Agosto de 1987, con motivo de la celebración de la
festividad de la Virgen Blanca, patrona del pueblo más cercano a club de
alterne, como todos los años, este se desbordaba como consecuencia de la
afluencia de infinidad de lugareños procedentes de los pueblos colindantes y el
retorno masivo, desde distintas ciudades españolas, de todos los nacidos en el
lugar, acompañados por sus respectivas parejas e hijos. Aquel año, la cosecha de cerezas había sido
descomunal y la de tabaco auguraba buenos presagios, motivo por el cual, la
mayoría de los vecinos participaban de dicha festividad embriagados y ataviados
con sus mejores galas.
Naturales y
foráneos eran gustosos de conmemorar con alegría y esplendidez dicha fecha, no
solo por el hecho de ser un día tan señalado eclesiásticamente, sino para
brindar por la generosidad de la tierra y la bonanza del tiempo que habían
hecho posible las abundantes cosechas. Era tal su entusiasmo que no les
importaba invitar y compartir con los demás, la satisfacción por haber logrado
salir victoriosos una vez más con el sudor y el esfuerzo de todo un laborioso
año.
Desde primeras
horas de la mañana, Antonio, José y Teresa, participaban de los eventos y
pasacalles que se vivían en el pueblo. Unas horas después, a eso de las tres,
decidieron ir a comer a uno de los numerosos bares del lugar. A la puerta,
antes de entrar, sobre una gran pizarra podía leerse:
«Ración de paella 500
pts./ Sardinas asadas 300 pts.(la media docena y 500 la entera)/ Chuletillas de
cordero 100 pts.cada una, el pan y la bebida corren por cuenta de la casa/».
Al entrar en el
local se dieron cuenta de que no había mesas disponibles y decidieron irse a
otro que estuviese menos concurrido. Un par de metros antes de llegar a la
salida fueron abordados:
—Hola, buenas
tardes señores, ¿se marchan ya? —consultó con voz ronca y grave un camarero, de
unos sesenta años.
—Sí, asín es
—respondió Antonio—, aunque la verdá es que m'han hablado mu bien d'este sitio
y nos hubiese gustáo comé aquí.
—Bueno, ¡hombre!,
no t'apures, que, to se pué arreglá —indicó el grueso camarero con una amplia
sonrisa dibujada en sus grandes y carnosos labios.
—Perdón, ¿cómo
dice? —intercedió Teresa.
—Que endentro
tenemos un patio y tamién servimos allí... si no sos importa, claro.
—Está bien
—respondió Antonio—, pasaremos a vé lo cáy, y, si nos gusta: sin ningún
problema jefe.
Se trataba de un
atractivo y acogedor patio, en cuyo interior había cuatro mesas montadas y
dispuestas para atender las necesidades alimenticias de cualquier cliente que
no le importase estar comiendo bajo la tupida sombra de un amplio, natural y
cargado emparrado, del cual colgaban hermosos y dulces racimos de uva moscatel.
—Jefe, nos quedamos
—indicó con un guiño y una amplia sonrisa dibujada en su rostro, Antonio.
Una vez acomodados
alrededor de la mesa, mientras eran atendidos, observaron el ajetreado día que llevaban
las mujeres que se encargaban de preparar los menús; A mano derecha, sobre un
rincón, se hallaba una grandiosa y humeante parrilla, de unos tres metros de
largo por uno de ancho, donde eran depositadas, en su parte izquierda,
infinidad de frescas y apetecibles sardinas y, en el extremo opuesto,
lentamente se iban asando las tiernas y jugosas chuletillas de cordero. Las
incansables mujeres retiraban del fuego y colocaban sobre platos, con sumo
cuidado, según la demanda de los camareros. A mano izquierda, a unos cuatro
metros de la susodicha parrilla, tres enormes paellas y otras tantas mujeres se
encargaban de preparar y servir las solicitadas raciones. El sonido y el olor
que emanaban de ambos sitios no sólo inundaban el ambiente, sino que despertaban
aún más el deseo de poder deleitar las exquisitas y sabrosas pitanzas.
Al cabo de un
tiempo, apareció el camarero con un cestillo de pan y un búcaro lleno de
delicioso, turbio y fresco jugo de Pitarra.
—¿Han decidio ya
los señores? —consultó, dirigiendo la vista hacia los comensales.
—Sí. Traiga paella
pa los tres, una docena de sardinas y otra de chuletillas —indicó con tono
suave el impaciente y hambriento, Antonio.
—¡Por favor!
¿Podrían prepararnos una ensalada mixta? —consultó, Teresa.
—Preguntaré a las cocineras a vé que dicen
—dijo sin más, el gentil y atento camarero.
—Traiga también una gaseosa, ¡por favor! —indicó de nuevo
Teresa.
El camarero se
dirigió hacia las guisanderas y, tras hablar con la de más edad, durante unos
segundos, volviendo la mirada hacia la mesa le hizo un gesto asintiendo con su
desplumada cabeza, Antonio levantó su mano derecha e hizo el ademán de ok.
Mientras les traía
el pedido, observaban con asombro, como los ajetreados trabajadores iban y
venían continuamente del interior del bar al patio y viceversa, llevando y
trayendo los platos, al tiempo que escuchaban al unísono varios encargos: «mesa
tres, cuatro de paella y dos de sardinas; mesa seis, dos paellas, una de
sardina y media de chuletas; mesa diez, cinco de sardinas y tres de chuletas»
—contestando seguidamente las afanadas y atentas mujeres: «¡Oído cocina!».
—¡Hay que vé!,
cuidao la cantidá de gente cánda hoy por aquí. ¡Ni que juera la Virgen del
Rocío! —exclamó José.
En aquél instante
llegaba, portando en su mano y antebrazo derecho las tres raciones de paella y
las sardinas y las chuletas en la izquierda.
—Sí que es verdad,
papa —respondió Teresa.
Una vez
depositados, con sumo cuidado, los platos sobre la mesa.
—¡Buen provecho
señores! —exclamó el amable y noble sirviente
—¡Gracias!
—respondieron al unísono.
—¡Hmm…! La paella
está deliciosa —indicó Teresa
—Las sardinas tién
güena pinta —anunció, José.
—Pos, la ensalada y
las chuletas no sos podéis ni imaginá —manifestó, Antonio.
—¡Venga!, tos al
prato y dejá ya de jablá ¡Qué oveja que
bala bocao que pierde! —exclamó,
dando por finiquitada la conversación, José.
Una vez que
terminaron de yantar, tras tomarse un café y reposar un poco, a eso de las
cinco menos cuarto, se dispusieron a salir con la intención de acondicionar su
propio local para abrirlo al público y, mientras que José y Teresa se
encargaban de prepararlo todo, Antonio se desplazó hasta Plasencia para recoger
a las chicas y, tras su retorno, a eso
de las ocho y media, las chicas estaban tomándose una copa por cortesía de la
casa mientras de fondo sonaba el Hey, no vayas presumiendo por ahí, de Julio
Iglesias.
Al retirarse el
astro rey para dar paso a la luna, el local se fue ocupando. Los lugareños
estaban contentos y con ganas de gastar dinero, algunos eran ya clientes
habituales y raro era el día que no se dejaban caer por allí: aunque solo fuese
para tomarse un par de consumiciones.
Entre copas risas y
alegrías la noche iba pasando y, a eso de la medianoche:
—Cariño, creo que
deberías ir a buscar más chicas. La noche se está dando muy bien y estos
quieren disponer de más carne donde elegir —sugirió haciendo un gesto pícaro,
Teresa.
—Tienes razón, iré
hasta la praza a vé si están por allí la Mari, la Toñi, la Susí, o la Gitana.
—Sí traes alguna
más, no te importe, la noche está prospera.
—Bueno, me marcho. Estaré aquí en un ¡plis! ¡plas!
En torno a las doce
y cuarto.
Entró en el local,
dando tumbos alguien de unos 45 años, cuyo aspecto físico dejaba mucho que
desear, el susodicho era conocido en la zona por el sobrenombre de «el Tuerto».
Sobre su rostro, una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda por completo.
Este se adentró hasta el fondo del local y ocupó uno de los taburetes junto a
la barra. Un par de minutos después, Teresa se acercó hasta él.
—Hola, buenas
noches. ¿Qué le pongo?
—¡Hola, preciosa!
Me pones un coñac con Cocacola —exclamó con voz pastosa, al tiempo que le
guiñaba el ojo bueno.
—No tenemos esa
marca, ¿le da igual que sea Pepsi?
El Tuerto la miró
con rabia.
—Bien, si no hay
otra cosa —gritó con tono despectivo—. Pórmelo.
Tras servirle la
copa y echar este un sorbo, apoyándose con los codos sobre el mostrador,
retorciendo el pescuezo como si fuese un mochuelo, echó un vistazo de arriba
abajo a todas y cada una de las chicas al tiempo que ponía cara de asco.
Cinco minutos
después, se acercó hasta él una de ellas:
—Hola, buenas
noches, guapo. Me llamo Isabel, pero todos me dicen la Legionaria.
—¿Qué hoctias
quieres, tú? —respondió sin dignarse a mirarla.
—Nada, hablar si te
apetece —sugirió con voz dulce y suave al tiempo que le acariciaba, con la mano
izquierda, la espalda.
—¿Y de qué cojones
quieres hablá?
—De lo que tú
quieras mi amor…, ya sabes que aquí estoy para trabajar, mi niño.
—¡¿Qué coño quieres
decí con eso?!
—Pues, que me
puedes invitar a una copita…, y si te apetece podemos entrar al reservado, pero
solo si tú quieres, ¿eh?
—¡Déjalo!, no
insistas y, además de que no tengo ganas, tú, eres mu fea. ¡Marcha de aquí!
¡Hala!, ¡vete a la p... mierda!
Al ver que el cliente no dejaba de menospreciarla esta se
retiró y dirigió hacia otra de las chicas que estaba junto a la pared,
esperando a que alguien solicitase sus servicios.
—¿Cá pasao?, ¿por
qué t'has venió tan de repente?
—curioseó la Chaparrita.
—Es un estúpido,
pues, no me dice en mi cara que soy muy fea ¡El hijo de p…!
—Voy a probá
suerte, a vé qué me dise a mí.
—Pues, vete
preparando… que seguro te sorprende con algún disparate.
Caminando con aires
de marquesa, con un cigarrillo en su mano derecha, llegó junto al mal hablado
cliente.
—Hola guapetón,
¿llevas fuego, cariño? —dijo con voz melosa.
—Toma y déjame en
paz, o te pego fuego a ti —dijo a la vez que dejo caer el encendedor sobre el
mostrador, el malhumorado individuo.
—¿Qué te pasa,
guapo? Parese que hoy no estás por la labó, ¿verdá?
—Y a ti que hoctia
te importa, ¿acaso te crees más guapa que la otra?
—¡Qué borde eres
tío!... ¿Tú de que vas?
—Voy de lo que me
se pone de los cojones… ¿Te quea claro, o te lo explico otra vé?
Al regresar de
Plasencia, Antonio se vio obligado a estacionar al lado a un par de vehículos
oxidados que estaban abandonados junto a la explanada.
Un par de minutos
después, accedian al local, por la puerta de atrás, su padre, tres chicas y él.
Nada más entrar, al
percatarse de las voces que estaba dando el bullicioso y pendenciero individuo,
se dirigió hacia él.
—Hola, buenas
noches. ¿Le pasa algo, «amigo»?
—¿Acaso te crees
que tengo que darte alguna explicación a ti?
—Tómese la copa
tranquilamente y, si hace falta, le invito a otra... pero deje usté a las
mujeres hacé su trabajo —sugirió al tiempo que le daba unas palmaditas sobre el
hombro, en plan amistoso—. Y si no le gusta ninguna, se tome la consumición y
haga el favó d'abandona el local.
El Tuerto volvió la
mirada hacia Antonio.
—¿Pero aquí se pué
follá o no?
—¡Por favor!, le
ruego, que modere su
vocabulario—intervino Teresa—. Sí se refiere usted a qué si se puede entrar al
reservado con las chicas: la respuesta es sí.
—Pos, entonces,
quiero entrá contigo preciosa —dijo haciendo un gesto obsceno con la lengua.
—Lo siento amigo,
ella está de encargá y no alterna con nadie —advirtió con tono serio, Antonio.
—Me da igual, yo,
solo quiero con ella. Las otras son unos cardos burriqueros.
Antonio frunció el
ceño, cerró las manos y apretó las mandíbulas.
—Pos, va a sé que
no «amigo», ella solo está pa mí.
—Yo, tengo dinero y
follo con quien me sale de la polla ¡Hijo de p…!
Sin poder reprimir
la ira, Antonio la emprendió a puñetazos contra el insolente e injurioso
cliente hasta sacarle del club. Unos minutos después, retornó junto a su amada,
sin interesarse lo más mínimo por el estado en que se pudiese encontrar el
cargante y belicoso individuo al que había dejado tendido en mitad de la
explanada, con el rostro y el atuendo completamente ensangrentados, tras
haberle propinado una patada en la boca cuando el malintencionado cliente
trataba de reincorporarse, después de haber recibido sobre su rostro media
docena de mortíferos puñetazos.
En el interior
local, la noche prosiguió entre risas, copas y reservados sin darle mayor
importancia a lo acontecido.
—Papa, hoy s'está
dando la noche de p… madre, es el día que más dinero estamos sacando desde
cábrimos.
—Ya lo veo, hijo,
estos de los pueblos tién muchas perras y cuando salen de fiesta, salen a
gastá.
Sobre las cuatro y
media, la bebida comenzó a dar signos de escasez y los clientes poco a poco
fueron retirándose. Fue entonces, cuando uno de estos, al dirigirse hacia su
vehículo observó que había alguien tirado en el suelo. Se acercó un poco más y,
creyendo que podría estar dormido, hizo cómo que se tropezaba con él, pero al
darse cuenta de que estaba rígido, se introdujo en su automóvil y se presentó
en el puesto de la Casa Cuartel que estaba situado a un par de kilómetros.
Tras aporrear
fuertemente con la aldaba sobre la puerta.
—¿Quién va? —gritó
desde el interior, el número que estaba de guardia.
—Abran, abran
rápido —respondió hecho una madeja de nervios el recién llegado.
—¿Qué voces son
esas? —reprendió el guardia a través de un ventanuco que estaba incrustado en
la puerta principal.
—Vengo del club Las
Palmeras. Al salir, he visto que hay un hombre tumbado sobre un charco de
sangre. ¡Creo que está muerto!
El guardia abrió el
portón y le invitó a que entrase en el cuarto adyacente.
—Siéntese ahí
—indicó al tiempo que hizo sonar un timbre—, de me usted su DNI y cuénteme sin
omitir detalle que es lo que usted ha visto allí.
—Ya se lo he dicho
antes: al salir del local he visto…
Irrumpieron
precipitadamente en el despacho el cabo y otro número
—Hola, buenas
noches —dijeron casi a la par—:¿Qué ocurre Sánchez? —inquirió el de mayor
graduación.
—Según este hombre,
ha aparecido alguien que cree muerto en las inmediaciones del club de alterne.
A continuación, la
Benemérita dio aviso a la ambulancia que cubría la zona por estar en fiestas un
par de pueblos cercanos. Quince minutos más tarde, al llegar esta y la guardia
civil al lugar de los hechos, uno de los agentes se dirigió directamente al
local e irrumpió vociferando, todo lo alto que su acampanada voz le permitía.
—¡Quieto todo el
mundo!, ¡encender la luz! ¡Vamos, rápido!
Su compañero
permanecía de pie junto al equipo sanitario. Y, tras realizarse los primeros
auxilios in situ.
—Aún está con vida,
pero no sé si llegaremos… —respondió el facultativo al tiempo que ordenaba
introducirlo en la ambulancia.
—Estos sitios no
traen más que problemas —gruñó el cabo mientras se dirigía al local.
En el interior,
todos estaban alborotados y confusos sin saber la causa de la presencia de las
autoridades.
—¿Quién está al
cargo del local? —dijo nada más entrar el cabo.
—Servidó —dijo, dando un paso al frente, Antonio—, ¿ocurre
algo?
Blandiendo el arma
de un lado para otro con la mano derecha.
—Eso, me temo que
me lo tendréis que aclarar alguno de los que estáis aquí —propuso enojado.
—¡¿Pero de qué se
trata, oficial?! —intervino, sin salir de su asombro, Teresa.
—Hay un hombre que
se debate entre la vida y la muerte camino del hospital, estaba ahí fuera
tirado entre dos coches y cubierto de sangre.
—Entonces, no
s'hable más —sugirió Antonio—, quizás se trate de alguien a quien hace unas
horas he tenío que expulsá d'aquí.
Una vez anotados el
DNI de todos los que allí se encontraban, a efectos de ser posibles testigos,
tras precintar la entrada y prohibir que se
moviesen los vehículos entre los que apareció la víctima, Antonio fue
conducido al cuartelillo y, tras la declaración, a eso de las once horas, fue
trasladado y puesto a disposición del Juzgado de Primera Instancia de
Plasencia, y desde allí mismo, a última hora de la tarde, hasta el Centro
Penitenciario Cáceres I, ya que el juez ordenó su ingreso en prisión preventiva,
como consecuencia del fallecimiento de la víctima antes de que esta pudiese ser
atendida en el Hospital Virgen del Puerto, de Plasencia.
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