Quince días después, tras haber celebrado en familia aquella
triste y desmotivada Navidad, Manuel, tragándose el orgullo, decidió darse una
vuelta hasta su antiguo centro de trabajo.
—¡Hombre! Manuel
—dijo sorprendido, Emiliano.
—Hola. ¿Está el
patrón?
—Sí, está en el
almacén hablando con Joaquín. No creo que tarde mucho en regresar, ¿querías
algo?
—Sí, hablá con él.
Diez minutos
después entraba por la puerta principal, Martínez.
—¡Hombre! Manuel,
¿qué te trae por aquí?
—Pos, ya, ves, aquí
estoy —respondió con tono suave—. El trabajo en Sevilla s'ha terminao y vengo a
vé si tienes argo pa mí.
—Bueno, ya sabes
que aquí siempre tenemos más o menos algunas cosillas que hacer, y siempre
viene bien contar con personas formales y conocedoras del oficio.
—¿Y?
—Sí. Tengo trabajo para ti, pero claro, será como
oficial, ya que desde que te fuiste Joaquín es el que está al frente como
encargado.
—Sí, sí. No te
precupes por eso. Lo entiendo. ¿Cuándo puedo empezá?
—¿Te parece bien el
lunes?
—Está bien. Hasta
la semana que viene, entonces.
—Adiós, adiós
—dijeron Martínez y Emiliano.
El comienzo de año
fue bastante distinto para Antonio, desde que regresaron de Sevilla, su estado
anímico se vio considerablemente afectado:
Teresa entró en el
dormitorio donde se hallaba tumbado sobre la cama, Antonio.
—Cariño, sería
mejor que acudieses al médico, no es normal que estés tan apático, ya ni
siquiera hablas conmigo…
Él asintió con
desgano.
—Tienes razón, pero
es que no m'apetece.
—Pues, por eso
mismo, mañana te acompañaré al ambulatorio.
Tras recibirle el
médico de cabecera y ver los síntomas que este presentaba.
—Antonio, considero
que, por tus antecedentes, será mejor concertar una cita con el psicólogo
—informó, al tiempo que rellenaba el volante de citación con carácter de
urgente.
—Muchas gracias,
doctor —dijo Teresa.
—Y, ¡arriba ese
ánimo campeón!, que tú puedes —animó el galeno.
Tras acudir a la
consulta de psicología, al comprobar el especialista que este requería de
medicación le reenvió al psiquiatra y, un par de meses después, con la llegada
de la primavera y la eficacia de la medicación, Antonio comenzó a sentirse
mejor y, a partir de entonces, adquirió la sana costumbre de salir a pasear,
todos los días, por la orilla del río hasta la altura del pantano, con el fin
de respirar aire puro y oxigenar de paso su cabeza. El encuentro con la
naturaleza le satisfacía por completo, caminaba erguido y con el pensamiento
puesto en su infancia, cada uno de aquellos rincones le hacía recordar aquellos
maravillosos años.
Con la llegada del
otoño, comenzó a frecuentar el bar de Ramón y poco a poco se fue habituando a
la ingesta de cerveza y, en invierno, según él, para combatir el frío, a
tomarse un par de copas o tres de coñac.
—Cariño, ¿no te
parece excesivo el alcohol que estás tomando últimamente?
—Tampoco es tanto
lo que bebo. Además, ya tengo edad pa sabé lo que me viene bien o mal, ¿no
crees?
—Cariño, no vamos a
discutir por eso, pero creo que deberías dejar por lo menos las copas.
—Es que, con el
frío cáce, no voy a pedí cerveza —dijo tratando de justificar su negligente
actitud.
—También puedes tomarte
un caldito, o un café —sugirió con tono afable.
Antonio le dedicó
una mirada apática.
—Bueno, bueno, no
me marees más.
Ante la falta de ingresos, viendo cómo pintaba el panorama
en casa, Teresa no tuvo reparo alguno en hacer una visita a Pepe:
—¡Hombre!, dichosos
los ojos que te ven —dijo este al verla entrar en el local.
Teresa tragó
saliva.
—El motivo de mi
visita de debe a que necesito ayuda, eso es todo.
Pepe sonrió
ampliamente y le miró a los ojos, con el corazón en un puño.
—Sí lo que
necesitas es dinero, puedo dejarte lo que precises: ya sabes que para mí el
dinero es algo que carece de valor y…
—No, Pepe.
Agradezco tu generosidad, pero prefiero trabajar: no por orgullo, sino por
dignidad.
El rostro de este
se quedó en principio contraido y su mente contrariada, depués, reaccionó
positivamente y esbozó una sonrisa.
—Bien, pues cuando
te apetezca, puedes comenzar.
—Esto, espero que
entiendas que en ningún caso estaré obligada a entrar al reservado, ¿verdad?
—Pero ¿cómo puedes
pensar eso de mí? —dijo con voz afligida—. Soy consciente de que tienes muchas
amistades y de que estos te respetaran y se conformaran con estar conversando
sin importarles invitarte a tomar las copas que gustes.
—Comenzaré a partir
de mañana —dijo mientras retornaba hasta la salida y, al apartar el pesado
cortinaje, se volvió—. Adiós, buenas noches y muchas gracias por todo, Pepe.
El tiempo, como siempre…, continuó como tenía previsto el
Destino.
Antonio, estuvo alternando estados depresivos, con pastillas
y alcohol por espacio de dos años, sin ser consciente del deterioro personal y
emotivo al que había llegado. Teresa, además de tener que lidiar y soportar los
entresijos que conlleva el trabajar en la noche, durante el día tenía que tolerar
la ausencia afectiva de su desmotivada pareja.
A primeros de marzo
de 1996, a mediodía, Teresa entró al dormitorio dónde aún permanecía acostado:
—Cariño, ¿te ocurre
algo? —consultó al tiempo que corría las cortinas
—Sí —respondió él,
secamente—. Me duele mucho la barriga, tengo ganas de gomitá y, tamién, me
cuesta mucho respirá.
—Cariño, será mejor
que te levantes y te dé un poco el aire. Te vendrá bien.
—No puedo. Me
fallan las fuerzas.
—Pero ¿qué es lo
que te ocurre?
—No sé, será
catarro.
—Pues no te he oído
toser ni una sola vez.
—No te precupes...,
que en dos o tres días, estaré como nuevo.
—Pero que cabezón
eres, cariño.
—Bien, déjame en
pá, que me quiero dormí un rato.
—Cariño, ¿Cuándo
vas a ir al médico? No ves que así no puedes seguir, con hoy son dos días que
apenas comes.
—¡Que no quiero ir
al médico hoctia!, déjame en pá, ¡jodé!,
si no es catarro, será la gripe y si no: pos, ya me se
pasará.
Antonio se levantó
y condujo sus pasos hasta cuarto de baño con intención de vaciar la vejiga.
—¡Jodé!, que
escuro sale y que mal guele —se dijo para sí mismo, al tiempo que regresaba al
dormitorio.
—Cariño, ¿te has
visto la cara que tienes?
—¿Qué dices?
—Que la tienes
amarilla y, los ojos también…, no creo que se trate de la gripe. Tenemos que ir
al médico —expuso, al tiempo que salió al rellano y pulsó reiteradas veces
sobre el rojo botón del timbre de la puerta de enfrente.
Antonio regresó al
baño con la intención de comprobar si su aspecto era tan lamentable como le
había informado.
—¡Jodé! ¿Y esto de
qué puede sé? —chilló sin ser conciente de que estaba hablando en alto,
mientras se dirigía al dormitorio y, una vez allí, comenzó a vestirse todo lo
rápido que sus mermadas fuerzas, nervios y preocupación le permitieron.
—Va..., va..., ya
voy —respondió una voz grave y altiva desde el otro lado de la puerta.
—Hola, buenos días,
señor Evaristo —saludó con voz trémula Teresa—. ¿Puedo hacer una llamada?
—Sí, claro ¡Cómo
no, por Dios!
—Voy a llamar un
taxi. Antonio no se encuentra bien y vamos a subir al hospital.
—¡Este joio
muchacho, no hay quien puéa con él! Mira que hace tiempo que le vengo diciendo
que eso no es manera de viví, pero él, ni puto caso…, ¿puede abajá solo, hija?
—Si usted nos echa
una mano creo que será mejor.
—Sí, hija.
¡Faltaría más! Espera un poquino…, que me pongo la visera y mos vamos p'allá.
Volvió la puerta
sin más y regresaron al dormitorio donde Antonio trataba de vestirse.
—¿Qué te pasa,
hijo?
—No lo sé. Solo sé
que estoy mu mal y que no puedo con mi alma —respondió con voz arrastrada.
Y, después de que
Teresa le ayudase a terminar de vestirse y adecentarle un poco el cabello,
comenzaron a bajar poco a poco las angostas escaleras.
—Asujetate a mi
espalda —indicó Evaristo, poniéndose delante— y tú, hija, agárrale por atrás.
Unos minutos
después, coincidieron al pisar el rellano del portal con la llegada del taxi y,
al ver las dificultades con las que Antonio caminaba se acercó hasta ellos.
—Tranquilo,
amigo... Que las prisas y los nervios lo único que hacen es generar angustia y
desaliento… Creo que será mejor que vayas recostado en el asiento de atrás
—dijo el taxista.
Al llegar al
servicio de urgencias, Teresa y Antonio se acercaron hasta la ventanilla de
admisión. Una vez indicados los síntomas y facilitada la documentación
requerida por la auxiliar administrativa, fue sentado y conducido en una silla
de ruedas directamente a una de las salas habilitadas para efectuar el primer
contacto con el equipo médico. Mientras tanto, Teresa salió de la sala hasta la
calle:
—Señor Evaristo,
¿dónde está el taxi?
—No te precupes
hija, que ya está pagao.
—Pero cómo…
—Déjalo, hija. Lo
que hace farta es que el Antonio se ponga güeno enseguía: que el dinero, al fin y
al cabo, no es tan importante.
Efectuado un
exhaustivo reconocimiento y administrado los primeros medicamentos.
—¿Algún familiar de
Antonio Hinojal Sánchez, presente en la sala? —preguntó con tono altivo un
celador.
Teresa se puso en
pié al tiempo que alzaba su dedo índice.
—Por favor, sígame
usted.
Al final del
corredor les estaba esperando el Dr. Aguado.
—Teresa me dijo
usted, ¿verdad?
—Sí así es, doctor.
¿Cómo está Antonio? ¿Qué es lo que tiene?...
—De ello quería
hablarle.
—Discúlpeme usted,
doctor, son los nervios.
—Según las pruebas
que le hemos realizado, todo indica que se trata de una HVC, quiero decir, de
una hepatitis vírica y aguda del tipo C y…
—¿Y eso es grave
doctor?
—¿Usted y el
paciente son…?
—¿Eso qué tiene que
ver, doctor?
—Tiene que ver con
que es algo que se puede contagiar y…
—Vivimos en pareja.
—Siendo así. Le
aconsejo acuda usted a su médico de cabecera y que este solicite una analítica
con el fin confirmar o desmentir si está usted infectada o no. Tenga usted esta
hoja, aquí dice las medidas preventivas que hay que tomar de aquí en adelante
para evitar el contagio.
—¿Pero es grave esa
enfermedad, doctor? —insistió Teresa.
—Bueno, depende.
Hay veces que esta cursa sin dar síntomas e incluso se puede llegar a curar por
sí sola sin dejar secuelas. Lo importante es que él está hospitalizado y
sabemos los pasos a seguir y…
—¿Eso quiere decir
que está fuera de peligro?
—...en principio,
si no se complica la situación, es muy elevado el número de personas que tras
estar unos días ingresados lo superan sin más… pero entienda que no puedo
garantizarle nada.
—Gracias doctor,
sus palabras parecen convincentes.
—Tranquilícese, que
si todo evoluciona según lo previsto, Antonio podría ser trasladado a planta
incluso hoy mismo.
—¿Es necesario que
me haga el análisis urgentemente, doctor?
—Eso es algo que
depende de usted, pero le aconsejo que no se demore: porque de dar positivo,
cuanto antes se atajen las enfermedades más elevadas son las posibilidades de
superarlas.
—¿Hay Alguna cosa
más que debería saber, doctor?
—No, de momento es
todo. No obstante, en cualquier momento podrá ponerse usted en contacto conmigo
a través de cualquier enfermera o celador.
Unas horas después,
el paciente, fue trasladado a la quinta planta, en la sección de medicina
interna.
Al día siguiente,
sin respetar el horario de visitas, de tres a cinco, los familiares de Antonio
comenzaron a visitarle desde primeras horas de la mañana y en una de las
visitas que le hizo el internista, al comprobar que en la habitación se
encontraban cinco personas:
—Buenos días. Por
favor, si son tan amables se salgan al pasillo.
—¿Yo también?
—consultó Teresa.
—No, usted no hace
falta, tiene el pase de permanencia, ¿verdad?
—Sí —dijo al tiempo
que le mostraba la cartulina naranja.
—Entiendo que
ustedes son familiares y que puedan estar interesados por la salud del
paciente. Pero es mi deber informarles de que lo único que están haciendo es molestarle,
pues él necesita estar tranquilo y relajado, tanto como la medicación. Así es
que, por favor, les ruego abandonen la habitación y si de verdad están
interesados en su restablecimiento, sería conveniente que se abstenga de
visitarle al menos durante una semana.
—No se preocupe
usted por eso, doctor…, se lo comunicaré al resto de la familia —respondió
Azucena.
Unos días después,
con el comienzo de semana, la medicación causó el efecto deseado y la mejoría
de Antonio comenzó a dar signos de evidencia, a pesar de que el tono de la piel
y el blanco de los ojos aún era visible el color amarillento:
—Cariño, tienes que
hacer por levantarte, fue lo que indicó ayer el doctor.
—Sí, lo recuerdo…,
pero es que no tengo fuerzas.
—¿Has visto qué día
tan bueno ha salido hoy? —dijo al abrir
la ventana—. No te puedes quejar, cariño…
—¿De qué no me
puedo quejá?
—Pues del día tan
maravilloso que está, de las vistas inmejorables que tienes desde aquí, de que
tu enfermedad va remitiendo, de que estoy aquí para ayudarte a lo que
necesites... ¿Te parecen pocas cosas, cariño?... Además, te conviene respirar
aire fresco, ¿o es que te quieres quedar a vivir aquí?
—Está bien, ayúdame
a levantarme… pero solo estaré en pie un momento, que tengo miedo de caerme.
—Venga, ¡arriba
campeón!, que tú puedes —alentó, al tiempo que tiraba de él.
Ambos caminaban con
lentitud, Antonio encorvado y titubeante y, a pesar de que apenas distaban dos
metros desde la cama hasta la ventana, tardaron tres minutos en recorrer la
exigua distancia.
—Mira, cariño, que
vistas tan maravillosas. Desde aquí se puede ver el santuario de la Virgen del
Puerto y, si miras hacía el Valle, el pantano.
Antonio llegó exhausto, sin aliento y, agarrado a la
contraventana con una mano y con la otra apoyada sobre el radiador, sin llegar
a erguirse, levantó la mirada.
—Agárrame, agárrame
que me caigo —dijo con voz trémula.
—No te preocupes,
cariño: que estoy detrás de ti.
—¡Llévame al
sillón!—gritó apenas sin fuelle.
—¡Hombre! Pero si
se ha levantado —exclamó el doctor que en ese instante se adentraba en la
habitación—. ¿Qué tal se encuentra, Antonio?
Sin levantar la
mirada hizo un gesto con la mano derecha.
—¿Solo regulin,
regulan?
—Hemos ido hasta la
ventana, se ha fatigado mucho y casi se cae…
—Bueno, pero eso es
normal, está muy débil y después de una semana en la cama es normal que se
encuentre mareado. No obstante, hay que intentar que vaya caminado poco a poco
y que salga de la habitación, el cambio de aire es muy beneficioso, la cabeza
se despeja y los pulmones hacen que la sangre se renueve y oxigene.
—¿Está mejor, verdad?
—consultó con voz queda, Teresa.
—Efectivamente, hay
claras evidencias de que su organismo está colaborando con los fármacos.
—Gracias por todo,
doctor —susurró sin poder evitar que sus lágrimas se hiciesen presentes.
Un par de semanas
después, durante la visita matutina:
—Hola, buenos días,
pareja —saludó el galeno—. No, no, tranquila. No hace falta que salga Teresa,
hoy, además de que traigo buenas noticias, tengo que comentarles algunas cosas
sobre la enfermedad que padece el aquí presente —dijo señalando a Antonio.
—Bien, pues
adelante, cuente, cuente usted, doctor. —animó Teresa.
—Consideramos que
la mejoría observada en el paciente, aunque sin estar curado del todo, hemos
decidido darle el alta hospitalaria. No obstante, tendrá que seguir un
tratamiento a nivel ambulatorio y seguir las pautas e instrucciones con
rigurosidad, ya que de ello dependerá la sanación total.
—Sí, sí, no se
preocupe: se hará todo cuanto ustedes indiquen.
—¿No dices nada,
Antonio? —inquirió el doctor.
—Que quiere que le diga…, yo me sigo cansado
y sin fuerzas: no sé yo si…
—No tienes por qué
preocuparte, esta enfermedad cursa así y el cansancio, la fatiga es algo que
permanece prácticamente hasta que esta desaparece. Y, aprovechando que has
manifestado como te encuentras, he de haceros saber que el tratamiento al que
va a ser sometido puede conllevar: perdida de peso, inapetencia, mareos,
nauseas, vómitos, cambios de humor… Y, también, que hay que ser muy estrictos
con la alimentación. Evitar las grasas, las comidas copiosas, es preferible
comer menos cantidad y aumentar el número de tomas. Hay tomar líquidos como el
agua, zumos naturales… Quedando totalmente restringidos el alcohol, el café y
cualquier otra bebida excitante. Vamos, en una palabra, que tiene que cambiar
todos sus hábitos. Tiene que intentar hacer algún deporte, pero sin excederse y
comenzar con cortos paseos y descansando tantas veces como sea necesario.
—¿En qué consistirá
el tratamiento, doctor? —consultó Teresa.
—Tendrá que acudir
al centro ambulatorio para que le inyecten una dosis semanal de Pegiferteron
alfa-2a, a ser posible siempre a la misma hora, todos los lunes —recalcó—. Así
mismo, deberá tomar todos los días un complemento vitamínico y, su médico de
cabecera, a través de analíticas periódicas hacer constar el seguimiento
evolutivo de la enfermedad. ¡Ah, por cierto! ¿Se hizo usted la analítica,
Teresa?
—No, aún no. Pero,
sí nos vamos de alta, hoy, le prometo que acudiré mañana mismo.
—Bueno, pues por mi
parte, no tengo nada más que comentar —dijo el doctor. A modo de despedida.
—Adiós y gracias
por todo —expresó Teresa.
—Lo mismo le digo
—articuló, sin estar conforme con ser enviado a casa.
Unas horas después,
a mediodía, tras ser dado de alta y, de que, desde cafetería, Teresa solicitase
vía telefónica el servicio de un taxi, regresaron al anhelado y dulce hogar y,
por la tarde, a eso de las cinco, acudieron a visitarle sus cuñadas y, un par
de horas después, al salir del trabajo, sus hermanos.
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