sábado, 2 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 6, Vidas Truncadas.


Por fin, llegó el tan ansiado momento, y después de comer y dormir una efímera siesta, José recogió el saco de yute donde estaba el trasmallo y condujo sus pasos hasta donde estaba acostado Antonio:

   —¡Vamos, Pirata! —propuso, al tiempo que le hacía un gesto con la cabeza—. A vé que tal se mos da.
   —¡Ya voy, papa! —respondió con brío, poniéndose en pie de un salto. Y, echándose el saco sobre el hombro José, emprendieron la marcha poniéndole este la mano por encima del hombro a su vástago, mirándole a los ojos.
   —Hijo mío, siempre que vayas a pescá, tiés que tené mucho cuidao de no jacé ruio y andá con la vista fina.
   —¿Qué quiere usté decí con eso, papa?
   —No solo por los peces, hijo. También tiés que tené cuidao con los Civiles y con los del Incona.
   —¿Quién son los del Incona, papa?
   —Los que vigilan y guardan los ríos y los montes, hijo… tos ellos tién mu mala sangre y es mejó no velos por ningún sitio.

   De súbito, José interrumpió la marcha en seco, a unos quinientos metros de la enramada, depositó el saco en el suelo y, tras abrirlo, extrajo el trasmallo: «Asujetalo, hijo», dijo con voz queda y, a continuación, se introdujo entre la maleza para sacar una balsa que él mismo había dejado allí, días atrás. Agarrándola por un ramal sobrante, de un metro de largo aproximadamente, y, tras depositarla con sumo cuidado sobre la superficie del agua y, sin soltar la cuerda, cautamente se subió sobre esta. —La balsa estaba constituida por cuarto placas de corcho natural, de poco más de un metro de largo por unos sesenta centímetros de ancho y una lámina de polietileno expandido de 1, 20m². de lado por unos veinte cm. de espesor. Su forma recordaba a un emparedado, el corcho estaba en los extremos y cumplía las funciones de protección y flotador; todo ello, quedaba sujeto por una larga cuerda de pita, sisal torcido a cuatro cabos.

   —Ahora, tiés que dame el varal, hijo.
   —¿Cuál de los dos, papa?
   —El más corto, hijo…, que en este cacho: el río cubre poco. —El varal era de chopo, de unos tres metros de largo, y en su parte más gruesa había incrustada, a modo de brazalete, una virola de metal, de unos quince centímetros de diámetro por otros diez de ancho: para evitar que este se desgastara o astillase—. Una vez asido el varal, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio, con el trasmallo sobre la balsa, comenzó a surcar las aguas con la misma agilidad y pericia que lo haría un gondolero veneciano.  El lugar elegido para echar las artes de pesca, además de la amplitud y la escasez de maleza en el lecho del río, el agua discurría calmosa.

   Desde la orilla, sentado a la sombra de los alisos, visualizaba atentamente cada uno de los movimientos que realizaba su progenitor. Observaba en silencio, mientras trataba de grabar en su mente cada uno de los pasos a seguir. En primer lugar, anotó que se había desplazado hasta la otra orilla; en segundo, que había atado uno de los cabos del trasmallo a unos juncos y después, poco a poco, se dejaba llevar corriente abajo a la vez que suavemente iba introduciendo el aparejo en el agua, bordeando la orilla hasta que terminó de extenderle, y que, con el cabo sobrante, lo amarró a una rama que estaba introducida en el agua; en tercer lugar,  retornó hasta el medio del cauce y comenzó a golpear con el varal sobre la superficie y, a continuación, a hincar enérgicamente el mismo en la profundidad para aporrear contra los cantos rodados del lecho con la virola. Todo ello, con el propósito de que los peces tratasen de refugiarse en las oquedades de las orillas, o bajo las raíces de los árboles y en su desesperada huida atraparlos con la red.

   Media hora más tarde, José comenzó a recoger el trasmallo contra corriente, depositando el varal sobre uno de los bordes de la balsa y ayudándose con la red, al tiempo que este iba recogiendo y subiendo el apero y los pescados a la balsa, hasta alcanzar el cabo que estaba amarrado a la rama. Una vez allí, agarrándose con una mano a los juncos y utilizando la otra para desatar el cabo sobrante de la red, regresó junto al eufórico Antonio, el cual no paraba de dar saltos de alegría: al comprobar la cantidad de capturas que, aún estando dentro de la red, aleteaban sobre la balsa enérgicamente:   tratando de liberarse de aquella asfixiante situación.

   En el Jerte, por aquellas fechas, habitaban infinidad de especies acuáticas; destacaban, sobre todo, los barbos, la bogas, los cachos, los jaramugos, las truchas y las tencas; en menor cantidad: las anguilas, los black-bass, las carpas royales y comunes. También había crustáceos como las desaparecidas quisquillas, cangrejos, mejillones… Así como infinidad de anfibios, larvas de insectos, alguna que otra nutria, ratas de agua, galápagos, ánades reales, cormoranes y, en invierno, acudían grandes bandadas de gaviotas, sobre todo aguas abajo, en la zona conocida por el cachón.

   Tras desenredar, con cuidado, el pescado y depositarlo en el costal.
   José volvió a ocultar la balsa y, echándose sobre un hombro el saco y el trasmallo en el otro, regresaron complacidos al lugar de partida:
   —Marido, ¿qué tal s'ha dao? —balbució desde la distancia al verles reaparecer.
   —Bien, bien… Vienen como seis kilos de chicos y unos diez de gordos.
   —¡Qué bien!, asín podremos prepará un güen moje con los grandes.

   José condujo sus pasos hasta el interior del islote para poner a secar el trasmallo, como si de una sábana se tratase, atándolo con los cabos de los extremos entre dos alisos que estaban predispuestos para ese menester, con el fin, de no llamar mucho la atención de los guardas: ya que en verano estaba prohibido pescar con redes. Un rato después, retornó junto a su esposa y, a la par que los iban clasificando por tamaños, comenzaron a destripar el pescado. Los pequeños, de entre diez y quince centímetros se freirían enteros, mientras que los grandes serían descamados y troceados en rodajas, de unos ocho centímetros de grosor. Mientras tanto, Antonio observaba fascinado todo el proceso.

   Una vez finiquitada la limpieza, José preparó una hoguera, Manuela roció el pescado con sal gorda y lo dejó al descubierto, unos quince minutos, para que este se airease y perdiese así parte de la humedad: tratando de evitar que al ser fritos, el aceite saltase en exceso. A continuación, colocó la trébedes sobre las ascuas y encima de esta una enorme y profunda sartén, de esas de dos asas, toda ella negra y jaspeada de infinidad de pequeñas pintas blanquecinas, en cuyo interior: dos litros de aceite de oliva que, a través de crujidos y gorgoteos, evidenciaban estar en su punto óptimo e invitaban a iniciar la fritura. Una vez enharinados, al ser introducidos los trozos en la sartén eran engullidos por el candente y cantarín oro líquido y, en pocos segundos se rendían ante este, al comprobar que no solo mermaban sus fuerzas, sino incluso el tamaño, y cambiando de color, anunciaban pleitesía ante aquel monstruo que iracundo se crecía y crepitaba con vehemencia cada vez que este aprehendía alguna presa. En primer lugar, se frieron los pequeños; para extraerlos de la sartén, Manuela se ayudaba con una espumadera metálica y, una vez que entendía que estaban en su punto, eran depositados en una gran fuente rectangular, de blanca porcelana, ribeteada con un estrecho cordón de esmalte azul oscuro:

   Antonio se acercó hasta la mesa.
   —Mama, ¿puedo cogé uno? —solicitó, a la vez que señalaba con su dedo índice sobre la exuberante fuente.

   Ella asintió con la cabeza.
   —Sí, hijo mío. Pués comé los que quieras; pero ten cuidao, que entoavía queman mucho  —respondió con voz apacible.
   —¡Hmm! Están deliciosos, mama. Pruébelos, verá que ricos están —presionó, ofreciéndole un trozo.
   José llamó la atención a su esposa.
   —Manuela, tiés que fritálos un poquino más. Que ya sabes que me gustan bien churruscaos —sugirió José, después de haberse comido un par de ellos.
   Terminada la primera fritada, José filtró con un colador metálico el hirviente y humeante líquido para depositarlo en un cazo. Posteriormente lo retornó a la sartén. Tomó una garrafa y, tras quitarle el precinto, añadió un poco más de aceite para comenzar a freír las tajadas que estaban destinadas para hacer el moje —En este caso, el pescado no requiere ser muy frito, basta con un par de vueltas o tres por cada cara—, y cuando las rodajas iban adquiriendo el aspecto que él consideraba en su punto, eran depositadas en un perol, cuyas rectas paredes lucían en su exterior un rojo oxido y en el interior un pulcro gris claro perlado.

   Consumada la preparación del pescado, José trasvasó casi todo el aceite a otro recipiente, y reservando un poco en la sartén, comenzó a sofreír una cebolla troceada en gruesa juliana; un par de rojos, secos y arrugados pimientos «cornicabras»; dos hojas de laurel y tres dientes de ajos, rudamente picados. Y, cuando todo estaba bien pochado, añadió un vasito de vinagre, lo dejó reducir durante un par de minutos, agregó litro y medio de agua, lo dejó al fuego hasta alcanzar el punto de ebullición y, después, lo apartó de la fuente de calor. Una vez que bajó la excesiva temperatura, el escabeche fue vertido sobre la cazuela que contenía el pescado troceado y lo dejó tapado para que reposara hasta la jornada siguiente, ya que el moje de peces sabía y sabe mejor de un día para otro. La tarde había acontecido y el sol trataba de ocultarse en el horizonte tras la silueta azulada de la sierra cuando dieron por finalizada la ajetreada y fatigosa tarea gastronómica:
   —Antonio, hijo, ve poniendo los platos en la mesa, que vamos a cená ahora mismo  —ordenó con tono suave, Manuela.
   —¿Qué hay pa cená, mama?
   —Sopas de tomate y peces fritos —respondió— y saca las uvas tamién, hijo —indicó—, que las vamos a comé pa'compañá las sopas.
   —A mí, me gustan comelas con jigos —comentó, José.
   —Pos, hoy, tendrán que sé con uvas —sentenció ella—, de habeme dao cuenta, l'había mandao al muchacho a cogé unos cuantos en las higueras del «tío» Antolín.

   Apenas habían terminado de saciar el apetito, la oscuridad comenzó a cubrirlo todo; la luna, tímidamente se fue abriendo paso; las estrellas, comenzaban a hacerse visibles y el aire se hizo notar.

   —Esta noche, me da a mí que temos que echarmos la manta por cima —balbució José.
—Enmientras que no le dé por llové, ni tan mal —manifestó de igual modo Manuela.
—Bueno, habrá que dir pensando en dirse a dormí —dijo, entre bostezos—.  ¡Que mañana es día de escuela!
   —Papa, pero si falta más de un mes pa empezá la escuela.
   —Eso es pa ti, hijo. Yo, mañana tengo que dir a trabajá.


   Tras despedirse de sus progenitores, con sendos besos y un «hasta mañana», se dirigió a buscar un par de mantas para echarse a dormir. Un rato después, lo hicieron sus padres.

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