El ocho de junio de 1985, después de salir de trabajar,
Antonio y Teresa decidieron acercarse
hasta el ferial con la intención de darse un par de vueltas por la zona de las
atracciones; pero al observar que estás estaban siendo cerradas al público
hasta el día siguiente, optaron por acceder a la zona del Parque de los Pinos y
contando con el beneplácito de los porteros, se adentraron en una de las muchas
casetas privadas que se hallaban instaladas en la zona y, entre bailes y risas,
la fiesta y la noche continuó avanzando sin ser conscientes del transito del
tiempo.
Dos horas después,
cansados de bailar, dirigieron sus pasos hacia la zona de mesas y acordaron
sentarse a tomar un par de copas tranquilamente:
—A las güenas
noches —dijo Mª Manuela, la Chaparrita—. ¡Dichosos lo ojos que te ven, Teresa!
—Me alegro de verte
Manoli… Créeme que siento de verás no haberme despedido de vosotras el día que
rompí mi relación con Pepe; pero entiende que, cuanto menos tiempo estuviese
allí…
—No te precupes, mi
niña, no hase farta que justifiques na: toas sabemos qu'eres güena gente.
Al escuchar aquello,
a Teresa se le alegraron los ojos.
—Pero no os quedéis
ahí en pie. ¡Sentaos aquí con nosotros! —invitó haciendo un gesto con la mano
derecha a los recién llegados.
—Supongo que
vosotros dos ya sos conocéis, ¿no? —inquirió la Chaparrita mirando a Antonio y
a Ernesto, su compañero sentimental.
Los dos asintieron
haciendo un gesto con la cabeza a la vez.
—Vamos, Ernesto.
Acompáñame a por las bebidas, ya sabes que en ferias solo sirven en la barra
—indicó Antonio, y ambos se dirigieron hacia el mostrador.
—¿Y cómo te va con
él? —consultó la Chaparrita.
—Muy bien, la
verdad es que muy bien. Sin duda alguna,
es el hombre de mi vida; aunque, a decir verdad, cuando no estoy junto a él me
aburro bastante. Creo que eso de estar
en casa cruzada de brazos esperando a que llegue tu amor: es algo que puede
conmigo y me desespera.
—Te entiendo, mi
niña, y, más, después de llevá tanto saños en la noche.
—Eso es lo que peor llevo; pero, por todo lo
demás, estoy encantada… Es muy cariñoso conmigo y me trata como a una
reina… ¿A ti qué tal te va la vida?
—La verdá es que
der mi Ernesto no me puéo quejá, aunque sé perfestamente que su único interés
es seguí cormigo, porque, cómo bien sabes tú, a él, no le gusta jincá er callo…
Lo que me va mal ahora es er trabajo. Ar día siguiente de dirte, Pepe puso de
encargá a la Marini, y cómo bien sabes tú: esa hija de p… no me pué ni vé…
¡Ah!, me s'orvidaba, ¿sabes que hay un clú que s'arquila en la zona La Vera?
—No, no tengo ni
idea, desde que estoy con Antonio apenas sé del mundo exterior.
—Te lo digo,
porque, como antes m'has dicho que t'aburrías en casa…
—Me parece una
buena idea. Mañana le comentaré, a ver qué le parece.
—Si acaso es que
sí: ya sabes que pués conta cormigo pa trabajá juntas de nuevo.
Al observar que
ellos regresaban pusieron fin a la conversación.
—¡Vaya mierda de
camareros!, media hora para servir cuatro p… copas —vociferó Ernesto al llegar
junto a las damas y, tras el retorno, continuaron hablando y bebiendo hasta que
la música cesó y, a través del micrófono, les comunicaron que había llegado la
hora de cerrar e invitaban amablemente que fuesen abandonando la caseta.
Al salir a la
calle, cegada por sol, entrecerrando los ojos, Teresa miro el reloj de pulsera
y comprobó que eran las nueve y diez.
—Me temo que habrá
que ir pensando en irnos a dormir —indicó con voz pastosa.
—Sí, será lo mejó
pa tos —corroboró la Chaparrita.
—Bueno, pos, no
s'hable más, ya nos veremos otro día —sugirió Antonio, dando la conversación
por finalizada.
Cuatro horas después.
El bullicio formado por las charangas a su paso por de la
calle del Sol les imposibilitaba el seguir durmiendo.
—Cariño, ¿qué te
parece si nos apartamos un poco de todo este ruido? —sugirió con voz melosa, Teresa—. Tengo la
cabeza a punto de estallar.
—Me parece bien. Yo
estoy igual; pero no creo que encontremos ningún sitio sin ruido…
Teresa le dedicó
una mirada tierna.
—¿Por qué no nos
vamos a comer a algún pueblo? —sugirió con voz suave.
Antonio asintió.
—Sí, claro. ¿Te apetece ir al ventorro del Regino?
Teresa, animada por
la respuesta, puso cara y ojos de chica buena.
—Me gustaría poder
visitar los pueblos de La Vera, me han hablado muy bien de ese lugar, ¿qué te parece, cariño?
El rostro de
Antonio adquirió un tono alegre y jovial.
—Estupendo. Conozo un sitio en esa zona que estoy seguro
t'encantará.
Se fundieron en un
abrazo, se besaron apasionadamente, se levantaron y, tras ducharse, perfumarse
y vestirse con atuendos cómodos, se dirigieron hacía donde estaba aparcado el
automóvil, se subieron a este y, a través dela Calleja Larga —Avda. de La Vera—, llegaron a la estación de
servicio Los Cerezos, estacionó el vehículo y se adentraron en la cafetería
para desayunar tranquilamente, y después de llenar el deposito de combustible
prosiguieron el viaje por la N-110 y, a unos quinientos metros de la estación
de servicio, tomaron, a mano derecha, la carretera de Jaraíz —actualmente la
EX-203—, hasta que a la mitad de camino, entre Torremenga y Jaraíz de la vera:
—Cariño, vas a
tener que parar un momento —sugirió Teresa.
—¿T'ocurre algo?
—Nada grave, pero
es algo que nadie puede hacer por mí y no puedo aguantarme ni siquiera un
minuto más...
Ante el improvisado
desconcierto, accionando el intermitente derecho, Antonio se apartó de la
carretera y detuvo el vehículo justo en frente de un conjunto de casas
bastantes deterioradas, que tiempo atrás albergaron un club de alterne según se
podía apreciar, desde la distancia, por el rojo farol que permanecía en la cima
de una larga barra de hierro incrustada sobre el tejado, e in situ podía leerse
en un maltrecho y oxidado cartel «Se alquila», junto a un número telefónico.
Siendo sabedora de
la improbabilidad de que por las inmediaciones pudiese haber alguien, se apeó
del automóvil y, sin demora alguna, se arremangó la falda hacia la cintura, se
bajó las bragas y vació su vejiga justo al lado del coche..., unos segundos
después, se enjugó sus partes con un trozo de papel higiénico que llevaba en el
bolso de mano, se subió la intima prenda, se bajó la saya y, tras reajustarse
la indumentaria, se introdujo y acomodó en el asiento del copiloto:
—Cariño, ¿has
visto?
—¿El qué, mi niña?
—El cartel de se
alquila.
—¡Ah!, te refieres
a eso. Sí, sí que l'he visto.
—¡¿Y no te sugiere
nada?!
—Sí, que está
abandonáo, y, por lo que se vé: desde hace mucho tiempo.
—Cariño, ¿de veras
que eso es todo lo que te sugiere?
Antonio se encogió
de hombros.
—La verdá es que no
se m'ocurre na más.
El rostro de Teresa
se irradió de júbilo.
—Podríamos
alquilarlo y abrir nuestro propio negocio, ¿qué te parece?
—Mal.
—¡¿Mal?! ¿Por qué?
La faz de Antonio
se tornó tan seria como la firma de un juez.
—Mu fací. Yo estoy más tieso que una mojama..., y
porque sé, a ciencia cierta y así me l'has hecho sabé, tú tampoco lo tienes.
Teresa esbozó una
sonrisa.
—Sí. Cierto es que
no dispongo de efectivo... pero se te olvida, que puedo empeñar o vender las
joyas que tengo en casa: total, ya no me las pongo.
Él asintió.
—Bueno, siendo asín
es otra cosa.
Teresa rebuscó en
su bolso un bolígrafo y tomó nota del número que aparecía en el roñoso cartel
y, del mismo lugar extrajo un par de cigarrillos, se los puso entre los labios
y, tras darles fuego, le pasó uno a Antonio y, después de dar una larga calada,
exhaló con energía la humareda al tiempo que miraba hacia Antonio, sin poder
evitar la satisfacción que denotaban el brillo de sus lindos ojos negros y la
amplia sonrisa dibujada en su rostro y prosiguieron con el viaje hasta llegar
al siguiente pueblo y, sin más dilación, a eso de las tres, llegaron al lugar elegido para comer.
—¿En serio que no
has oío hablá del lago de Jaraíz?
—Tan cierto como
que estamos aquí, mi amor.
—Pos, además de
bonito, en este sitio preparan la paella casi mejó que en Valencia… y un pollo
asáo que ni te cuento. ¿Has probáo alguna vé el zorongollo?
Teresa negó con la
cabeza un par de veces.
—¿Eso qué es,
cariño?
—Una ensalá de
pimientos asáos, ¡que está de muerte!
—Pues, ya sé lo que
me voy a pedir para comer —dijo sonriendo ampliamente, dejando a la vista la
blancura y la perfecta alineación de su dentadura.
Un rato después de
degustar y reposar la comida, a eso de las cinco y media, Teresa se dirigió
hasta el mostrador, introdujo unas monedas y realizó una llamada desde el teléfono
público y, tras ponerse en contacto con el dueño del burdel, acordaron reunirse
media hora más tarde junto a las puertas de este para echar un vistazo al
local. Entre tanto, Antonio había solicitado al camarero el importe de las
consumiciones y entregado doscientas pesetas más de lo que indicaba el tique
emitido por la caja registradora.
Al regresar junto a
su amor:
—Gracias, cariño
—dijo al tiempo que lo abrazaba desde atrás.
Antonio se puso en
pie y se volvió hacia ella confuso.
—¡¿Gracias por
qué?!
Ella le abrazó aún
más fuerte.
—Por traerme a este
maravilloso lugar —dijo emocionada.
Él la estrechó
entre sus brazos y la besó con pasión.
—Ya te dije que te
gustaría.
—Este lugar es
maravilloso y ni siquiera sabía de su existencia.
Antonio la miró
fijamente a los ojos.
—Bueno, ¿qué?, ¿nos
vamos yendo, ya?
Teresa miró el
reloj.
—Habérmelo dicho
antes —dijo llevándose las manos a la cabeza, en ademán de desesperación.
Un rato después,
tan puntual como el Abuelo Mayorga, a las seis en punto.
—Hola, buenas
tardes —dijo el recién llegado, mientras trataba de recoger del asiento de
atrás un par de muletas, de esas antiguas que se ponían bajo la sobaquera.
—Hola —respondieron
casi al unísono, la pareja.
—Soy Agapito
Hernández, el dueño de todo esto que tenemos enfrente —especificó, estando
fuera del automóvil, al tiempo que les tendía su mano—: Supongo que ustedes me
están esperando, ¿verdad?
—Sí, así es… Me
llamo Teresa y él, es Antonio, mi marido.
Efectuados los
saludos, accedieron al interior del edificio. Una vez visitadas las
instalaciones y comentando el estado en que estas se encontraban, Teresa
propuso al dueño que ellos asumirían los gastos de limpieza y puesta en marcha
del local a cambio de tres mensualidades, y que, si en un futuro próximo la
cosa funcionaba: podrían incluso formalizar el contrato de compra-venta tanto
de la edificación como de los terrenos donde esta se hallaba ubicada y, siendo
conforme el dueño, tras un apretón de manos dieron por formalizado aquel
contrato verbal, Agapito les entregó las llaves y se despidieron los tres con un: «hasta otro día».
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