda…
   El joven aprendiz permanecía estático, en silencio, con la boca entreabierta y sin pestañear: absorto en la historia que el viejo iba rumiando, por ser esta difícil de digerir, según pensaba el que la estaba narrando.
   —...y, fue también, por mediación de don Anastasio, que intercedió por mí ante el padre de don Julián. El mismo que, por aquél entonces, se encargaba de sacar adelante el negocio que él mismo había fundado con unos dineros heredados, tras el fallecimiento de sus padres en un accidente ferroviario —suspiró profundamente—:  Don Anselmo, se llamaba el padre de don Julián. ¡Qué gran hombre era este señor!  —dijo sin poder contener el llanto y decidió hacer un alto en su historia.
   Antonio permaneció callado por espacio de diez minutos, su rostro reflejaba admiración y, al observar que Jacinto tenía la mirada puesta en algún punto intermedio entre el suelo y el cristalino y que este permanecía inmóvil y que no hacía ni decía nada, rompió el silencio.
   —No sé por qué se lamenta usté… a mí me parece mu interesante su historia. ¿No quiere contarme na más?
   —Sí, hijo sí, pero ahora, será mejor que continuemos con la tarea.
   El resto de la jornada se limitaron a recolocar en las destartaladas estanterías todo el género que habían recibido en los dos últimos días: chorizos, jamones y quesos de cabra de la comarca; bacalao en salazón, latas de conservas y sardinas prensadas desde Cantabria y un gran surtido de legumbres: garbanzos de Fuentesaúco, lentejas de Tierra de Campos, alubias del Barco de Ávila y La Bañeza.
   «El buen trato y la calidad de los productos hacen próspero al comerciante» esa fue la premisa que se marcó al fundar la sociedad mercantil ACACSA (Almancén de Coloniales Anselmo Cépeda S.A.), establecimiento dedicado a la venta al por mayor y al detalle de productos locales, comarcales, nacionales y de importación, de calidad extra y de primera.
Durante un tiempo y siempre que los quehaceres lo permitían:
   —Julián y yo… perdón, don Julián y yo —rectificó Jacinto—, crecimos y jugábamos juntos aquí como si fuésemos de la misma familia. Él es mayor que yo dos años, ¿te lo he contado ya?
   Antonio negó con la cabeza.
   —Bueno, pues, cómo te iba contando. Entre nosotros, surgió una gran amistad, y al ser hijo único los dos, creímos haber encontrado al hermano que la vida nos había negado. Tal era así que incluso don Anselmo, de vez en cuando, nos daba dinero para que los domingos fuésemos juntos al cine. Él y su esposa, doña Leonor, me trataban como si fuese un hijo más... —Hizo un alto para tomar aire y después de suspirar sonoramente, prosiguió—: Aquí he dejado mis ilusiones e incluso mi propia vida… por un simple y mísero salario, ¡ni siquiera casarme he podido!, toda mi vida aquí, aguantando las negativas de quien, en su día creí más que amigo, «su excelencia don Julián», el mismo que se ha negado a concederme un pequeño aumento de sueldo a sabiendas de que era con el fin de crear mi propia familia y sacarlos adelante.  «Nadie te ha obligado a quedarte aquí toda tu vida, Jacinto… ni siquiera cuando te quedaste huérfano y mis padres te acogieron como a un hijo más, ¿acaso te sientes con derecho a su herencia?, ¿sabes qué te digo?... Si no estás a gusto… ya sabes dónde está la puerta», esa es la respuesta que siempre me ha dado «Su ilustrísimo Don Julián». —Se detuvo un instante para tomar aire y lo expelió resoplando como un caballo—: ¡Sí, Don Anselmo levantase la cabeza!, estoy convencido que del disgusto se volvía a morir —exclamó, lamentándose una vez más.
   Antonio, al percatarse que las lágrimas afloraban y discurrían por las envejecidas y surcadas mejillas trató de alentarle.
   —Tranquilo, señó Jacinto. No se ponga usté asín —dijo al tiempo que le daba unas palmaditas en la espalda.
   Pasado un tiempo, este le demostró a Antonio, en poco más de un año, que lo que en su día le pareció atrayente: trabajo y conversaciones con Jacinto, con el transcurso de las horas y los días, aquello que le pareció interesante terminó convertido en algo rutinario y tedioso. Y no queriendo tener que lamentarse, como su viejo compañero, en un futuro próximo… «Yo quiero casarme, quiero tené hijos y viví la vida felizmente».



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