Quince días después de que Teresa hubiese abandonado
Plasencia, a eso de las tres de la tarde, apareció por las inmediaciones de la
Estación de Servicios Feycar, con un aspecto deplorable, Antonio. Durante un
par de horas estuvo acercándose a todos los que paraban a repostar:
—Hola, buenas tardes.
Por casualidá, no irá usté pa Salamanca, ¿verdá?
—No, no —respondían
sin prestarle atención la mayoría de los conductores.
Silverio, el
empleado de la gasolinera, conocía a Antonio y, tras invitarle a tomar un café
y conversar con él, se dirigió hasta un camionero que estaba repostado.
—Oye, Macario, ¿no
irás para arriba, por casualidad?
—Sí, tengo que
subir hasta Burgos, ¿por?
—¿Te puedo pedir un
favor?
—Sí claro. Sí está
en mi mano…
—¿Podrías acercar a
un conocido hasta Salamanca?
El rostro del
camionero adquirió una entonación despectiva.
—¿A quién, a ese
con el que has salido de la cafetería?
El empleado de la Estación de Servicios asintió.
—No te preocupes.
Es alguien que está pasando una mala racha, pero te aseguro que es buena
persona: lo conozco desde que era un niño —dijo mirándole a los ojos.
—Siendo así…,
bastase que me lo pides tú y que pareces tan convencido. Por mi parte no hay
ningún inconveniente.
—Antonio —gritó
para llamar su atención, Silverio, y, bajando el volumen cuando este llegó a su
lado—: Has tenido suerte. Este hombre te puede acercar hasta tu destino —dijo
sin más.
El silencio se
adueñó de la espaciosa cabina durante los primeros treinta kilómetros.
Antonio se giró en
el asiento hacia el conductor.
—No tendrá usté un
cigarrino, ¿verdá?
Sin apartar la
mirada de la carretera el camionero asintió esbozando una sonrisa.
—Sí claro. Pero
tendrás que conformarte con un Celtas, sin emboquillar.
Antonio se encogió
de hombros.
—No se precupe
usté, cá falta de pan, buenas son las tortas, y, yo tengo buena boca y no
l'hago ascos a na.
A partir de aquel
instante, el desdichado y derrotado «capitán» comenzó a narrarle como había
cursado su vida desde el primer empleo hasta llegar a la actualidad. Durante dos horas y media, el conductor, sin
interrumpir la conversación en ningún momento, asentía o negaba con la cabeza
según requiriese lo narrado por aquella voz tan ronca y gastada que nada tenía
que ver con la edad del narrador y, sin
ser consciente del paso del tiempo ni de los kilómetros recorridos, Antonio
puso el punto y final de su desventurada historia apenas un par de minutos antes
de llegar a su destino y, tras decir al conductor que detuviese el camión
frente al club de alterne, antes de apearse del articulado vehículo, agradeció
con reiteración el enorme favor que este le había hecho y, después de
despedirse, tomó aire hasta henchir los pulmones y condujo sus pasos hasta el
prostíbulo que regentaba la madre de Teresa, abrió la puerta y se adentró en el
local sin titubear ni siquiera un segundo: seguro de sí mismo.
—Hola, buenas
noches. ¿Está su hija?
—No, no está. ¿Para
que la buscas?
—¿Usté qué cree?
—A decir verdad, no
creo que estés en condiciones de exigir nada.
—Ya, ¿y eso quién
lo dice?
—Lo dice alguien
que no está dispuesta a perder a su hija dejándola en manos de un sinvergüenza.
—No se precupe usté
por eso… En to caso, creo q'ha de sé ella quien decida que hacé con su vida,
¿no le parece?
—Tómatelo como
quieras, pero no la verás hasta que se te pase lo que traes encima.
—Está bien. Lo
haré, pero sepa usté que lo hago solo por su hija.
—Cuando llegue a
casa hablaré con ella y si decide que quiere verte vendremos aquí mañana a
mediodía.
Antonio la miró con
ojos de cordero degollado.
—¿Me puede poné una
copa?
Luisa asintió.
—Sí, claro. Aquí
estoy para servir copas y ganar dinero; pero no creo que eso te ayude con tus
propósitos. —dijo, bajando un tono la voz.
—No se precupe. La
tomaré y me iré a dormí.
Ella le miró
consternada durante un par de segundos.
—¿Y dónde
dormirás?, si es que se puede saber?
Él bajó la mirada
hacia el suelo y se encogió de hombros.
—La verdá es que no
tengo a ónde ir... pero si usté me deja, puedo hacerlo en uno de los
reservados.
Luisa, afligida por
la escena, chascó la lengua.
—Está bien, pero no
creas que, por ello, te saldrás con la tuya.
Antonio esbozó una
sonrisa.
—Sepa usté, cá su hija la quiero más que a mi
propia vida.
—¡Ja!, pues, quien
lo diría: después de haberla visto llegar hace un par de semanas.
El aludido notó
que, de repente, un calor inesperado se extendía por sus mejillas.
—En eso tiene usté,
toa la razón, pero la juro que no vorverá a ocurrí.
—De eso puedes
estar seguro, de lo demás: no sé yo.
—¿Me puede decí en
qué cuarto me puedo echá a dormí? —sugirió con voz relajada, después de apurar
la copa de un solo trago.
A la mañana siguiente, a eso de las once menos cuarto, Luisa
informó a Teresa de lo acontecido durante la tarde-noche y, tras desayunar
juntas y llamar a un taxi se dirigieron al local:
—¿Y bien, qué, es
lo que quieres? —preguntó fríamente Teresa, al tenerle frente a ella.
Antonio la miró a
los ojos.
—A ti, mi niña.
Teresa evitó
mantener la mirada fijada en aquellos tristes y opacos ojos.
—¿Estás seguro? ¡No
creo que el amor se demuestre de la manera en que tú lo haces!
Él se postró de
rodillas ante ella con ademán de súplica.
—Perdóname, mi
niña. Te juro que no vorverá a pasá.
Ella se apartó un
par de metros.
—Te puedo asegurar
que así será: no pienso volver junto a ti.
—Dame una
oportunidá, mi niña —imploró entre sollozos.
Sin mirarle a la cara,
alzando la voz y arrojando las palabras al viento.
—Para irme contigo
tendrías que cambiar tus hábitos, tus celos, en fin, todas esas cosas que tú
sabes que no me gustan.
Él gritó todo lo
alto que le permitían sus despedazadas cuerdas vocales.
—Mi niña, te prometo que haré to lo que tú me
pidas. Pa mi lo eres to en mi vida.
Teresa se acercó
hasta él con la intención de ayudarle a ponerse en pie.
—Está bien, siendo
así: lo primero que tendrás que hacer será dejar la droga.
Antonio le cogió
las manos y comenzó a besarlas.
—Lo que tú digas,
mi niña. —dijo mirándole a los humedecidos ojos.
—Hoy mismo iremos a
informarnos de que tenemos que hacer para que ingreses en un centro de
desintoxicación.
—Muchas gracias, mi
niña —dijo mientras se acercaba para darle un beso.
Ella rehusó el
envite poniéndole una mano en el pecho.
—No, no, ¡de eso ni
hablar!, hasta que no cumplas tu palabra no habrá ni besos ni nada conmigo
¿Está claro?
Él asintió un par
de veces con la cabeza y siguió tras los pasos de Luisa y Teresa, sin
pronunciar ni una sola palabra, hasta que llegaron a casa:
—Más vale que te
afeites y te des una ducha que pareces un…
—Dilo, no te
apures: en realidad es lo que soy, un drogadicto.
Teresa corrió hacia
él.
—No seas tonto,
cariño. Sabes perfectamente que no quería decir eso —dijo sujetando la cara de
este entre sus manos.
Luisa, conmovida
por la escena.
—Tendrás que
comparte algo de ropa —sugirió.
Él la miró a los
ojos, bajó la mirada y se encogió de hombros.
—No tengo dinero.
Ella asintió y
esbozó una sonrisa, en señal de aliento.
—No te preocupes:
contaba con ello.
Después de comer, a
eso de las cinco y media, salieron los tres con rumbo al centro de la ciudad.
Antonio comenzaba a sentir los primeros síntomas de abstinencia…
Al día siguiente.
Después de haberse informado que en la capital de España
había una organización no gubernamental donde se ayudaba a toxicómanos a
superar sus problemas de adicción, la pareja se desplazó en tren hasta Madrid
y, tras ser recibidos, previa cita telefónica, en Proyecto Hombre, después de
que Antonio se derrumbase al exponer que unos meses atrás había intentado
superar sus problemas con la adicción por iniciativa propia:
—No te preocupes ni
lamentes por tu fallido intento Antonio —indicó el terapeuta—, lo importante es
que eres consciente de que tienes un problema y quieres solucionarlo.
—La verdá es que no
sé si seré escapá.
—Sí que es cierto,
que no puedo asegurarte el éxito al cien por ciento, ya que no solo depende de
nosotros; pero estoy convencido de que tienes muchas posibilidades... En el
centro, además de la desintoxicación te ayudaremos a aprender y restablecer
aquellas habilidades, actitudes y valores que te permitan recuperar tus
responsabilidades y vínculos socio-familiares y, reinsertarte en la sociedad
con plena autonomía, quiero decir, sin necesidad de que tengas que utilizar
drogas.
Antonio con la
mirada fijada en el suelo.
—Suena tan fací así
—susurró.
—Evidentemente,
sabes que te esperan unos días muy duros; pero una vez que superes el síndrome
de abstinencia, te iremos preparando psicológicamente para que poco a poco te
vayas reinsertando a la sociedad. No tengas miedo Antonio, además de la ayuda
profesional contarás con el apoyo del resto de internos, muchos de ellos
ingresaron con menos esperanzas que tú y están a las puertas de salir y formar
parte de nuevo de la sociedad.
—Perdone usted,
¿podré visitarle? —interpeló Teresa.
—Sí, claro. Por supuesto que sí, pero será a
partir del primer mes, cuando Antonio esté más relajado.
—Siendo así, me
quedo mucho más tranquila.
—En cualquier caso,
siempre que tenga alguna duda se podrá poner en contacto con nosotros vía telefónica
—dijo dando por terminada la conversación, se levantó y dejó a la pareja
durante unos minutos, con el fin de que estos pudieran despedirse con algo de
intimidad y, después de esto, Teresa regresó junto a su madre y, tras pasar el
primer mes desde el ingreso, retornó hasta la capital de España un par de veces
al mes y durante su estancia, dos días por visita, fue comprobando como la
recuperación proseguía de manera positiva. Catorce meses después, Antonio era
dado de alta. De allí salió altivo, con algo más de peso de lo que siempre
había sido normal en él, pero no le importaba: tenía en mente que a partir de
ahí su vida daría un cambio radical, haría vida sana, deporte y, también,
caminaría por los bellos parajes de Valcorchero para oxigenar su cabeza y los pulmones.
Además, contaría con que Teresa y José estarían allí para lo que este
necesitase. La recuperación de Antonio era tan evidente que, cinco meses
después de haber retornado a Plasencia, y a la normalidad, Manuel le ofreció la
posibilidad de incorporarse al trabajo bajo sus órdenes.
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