El tiempo siguió transcurriendo, como siempre...
Cuartel de la
Constancia, sentados sobre la litera, frente al televisor, en la 9ª Cía:
—¡Jodé! Hay que vé
lo rápido que se pasan los días y los meses —dijo Antonio.
—¿Por qué lo
dices, tío? —indagó el cabo furriel.
—Ya ha pasao más de
un año desde que enllegué aquí.
—La verdad es que
sí, hay veces que el tiempo corre muy a prisa, sobre todo cuando no esperas
nada —respondió Valerio, el cuartelero.
—¿Sabéis de qué
tengo ganas? —dijo, mirando a los dos—. Estoy deseando que llegue la semana que
viene, ¿vosotros no?
—No te creas que
muchas, pero si hay que ir, se va y ya está...; aunque a decir verdad, prefiero
dormir en la cama antes que en la tienda de campaña sobre el duro suelo —razonó Valerio.
—A mí eso me da
igual —expresó el cabo furriel.
—¡Atenta la
compañía! —gritó Valerio, interrumpiendo la conversación—. Sin novedad en la
compañía mi teniente —informó con voz clara y altiva al tiempo que se cuadraba,
cumpliendo con el protocolo militar.
El resto de los soldados,
de un salto se pusieron en pie junto a las camas, en posición de firmes.
—Está bien, está
bien, pueden continuar —respondió con voz grave, sin más el oficial mientras se
adentraba en el despacho.
Por fin, llegó el
día tan anhelado por Antonio. Eran sus primeras maniobras y estaba ilusionado a
la par que nervioso: ya que la monotonía del cuartel, le hacía sentir que los
días se dilataban y se convertían en tediosos. Para él, lo mejor del evento,
además de que ni siquiera tendrían que salir de las inmediaciones de Plasencia
para llevar a cabo las maniobras militares, era que compartirían el campamento
con un grupo de elite, las COES.
En el recinto
militar estaban preparados, desde las diez de la mañana, esperando la orden
para partir rumbo al destino. Un cuarto
de hora después:
—¡Soldados, a
formar! —gritó un cabo primero y, acto seguido, miró al sargento y este a su
vez al teniente y este al capitán, y este al comandante y este al coronel…
buscando con la mirada el permiso solicitado por el de menor graduación, y, al
asentir el comandante:
—Firmes
¡Arrr! —chilló de nuevo el «tirillas» —:
¡Soldados! —dijo alzando la voz tanto como sus cuerdas vocales le permitieron—,
al romper filas, cada uno recogerá su
equipo y se subirá al camión preasignado… ¡Rompan filas! ¡Arrr!
En poco más de
diez minutos, el convoy salía por la puerta que daba a la N-630. En cabeza circulaban tres Continentales,
seguidos por dos Reos; un Pegaso, como aljibe, cuatro Avia y, cerrando el
séquito, un par de ambulancias Land Rover, ligero.
Al volante de uno
de los Avia, sonriente a la par que nervioso iba, tan feliz como una codorniz
en primavera, el hijo de José, el pescador.
Quince minutos
después, tras pasar por encima del cauce seco del Arroyo Grande, se detuvieron
en el camino pecuario y, ejecutando las ordenanzas oficiales, giraron los
vehículos hacía la margen izquierda para comenzar a surcar la finca de la Data
campo a través con el objetivo de acceder al lugar previsto para llevar a cabo,
durante un mes, las maniobras militares. El lugar había sido elegido por la
infinidad de recovecos que se hallaban entre las encinas, carrascas, espinos,
retamas, escobas y canchales.
Una hora después,
allí, en mitad de la campiña, se encontraban más de un centenar de militares.
El campamento sería levantado en el enclave y las coordenadas indicadas por la
autoridad competente: al norte,
limitando con el Valle de las Cigüeñas; al este, con el Arroyo del Molinillo;
al oeste, a unos ochocientos metros de el Cerro de la Data; y al sur,
flanqueados por la Cañada Real y los maizales, que estaban junto a esta.
El mayor
inconveniente que tuvieron que sortear los distintos cuerpos militares fueron
las altas temperaturas, motivo por el cual, los ejercicios y actividades de
combate se iniciaban con la caída del sol, y, la mayoría de los días, estos se
prolongaban hasta el amanecer.
Bajo la sombra de
una encina, Antonio recordaba que tiempo atrás todas esas aventuras eran
capitaneadas por él mismo. Salvo que la única diferencia era que los que le
acompañaban, en vez de ser sus amigos de siempre, eran personas adultas y todos
vestían el mismo uniforme; pero ni aún así le supuso trauma alguno, ya que de
algún modo él se sentía el líder por el hecho de que los oficiales acudían a él
para preguntarle por la situación exacta de las fuentes más cercanas con el fin
de abastecerse de agua potable para el campamento.
Después de
realizar las actividades nocturnas, excepto los que estaban de guardia, solían
aprovechar las mañanas para dormitar en las tiendas de campaña, o bien bajo
cualquier arbusto con el fin de mitigar el asfixiante y pegajoso calor que en
verano habita en las dehesas extremeñas. A mediodía, después de tocar a fajina
y terminar de comer, los que estaban exentos de servicio, y, siempre con la
aprobación del oficial de guardia, disponían de unas horas libres para hacer lo
que les apeteciese hasta el atardecer. Y cómo consecuencia era frecuente el
tránsito de soldados que iban y venían por el improvisado y polvoriento camino
que nacía en el asentamiento militar y que conducía hasta las inmediaciones del
Molino de la pared bien hecha. Una vez allí, la tropa se desprendía de sus
vestiduras y, en calzoncillos, se lanzaban y zambullían en las templadas y
sosegadas aguas del río Jerte, cómo si se tratase de una manada de jóvenes e
intrépidos patitos adentrándose por primera vez en la mayor fuente de vida,
justo a la altura de la Playina de los ángeles.
El tiempo, como
siempre...
—¡Jodé!, qué pena
que solo nos queden dos días pa levantá el campamento —se lamentó Antonio.
—¿Tú no te cansas,
tío? —indagó su amigo y compañero, Abelardo.
—¡¿Cómo me voy
aburrí?!, si esto es cómo si ya lo hubiese vivío antes.
—No, si yo lo digo
más que nada por el calor que hace durante el día. Lo que hacemos por las noches, a mí también
me apasiona.
—Pa mí, esto es un
juego que m'ha hecho regresá a mi infancia, a mis amigos de antes.
—¿Quieres decir
con eso qué ya no lo son?
—Bueno, no es asín
del to; pero ya no es como antes. Ahora, cá uno va por su láo y con quien
quiere —aclaró sin poder evitar el pasajero estado de melancolía que le produjo
el tener que responder aquella pregunta.
—Ya, te
comprendo. Es lo que tiene esto de
hacerse grandes —razonó Abelardo—, uno tiene que ir haciéndose a la idea de que
hay que ir dejando cosas atrás, para que
más adelante podamos ir conociendo otras: es ley de vida y de naturaleza.
—Sí, entiendo lo
que quieres decirme, pero los amigos y los familiares no son cosas que haiga
que ir dejando olvidás… Eso es lo que más me duele —recalcó, sin poder contener
el afloramiento de las amargas lágrimas en ojos y mejillas.
—Bien, dejemos ya
el tema y disfrutemos de estos dos días que aún nos quedan —sugirió Abelardo.
—Sí, tienes razón,
¡vamos a darnos otro chapuzón!, qu'enseguia nos tenemos que pirá p'al
campamento.
Y, como todo lo
que tiene un principio ha de tener un final, llegó el día de licenciarse, allá
por el mes de enero: quedando así, libre, compuesto y sin novia el «capitán»
Hinojal-Sánchez.
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