En los años previos a 1992, con motivo de la Exposición
Universal, en Sevilla; para celebrar el quinto centenario del descubrimiento de
América y la celebración de juegos olímpicos en Barcelona. España se vio en la
necesidad de acondicionar y crear las infraestructuras necesarias para albergar
dichos acontecimientos, así como la creación de carreteras y autovías que
facilitasen el desplazamiento por todo el territorio español. Se vieron
afectadas, con mayor o menor medida, casi la totalidad de la red de carreteras
y transportes de la Península. Por aquellos años, la demanda de mano de obra
fue tal que fueron muchos los que abandonaron sus puestos de trabajo, de toda
la vida, para aprovechar, entre otras cosas, las mejoras salariales.
Manuel Hinojal
Sánchez, fue uno de los que se desplazó hasta Sevilla junto a un par de
cuadrillas de encofradores de Plasencia, allá por el mes de febrero de 1988.
Algunos de los obreros desplazados solían regresar a sus domicilios cada quince
días: para reunirse con la familia y para entregarles buena parte de aquellos
descomunales sueldos que lograban gracias a los destajos o al exceso de horas
extras.
Con el tiempo y
tras demostrar su capacidad de organización y profesionalidad, Manuel fue
nombrado jefe de equipo y se encargaba de coordinar junto a otros que estaban
por encima de él a un total de cinco cuadrillas.
El tiempo siguió
cursando como siempre, sin prisa pero sin pausa, sin necesidad de detenerse por
nada ni por nadie.
Audiencia
Provincial de Cáceres: «El Ministerio Fiscal comunica y da por válidas las
pruebas realizadas en el lugar de los hechos y sobre el propio fallecido D.
Leonardo González Marin, alias el Tuerto. Según consta en el informe facilitado
por D. Alejandro Gutiérrez Clemente,
Médico Forense que ejerce en la ciudad de Plasencia, la causa de la muerte no
resultó como consecuencia de los golpes propinados por el inculpado D. Antonio Hinojal Sánchez, sino por el hecho
de que la víctima se había golpeado, sobre la sien derecha, contra uno de los tornillos
de la rueda de un Renault 12 GTL que se hallaba abandonado en las inmediaciones
del Club de alterne Las Palmeras, sito este entre las poblaciones de Torremenga y Jaraíz de la Vera. Y es por ese
motivo que: el Ministerio Fiscal estima que el delito de homicidio así como la
pena solicitada en un principio por el mismo Ministerio se verán reducidos a un
delito de lesiones con resultado de homicidio involuntario, y ateniéndonos a lo estipulado en el Código
Penal, cabe imputar al detenido a una pena de dos años de prisión por lesiones
y, así mismo, expone: que, al estar cumpliendo condena desde el día de autos,
le corresponde por ley salir en libertad condicional hasta alcanzar la
totalidad de la pena impuesta» —dictaminaba la sentencia, y once meses después
de haber sido ingresado en prisión, Antonio salió en libertad.
Durante diez
insufribles e interminables días permaneció en casa sin salir a la calle,
soportando en sus propias carnes el mayor de los tormentos y dolores a los que
este se había sometido en toda su vida, entre arritmias, vómitos, diarreas,
espasmos musculares, escalofríos… Durante el día, Teresa y José estaban
pendientes de él; por las noches ella acudía a trabajar y era José el que le
hacía compañía, Azucena se había independizado y compartía un piso alquilado
con una compañera de trabajo.
—Mi, niña, ¿qué te
parece si nos vamos a pasá lo que queda del verano al río?
—¿Y eso por qué,
cariño?
—Creo que me
ayudaría bastante, ya sabes… no me voy a está el resto de mi vida aquí metío
entres estas cuatro paredes. Necesito salí y respirá mi libertad.
—Me parece bien,
cariño. Le diré a Paco si tiene algún inconveniente en ir a buscarme allí.
Tres días después,
Manuel les ayudó a trasladar los enseres hasta el islote. Al llegar allí
descubrieron que había instalado un chiringuito junto a la Playina de los
Ángeles. Lo regentaba una familia conocida del barrio de Los Mártires. En el
islote estaban acampadas varias personas de La Data. Todosle conocían desde la
infancia y eran conscientes de que si aquel lugar existía era gracias a él:
motivo por el cual no vieron ningún inconveniente en que los recién llegados
instalasen allí mismo su tienda de campaña.
Teresa se instaló
en el lugar como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su
orden, hasta que quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo está al
alcance de la mano.
Enseguida fueron
tomando confianza con Maruja, la dueña del chiringuito y, al final, estos
pasaban allí más tiempo que en la tienda. Allí comían, bebían y pasaban las
horas hasta que Paco, el camarero del club, se pasaba a recogerla, a eso de las
siete. En Plasencia, por aquella época era habitual que en verano las familias
se desplazasen hasta las zonas de baño y, como consecuencia de ello, a lo largo
del río se instalaban varios chiringuitos. Estos eran recorridos en las mañanas
de los fines de semana por los varones adultos, principalmente, con el fin de
tomarse unos vinos y degustar los exquisitos peces fritos y escabechados que se
ofrecían de manera gratuita a modo de tapa o aperitivo. También era frecuente
que las familias hiciesen uso de los chiringuitos y, para ello, el único
requisito exigido era que las bebidas tenían que ser compradas allí. Antonio y
Teresa, habían acordado con la dueña del kiosco que él surtiría de pescado
todas las semanas al merendero y que, a cambio, Maruja se comprometía a cocinar
para la pareja, siempre que ellos le facilitasen los ingredientes.
Por las tardes,
entre diario, después de salir de trabajar, se acercaban hasta el chiringuito,
además de Moreno, algún que otro conocido del barrio. Moreno solía sentarse y
compartir con Antonio un par de litronas y de paso hacerle compañía, ya que
este sabía que su amigo no disponía de dinero alguno debido al problema que
venía arrastrando desde que este había ingresado en prisión.
El verano iba
transcurriendo como siempre... Mediaba el mes de agosto. Antonio llevaba bastante bien el estar
apartado de la ciudad, aunque cada vez se le hacía más sufrido y tedioso el
estar apartado tantas horas de Teresa.
Un viernes,
habiéndose excedido con las cervezas y algún, que otro porro…, ante la tardanza
de su amada, comenzó a deambular por los alrededores y el camino que cursaba en
paralelo al cauce del río, dejándose llevar por las dudas que tanto le
atormentaban «¿Dónde estará?, ¿con quién estará?, ¿qué estará haciendo?,
¡déjala que venga!…, se va enterar esta hija de p…» —se decía así mismo una y
otra vez, al tiempo que lanzaba patadas al aire y gesticulaba exageradamente
con las manos. El sol comenzaba a ser visible cuando, al percibir el sonido de
un motor que se aproximaba, se apartó del camino y, ocultó detrás de unas
zarzas. Al observar que Teresa se estaba despidiendo con un par de besos de su
acompañante, y que el vehículo que la había acercado hasta allí le era
totalmente desconocido. Fue suficiente para que se encaminase hacia ella y, sin
previo aviso, la emprendiese a puñetazos...
En ese instante,
como cada mañana, Emilio abandonaba la zona de acampada para dirigirse al
desguace donde trabajaba:
—¡Para, para!
—gritó angustiada Teresa—: Por lo que más quieras, ¡para por favor!
Emilio detuvo el
rojo SEAT 1430 junto a ellos, a la par que abrió la puerta del copiloto. Teresa
se introdujo de un salto y, en un par de segundos, el coche se perdió por el
camino, entre una estela de polvareda.
—No sé cómo le
aguantas —refirió Emilio.
—¡Por favor! ¿Me
puedes acercar hasta una parada de taxis?
—Sí, claro. Me coge
de paso la del ambulatorio, ¿te viene bien, esa?
—Sí, está bien.
Quince minutos
después, Teresa, se introdujo en el taxi de un conocido de Pepe.
—Hola, buenos días
Susana. ¿Dónde te llevo?
—A Salamanca… ¿mm?
—Miguel, me llamo
Miguel.
Al entender que a
esta no le apetecía conversar, permaneció en silencio y condujo poniendo rumbo
al destino.
Media hora después,
al comenzar la subida del antiguo Puerto de Béjar.
—¿Podría parar un
momento junto a la fuente?... Necesito un poco de agua —sugirió Teresa.
—Sí, claro.
Cualquier cosa que necesites…
—Es para beber un
poco y refrescarme la cara.
Un par de minutos
después prosiguieron con la marcha.
—Perdona mi
atrevimiento, Susana. ¿Qué te ha pasado?
—¿Qué me ha pasado,
de qué?
—Bueno…, tu ojo
evidencia que…
—Sí, sí. Ya me
imagino que mi ojo indique algo más que el dolor que me produce…
—Perdona Susana si
te he molestado… Solo pretendía…
—Comprendo su
intención. Digamos que he tenido un pequeño percance, eso es todo.
—La verdad es que
no entiendo a este tipo de personas —manifestó con desagrado el taxista—. Ni
tampoco entiendo qué haces junto a él.
—Si, a veces…,
también, me pregunto eso mismo.
—¡Coño! Tienen que
entender que si se trabaja en un club y se gana dinero tienen que ocurrir
ciertas cosas. Les guste o no, son cosas que se tienen que asumir desde el
principio. No creo que a nadie le sobre el dinero cómo para ir regalándolo por
esos sitios. Perdóname por ser tan claro y sincero, pero: tú, te mereces otra vida.
Teresa se mantuvo
en silencio el resto del viaje.
—Bueno…, estamos
llegando a Salamanca, ¿tú me dirás a qué calle…?
—Déjeme en las
inmediaciones del puente romano…, me apetece pasear un poco.
Al llegar junto al
lugar indicado.
—Según el taxímetro son diecinueve mil
setecientas cincuenta y seis pesetas, pero te cobraré hasta las quinientas
—detalló, cómo aquel que la estaba regalando algo.
—Quédese con el
cambio —expresó sin más, al entregarle dos billetes de diez mil, al bajarse del
vehículo.
Durante unas horas
se limitó a deambular por el casco viejo hasta que a eso de las cuatro llegó al
domicilio materno y, tras pulsar el timbre un par de veces con suavidad:
—Ya voy… ¡Joder!
—voceó Luisa—. ¿Quién es?
—Soy yo, mamá
«¿Mi hija aquí? ¿A
estas horas? ¿Sin avisar?» —se preguntó así misma a la par que intentaba abrir
la puerta todo lo aprisa que le permitían los nervios y, tras observar el
lamentable aspecto que presentaba el ojo derecho, esta se abrazó y colmó de
besos a su hija.
—Ya te dije, hija
mía…, que ese no era hombre para ti.
—¡Por favor mamá!
Te ruego que dejes de darme el sermón. Necesito dormir…, ya hablaremos después.
Teresa se metió en
la cama y esperó a que su madre se fuese a trabajar para levantarse, necesitaba
estar sola y relajada, por momentos, le parecía que su cabeza estaba a punto de
estallar.
Al día siguiente,
durante la comida, le contó a su madre, sin entrar en detalles, que Antonio le
había propinado un par de puñetazos, sin más.
—Está bien, hija.
Entiendo que no me quieras dar explicaciones. Ya sabes que esta es tu casa, y
aquí serás recibida siempre con los brazos abiertos; pero, sí fueras inteligente…
—¡Por favor, mamá!
No insistas.
—Solo trato de
ayudarte, hija mía.
—Y yo, mamá, de que
entiendas que no tengo nada que contarte.
Con el paso de los
días, el ojo y el estado anímico fueron recobrando su naturalidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario