El lunes amaneció
esplendoroso, el sol lucía radiante desde primeras horas, el cielo sin nubes y
el viento brillaba por su ausencia. Antonio esperaba junto a la puerta del
almacén con los nervios a flor de piel y, mientras tanto, desde la Plaza Mayor
llegaba el profundo y sonoro toque de campana que, tras ser golpeada por el
Abuelo Mayorga, uno tras otro retumbaban por toda la calle del Sol. Antonio se
entretuvo contándolos para sí mismo hasta llegar a nueve:
—Bueno, aún falta
media hora pa empezá a trabajá —se dijo para sí mismo, se frotó las manos y
notó cómo un escalofrío le recorría de arriba abajo la espalda.
—Hola buenos días,
¿esperas a alguien? —dijo un enjuto y encanecido sexagenario, al llegar junto
al desconocido joven.
Antonio sonrió
tímidamente.
—Sí, señó. Estoy
esperando a que llegue don Julián y m'abra la puerta.
El recién llegado
enarcó una de sus pobladas cejas.
—Pues, me temo que
eso no va a ser así.
—¡Ah!, ¿no? ¿Y eso
quién lo dice?
—Te lo dice
Jacinto Hernández Solís, el mismo que viste y calza, el mismo que lleva
abriendo estas puertas nada más y nada menos que 48 años, ¿te lo crees ahora?
Antonio asintió un
par de veces con la cabeza.
—¡Sí, claro!... Sí
usté lo dice, asin será…Yo me llamo Antonio Hinojal Sánchez… y hoy empiezo a
trabajá aquí.
—¡Ah!, pues nadie
me ha dicho nada al respecto, pero siendo así, ¡acompáñame! —indicó el veterano
mozo mientras caminaba sin preocupación alguna entre las arqueadas estanterías,
las mismas que, por su deteriorado aspecto, amenazaban con caerse en cualquier
momento.
Antonio siguió
tras los pasos de aquel diminuto y escurridizo ser que entre ellas se movía con
tanta rapidez como el ratón que huye de un gato.
Jacinto se volvió
hacia Antonio y le hizo un gesto con la mano hacia sí mismo.
—Vamos muchacho,
no tengas miedo, que asín están desde el día en que llegué y aún está por caer
la primera.
—No se precupe
señó Jacinto, que no es miedo, que es precaución.
—Perdona hijo,
pero por la cara que has puesto desde que entramos en el almacén, así me lo has
hecho creer.
El colonial se encontraba en una de las principales
arterias de la ciudad, a escasos metros de la Plaza Mayor. Esta, desde tiempos
inmemoriales, se había convertido en el centro neurálgico del municipio, dónde,
los días de mercado, bajo los soportales se daban toda clase de intercambios y
transacciones. Allí se daban cita tanto los de alta alcurnia como los menos
pudientes, unos para conversar y los otros para hacer tratos, sobre todo, los
martes. Ese era el día que aprovechaban los lugareños para acudir desde
diversos pueblos de la comarca y poder ofrecer sus productos a todo aquel que
acudiese hasta la céntrica plaza. La oferta era muy variada y allí se podía
mercadear con frutas, verduras, textil, tierras, ganado… En fin, todo aquello
que se pueda comprar, vender o intercambiar en los días de mercado, como en
cualquier ciudad del mundo. Y cómo consecuencia de todo ello, los lunes,
aumentaba considerablemente el ajetreo y el trasiego en el colonial de don
Julián y más aún para el encargado de repartir la infinidad de pedidos: ya que
ese día, además de distribuir los
pedidos por un gran número de bares y fondas, los mismos que desbordados atendían
las demandadas raciones de viandas y bebidas que solicitaban tanto forasteros
como los del lugar, en los días de mercado, también se repartían los encargos
realizados por las familias pudientes que albergaban en las inmediaciones del
monumental e histórico casco viejo.
Nada importaba que
fuese su primer día en la empresa, así lo había decidido y ordenado Julián: el
encargado de distribuir las demandas aquel día no era otro que el ilusionado
Antonio, acompañado por el viejo mozo.
El eufórico aprendiz,
ansiaba comenzar el reparto desde el mismo instante en que vio el carro-bici
que utilizaría para el reparto, uno de esos de tres ruedas que son impulsados
desde la parte posterior a base de darle a los pedales.
Al terminar la
jornada, a eso de las nueve y media, llegó a casa tan exhausto que no abrió la
boca más que para cenar y soltar algún que otro bostezo. Manuela, José y
Azucena optaron por guardar silencio al observar el semblante y la actitud de
este: sus ojos y la largura de su rostro evidenciaban el cansancio acumulado.
A la mañana
siguiente, Antonio se levantó tan fresco como una lechuga, después de haber
dormido durante diez horas de un tirón y, tras saludar efusivamente a sus
padres y hermana, entró en baño para liberarse de la presión abdominal y
asearse. Al salir, tomó asiento frente a
un tazón de cacao soluble y una veintena de galletas que esperaban ser
deglutidos tan sosegadamente como el que sale a pasear por el bosque en otoño.
Una hora después,
el ilusionado aprendiz se hallaba junto a la puerta del colmado con ganas de comenzar la jornada laboral:
—Buenos días, señó
Jacinto, ¿a ónde hay que repartí hoy? —expresó a la par que se frotaba las
manos con energía.
El experimentado
repartidor le miró con desánimo.
—Hoy no habrá
bicicleta.
Cariacontecido por
lo que acababa de escuchar.
—Pos, entonces,
¿qué hay que hacé?
—¿Ves aquel montón
que está al fondo? —dijo a la par que señalaba hacia una multitud de talludas
patatas.
Antonio asintió.
—Sí, sí lo veo, ¿qué
hay que hacé?
—En verdad que es
poca cosa, pero hay que hacerlo hoy sin falta.
—¿El qué, señó
Jacinto?
—Hay que quitarle
todos los retoños que están brotando —informó con desgano.
Antonio abordó la
tarea con exaltación, pero al cabo de un par de horas, comprendió el desánimo
que esta causaba en su compañero. Jacinto se percató de que alguien les
vigilaba desde una pequeña puerta que Antonio había olvidado cerrar al
incorporarse al trabajo aquella mañana:
—Ya están ahí esos
sinvergüenzas —susurró, mientras se ponía en pie—: ¿Quién anda ahí? —gritó—.
¡Me caguen...!
—Señó Jacinto,
¿Quién son? —dijo, mientras se dirigían apresuradamente hacia la entreabierta
portezuela.
Una vez en el
exterior, vieron cómo se daban a la fuga cinco mozalbetes. Jacinto se paró en mitad de la calle gritando
a viva voz.
—¡No huyáis
granujas!, como os vuelva a ver por aquí, os voy a dar un palizón que no os va
conocer ni la p… que os parió. ¡Cabrones!, no corráis —repetía una y otra vez
mientras blandía enérgicamente su puño derecho.
—¡¿Usté sabe quién
son?! —consultó, sin salir de su asombro al ver fuera de sí, al plácido y
gentil compañero.
—Sí, hijo. Por desgracia para mí, sé quiénes son esos
malnacidos.
—No se ponga usté
asín, señó jacinto, ¿l'han hecho alguna trastá?
—Sí, así es. Hace tiempo que los conozco. No son más que
unos desgraciados. Los dos más pequeños
viven en la calle Cartas; los otros tres, en la de Maldonado. Se pasan todo el día entrando y saliendo en
las trastiendas, llevándose todo lo que encuentran a su alcance los muy
cabrones.
»Se puede decir
que son unos muertos de hambre... más de una vez, cuando me disponía a repartir
los pedidos por los bares, durante mi ausencia, se apoderaban del género que
había en el carro. Son gentes de
malvivir, al igual que la mayoría de sus padres y de seguí así, darán muy
pronto con los huesos en la cárcel. ¡Qué Señor me perdone por lo que voy a
decir! ¡Para traer hijos al mundo así,
es mejor que sus madres les pariesen en sangre!
»Bueno, hijo, sigamos a lo nuestro que por hoy ya hemos
tenido más que suficiente —indicó estando un poco más calmado y, tras retornar
al almacén, prosiguieron con la tediosa tarea en silencio, absortos en sus
propios pensamientos, sin ser concientes del discurrir del tiempo.
—¿Qué? —chilló al
tiempo que su índice golpeaba reiteradamente sobre la esfera de su reloj de
pulsera, uno de los empleados—. ¿Aún no son horas?
—¡Rediós! —exclamó
Jacinto, a la par que de un salto se puso en pie—. ¡Sí que se ha pasado rápida
la mañana!
—Es verdá, no me
dao ni cuenta —corroboró Antonio, con una grácil y ligera sonrisa.
De lunes a sábado,
los ufanos empleados atendían a todo aquel que se adentraba en el amplio,
surtido y variado colonial. Eso daba pie a que Julián sintiese admiración por
sus operarios, ya que el trato con los clientes y su profesionalidad revertían
directamente en beneficio de la empresa y, para ellos, el tiempo transcurría
vertiginosamente. En cambio, en la trastienda a Antonio las horas se hacían
eternas, unas veces por la falta de quehaceres, otras por las monótonas y
tediosas tareas y el resto por el hecho de estar pensando en que llegase el
único día que paradójicamente para él transitaba rápido y felizmente, el lunes.
Por las tardes,
después de salir de trabajar y durante los fines de semana, se reunía con sus
amigos en el lugar de costumbre hasta que, a eso de las diez, regresaba a casa.
Una hora de reloj, ese era el tiempo que hacía que el sol
se había despertado. No obstante, al levantarse, Antonio observó desde su
ventana la bravura con que este había inaugurado el nuevo día. Tomó aire hasta
henchir los pulmones y, tras estirar los brazos y estremecer su cuerpo, con una
amplia sonrisa dibujada en su rostro: «¡Por fin llegó el lunes!», pensó,
mientras se dirigía al cuarto de baño y, una vez que desayunó, salió y comenzó
a bajar las angostas escaleras como tenía por costumbre: se tres en tres.
Al salir del portal,
Antonio se acercó hasta la acacia dónde tenía encadenaba a su servicial Orbea
y, tras liberarla de los grilletes, se montó de un salto en esta y comenzó a
pedalear con frenesí hasta situarse al lado derecho de quién, a eso de las
nueve y cuarto, tan puntual como el Abuelo Mayorga cuando golpea con fuerza
sobre la campana que anuncia el transcurso de las horas en la ciudad de
Plasencia, tal y como venía obrando, cada mañana, desde hacía más de 48 años.
—Buenos días, señó
Jacinto —saludó, a la par que de un salto se bajaba de la arcaica bicicleta.
A Jacinto le llamó
la atención, la velocidad y el entusiasmo con los que este llegó.
—¡Adónde irás con
esa locura!, algún día te vas a romper los morros con la bici, jodido —dijo
mientras insertaba la enorme la llave de hierro en la trillada cerradura.
Un rato después,
como era habitual, en las mañanas de los lunes, el trabajo se incrementaba en
el colonial, pero, sobre todo para el encargado de repartir los pedidos. Aquel
día, desde primeras horas, los dependientes apenas daban abasto para atender a
los clientes, unos por teléfono y otros estando presentes, demandaban sin cesar
infinidad y variedad artículos:
—Será mejó que
usté se dedique a ir preparando las bolsas y yo solo, me encargaré de llevarlas…
¿le parece a usté buena idea? —arguyó más que sugirió, previendo lo que se les
avecinaba, Antonio.
—Está bien, me
parece una excelente idea, pero tendrás que tener mucho cuidado con las
alimañas.
—¿Cómo dice, usté?
—Que tengas mucho
cuidado con los cabrones del otro día.
—¡Ah!, era eso. No
se precupe, no creo que se atrevan.
—Me alegro que
estés tan seguro de ti mismo; pero, aun así, ándate con ojo: que a pesar de su
corta edad, estos granujas, ya son veteranos en el oficio. Los muy
sinvergüenzas lo traen en la sangre.
Dicho esto, después
de revisar las encomiendas de un par de clientes en el carro y verificar que el
pedido correspondía con la nota de encargo, comenzó a pedalear con rumbo a la
calle del Sol y, a través de esta, se adentró en la Plaza Mayor. No hizo más
que pisar el azulado y pétreo enlosado, cuando se percató que los supuestos
adversarios correteaban por los soportales, tratando de no ser vistos
ocultándose entre las mesas y sillas que ocupaban las terrazas. Al llegar al
destino, se bajó del vehículo sin quitarles la vista de encima:
—Oye, tú —dijo
elevando la voz con la mirada clavada en el que aparentaba más edad—, cómo me
robéis algo, te las verás cormigo en cuantito que salga. ¿Te queda claro?
—¡¿Qué dices,
tío?! Nusotros no semos ladrones… —respondió con ademán furioso—. ¿Tú, que
t'has pensao, colega?
—¡Ah!, ¿no?...
Entonces, ¿por qué corríais el otro día tanto?
—Fuimos allí,
porque mi primo me dijo que había un chavá nuevo.
—¡Ya!, seguro que
era por eso.
—Si quieres… te
cuidamos el carro… pero tienes que darme argo a cambio.
—Está bien…, te lo
daré cuando salga de trabajá.
Tras retornar del
primer servicio.
—¿Qué?, ¿cómo ha
ido todo? —preguntó Jacinto.
Antonio exhibió una
sonrisa.
—Bien, bien. No se
precupe usté.
Jacinto le miró
con detenimiento.
—¿No te han
quitado nada? —insistió extrañado.
—No, no se
precupe. Hice un trato con ellos.
—¿Y en qué
consiste el acuerdo?
—L'he dicho que,
si no me roban, yo mismo les daré algo.
El incrédulo
compañero arqueó las cejas al tiempo que gesticulaba con las manos.
—¡Así, sin más!,
espero que no sea peor el remedio que la enfermedad.
Antonio se encogió
de hombros.
—Pos, la verdá es
que entoavía ni lo sé.
—Bueno, se me ha
venido a la cabeza una idea —anunció Jacinto—, aunque no sé yo, si será
suficiente.
—¿Sí? —dijo
abriendo los ojos de par en par.
—¿Recuerdas que el
otro día se cayeron varias cajas de galletas?
—Sí, sí. Lo
recuerdo y tamién que se cayeron y abollaron, algunas latas de conservas.
Jacinto reveló una
constreñida sonrisa
—A ver si aceptan
el trato y dejan de robarnos —razonó, aunque poco convencido.
Entre diez y
quince minutos habrían transcurrido desde que el Abuelo Mayorga había golpeado
por dos veces sobre la campana cuando, Antonio apareció portando una gran bolsa
detrás del desajustado portalón. Unos metros más adelante, esperaban con
impaciencia los cinco rufianes para ver si el joven recadero cumplía con su
palabra.
—¿Eso que traes
ahí, es pa nusotros? —abordó poniéndose en pie el cabecilla del grupo.
—Sí, asín es
«amigo» y espero que, entre nosotros, no tengamos ningún problema —respondió con energía y convicción.
El ladronzuelo se
alegró, o al menos así lo evidenciaban sus dilatadas pupilas.
—Está bien, te
respetaremos porque tienes palabra y pareces güena gente.
Antonio avanzó
hacia él.
—Pero, no sé si
podré daros alguna cosa más —indicó sin bajar su tono de líder.
—Si semos amigos
no pasa na, ¿de qué barrio eres?
—Soy de la Data,
¿sabéis dónde está? —aclaró e interpeló con tono afable.
—Sí. Tengo familia allí.
—Pos, la verdá es
que nunca t'he visto por el barrio.
—Ni nusotros a ti
en la praza, hasta que te vimos con el viejo gruñón.
—Pos, aunque no lo
creáis, el señó Jacinto, es buena gente.
—Será contigo,
porque a nusotros, ¡el mu cabrón!, no mos pué ni vé.
—Bueno. Me tengo que ir a casa, ¿cómo os llamáis?
—Yo, Jesús, pero,
pa los amigos, Chuchi… Ángel Luis y Lorenzo son hermanos míos, y esos dos —dijo
señalando a los más pequeños—, Migué y Juan Manué… ¿Y tú, colega?
—Antonio Hinojal
Sánchez —respondió al tiempo que alargaba su mano para estrecharla con los
cinco—: Bueno, adiós. Me marcho pa el barrio.
—Si quieres te
acompañamos —propuso Chuchi sin necesidad de consultar a los suyos.
—Vale, como
quieras —dijo al tiempo que comenzaba a pedalear con tanto frenesí que
cualquiera que los viese podría pensar que le perseguían para darle su
merecido.
Al llegar al
barrio, se vieron en la obligación de aminorar la marcha para tomar la
zigzagueante y estrecha senda que discurría paralela al arroyo hasta llegar al
«cuartel…». Los que usualmente se hallaban retozando por las inmediaciones
sintieron la necesidad de saber quienes eran los acompañantes de su líder y
fueron dejándose caer por allí como si tal cosa y, una vez concluido el
protocolo de presentaciones, quitó el candado, abrió la puerta hasta atrás y,
haciendo un gesto con la mano, invitó a
pasar a sus nuevos «amigos» y, a partir de ahí, por las tardes, a eso de las
siete, tras dejar apoyadas las bicicletas en el muro que bordeaba la iglesia de
San Pedro, sita en las inmediaciones del colonial, Chuchi y los suyos le
esperaban, con los nervios a flor de piel,
sentados sobre el graderío que daba acceso al antediluviano edificio. Y,
como si de un ritual se tratase, bastaba con que apareciese Antonio con su
Orbea por la estrecha calle para que el grupo se pusiera en pie de un salto y,
tras montarse cada uno en su medio de transporte, iniciaban una competición
para ver quién era el primero en llegar a la acogedora y frecuentada barraca.
Los cinco se
adaptaron al grupo sin mayores consecuencias hasta que, pasados unos días,
los amigos de siempre observaron que,
además de que las diferencias entre los dos bandos eran descomunales —Ellos se
dedicaban a jugar con la inocencia que se corresponde en esa etapa, mientras
que los recién llegados estaban habituados a tomar alcohol, fumar cigarrillos y
hachís—. Los «cinco magníficos» se estaban apoderando de lo que consideraban su
segunda casa y, como consecuencia de ello, poco a poco se fueron distanciando
de Antonio, quien sin ser consciente de la realidad: gozaba de la compañía de
sus noveles y activos aliados.
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