Sevilla, Isla de la Cartuja, mayo de 1990, después de
someterse a un reconocimiento exhaustivo, requisito imprescindible para
incorporarse al puesto de OF 1ª de encofrador en dicha empresa, ser evaluado y
considerado apto para el trabajo por el equipo médico, Antonio se incorporó a
uno de los grupos que supervisaba Manuel. El recibimiento por parte de los
operarios fue efusivo, ya que la mayoría de ellos eran de Plasencia y le
conocían desde hacía varios años.
El principio fue
muy duro para él, la falta de costumbre le pasó factura durante los primeros
quince días, las agujetas y el cansancio se convirtieron en un suplicio,
excepto por la ausencia de vómitos y diarreas, todo le hacía pensar en la
similitud de su estado actual con los momentos que pasó hasta superar el
síndrome de abstinencia. Poco a poco, cuerpo y mente se fueron adaptando a los
rigores del calor; el esfuerzo físico que requerían las tareas asignadas, así
como la presión ejercida por los superiores para que todo aquello pudiese
inaugurarse según la fecha prevista.
Tres meses después
de agregarse al grupo, no solo consiguió ponerse al orden del día, sino que
aventajó a la mayoría de los operarios y esto no pasó inadvertido a los ojos de
las diferentes jerarquías en la empresa.
Mediaba el mes de
septiembre cuando, a eso de las nueve de la mañana:
—Manuel, ¿me
escuchas? ¿Estás ahí?, corto y cambio —requirió el jefe de personal a través de
la emisora CB 27 MHz que descansaba sobre el escritorio.
«¡¿Qué hoctia
querrá este gelipollas ahora?!» —pensó, al recibir el mensaje en el walky-talky
que la empresa le había asignado—: Sí, aquí estoy, corto y... —dijo, sin más.
—¿Está tu hermano
contigo?, corto...
—No, él está en la
estructura cuatro. Yo estoy en la dos,
c...
—Pásate por allí
ahora mismo y le recoges. Ha llamado tu
mujer y os tenéis que ir para Plasencia lo antes posible...
—¡¿Pero cá
pasao?!... —gritó desconcertado.
—Según me ha dicho
ella: «un coche ha atropellado a vuestro padre y está bastante grave»...
La conversación
cesó de repente, Manuel condujo todo lo rápido que las obras le permitieron
hasta llegar junto a la estructura cuatro.
—¡Antonio! —gritó,
sin bajarse del vehículo—: ¡Vamos!, deja to lo que estés haciendo, que nos
vamos pa Plasencia.
—Pero ¿qué pasa,
hermano?
—¡Qué te montes en
el coche de una p… vé, hoctía!
Sin más dilación se
pusieron rumbo a Plasencia sin detenerse siquiera para quitarse la ropa de
faena. Durante el camino, la preocupación y la desesperanza por llegar medió
entre ellos con el fin de que estos no tuviesen necesidad de intercambiar ni
una sola palabra.
Cuatro horas
después, tras dejar el vehículo estacionado, se encaminaron directamente a la
sala de espera del hospital. Ambos se llevaron las manos a la cabeza al contemplar
la cantidad y el semblante de los familiares que hasta allí se habían
desplazado, enseguida comprendieron que que sus temores se habían cumplido,
José había fallecido:
—Según mos han
dicho los méicos, ha muerto en el acto…, por lo menos no ha sufrío, hijo
—susurró Doroteo, hermano del difunto, tratando de consolarles. «Cómo si el
contenido de aquellas palabras pudiesen mitigar el dolor que el inesperado y
calamitoso infortunio había generado en los recién llegados».
Tras el sepelio, un par de días después, regresaron a
Sevilla.
Desde el fatídico día, el carácter de Antonio se fue
agriando. Las conversaciones con los compañeros de trabajo se atenían
estrictamente a temas laborales y poco a poco se fue apartando de ellos. Por
las noches, antes de echarse a dormir, solía caminar en solitario por las
inmediaciones del piso que tenían alquilado en Dos Hermanas con el propósito de
vencer el insomnio que se había apoderado de él. Su injustificable
comportamiento no pasaba inadvertido para el resto de compañeros, entre estos
era habitual hacer conjeturas sobre las posibles causas. Mientras tanto,
Antonio, ajeno a la realidad trataba de seguir ahogando sus penas en su
interior al tiempo que intentaba distraer sus pensamientos apoyándose en las
tareas encomendadas.
Noviembre de 1991,
Isla de la Cartuja. El día amaneció triste, gélido y gris como cualquier otro
día en esa estación. Los operarios, por el contrario, estaban pletóricos. Era
martes día cinco y, como cada mes: día de cobro.
Durante la mañana fueron
pasando por las correspondientes oficinas las cuadrillas y, posteriormente, se
fueron reincorporando a sus quehaceres.
A media tarde,
Antonio se encontró indispuesto y, tras comunicárselo a Manuel, este se prestó
a llevarle hasta la vivienda que ambos compartían.
Al salir de
trabajar, casi anochecido, se armó un gran revuelo en la caseta donde se
cambiaban algunos de los operarios.
Al día siguiente,
al levantarse, se percató de que Antonio no estaba en la casa y, sin tener la
menor idea de dónde podría estar, se dirigió a la obra, y una vez allí, le
extrañó que los de su grupo estuviesen fuera de la caseta, sin cambiarse de
ropa.
—¡Oye, Manué!
—gritó a modo de saludo uno de los oficiales—, esto no pué seguil asina.
—Buenos días. ¡¿Lo
cuál?!
—¡No t'hagas el
tonto! ¿No t'has enterao?
Manuel negó de
manera mecánica.
—¡¿De qué?!
—Pos, de que al
Juan, al Julio y al Loren l'han robáo el sobre con la paga.
—¿Y qué tengo yo
que vé con eso?
—Tú, na, pero ellos
—dijo señalando a los demás operarios— piensan cá sío tu herrmano.
—¡Asín, sin más!
—gritó—. ¿Y qué les hace pensá cá sío él?
—No, na. Solo que,
como tos saben qu'él antes de vení aquí…
—¡Ya está!... Y
solo por eso tiene cabé sío él, ¿verdá? ¿Y no puede sé que alguien al sabé de
su pasao s'haiga aprovechao d'ello—manifestó malhumorado.
En aquellos
instantes se detuvo frente a la caseta un taxí, un par de minutos después, tras
abonar el servicio:
—Buenos días
—saludó Antonio—. ¿Qué pasa aquí, con tanto revuelo?
Manuel le miró con
los ojos inyectados en sangre.
—¡Tengo que hablá
contigo! —bramó señalando reiteradamente con el dedo índice al recién llegado.
—¡¿Qué te pasa, a
ti ahora?! —exclamó, sin salir de su asombro, Antonio—. No me dirás que to esto
es por habé llegao quince minutos tarde, ¿verdá?
—¡Entra en la
caseta y déjate de hoctias!
—Bueno, bueno.
Tranquilo, que ya voy.
—¿Qué pasa contigo?
—reclamó—. ¿De qué vas?..., ¿asín es cómo me lo pagas?
—¿No sé a qué viene
eso ahora?
—Pos, viene a razón
de que según algunos hay un ladrón entre nosotros.
—¡¿Y eso qué tiene
que vé cormigo?!
—Pos, mu sencillo:
piensan cás sío tú.
—Te lo juro por
mama que yo no tengo na que vé con eso —exclamó, visiblemente consternado—. ¿No
creerás que...?
—¡Mírame a la cara
y repítemelo!
—Ya te lo dicho,
¡jodé!, yo no he sío. Te lo juráo por mama, ¿qué más quieres cága?
—¡Qué me digas la
verdá, hoctia! ¡Eso es lo que quiero!
—Ya lo estoy
haciendo, ¿O es que tamién es culpa mía que no me creas?
Una voz metálica
interrumpió la conversación.
—Manuel, ¿dónde
estás? Corto y cambio —consultó Gutiérrez, el jefe de personal.
—Hola, buenos días…
Estoy aquí en la obra, ¿quería usté algo? Corto y...
—Sí, así es. Pásate
inmediatamente por la oficina. Corto...
—Está bien. Me
pongo en camino ahora mismo...
Media hora después,
aparcó junto a las oficinas y se adentró en el edificio.
—Hola buenos días
—saludó a la recepcionista— ¿sabe si está el Jefe de Obra por aquí?
—¿Por cuál de ellos
pregunta usted?
—Gutiérrez, José
Luis Gutiérrez, er de estructuras.
—¿Quería usted…?
—Él, m'ha dicho que
me presente aquí. Dígale que ha llegáo er Manué.
—Está bien, siendo
así, suba usted a la segunda planta, su despacho está al fondo del pasillo, a
la derecha.
Al llegar junto a
la puerta, golpeó un par de veces con los nudillos al tiempo que entreabría la
puerta.
—¿Da usté su permiso?
—¡Adelante!
¡Adelante Manuel! —indicó con voz grave y clara.
—Hola, buenos días.
—Siéntate, por
favor. Tenemos que hablar de algo muy serio… ¿Qué ha ocurrido en los
vestuarios?
—Parece sé cán
desaparecío los sobres con la paga de tres obreros.
—Sí, sí. Eso ya lo
sé. Y, también, que todas las sospechas recaen sobre tu hermano, ¿no es así?
—Sí, asín es. Pero
he de decirle que, m'ha jurao por nuestra madre que él no ha sío.
—De veras, créeme
que lo siento, pero no podemos permitir que ocurran estas cosas...
—Perdone usté mi
insistencia, pero no creo que haiga sío él... úrtimamente está mu tranquilo... y,
como trabajadó, usté mismo m'ha felicitáo por haberle traío.
—¡Cierto es,
Manuel! Y, por eso mismo, me duele tener que ejecutar el castigo; pero son
órdenes de arriba y las tengo que cumplir... He intentado por todos los medios
y han sido tajantes: «Despido disciplinario, sin derecho a indemnización ni a
los papeles para solicitar el subsidio de desempleo».
Manuel pegó un
puñetazo sobre el escritorio, al tiempo que se ponía en pie.
—¡¿Y eso por qué?!
—gritó.
Gutiérrez hizo el
ademán de tranquilidad con ambas manos.
—Porque así está legislado y contemplado en los Estatutos de
los Trabajadores y contra esta medida no cabe recurso de apelación.
—Pos, si asín son
las leyes —añadió, alzando la voz un tono—. ¡Que me preparen la cuenta a mí
tamién!
—Pero, tú no puedes
irte así, sin más.
Manuel apoyó los
puños sobre la mesa y miró fijamente a su interlocutor.
—¿Y eso quién lo
dice?
—Por ley estás
obligado a comunicarlo al menos con quince días de antelación y…
—Sí mi hermano se
tiene que marchá sin derechos, yo tamién lo puedo hacé sin cumplí con mis
obligaciones.
Gutiérrez le invitó
a sentarse de nuevo con un gesto.
—Pero no te puedes
saltar las leyes a la torera, si lo haces, perderás tus derechos... Te ruego
que te tranquilices y entres en razones o, por el contrario, correrás riesgos
innecesarios.
—Por cima de
cualquié ley está la honradé de mi familia y, si mi hermano la jurao por
nuestra madre, es por eso que creo firmemente en su palabra, por mi parte, no
hay na más que hablá. Adiós.
El jefe de obra se
quedó perplejo y sin palabras por la inusual e inesperada actitud.
Manuel regresó a la
obra y, con paso firme, se acercó hasta una de las cuadrillas.
—Recoge toas tus
cosas, que nos vamos pa Plasencia —bramó al tiempo que dirigió una mirada
intimidatoria hacia los demás operarios. El resto del grupo permaneció en
silencio: el semblante de Manuel indicaba que eso sería lo mejor para todos.
—Pero, ¿Cá pasao,
hermano?
—¡Qué se metan la
obra por culo! Y el hijo de p… que haiga robao er dinero… ¡Ojalá que se lo
tenga que gastá en botica!
Antes de regresar a
Plasencia, se pasaron por la vivienda alquilada con el fin de recoger sus
enseres y entregar las llaves al propietario. No hubo que saldar cuentas, ya
que la fianza había sido de un mes por adelantado.
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