Tras levantarse de la cama, asearse y desayunar, Teresa
introdujo sus joyas en el negro bolso de mano y, abandonando la estancia con
las ideas bien claras, condujo sus pasos hacia el establecimiento donde estas
habían sido compradas:
—Hola, buenos días
—saludó al entrar en la joyería—. ¿Está el dueño?
—Buenos días,
señora. No, en estos momentos no está, pero no creo que tarde mucho en venir
—respondió el dependiente—, ha salido a tomar un café. No obstante, sí usted no tiene inconveniente
alguno, tal vez yo…
—Esperaré un
ratito, no tengo prisa ¡Gracias!
—Está bien, como
guste la señora.
Teresa hizo que se
interesaba por una de las piezas que estaban en los expositores.
Cinco minutos
después, el propietario del local se hizo presente.
—Hola, buenos días
—dijo acompañado a sus palabras de una visible sonrisa—, ¿La están atendiendo?
—No, la verdad es
que le estaba esperando a usted para comentarle algo.
Al intuir el tono
con el que ella habló, este le indicó con un gesto que le siguiese y, una vez
dentro de la pequeña y ordenada oficina, la invitó a tomar asiento.
—Bien, usted dirá
—animó, el orfebre.
—Pues mire, en
primer lugar, decirle que desconozco si es o no habitual lo que le vengo a
proponer.
—Adelante,
adelante, puede hablar con plena confianza.
—Me ha surgido una
necesidad económica y he pensado que tal vez usted podría ayudarme.
—De veras que lo
siento pero no tengo costumbre de dejar dinero a nadie; ya sabe, que el que
presta dinero a sus clientes, corre el riesgo de quedarse sin las dos cosas.
—No, no, ¡por
favor! No se trata de eso, sino de si me
podría recomprar unas joyas que adquirí aquí, hará unos seis meses más o menos.
—¿De qué piezas
estamos hablando en concreto?
Teresa levantó la
solapa de bolso y, tras correr la cremallera, introdujo la mano para extraer
las alhajas y, sin ningún tipo de remordimiento, las depositó sobre la mesa.
El orfebre abrió un
cajón de la mesa y asió una lupa aplanática y acromática de diez aumentos para
observar con precisión cada una de las piezas.
Al cabo de un rato.
—Sí, recuerdo que
todas se han adquirido en este establecimiento, pero la verdad es que no
acostumbro a recomprar nada… Las joyas de segunda mano en Plasencia no tienen
salida y no merece la pena correr riesgos y...
La expresión facial
de Teresa quedó contrariada.
—¡¿Entonces?!
El mostró una
sonrisa tan desleal como sus intenciones.
—Pero, bastase que
usted es una buena clienta, y siendo por una necesidad, y sin que sirva de
precedente, podría ofrecerle como mucho…, como mucho: un tercio del valor que
ustedes pagaron.
«Que hijo de la
gran p..., menudo pájaro que está hecho», pensó—: La verdad, es que es bastante
menos de lo que me esperaba, pero está bien, acepto el trato —dijo luciendo una
sonrisa tan falsa o más que la actitud mostrada por parte del acucioso joyero.
—¿Podría indicarme
el número de cuenta para realizar la transferencia?
—Me vendría mejor
en efectivo, ¿sería posible?
—Por mi parte no
hay inconveniente alguno, pero tendrá que comprender que una cantidad tan
elevada no se puede tener en cualquier sitio, así es que si a usted no la
importa: tendrá que esperarse hasta que regrese de la entidad bancaria; pero no
se preocupe, es aquí mismo, en la calle del Sol.
—Vale, está bien...
Mientras tanto, iré a tomar un café ahí en frente.
—¡Ok!, de acuerdo.
Veinte minutos
después, Teresa apuró de un sorbo el cálido y negro líquido, dejó sobre el
mostrador el importe exacto y se despidió del camarero y, tratando de evitar el
contoneo de sus caderas al caminar, atravesó la calle y se introdujo
directamente en la joyería.
El satisfecho
usurero le entregó un sobre y, tras contar el dinero, dando las gracias por las
atenciones recibidas.
—Hasta otro día
«señores» —dijo sin más, antes de
abandonar el lugar.
—Adiós, señora,
adiós.
Teresa regresó al
domicilio, a eso de las doce, y, por el estrepitoso ruido que hacía el
calentador, dedujo que Antonio se estaría duchando.
—Ya estoy aquí,
cariño —vociferó desde el salón.
—Ya, ya t'he oío.
¿A ónde has ío tan temprano?
—Ahora te cuento,
mi amor.
Un par de minutos
después, Antonio salía, tal cual había venido al mundo, secándose el pelo con
la toalla. Se dieron un par de largos y apasionados besos y, una vez informado
de todo cuanto había acontecido durante su salida, después de elegir y ponerse
ambos un atuendo cómodo, salieron a la calle y caminaron con dirección hasta
donde estaba estacionado el R-6 y, tras accionar la puesta en marcha, pusieron
rumbo, como cada lunes, hacia la Data y, al llegar a la plazuela, se detuvieron
bajo la sombra de una de las acacias.
—Hola buenos días
—dijeron los recién llegados.
—Hola, hola
—respondieron José y el «tío» Manolo.
—Papa, ¿tiene que
hacer algo esta tarde?
—No, hija, no, ¿por qué?
—Porque vamos a ir
a un sitio y me gustaría que usted nos acompañase.
—Venga familia, me
retiro: que ya va siendo hora de dir a comé —indicó el «tío» Manolo, al tiempo
que se despedía haciendo un gesto con la mano.
—Sí, sí, nosotros
tamién mos vamos a dir subiendo p'arriba —expresó José.
Una vez en casa, la
pareja le puso al día con respecto a sus planes para el futuro.
—Me paece bien,
hijo, que quías tené tu propio negocio, pero ¿qué vas a jacé con el trabajo?
—Papa, de momento
seguiré en él, no vaya a sé que se dé mal la cosa y…
—Eso está mu bien,
hijo.
—Bueno, ¿qué?, ¿echamos sopas o comemos?
—consultó Azucena.
—Comemos, hija mía,
comemos: que ya va siendo hora.
Después de
nutrirse, para no perder la arraigada y noble costumbre extremeña, se echaron
la siesta hasta que, a eso de las cinco, tras levantarse y asearse, bajaron los
tres a la calle y, una vez en el interior del vehículo, emprendieron la marcha
poniendo rumbo al destino previsto, y media hora más tarde estaban junto al
caserón.
—Ya hemos enllegáo,
¿qué le parece el sitio, papa? —instó sin ocultar la emoción que le embargaba
en aquellos instantes.
—¡Buf!, menúo
fregao necesita esto pa ponelo en marcha, ¡mama mía! —espetó al tiempo que se
llevó la mano a la cabeza para echarse la visera hacia atrás.
—Sí, papa. Tiene usté toa la razón: pero ya contamos con
eso.
Mientras padre e
hijo intercambiaban opiniones, Teresa abrió la puerta que daba acceso al
interior y, tras encender las luces, Teresa esbozó una sonrisa y, acto seguido,
hizo un gesto para invitarle a pasar.
—Espero que no se
asuste usted con lo que hay dentro.
José, haciéndose el
gracioso, la miró y se santiguó antes de adentrase.
Una vez dentro del
establecimiento.
—Pos, la verdá es
qu'enviendolo ende aquí endrento no está tan mal como paecía.
El rostro de Teresa
se tornó jubiloso al escuchar aquellas palabras.
—Creo que después
de una limpieza a fondo, unos retoques de pintura por aquí y otros por allí
será más que suficiente para empezar —explicó, rayando la felicidad, ella.
—La paré de ajuera
es mejó pintala con cal: es más barata y branquea mucho más.
—Sí, papa. Tiene usted razón, y si lo hacemos nosotros
mismos más barato aún.
—Lo que no m'entra
en la cabeza, hija, es a qué son viene el nombre de Las Parmeras, cuando aquí
no se ven más que ancinas.
—Según nos dijo el
dueño, papa. Hace muchos años, en la
parte de atrás de la casa había un jardín muy grande y en él, dos enormes
palmeras que sobrepasaban la altura del tejado de la casa y, que con el tiempo,
estas se secaron y las tuvieron que cortar para evitar que se cayesen encima de
la casa.
—¡Ah!, ahora lo
entiendo to.
—Bueno, papa, pos,
con esto y un biscocho, hasta mañana a las ocho —recitó Antonio, dado por
concluida la visita.
Pasada la noche.
Después de
levantarse y haber desayunado, Antonio y Teresa fueron a buscar a José.
Al llegar a la
plazuela, ella se apeó del vehículo para cederle el asiento del copiloto:
—Buenos días, papa,
¿qué lleva usted en la bolsa? —consultó.
—Na, poca cosa,
hija: una tortilla de patata cá jecho la Azucena, dos ristras de chorizo y la
metá d'un queso de cabra... No se púe dir a trabajá sin llevá algo pa echá un
bocáo.
—¡Qué cosas tiene
usted, papa!
—Ya sabes, hija,
que, jombre precavío vale por dos.
Antonio hizo un
gesto de apremio.
—¡Venga, móntese
ya!, que como sigamos asín, me parece que nos lo tendremos que comé en casa.
—No seas tan
agonías, hijo, que entoavía temos que pará pa cogé er pan y argo pa bebé.
Una vez adquirido
lo que precisaban en el ultramarino, el almacén de cal y el de pinturas:
prosiguieron el viaje poniendo rumbo al destino y, al llegar a este, padre e
hijo comenzaron a sacar todo aquello que les parecía innecesario y lo fueron
amontonando en la parte de a atrás del edificio, para más tarde prenderle
fuego. Mientras tanto, ella se encargó de la limpieza de los aseos y de
amontonar los putrefactos colchones y las mugrientas sábanas, que fue hallando
sobre los camastros existentes en cada una de las estancias que, tiempo atrás,
fueron utilizadas durante los encuentros sexuales.
A mediodía,
hicieron una pausa para reponer fuerzas con las viandas y el vino que hasta
allí habían llevado. Tras saciar el apetito, se tomaron un par de horas de
asueto y, al término de estas, prosiguieron con la quema y las tareas previstas
hasta que, a eso de las once, después de asegurarse que el fuego quedaba
totalmente exento de peligros, abandonaron el lugar felices y satisfechos a la
par que extenuados por el ajetreado día.
Durante los
siguientes días, padre e hijo, se encargarían del acondicionamiento de los
alrededores y de encalar todo el exterior del edificio y ella, de los cuartos
interiores. Teresa comenzó a pintar
primero, con tonos cálidos, los reservados y, a continuación, por los techos de
los aseos con esmalte en blanco mate y, por último, los cabezales de las camas
y somieres con purpurina plateada.
La actividad
llevada a cabo por los tres forasteros no pasaba inadvertida para los
lugareños.
En las tabernas,
por las noches, entre los corrillos de casados y solteros no se hablaba de otra
cosa que no tuviese algo que ver con los últimos acontecimientos que estos
habían observado con el trasiego de idas y venidas a las fincas colindantes.
—¡A vé si l'abren
pronto y m'ahorro el paseo hasta Prasencia! —soltó con énfasis y eufórico
Genaro, el tabernero.
—Ponmos la espuela
que mos vamos pa casa —indicó Macario, el «Bizconde» de Torremenga.
—Lo que mos jace
falta es que traigan tías güenas p'al desfogue —dijo un sexagenario, mal
trazado, barrigudo y desdentado.
Diez días después,
llamaban la atención, a ambos lados de la puerta principal, no solo por el
tamaño, sino por el logrado aspecto realista, un par de palmeras y, junto a los
pies de estas, un llamativo cartel metálico, que, en rojo sobre blanco,
anunciaba perfectamente legible desde la carretera, sin necesidad de tener que
aminorar la marcha: «Abrimos el viernes».
El jueves, sobre las cinco de la tarde, la pareja se dejó
caer por la plaza con la intención de reencontrarse, cómo habían acordado vía
telefónica un par de días antes, con Mª Manuela, en una de las terrazas:
—A las güenas
tardes —dijo al tiempo que se acomodaba en una de las butacas de aluminio, la
Chaparrita.
—Hola Manoli, ¿qué hay
de eso que hablamos? —inquirió Teresa.
La recién llegada
hizo el ademán de calma con ambas manos.
—Tranqui, tía. No t'apures…, que de momento pués contá con
más gente.
—Manoli, ¿t'apetece
tomá algo, mi niña? —consultó Antonio.
—Sí, pídeme una
servesita, bien fría…, que me vendrá mu bien…
Osú, la caló que hase hoy, por Dioh.
Teresa se acercó a
esta mirándole a los ojos.
—¿Y quiénes son?
—curioseó.
—Tú, fíate de mí y
estate tranquila… Ya sabes que yo no me ajunto con cuarquiera —alardeó la Chaparrita.
—Sí, eso ya lo
sé, ¿pero cuántas? —insistió.
Antonio alzó la
mano derecha y chasqueteo los dedos corazón y pulgar.
—¡Eh!, camarero —gritó—, cuando pueda nos trae tres
cervezas.
—¡Bien frías, por
favor! —matizó Teresa.
—Ya t'he dicho que
cormigo semos tres.
Media hora después,
se unieron al grupo, Mª Luz, la China y Mª Isabel, la Legionaria, dos jóvenes preciosas cuya edad rondaba
los veinticinco años, ambas naturales de Plasencia. Estas, al igual que la
Chaparrita habían optado por dejar de ejercer en el club de Pepe por lo mismo—:
«la Marini es la hija de p… más grande que te puedas encontrar por la vida»,
pensamiento que compartían al cien por ciento las tres meretrices.
—¿Qué os parece si
hablamos de las condiciones económicas? —propuso Teresa.
Las tres
asintieron, Antonio prefirió mantenerse al margen por entender que aquellos
menesteres le correspondían a Teresa. Él tenía hablado y asumido que sería el
encargado del transporte, la protección, reponer los botelleros y colaborar en
la limpieza, con la participación
esporádica de su padre.
—Ya sabéis, chicas,
que esto es nuevo también para nosotros y en cuanto a clientela no tenemos ni
idea de cómo nos pueda ir —informó Teresa
—La verdá es que yo
prefiero asegurá dos mil pejetas diarias de sueldo y el resto de lo que m'haga,
copas y reserváos ar cincuenta: po lo menos hasta que vea un poco el
funcionamiento —propuso la Chaparrita.
—Yo tamién pienso
iguá —indicó la China—, más vale pájaro en mano: que irse pa la casa a verlas
vení.
—¿Y tú Isabel?
—consultó Teresa al creer que esta se hallaba totalmente abstraída.
—No, no. A mí me
gusta correr riesgos, ya me conocéis: prefiero el setenta, tanto en copas como
por servicio realizado.
Teresa asintió un par
de veces y prosiguió.
—El traslado y tres
copitas por noche corren por cuenta nuestra, el resto será al cincuenta por
ciento para vosotras dos —dijo señalando a la Chaparrita y a la China— y para
ti al 70%... Nos reuniremos aquí mismo todos los días en torno a las seis de la
tarde. Os advierto que, la que no esté presente a las seis y cuarto se quedará
en tierra y si quiere ir a trabajar se tendrá que buscar la vida por sí misma,
¿os queda todo claro?
Las tres asintieron
con un leve movimiento de cabeza.
—Pues, siendo así,
por mi parte: no tengo ninguna cosa más que decir.
Apuraron las
consumiciones y, después de abonar la cuenta Antonio, se pusieron en pie y,
tras despedirse, se alejaron de la plaza poniendo el rumbo por distintas calles
de la transitada ciudad.
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