Por fin, llegó el tan ansiado
momento, y después de comer y dormir una efímera siesta, José recogió el saco de
yute donde estaba el trasmallo y condujo sus pasos hasta donde
estaba acostado Antonio:
—¡Vamos, Pirata! —propuso, al tiempo que le
hacía un gesto con la cabeza—. A vé que tal se mos da.
—¡Ya voy, papa! —respondió con brío,
poniéndose en pie de un salto. Y, echándose el saco sobre el hombro José,
emprendieron la marcha poniéndole este la mano por encima del hombro a su
vástago, mirándole a los ojos.
—Hijo mío, siempre que vayas a pescá, tiés
que tené mucho cuidao de no jacé ruio y andá con la vista fina.
—¿Qué quiere usté decí con eso, papa?
—No solo por los peces, hijo. También tiés
que tené cuidao con los Civiles y con los del Incona.
—¿Quién son los del Incona, papa?
—Los que vigilan y guardan los ríos y los
montes, hijo… tos ellos tién mu mala sangre y es mejó no velos por ningún
sitio.
De súbito, José interrumpió la marcha en
seco, a unos quinientos metros de la enramada, depositó el saco en el suelo y,
tras abrirlo, extrajo el trasmallo: «Asujetalo, hijo», dijo con voz queda y, a
continuación, se introdujo entre la maleza para sacar una balsa que él mismo
había dejado allí, días atrás. Agarrándola por un ramal sobrante, de un metro
de largo aproximadamente, y, tras depositarla con sumo cuidado sobre la
superficie del agua y, sin soltar la cuerda, cautamente se subió sobre esta.
—La balsa estaba constituida por cuarto placas de corcho natural, de poco más
de un metro de largo por unos sesenta centímetros de ancho y una lámina de
polietileno expandido de 1, 20m². de lado por unos veinte cm. de espesor. Su
forma recordaba a un emparedado, el corcho estaba en los extremos y cumplía las
funciones de protección y flotador; todo ello, quedaba sujeto por una larga
cuerda de pita, sisal torcido a cuatro cabos.
—Ahora, tiés que dame el varal, hijo.
—¿Cuál de los dos, papa?
—El más corto, hijo…, que en este cacho: el
río cubre poco. —El varal era de chopo, de unos tres metros de largo, y en su
parte más gruesa había incrustada, a modo de brazalete, una virola de metal, de
unos quince centímetros de diámetro por otros diez de ancho: para evitar que
este se desgastara o astillase—. Una vez asido el varal, con las piernas
abiertas para mantener el equilibrio, con el trasmallo sobre la balsa, comenzó
a surcar las aguas con la misma agilidad y pericia que lo haría un gondolero
veneciano. El lugar elegido para echar
las artes de pesca, además de la amplitud y la escasez de maleza en el lecho
del río, el agua discurría calmosa.
Desde la orilla, sentado a la sombra de los
alisos, visualizaba atentamente cada uno de los movimientos que realizaba su
progenitor. Observaba en silencio, mientras trataba de grabar en su mente cada
uno de los pasos a seguir. En primer lugar, anotó que se había desplazado hasta
la otra orilla; en segundo, que había atado uno de los cabos del trasmallo a
unos juncos y después, poco a poco, se dejaba llevar corriente abajo a la vez
que suavemente iba introduciendo el aparejo en el agua, bordeando la orilla
hasta que terminó de extenderle, y que, con el cabo sobrante, lo amarró a una
rama que estaba introducida en el agua; en tercer lugar, retornó hasta el medio del cauce y comenzó a
golpear con el varal sobre la superficie y, a continuación, a hincar
enérgicamente el mismo en la profundidad para aporrear contra los cantos
rodados del lecho con la virola. Todo ello, con el propósito de que los peces
tratasen de refugiarse en las oquedades de las orillas, o bajo las raíces de
los árboles y en su desesperada huida atraparlos con la red.
Media hora más tarde, José comenzó a recoger
el trasmallo contra corriente, depositando el varal sobre uno de los bordes de
la balsa y ayudándose con la red, al tiempo que este iba recogiendo y subiendo
el apero y los pescados a la balsa, hasta alcanzar el cabo que estaba amarrado
a la rama. Una vez allí, agarrándose con una mano a los juncos y utilizando la
otra para desatar el cabo sobrante de la red, regresó junto al eufórico
Antonio, el cual no paraba de dar saltos de alegría: al comprobar la cantidad
de capturas que, aún estando dentro de la red, aleteaban sobre la balsa
enérgicamente: tratando de liberarse de
aquella asfixiante situación.
En el Jerte, por aquellas fechas, habitaban
infinidad de especies acuáticas; destacaban, sobre todo, los barbos, la bogas,
los cachos, los jaramugos, las truchas y las tencas; en menor cantidad: las
anguilas, los black-bass, las carpas royales y comunes. También había crustáceos
como las desaparecidas quisquillas, cangrejos, mejillones… Así como infinidad
de anfibios, larvas de insectos, alguna que otra nutria, ratas de agua,
galápagos, ánades reales, cormoranes y, en invierno, acudían grandes bandadas
de gaviotas, sobre todo aguas abajo, en la zona conocida por el cachón.
Tras desenredar, con cuidado, el pescado y
depositarlo en el costal.
José volvió a ocultar la balsa y, echándose
sobre un hombro el saco y el trasmallo en el otro, regresaron complacidos al
lugar de partida:
—Marido, ¿qué tal s'ha dao? —balbució desde
la distancia al verles reaparecer.
—Bien, bien… Vienen como seis kilos de
chicos y unos diez de gordos.
—¡Qué bien!, asín podremos prepará un güen
moje con los grandes.
José condujo sus pasos hasta el interior del
islote para poner a secar el trasmallo, como si de una sábana se tratase,
atándolo con los cabos de los extremos entre dos alisos que estaban
predispuestos para ese menester, con el fin, de no llamar mucho la atención de
los guardas: ya que en verano estaba prohibido pescar con redes. Un rato
después, retornó junto a su esposa y, a la par que los iban clasificando por
tamaños, comenzaron a destripar el pescado. Los pequeños, de entre diez y
quince centímetros se freirían enteros, mientras que los grandes serían
descamados y troceados en rodajas, de unos ocho centímetros de grosor. Mientras
tanto, Antonio observaba fascinado todo el proceso.
Una vez finiquitada la limpieza, José
preparó una hoguera, Manuela roció el pescado con sal gorda y lo dejó al
descubierto, unos quince minutos, para que este se airease y perdiese así parte
de la humedad: tratando de evitar que al ser fritos, el aceite saltase en
exceso. A continuación, colocó la trébedes sobre las ascuas y encima de esta
una enorme y profunda sartén, de esas de dos asas, toda ella negra y jaspeada
de infinidad de pequeñas pintas blanquecinas, en cuyo interior: dos litros de
aceite de oliva que, a través de crujidos y gorgoteos, evidenciaban estar en su
punto óptimo e invitaban a iniciar la fritura. Una vez enharinados, al ser
introducidos los trozos en la sartén eran engullidos por el candente y cantarín
oro líquido y, en pocos segundos se rendían ante este, al comprobar que no solo
mermaban sus fuerzas, sino incluso el tamaño, y cambiando de color, anunciaban
pleitesía ante aquel monstruo que iracundo se crecía y crepitaba con vehemencia
cada vez que este aprehendía alguna presa. En primer lugar, se frieron los
pequeños; para extraerlos de la sartén, Manuela se ayudaba con una espumadera
metálica y, una vez que entendía que estaban en su punto, eran depositados en
una gran fuente rectangular, de blanca porcelana, ribeteada con un estrecho
cordón de esmalte azul oscuro:
Antonio se acercó hasta la mesa.
—Mama, ¿puedo cogé uno? —solicitó, a la vez
que señalaba con su dedo índice sobre la exuberante fuente.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, hijo mío. Pués comé los que quieras; pero
ten cuidao, que entoavía queman mucho
—respondió con voz apacible.
—¡Hmm! Están deliciosos, mama. Pruébelos,
verá que ricos están —presionó, ofreciéndole un trozo.
José llamó la atención a su esposa.
—Manuela, tiés que fritálos un poquino más.
Que ya sabes que me gustan bien churruscaos —sugirió José, después de haberse
comido un par de ellos.
Terminada la primera fritada, José filtró
con un colador metálico el hirviente y humeante líquido para depositarlo en un
cazo. Posteriormente lo retornó a la sartén. Tomó una garrafa y, tras quitarle
el precinto, añadió un poco más de aceite para comenzar a freír las tajadas que
estaban destinadas para hacer el moje —En este caso, el pescado no requiere ser
muy frito, basta con un par de vueltas o tres por cada cara—, y cuando las
rodajas iban adquiriendo el aspecto que él consideraba en su punto, eran
depositadas en un perol, cuyas rectas paredes lucían en su exterior un rojo
oxido y en el interior un pulcro gris claro perlado.
Consumada la preparación del pescado, José
trasvasó casi todo el aceite a otro recipiente, y reservando un poco en la
sartén, comenzó a sofreír una cebolla troceada en gruesa juliana; un par de
rojos, secos y arrugados pimientos «cornicabras»; dos hojas de laurel y tres
dientes de ajos, rudamente picados. Y, cuando todo estaba bien pochado, añadió
un vasito de vinagre, lo dejó reducir durante un par de minutos, agregó litro y
medio de agua, lo dejó al fuego hasta alcanzar el punto de ebullición y,
después, lo apartó de la fuente de calor. Una vez que bajó la excesiva
temperatura, el escabeche fue vertido sobre la cazuela que contenía el pescado
troceado y lo dejó tapado para que reposara hasta la jornada siguiente, ya que
el moje de peces sabía y sabe mejor de un día para otro. La tarde había
acontecido y el sol trataba de ocultarse en el horizonte tras la silueta
azulada de la sierra cuando dieron por finalizada la ajetreada y fatigosa tarea
gastronómica:
—Antonio, hijo, ve poniendo los platos en la
mesa, que vamos a cená ahora mismo
—ordenó con tono suave, Manuela.
—¿Qué hay pa cená, mama?
—Sopas de tomate y peces fritos —respondió—
y saca las uvas tamién, hijo —indicó—, que las vamos a comé pa'compañá las
sopas.
—A mí, me gustan comelas con jigos —comentó,
José.
—Pos,
hoy, tendrán que sé con uvas —sentenció ella—, de habeme dao cuenta, l'había
mandao al muchacho a cogé unos cuantos en las higueras del «tío» Antolín.
Apenas habían terminado de saciar el
apetito, la oscuridad comenzó a cubrirlo todo; la luna, tímidamente se fue
abriendo paso; las estrellas, comenzaban a hacerse visibles y el aire se hizo
notar.
—Esta noche, me da a mí que temos que
echarmos la manta por cima —balbució José.
—Enmientras que no le dé por
llové, ni tan mal —manifestó de igual modo Manuela.
—Bueno, habrá que dir pensando
en dirse a dormí —dijo, entre bostezos—.
¡Que mañana es día de escuela!
—Papa, pero si falta más de un mes pa empezá
la escuela.
—Eso es pa ti, hijo. Yo, mañana tengo que
dir a trabajá.
Tras despedirse de sus progenitores, con
sendos besos y un «hasta mañana», se dirigió a buscar un par de mantas para
echarse a dormir. Un rato después, lo hicieron sus padres.
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