Aún faltaban unos días para cumplir la edad mínima exigida
para poder incorporarse a filas, pero eso no fue ningún impedimento para que
padre e hijo se acercasen hasta las puertas del cuartel de La Constancia.
—Hola, güenos
días. ¿Ónde hay que dir pa apuntá a m'hijo? —consulto, al soldado que
custodiaba la entrada principal.
El militar dio un
paso al frente.
—Buenos días,
señor. ¿Ve usted aquellas escaleras?
—indicó, al tiempo que señalaba con su dedo índice—: Pues, lléguense
hasta allí y entren por la puerta grande, que el oficial de guardia les podrá
informar mejor que yo.
Padre e hijo
asentían moviendo la cabeza con cada indicación.
—Muchas gracias
—manifestó José al comenzar a caminar y, unos pasos más allá, se detuvo y
volvió la mirada hacia el centinela—. ¿D'ónde eres?
—De Madrid señor,
¿por?
—José, me llamo
José… Te lo pregunto po lo bien que jablas hijo.
El soldado
agradeció el cumplido con una expresiva mirada.
José miró a su
acompañante y le hizo un guiño.
—¡Hala!, Pirata
vamos pa'entro.
Al introducirse en
el edificio, tras desprenderse de la gorra visera, se asomó tímidamente en el
despacho del oficial.
—Güenos días señó,
¿da usté su permiso?
—Hola, ¿en qué
puedo ayudarles? —respondió, con voz grave el corpulento y bigotudo teniente.
—Mire usté,
venimos pa apuntá ar muchacho —explicó José, señalando con el mentón hacia
Antonio.
—¿Qué edad tiene?
—Endrento de tres
semanas cumpre los deciocho.
El oficial
adscrito al Regimiento de Infantería Ordenes Militares Número 37 se atusó con
ambas manos las puntas del retorcido mostacho.
—Está bien, iremos
preparando la tramitación de su ingreso en las Fuerzas Armadas —dijo al tiempo que se ponía en pie—: ¡Uno
de la guardia! —gritó asomándose a la acristalada puerta, después de
recolocarse la vestimenta.
De un cuarto
contiguo, acudió un enclenque y diminuto «guripa», quien tras cumplir con el
saludo protocolario.
—A la orden mi
teniente —dijo cuadrándose frente a su superior.
—Acompaña a estos
señores hasta las oficinas —ordenó el oficial.
Llegados a este
punto, padre e hijo salieron al recibidor.
—¿Ordena alguna
cosa más, mi teniente? —consultó antes de abandonar la estancia.
El aspirante a
capitán negó con la cabeza.
—Puede retirarse —indicó,
sin más, el del cuidado bigote.
Antonio y José,
tras escuchar a sus espaldas el sonido emitido al toparse una bota contra la
otra, siguieron tras los pasos del veloz y escurridizo recluta y, una vez que
completaron la inscripción, Antonio recibió in situ una nota escrita con las
instrucciones a seguir:
El día 1 de julio de 1975, Antonio Hinojal Sánchez se tiene
que presentar, en el CIR Nº 3 de Santa Ana (Cáceres), allí mismo se le
facilitara e informará de todo cuanto necesite para su incorporación a filas.
Firma del oficial
administrativo, Teniente:
Hernández Losada,
Luis Alberto.
A falta de medios de locomoción para recorrer los 82
kilómetros que distan entre las dos ciudades, Antonio, después de cumplir con
el protocolo familiar de encuentros y despedidas, se embarcó rumbo a la capital
de provincias en el primer tren que partía aquella mañana del 1 de julio de
1975 desde la estación de Plasencia con destino la de Cáceres en un tren tan
arcaico, o más que la mismísima catedral vieja que existe en su ciudad natal.
Tres meses habían
mediado entre el día en que este llegó a la monumental ciudad y el de la Jura
de Bandera. —La Ciudad Vieja de Cáceres fue declarada Patrimonio de la
Humanidad por la Unesco en 1986, ya que es uno de los conjuntos urbanos de la
Edad Media y del Renacimiento más completos del mundo—. Durante su permanencia
en el CIR, Antonio había recibido varias veces la visita de los familiares más
allegados y, el día del evento, se desplazaron hasta allí para acompañarle en
tan noble acontecimiento. Al terminar
este, regresaron a Plasencia y, tras disfrutar de quince días de permiso, se
presentó, siguiendo las ordenanzas militares, en el cuartel de La Constancia.
—¡Hombre! Antonio,
¿tú por aquí? —exclamó Víctor Manuel, un conocido del barrio.
Al escuchar su nombre,
el serio semblante que llevaba se transformó en milésimas de segundos, emulando
a las mascaras que se utilizan para representar el teatro.
—¡Hola mi niño!...
Sí, aquí m'ha tocáo… ¡Oye! Loli, ¿tú sabes a ónde me tengo que apuntá pa la
banda de música?
—Sí, tienes que ir
a hablar con el sargento Mendoza.
—¿Y, a ónde está
ese señó?
Víctor Manuel
sonrió y le echó un brazo por encima del hombro.
—¡Vamos!, te
acompaño.
Quince días
después, en el parque de La Coronación, Antonio ensayaba con los demás
componentes de la banda militar aquellas melodías que tanto le gustaban, las
mismas que le trajeron a la memoria los momentos felices compartidos con los
amigos del barrio y los compañeros de colegio.
En el cuartel hizo
buenas amistades tanto con la tropa como con los oficiales y, además de
aprender a tocar la corneta, se apuntó a clases para obtener el carnet de
conducir y, también, se acogió al pase pernocta; por lo que, a excepción de los
días que estaba de guardia y le correspondía realizar los toques de diana,
fajina...: se marchaba a dormir a casa.
El tiempo allí
transitaba rápidamente para Antonio entre risas, juegos, idas y venidas:
—Hola, buenos
días —saludó tímidamente, a Marisa, la hija del capitán Guerra.
—¡Hola! —respondió
esta sin más.
—¿A ónde vas tan
aprisa, guapa?
—Marisa, me llamo
Marisa, ¿no lo sabes?
—No, pos, la verdá
es que no..., aunque sí que t'he visto
muchas veces por aquí, pero no sé ni quién eres ni cómo te llamas.
—Pues, ni que
fueras tonto, ¡Ja, ja, ja!, yo soy la hija del capitán Guerra, ¿a él tampoco le
conoces?... ¡Ah!, por cierto, ¿tú de dónde eres?
—De aquí de
Prasencia. Me llamo Antonio, ¿no lo sabes?
—Pues la verdad,
es que he conocido a muchos chicos tanto de aquí, como de la ciudad, ¡por eso
me gusta tanto la vida militar!, pero
lo que es en ti, la verdad es que ni siquiera me había fijado.
—Pos, yo soy de
aquí de toa la vida… Soy hijo de José, el pescaó, ¿no le conoces?
—No, no. Ni a ti
ni a tu padre —respondió entre risas—: ¿Sabes qué te digo? Parecemos dos tontos
peleando —dijo tratando de apaciguar la
situación.
—Sí, tienes razón,
pero tú más.
—Bueno, adiós
—dijo con aires de grandeza—. No tengo tiempo para los estúpidos.
—Ni yo tampoco,
pero, mi niña, vete por la sombra, que los bombones como tú se derriten con el
sol.
Marisa prosiguió
caminando erguida, taconeando y contoneándose de manera voluptuosa: tratando de
llamar la atención de quienes la observaban desde la distancia.
«¡Qué bueno que
está el cabrón!... Este no se me escapa», pensó mientras se adentraba en la
cocina para recoger el rancho familiar.
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