viernes, 22 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 11, Vidas Truncadas


El tiempo siguió transcurriendo, como siempre...

   Cuartel de la Constancia, sentados sobre la litera, frente al televisor, en la 9ª Cía:
   —¡Jodé! Hay que vé lo rápido que se pasan los días y los meses —dijo Antonio.
   —¿Por qué lo dices, tío? —indagó el cabo furriel.
   —Ya ha pasao más de un año desde que enllegué aquí.
   —La verdad es que sí, hay veces que el tiempo corre muy a prisa, sobre todo cuando no esperas nada —respondió Valerio, el cuartelero.
   —¿Sabéis de qué tengo ganas? —dijo, mirando a los dos—. Estoy deseando que llegue la semana que viene, ¿vosotros no?
   —No te creas que muchas, pero si hay que ir, se va y ya está...; aunque a decir verdad, prefiero dormir en la cama antes que en la tienda de campaña sobre el duro suelo         —razonó Valerio.
   —A mí eso me da igual —expresó el cabo furriel.
   —¡Atenta la compañía! —gritó Valerio, interrumpiendo la conversación—. Sin novedad en la compañía mi teniente —informó con voz clara y altiva al tiempo que se cuadraba, cumpliendo con el protocolo militar.
   El resto de los soldados, de un salto se pusieron en pie junto a las camas, en posición de firmes.
   —Está bien, está bien, pueden continuar —respondió con voz grave, sin más el oficial mientras se adentraba en el despacho.
   Por fin, llegó el día tan anhelado por Antonio. Eran sus primeras maniobras y estaba ilusionado a la par que nervioso: ya que la monotonía del cuartel, le hacía sentir que los días se dilataban y se convertían en tediosos. Para él, lo mejor del evento, además de que ni siquiera tendrían que salir de las inmediaciones de Plasencia para llevar a cabo las maniobras militares, era que compartirían el campamento con un grupo de elite, las COES.
   En el recinto militar estaban preparados, desde las diez de la mañana, esperando la orden para partir rumbo al destino.  Un cuarto de hora después:
   —¡Soldados, a formar! —gritó un cabo primero y, acto seguido, miró al sargento y este a su vez al teniente y este al capitán, y este al comandante y este al coronel… buscando con la mirada el permiso solicitado por el de menor graduación, y, al asentir  el comandante:
   —Firmes ¡Arrr!  —chilló de nuevo el «tirillas» —: ¡Soldados! —dijo alzando la voz tanto como sus cuerdas vocales le permitieron—, al romper filas, cada uno  recogerá su equipo y se subirá al camión preasignado… ¡Rompan filas!  ¡Arrr!
   En poco más de diez minutos, el convoy salía por la puerta que daba a la N-630.  En cabeza circulaban tres Continentales, seguidos por dos Reos; un Pegaso, como aljibe, cuatro Avia y, cerrando el séquito, un par de ambulancias Land Rover, ligero.
   Al volante de uno de los Avia, sonriente a la par que nervioso iba, tan feliz como una codorniz en primavera, el hijo de José, el pescador.
   Quince minutos después, tras pasar por encima del cauce seco del Arroyo Grande, se detuvieron en el camino pecuario y, ejecutando las ordenanzas oficiales, giraron los vehículos hacía la margen izquierda para comenzar a surcar la finca de la Data campo a través con el objetivo de acceder al lugar previsto para llevar a cabo, durante un mes, las maniobras militares. El lugar había sido elegido por la infinidad de recovecos que se hallaban entre las encinas, carrascas, espinos, retamas, escobas y canchales.
   Una hora después, allí, en mitad de la campiña, se encontraban más de un centenar de militares. El campamento sería levantado en el enclave y las coordenadas indicadas por la autoridad competente:  al norte, limitando con el Valle de las Cigüeñas; al este, con el Arroyo del Molinillo; al oeste, a unos ochocientos metros de el Cerro de la Data; y al sur, flanqueados por la Cañada Real y los maizales, que estaban junto a esta.
   El mayor inconveniente que tuvieron que sortear los distintos cuerpos militares fueron las altas temperaturas, motivo por el cual, los ejercicios y actividades de combate se iniciaban con la caída del sol, y, la mayoría de los días, estos se prolongaban hasta el amanecer.
   Bajo la sombra de una encina, Antonio recordaba que tiempo atrás todas esas aventuras eran capitaneadas por él mismo. Salvo que la única diferencia era que los que le acompañaban, en vez de ser sus amigos de siempre, eran personas adultas y todos vestían el mismo uniforme; pero ni aún así le supuso trauma alguno, ya que de algún modo él se sentía el líder por el hecho de que los oficiales acudían a él para preguntarle por la situación exacta de las fuentes más cercanas con el fin de abastecerse de agua potable para el campamento.
   Después de realizar las actividades nocturnas, excepto los que estaban de guardia, solían aprovechar las mañanas para dormitar en las tiendas de campaña, o bien bajo cualquier arbusto con el fin de mitigar el asfixiante y pegajoso calor que en verano habita en las dehesas extremeñas. A mediodía, después de tocar a fajina y terminar de comer, los que estaban exentos de servicio, y, siempre con la aprobación del oficial de guardia, disponían de unas horas libres para hacer lo que les apeteciese hasta el atardecer. Y cómo consecuencia era frecuente el tránsito de soldados que iban y venían por el improvisado y polvoriento camino que nacía en el asentamiento militar y que conducía hasta las inmediaciones del Molino de la pared bien hecha. Una vez allí, la tropa se desprendía de sus vestiduras y, en calzoncillos, se lanzaban y zambullían en las templadas y sosegadas aguas del río Jerte, cómo si se tratase de una manada de jóvenes e intrépidos patitos adentrándose por primera vez en la mayor fuente de vida, justo a la altura de la Playina de los ángeles.
   El tiempo, como siempre...
   —¡Jodé!, qué pena que solo nos queden dos días pa levantá el campamento —se lamentó Antonio.
   —¿Tú no te cansas, tío? —indagó su amigo y compañero, Abelardo.
   —¡¿Cómo me voy aburrí?!, si esto es cómo si ya lo hubiese vivío antes.
   —No, si yo lo digo más que nada por el calor que hace durante el día.  Lo que hacemos por las noches, a mí también me apasiona.
   —Pa mí, esto es un juego que m'ha hecho regresá a mi infancia, a mis amigos de antes.
   —¿Quieres decir con eso qué ya no lo son?
   —Bueno, no es asín del to; pero ya no es como antes. Ahora, cá uno va por su láo y con quien quiere —aclaró sin poder evitar el pasajero estado de melancolía que le produjo el tener que responder aquella pregunta.
   —Ya, te comprendo.  Es lo que tiene esto de hacerse grandes —razonó Abelardo—, uno tiene que ir haciéndose a la idea de que hay que ir dejando cosas  atrás, para que más adelante podamos ir conociendo otras: es ley de vida y de naturaleza.
   —Sí, entiendo lo que quieres decirme, pero los amigos y los familiares no son cosas que haiga que ir dejando olvidás… Eso es lo que más me duele —recalcó, sin poder contener el afloramiento de las amargas lágrimas en ojos y mejillas.
   —Bien, dejemos ya el tema y disfrutemos de estos dos días que aún nos quedan    —sugirió Abelardo.
   —Sí, tienes razón, ¡vamos a darnos otro chapuzón!, qu'enseguia nos tenemos que pirá p'al campamento.
   Y, como todo lo que tiene un principio ha de tener un final, llegó el día de licenciarse, allá por el mes de enero: quedando así, libre, compuesto y sin novia el «capitán» Hinojal-Sánchez.



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