jueves, 21 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 9, Vidas Truncadas


Aún faltaban unos días para cumplir la edad mínima exigida para poder incorporarse a filas, pero eso no fue ningún impedimento para que padre e hijo se acercasen hasta las puertas del cuartel de La Constancia.
   —Hola, güenos días. ¿Ónde hay que dir pa apuntá a m'hijo? —consulto, al soldado que custodiaba la entrada principal.
   El militar dio un paso al frente.
   —Buenos días, señor. ¿Ve usted aquellas escaleras?  —indicó, al tiempo que señalaba con su dedo índice—: Pues, lléguense hasta allí y entren por la puerta grande, que el oficial de guardia les podrá informar mejor que yo.
   Padre e hijo asentían moviendo la cabeza con cada indicación.
   —Muchas gracias —manifestó José al comenzar a caminar y, unos pasos más allá, se detuvo y volvió la mirada hacia el centinela—. ¿D'ónde eres?
   —De Madrid señor, ¿por?
   —José, me llamo José… Te lo pregunto po lo bien que jablas hijo.
   El soldado agradeció el cumplido con una expresiva mirada.
   José miró a su acompañante y le hizo un guiño.
   —¡Hala!, Pirata vamos pa'entro.
   Al introducirse en el edificio, tras desprenderse de la gorra visera, se asomó tímidamente en el despacho del oficial.
   —Güenos días señó, ¿da usté su permiso?
   —Hola, ¿en qué puedo ayudarles? —respondió, con voz grave el corpulento y bigotudo teniente.
   —Mire usté, venimos pa apuntá ar muchacho —explicó José, señalando con el mentón hacia Antonio.
   —¿Qué edad tiene?
   —Endrento de tres semanas cumpre los deciocho.
   El oficial adscrito al Regimiento de Infantería Ordenes Militares Número 37 se atusó con ambas manos las puntas del retorcido mostacho.
   —Está bien, iremos preparando la tramitación de su ingreso en las Fuerzas Armadas    —dijo al tiempo que se ponía en pie—: ¡Uno de la guardia! —gritó asomándose a la acristalada puerta, después de recolocarse la vestimenta.
   De un cuarto contiguo, acudió un enclenque y diminuto «guripa», quien tras cumplir con el saludo protocolario.
   —A la orden mi teniente —dijo cuadrándose frente a su superior.
   —Acompaña a estos señores hasta las oficinas —ordenó el oficial.
   Llegados a este punto, padre e hijo salieron al recibidor.
   —¿Ordena alguna cosa más, mi teniente? —consultó antes de abandonar la estancia.
   El aspirante a capitán negó con la cabeza.
   —Puede retirarse —indicó, sin más, el del cuidado bigote.
   Antonio y José, tras escuchar a sus espaldas el sonido emitido al toparse una bota contra la otra, siguieron tras los pasos del veloz y escurridizo recluta y, una vez que completaron la inscripción, Antonio recibió in situ una nota escrita con las instrucciones a seguir:

El día 1 de julio de 1975, Antonio Hinojal Sánchez se tiene que presentar, en el CIR Nº 3 de Santa Ana (Cáceres), allí mismo se le facilitara e informará de todo cuanto necesite para su incorporación a filas.
   Firma del oficial administrativo, Teniente:
   Hernández Losada, Luis Alberto.

A falta de medios de locomoción para recorrer los 82 kilómetros que distan entre las dos ciudades, Antonio, después de cumplir con el protocolo familiar de encuentros y despedidas, se embarcó rumbo a la capital de provincias en el primer tren que partía aquella mañana del 1 de julio de 1975 desde la estación de Plasencia con destino la de Cáceres en un tren tan arcaico, o más que la mismísima catedral vieja que existe en su ciudad natal.
  Tres meses habían mediado entre el día en que este llegó a la monumental ciudad y el de la Jura de Bandera. —La Ciudad Vieja de Cáceres fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1986, ya que es uno de los conjuntos urbanos de la Edad Media y del Renacimiento más completos del mundo—. Durante su permanencia en el CIR, Antonio había recibido varias veces la visita de los familiares más allegados y, el día del evento, se desplazaron hasta allí para acompañarle en tan noble acontecimiento.  Al terminar este, regresaron a Plasencia y, tras disfrutar de quince días de permiso, se presentó, siguiendo las ordenanzas militares, en el cuartel de La Constancia.
   —¡Hombre! Antonio, ¿tú por aquí? —exclamó Víctor Manuel, un conocido del barrio.
   Al escuchar su nombre, el serio semblante que llevaba se transformó en milésimas de segundos, emulando a las mascaras que se utilizan para representar el teatro.
   —¡Hola mi niño!... Sí, aquí m'ha tocáo… ¡Oye! Loli, ¿tú sabes a ónde me tengo que apuntá pa la banda de música?
   —Sí, tienes que ir a hablar con el sargento Mendoza.
   —¿Y, a ónde está ese señó?
   Víctor Manuel sonrió y le echó un brazo por encima del hombro.
   —¡Vamos!, te acompaño.
   Quince días después, en el parque de La Coronación, Antonio ensayaba con los demás componentes de la banda militar aquellas melodías que tanto le gustaban, las mismas que le trajeron a la memoria los momentos felices compartidos con los amigos del barrio y los compañeros de colegio.
   En el cuartel hizo buenas amistades tanto con la tropa como con los oficiales y, además de aprender a tocar la corneta, se apuntó a clases para obtener el carnet de conducir y, también, se acogió al pase pernocta; por lo que, a excepción de los días que estaba de guardia y le correspondía realizar los toques de diana, fajina...: se marchaba a dormir a casa.
   El tiempo allí transitaba rápidamente para Antonio entre risas, juegos, idas y venidas:
    —Hola, buenos días —saludó tímidamente, a Marisa, la hija del capitán Guerra.
   —¡Hola! —respondió esta sin más.
   —¿A ónde vas tan aprisa, guapa?
   —Marisa, me llamo Marisa, ¿no lo sabes?
   —No, pos, la verdá es que no...,   aunque sí que t'he visto muchas veces por aquí, pero no sé ni quién eres ni cómo te llamas.
   —Pues, ni que fueras tonto, ¡Ja, ja, ja!, yo soy la hija del capitán Guerra, ¿a él tampoco le conoces?... ¡Ah!, por cierto, ¿tú de dónde eres?
   —De aquí de Prasencia. Me llamo Antonio, ¿no lo sabes?
   —Pues la verdad, es que he conocido a muchos chicos tanto de aquí, como de la ciudad, ¡por eso me gusta tanto la vida militar!,   pero lo que es en ti, la verdad es que ni siquiera me había fijado.
   —Pos, yo soy de aquí de toa la vida… Soy hijo de José, el pescaó, ¿no le conoces?
   —No, no. Ni a ti ni a tu padre —respondió entre risas—: ¿Sabes qué te digo? Parecemos dos tontos peleando  —dijo tratando de apaciguar la situación.
   —Sí, tienes razón, pero tú más.
   —Bueno, adiós —dijo con aires de grandeza—. No tengo tiempo para los estúpidos.
   —Ni yo tampoco, pero, mi niña, vete por la sombra, que los bombones como tú se derriten con el sol.
   Marisa prosiguió caminando erguida, taconeando y contoneándose de manera voluptuosa: tratando de llamar la atención de quienes la observaban desde la distancia.
   «¡Qué bueno que está el cabrón!... Este no se me escapa», pensó mientras se adentraba en la cocina para recoger el rancho familiar.


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