Concluido el protocolo de registro y admisión, Antonio, fue
conducido al módulo de preventivos. Una vez allí, fue introducido en una celda
donde permanecería por espacio de tres días, el tiempo justo y necesario para
pasar un reconocimiento médico, psicológico y al mismo tiempo para observar su
adaptabilidad al medio.
Antonio no paraba
de darle
vueltas a la cabeza tratando de entender por qué estaba allí, si al fin
y al cabo, lo único que había hecho era darle tres o cuatro puñetazos: por
defender a Teresa.
Superado el periodo
de adaptación, tras quitar el cerrojo y abrir la pesada puerta.
—Antonio, recoge
tus cosas y sígueme —ordenó con voz grave el funcionario—, la almohada y las
sábanas también ¡Joder! Que ya lo tenías que saber ¡Hostias!» —chilló de malas maneras el carcelero.
—Perdone. Es mi
primera vez…
—¡Termina de una p…
vez, hostias! No tengo toda la mañana para escucharte.
Después de
atravesar tres puertas y otros tantos controles de seguridad, el funcionario se
detuvo frente a la celda 42, la que por azar le había correspondido al reo.
—Venga deja tus
bártulos y acompáñame hasta el patio —apremió el funcionario—. ¿Tú eres así de
tonto o me estas vacilando?
—Perdone, pero no
sé qué me quiere decí…
—¡Qué cojas los
cubiertos, hostias! ¿O vas a comer con las manos?
Antonio se dio
media vuelta y recogió una bolsa pequeña que contenía una cuchara, un tenedor y
un cuchillo de plástico… y siguió tras los pasos del carcelero sin atreverse a
pronunciar ni una sola palabra.
«Chulo de mierda,
ya me gustaría ver si en la calle tiene tantos cojones este hijo de p…» —pensó, al sentir como la impotencia se
manifestaba a través de las lágrimas y a su libre albedrío sobre su consternado
rostro.
Durante un par de
horas, paseó por el patio en solitario y cabizbajo.
«Esto no puede sé
cierto ¡Jodé!..., seguro que al final s'han confundido y no s'ha muerto…, si
tampoco le pegué tan fuerte, ¿cómo va a sé posible matá a alguien con tres
puñetazos? —se repetía a sí mismo una y otra vez tratando de comprender aquella
situación tan injusta.
A las doce y media,
una sirena ululó por todo el recinto, Antonio siguió corriendo en la misma
dirección que lo hacían los demás, pero sin saber hacia dónde ni el porqué y,
un par de minutos después, se encontraba formando una fila donde los reclusos
permanecían en silencio y en posición de firmes.
—¿Qué pasa ahora?
—consultó con voz queda al que estaba junto a él.
—Nada, tranquilo
—susurró—, antes de comer nos hacen formar para el recuento.
—Gracias, muchas
gracias, amigo.
—Juan, me llamo
Juan.
—Yo, Antonio.
Efectuado el
recuento, fueron entrando por filas y en orden al comedor y de la misma manera
los internos iban ocupando los bancos que rodeaban aquellas interminables
mesas. Después de comer regresaron de nuevo al patio.
—¿No vas a tomar
café? —interrogó Juan.
—Pero ¿se puede
tomá café aquí?
—Sí, ahora abren el
economato y se puede comprar tabaco, refrescos, cuadernos, bolígrafos, sobres para
cartas…
—Ya, pero no tengo
dinero.
—¿No tienes nada en
peculio?
—¿Eso qué es?
—Si al llegar
trajiste dinero, tendrían que habértelo dicho.
—No, no me dijeron
na.
—Dígamos que es
como si fuera el banco del talego, solo que aquí el dinero real no existe... Te
dan unos cartones con diferentes valores que hacen las veces del dinero.
—¿Me puedes invitá
a un café? Te prometo que cuando pueda te lo devolveré.
—No te preocupes,
no es necesario que prometas nada por veinte pesetas que cuesta el aguachirle que nos dan aquí.
—Entonces, ¿cómo
puedo hacé pa cambiá el dinero por los cartones esos?
—Basta con que se
lo hagas saber de buenas maneras a cualquier funcionario; pero te recomiendo
que lo dejes para mañana, los que están hoy: son unos hijos de p… de cuidado.
—Sí, tienes razón,
de eso si m'he dáo cuenta.
—Ahora enseguida
sonará otra vez la sirena, pero no te asustes, es para hacernos regresar al
chabolo.
—¡¿Chabolo?!
—Sí, coño. La
celda.
—¡Ah!, veo que,
además de adaptarme al lugá, tendré que aprendé otro idioma.
—Es fácil, no te
preocupes. Además, según he oído por ahí, vienes para una larga temporada.
A las dos y media,
sonó durante diez segundos la estridente y desconcertante sirena. Los internos,
en silencio, comenzaron a desfilar por los amplios corredores de manera
apresurada pero sin llegar a correr: estaba prohibido corretear por los
pasillos que conducían a las galerías.
—¡No me lo puéo
creé! —gritó, el cabecilla de «los cinco mágnificos»—. ¿Qué haces tú por aquí,
Antonio?
—¡Hombre! Chuchi.
¡Qué alegría más grande!... ¡Cuánto tiempo sin veros por Plasencia!
—Sí no recuerdo
mal, unos tre saños más o menos.
—¡Joder, qué memoria
que tienes tío!
—No colega, no se
trata de memoria, sino más bien del tiempo que llevamos aquí endentro mi
hermano y yo.
—¿En qué chabolo
estás? —curioseó Chuchi.
—En la celda 42.
—¡No me joas, tío!
—¿Qué pasa, es
mala?
—Que va, que va. En
ese chabolo estamos yo, mi hermano y otro de Prasencia.
—¡Ah!, pos, que
bien entonces..., así no estaré solo.
—Me temo que no
colega. Nusotros solo aparecemos por allí pa la siesta, después de comé y, pa
dormí, después de la cena.
—¿Y no salís al
patio?
—Nusotros estamos
en los talleres trabajando y por cada día que pasa nos cuenta por dos…, y,
además de reducí condena…, nus dan cinco mil pejetas al mes…, bueno, mejó
dicho, cartones y con eso tenemos pa nuestros gastos.
Una vez en el
interior de las celdas, las puertas fueron cerradas una a una por los
funcionarios. Los tres amigos se pusieron a conversar animadamente, en voz baja
para no molestar a quienes intentaban dormir, ya que, según los propios
reclusos, era otra forma de reducir condena
El tiempo, siguió
cursando al ritmo de siempre; pero a pesar de que a Antonio le pareciese llevar
allí media vida, en realidad, tan solo había transcurrido un mes. Aquella
mañana, a diferencia del resto de los amaneceres, se levantó altivo: le habían
concedido un vis a vis con Teresa y se encontraba nervioso a la espera de que
su nombre fuese pronunciado por megafonía.
Al reencontrarse,
se fundieron en un abrazo y permanecieron en silencio durante cinco minutos.
Sus corazones latían desenfrenadamente al compás; sus mejillas se vieron
inundadas de repente y, tras un fuerte abrazo, se dejaron llevar por el deseo,
apenas sin hablar, entre jadeos, arrumacos y suspiros transcurrieron aquellas
dos horas llenas de amor, ternura y placer sexual.
—Vamos, ir acabando
que el tiempo se agota —vociferó desde el otro lado de la puerta, con voz
ronca, el funcionario.
—¡Jodé! Lo rápido
que pasa en tiempo cuando se está bien —gruño Antonio.
—Cariño, no te
preocupes. Nos han informado que podemos venir
de visita todas las semanas.
—¿Has venio sola,
mi niña?
—No, cariño. Tú
padre se ha tenido que quedar fuera, ya que el vis a vis, lo solicitaste para
estar conmigo.
—¡Venga, hostias!
—apremió, el carcelero—. ¡Qué no tenemos todo el día!
Tras despedirse y
regresar al patio, Antonio se vino abajo sin poder evitar que el resto de
reclusos le viese caminar cabizbajo, llorando y maldiciendo en voz alta que
aquello no era justo, mientras miraba hacia el cielo con los brazos en alto.
Tres meses después,
el cielo amaneció de una tonalidad tan gris como el mismísimo plomo… Antonio
esperaba con ansiedad que su nombre resonase por toda la cárcel para acudir al
vis a vis.
—¿Qué te pasa, mi
niña?
—No lo sé, cariño.
Ha cambiado todo tanto…
—¿Qué?, ¿qué es lo
que ha cambiado, mi niña?
—Hoy, además de
cachearme de arriba abajo, me he tenido que desnudar para poder entrar aquí.
—¡Hijos de p…!
—gritó—. No tienen bastante con humillarme a mí estos cabrones que…
—¿Ha ocurrido algo
que yo no sepa, cariño?
—No, no, mi niña.
Estos bastardos solo quieren verte porque estás muy buena.
—¿Estás seguro,
cariño?
—¿Cuánto m'has
dejado en peculio?
—Quince mil.
—Eso es poco, mi
niña. Necesito más…
—No puedo hacerlo,
es el tope que tienen estipulado por mes.
—Pues, ingresa
veinte mil más a nombre del Chuchi y de su hermano: ya me lo darán ellos.
—Está bien, lo
haré... aunque a decir verdad, no sé para qué necesitas tanto dinero.
—Aquí, excepto la
cama y la comía, tó lo demás tiene un precio, así es que no quieras ir de lista
¿Vale?
—Está bien cariño,
haré lo que tú digas, pero te ruego que no te pongas asi: no he venido desde
Plasencia para discutir, sino para estar
y disfrutar de tu compañía —dijo y comenzó a besarle apasionadamente, él se tranquilizó y se fueron
entregando poco a poco e intentaron hacer el amor, pero al comprobar que
«Juanito» no estaba por la labor.
—¿Te ocurre algo,
cariño?
—¡Jodé! Ya te he
dicho que no…, hostias. Serán los nervios.
—Está bien, cariño.
No pasa nada, tranquilízate mi amor.
—¡Vamos! —apremió
el carcelero con desaire—. Daos prisa: que el tiempo se acaba.
Tras abandonar la
prisión se sintió decepcionada, pues ella, además de no considerarse tonta,
intuía que algo no iba bien... aunque prefirió guardar silencio: ya que,
después de todo, se sintió culpable por haberle ocultado que el Mercedes había
sido quemado por alguien, apenas 12 horas después de su ingreso en prisión.
Entre barrotes, las
noches se le hacían interminables, apenas conseguía dormir un par de horas,
motivo por el cual su estado anímico comenzó a declinar y dejándose llevar por
la melancolía que le producía el estar apartado de los suyos y observar «lo
feliz» que parecían sus «amigos» y compañeros de celda, comenzó sin saber cómo
ni porqué a fumar porros... Al principio, le vino muy bien, pues todo eran
risas y pasarlo bien; pero al poco tiempo, resultó ser peor en remedio que la
causa y comenzó a decaer de manera vertiginosa, fue entonces cuando a sus
queridísimos «amigos» no se les ocurrió otra cosa que ofrecerle probar heroína
fumada y, el muy estúpido, sin pensárselo, aceptó. Tres días le bastaron para
ser consciente de que el estado anímico podía más que la fuerza de voluntad y,
cuando quiso reaccionar, descubrió que: ya era demasiado tarde.
Ante la demanda de
dinero que este exigía cada vez que iba a visitarle, a Teresa no le quedó otro
remedio que irse a vivir a casa de José y ponerse a ejercer la prostitución.
Con el paso de los meses esta se vio obligada a contarle de dónde provenía el
dinero que servía para que pudiese llevar la vida que estaba llevando
últimamente, con el propósito de hacerle recapacitar, pero en vez de eso,
ocurrió precisamente lo contrario: el hecho de saberlo le produjo mayor
ansiedad e inestabilidad y fue aumentando el consumo. A partir de ese momento,
hasta la música, su único entretenimiento, comenzó a hacer mella en su estado
anímico, sus sentimientos se magnificaban con canciones como: Por mi culpa,
Ojos negros, Antes que tuya fue mía, No tengo madre, A veces quiero estar solo,
Mis hermanos o Amor de compra y venta, todas ellas interpretadas por los Chichos,
los temas de las canciones hacían surgir en Antonio una terrible desesperanza y
desasosiego al verse apartado de los suyos y era consciente de cómo esta iba en
aumento cada vez que era visitado por ellos, y su sentimiento de culpa le
incrementaba la necesidad de tener que consumir cada vez con mayor frecuencia.
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