14 de febrero de 2014
Al llegar junto a la esquina del edificio, Teresa percibió
una puñalada en su rostro e instintivamente miró hacia el verde y animado
letrero de neón que estaba situado justo al lado de la puerta de la farmacia, a
unos tres metros de altura. Al ver que los intermitentes dígitos indicaban que
eran las once y cinco de la mañana y que la temperatura era -3 ºC, al observar
el halo que dejaba el vaho que expelía por la boca que al exhalar el aire de
sus pulmones, percibió cómo un escalofrío se apoderaba de todo su ser, subió la
bufanda hasta cubrirse la nariz y continuó caminando hasta llegar a la
cafetería que está en el interior de la Estación de Autobuses de Salamanca:
—Hola buenos días
—dijo al llegar junto al mostrador—. Me ponga un café con leche y un par de
magdalenas, por favor.
En otros tiempos
hubiese encendido un cigarrillo después de desayunar, pero desde que regresó a
Salamanca, tras el fallecimiento de Antonio, eran muchos los hábitos que había
abandonado.
—Me dice que le
debo, por favor —instó al cabo de un
rato.
—Dos euros con
cincuenta —informó el joven camarero.
Teresa rebuscó en
el negro bolso de mano, depositó el importe exacto sobre el mostrador, se
despidió del camarero y condujo sus pasos hacia los aseos. Tras echar el
cerrojo de la puerta, buscó el rollo de papel y cortó un generoso trozo para
limpiar la taza del váter, se sentó sobre esta para liberar la vejiga y, un
poco después, mientras se lavaba las manos se miró al espejo.
—Hay que ver lo que
cambian las cosas y las personas con el paso del tiempo —se dijo para sí misma,
al verse reflejada en aquella mujer de pelo corto y plateado, con el rostro
como recién lavado y aquellas arrugas que no son capaces de menoscabar su innata
belleza innata. «Bueno, no estaré tan mal cuando todavía se paran a mirarme»,
pensó, mientras se dirigía hacia la ventanilla expendedora de billetes de la
Agencia de Viajes Alsa:
—Hola buenos días,
ida y vuelta para Plasencia, por favor.
—¿Para cuando lo
quiere usted?
—Para hoy mismo, en
el primero que salga.
—Para la ida, tiene
usted uno que sale ahora en quince minutos…, y para el regreso dispone de dos
opciones, bien en el de las seis y cuarto o bien en el de las siete y media.
—Prefiero la
segunda opción.
—Aquí tiene usted,
son dieciocho euros con veinticuatro céntimos.
Entregó en mano un
billete de veinte euros y, tras recoger el cambio y despedirse, dirigió sus
pasos hacia el andén de partida. Un par de minutos después, efectuó su llegada
un moderno, colorido y vistoso autocar y, seguidamente, los ocupantes se
bajaron para estirar las piernas unos y otros para liberar la presión de sus
vejigas.
—Salimos en diez
minutos, les ruego que no se demoren, por favor —indicó el conductor.
A su regreso, tras
abrir el acceso a los viajeros, Teresa buscó el asiento que le correspondía. Se
quitó el abrigo, lo dobló con cuidado y, tras depositarlo sobre el portaobjetos
que está justo encima de su asiento:
—¿Me permite pasar
señora? —dijo a modo de saludo.
—Si la da iguá me
pongo yo al lao de la ventana —sugirió la oronda anciana.
Teresa esbozó una
sonrisa.
—No se preocupe
usted, por mi no hay inconveniente.
—Gracias, hija.
—¿Estamos todos?
—preguntó el conductor, y, al entender que el silencio era indicativo de
afirmación, accionó el mando de abrir y
cerrar las puertas, comprobó, a través
de los retrovisores, que el radio de acción estaba libre de peligros y
prosiguió con su ruta habitual.
—¿Va usté a
Plasencia? —preguntó la anciana con la intención de romper el silencio.
—Sí, voy a visitar
a mi gran amor.
—Yo soy plasenciana
sabe usté…, yo no estoy acostumbrá a viajá…, y me pongo de los nervios…, ahora
vengo de pasá un mes en la casa de m'hijo, que vive en Miranda de Ebro… ¿A vé a
su amó m'ha dicho usté?..., ¿en toavía no s'ha casao usté, con lo saños que
tiene?
—Bueno, en relidad
más que ver, voy a visitarlo, ya que él falleció hace tiempo.
—Cuanto lo siento
mujé…, la soledá es mu mala…, el mi hombre tamién me se muruió hace más de
vente años, después de una larga enfermedá… Me imagino que l'habrá pasao usté mu má, ¿verdá?
—Sí, la verdad es
que cuando regresé junto a mi madre, lo pasé verdaderamente mal, estuve apunto
incluso de quitarme la vida. Caí en una depresión, que de no haber sido por
Arturo y mi madre estoy convencida de que usted y yo no habríamos coincidido en
este autocar. Pero afortunadamente para
mí, logré salir de aquel infierno y desde entonces, todos los años por el día
de San Valentín y el de Todos los Santos regreso para reencontrarme con él.
»También he de
reconocer que si he podido llegar hasta el día de hoy, y en las condiciones que
he llegado, ha sido precisamente debido a los sacrificios y también, gracias a
que un conocido de mi madre intercedió por mí y pude conseguir una vacante de
limpiadora en un colegio y fregando me he ganado el sustento hasta hace
dieciséis meses, que son los que llevo jubilada. ¡Hay que ver! lo rápido que pasa el tiempo…,
ya han pasado cinco años desde que murió mi querida madre y ocho desde que lo hizo
Arturo.
—Sí, asín es la
vida… pa cuando te quieres da de cuenta estamos hechos un changarro y no
valemos pa na.
—Din, don, din… din
don dín: «Señores pasajeros, el coche procedente de Salamanca y con destino a
Sevilla va a efectuar su entrada en la estación… Se comunica que permanecerá
estacionado durante quince minutos antes de proseguir con su recorrido»
—informa una voz agradable y femenina. El mensaje expresado por megafonía
agiliza la regresión de su abstracción pasajera.
—¡Ah!, Fíjese usted
si se me ha pasado rápido el tiempo, que ni siquiera me he dado cuenta que
estábamos en Plasencia… ¿mm?
—Carmen, me llamo
Carmen.
—Mucho gusto,
encantada de conocerla, yo Teresa —dijo acercándose para darle un par besos.
—Igualmente, maja y
que tenga usté un güen regreso.
Se abrieron las
puertas del autocar y al bajar, Carmen es recibida por unos familiares, Teresa
camina hacia las escaleras que conducen hasta la entrada principal. Al ascender
al último peldaño miró el reloj que está justo por encima de la puerta
principal
—Joder, las dos y
veinticinco, ya —se dice para sí misma, al tiempo que condujo sus pasos hacia
la cafetería y, tras desprenderse del clásico abrigo de paño azul, se acomodó
en una de las mesas.
—Hola buenos días
—saludó el camarero—, ¿qué va usted a tomar?
—Hola, tomaré el
menú del día.
—¿Y para beber?
—preguntó de nuevo, al tiempo que la entregaba un folleto con las opciones a
elegir.
—Un par de
botellines de agua, a ser posible, sin refrigerar.
Unos minutos
después, acudió el camarero con la bebida y un cestillo con pan.
—¿Ha decidido ya,
la señora?
—Sí, tomaré
lentejas estofadas, filete de ternera con patatas y de postre una manzana.
Media hora después,
se levanta y dirige hacía el mostrador y elevando su mano en alto para llamar
la atención del camarero.
—Por favor, cuando
pueda, me ponga un café con un poco de leche templada.
Unos minutos
después.
—Aquí tiene su
café, señora.
—¿Me dice usted que
le debo?
—Doce euros con
cincuenta.
Teresa introdujo la
mano en el negro bolso de mano, sacó un monedero de piel, descorrió la
cremallera, extrajo un billete de diez junto a tres monedas de euro y se los
entregó en mano.
—Quédese con el
cambio.
—Muchas gracias,
señora.
Al salir de la
estación, bajó las escalerillas agarrándose a la barandilla metálica y, una vez
en la acera, se giró hacia la derecha y se dirigió hacia el taxi que estaba
estacionado bajo la marquesina, en primera posición.
—Hola, buenas
tardes —saludó al tiempo que abría la puerta trasera y se acomodaba en el
asiento de atrás.
—Hola, ¿a dónde la
llevo?
—A la floristería
que está en Santa Teresa.
Siete minutos
después.
—¿Qué le debo?
—Seis euros.
Se bajó del taxi,
rebuscó entre la calderilla del monedero, le entregó las seis monedas al tiempo
que se despedía de él y se adentró en la floristería.
—Hola buenas tardes
—saludó Teresa.
El rostro del
dependiente adquirió un tono entre alegre y sorpresivo.
—¡Hombre! ¿Qué tal?
¿Ya está usted de vuelta?
Teresa sonrió.
—Sí, aquí estamos,
hijo, para no perder la costumbre.
El joven salió de
detrás del mostrador para darle un par de besos.
—Lo de siempre,
¿verdad?
Ella asintió
—Sí, eso mismo.
—Hay que ver lo de
prisa que corre el tiempo, ¿verdad?
—A mi me lo vas a
decir, hijo. Que apenas andabas cuando te ví por primera vez y ya estás echo
todo un hombre.
—Bueno, pues aquí
tiene usted su encargo.
—Déjame un
bolígrafo, por favor.
«Con todo mi cariño para ti» —escribió sobre la nota que
pendía de la perfumada y roja rosa, el mismo mensaje que años atrás escribiese
de puño y letra Antonio, sobre la nota que portaba aquella rosa roja de trapo
que le regaló y que aún conservaba en casa como oro en paño.
—Ricardo, ¿qué te
debo, hijo?
—Nada señora,
Teresa. Esta vez le invita la casa...,
tómeselo como un premio por su lealtad y constancia.
—Muchas gracias por
el detalle hijo, ¡que tal y como están los tiempos que corren!, no estamos para
andar derrochando… No sé hasta dónde vamos a llegar... desde que nos cambiaron al dichoso euro, nada
ha vuelto a ser igual: al final, va ser cierto eso de que «más vale lo malo
conocido que lo bueno por conocer». Esto de la democracia nos va a perjudicar a
los que menos tenemos, como siempre: para que no perdamos la costumbre…
—No se preocupe
usted por nada, mujer, y muchísimas gracias por seguir visitándonos.
—Bueno, hijo, no te
entretengo más. Dales muchos recuerdos a tus padres.
—Se los daré de su
parte, adiós, señora Teresa, adiós.
En la puerta de
entrada al cementerio, Teresa notó que el corazón se aceleraba, que el abrigo
le sobraba y aligeró el paso para llegar cuanto antes a la galería Nº 3 y, a
través de esta, continuó su camino y, al tiempo que extrajo un paquete de
pañuelos del bolsillo del abrigo, con la mirada buscó, en la segunda fila, la
posición exacta donde yacen los restos mortales de Manuela, José y Antonio.
Apenas faltan un
par de metros cuando tímidamente comenzó a hacerse notar, al igual que lo hacen
las gotas de rocío, las primeras lágrimas; pero esta vez, no eran de dolor,
sino por la felicidad que le producía el reencuentro. Con el paso de los años,
Teresa ha podido comprobar que el tiempo y solo él tiene capacidad de hacer que
el dolor se suavice y convierta en algo llevadero.
«Aquí me tienes de
nuevo cariño mío, ¿creíste que te podrías librar de mí, así sin más? Y no será
porque no te lo dije infinidad de veces: que tú y solo tú eras y serías el
único amor de mi vida» —dijo sin decir nada, mientras pasaba el pañuelo sobre
la pulcra lápida y las fotografías y, a continuación, dando reiterados besos a
las imágenes, comenzó a emitir con voz sorda todas las oraciones que había
aprendido durante su infancia en el colegio de monjas. Al término de estas,
retiró, de entre el exuberante ramo de flores artificiales, la marchita y
quebradiza rosa dejada por ella misma, unos meses atrás. El hecho de que los
familiares de Antonio la dejen allí hasta ser reemplazada por ella es algo que
la hacía sentir bien, además de querida y respetada; aunque desde el instante
en que abandonó el sepelio, sin decirles nada, perdió el interés de volver a
comunicarse con cualquiera de ellos. En cambio, al que sí visita cada vez que
regresa a Plasencia era a Evaristo, ya que este se había trasladado a «vivir»
junto a sus vecinos un par de meses después de que lo hiciese Antonio, justo el
día de San Fulgencio, el patrón de Plasencia.
«Bueno, cariño mío.
Muy a mi pesar, me tengo que marchar; pero ya sabes que, el autocar al igual
que el tiempo siguen su rumbo sin detenerse por nadie» —dijo... Y, cumpliendo con el protocolo familiar de
encuentros y despedidas, condujo sus pasos hacia la salida del Campo Santo.
Al llegar a la
altura del arroyo Niebla, giró hacia la derecha y prosiguió con su vuelta hacia
la estación de autobuses a través del paseo que comunica el remodelado y
cuidado paraje del Cachón y por el reestructurado y bellísimo lugar de
esparcimiento por excelencia desde tiempos inmemoriales de la Isla y, al cruzar
el puente del río chico, se giró para recorrer con la mirada cada rincón:
—Hay que ver lo
cambiada que está la ciudad —se dijo para sí misma, al tiempo que reanudaba la
marcha.
Diez metros más
adelante se detuvo, y, mirando hacia a ambos lados de la travesía de la N-110,
tras comprobar que no circula ningún vehículo, accedió a la estación sin
importarle que por esa zona estuviese restringido el transito de peatones, ya
que consideró absurdo el tener que recorrer la distancia que mediaba entre ella
y el acceso principal.
Estando junto al
andén, comprobó la hora en su reloj y, en vista de que aún falta media hora
para su partida, se acercó a una máquina expendedora, introdujo el importe
exacto, pulsó el botón que se correspondía con el botellín de agua y decidió
sentarse en uno de los bancos hasta que apareciese el autocar que la
trasladaría a su ciudad natal.
Diez minutos
después, din, don, din… din don dín: «Señores pasajeros, el coche procedente de
Sevilla y con destino a Salamanca va a efectuar su entrada en la estación. Así
mismo, se comunica a todos los pasajeros que dicho autocar permanecerá
estacionado durante quince minutos antes de proseguir con su recorrido».
Teresa se puso en
pie, caminó hacia la máquina de refrescos y sacó una botella de agua para el
viaje, a la vuelta, accedió al interior del autobús, se desprendió del abrigo y
se acomodó sobre el asiento preasignado y, tan puntual como el Abuelo Mayorga,
el conductor accionó el botón de abrir y cerrar las puertas, comprobó por los
retrovisores y efectuó la maniobra para continuar con su itinerario.
Nada más
incorporarse a la A-66, Teresa recurrió a algo que se había convertido en
habitual cuando se hacía presente el tedio: recordar todas aquellas historias
que en su día le contó Antonio y revivir aquellos momentos que ambos
compartieron, sin necesidad de tener que suprimir el triste final.
Sumergida en sus
pensamientos llegó a Salamanca sin ser consciente del paso del tiempo ni de los
kilómetros recorridos. Al apearse del autocar notó el brusco cambio de
temperatura y, subiéndose la bufanda hasta taparse la nariz, comenzó a caminar
hacia su casa, erguida y pletórica «Tengo las pilas recargadas hasta la próxima
cita, el 1 de noviembre de 2014, si Dios quiere», pensó.
«La vida en sí, no
es más que un espacio de tiempo que independientemente de lo corto, largo,
divertido o tedioso que nos pueda resultar: en realidad este no deja de ser
efímero», pienso.
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