A finales de noviembre de 1985, dado el éxito alcanzado por
la sala de fiestas y la proximidad de los eventos que en esta se llevarían a
cabo en el mes de diciembre. Huberto, el gerente del local, le ofreció la
posibilidad de ascender de manera directa al cargo de jefe de sala.
Antonio,
visiblemente emocionado.
—No sabe usté
cuanto se l'agradezco don Huberto —dijo mientras estrechaban sus manos.
—Sabes lo que esto
conlleva, ¿verdad?
—Perdone usté, pero
no sé qué me quiere decí con eso.
—A partir de ahora
formalizaremos el contrato a jornada completa.
Antonio bajó la voz
y la mirada con ademán afligido.
—Sigo sin sabé que
me quiere usté decí.
Huberto hizo un
esbozo de sonrisa y prosiguió.
—Excepto lunes y
martes, tendrás que venir a trabajar.
Antonio le miró a
los ojos durante unos segundos.
—Pero, no sé si
podré cumplí bien, ya sabe usté que trabajo en la sobras y necesito tiempo pa
descansá y…
Huberto movía la
cabeza de un lado para otro con alegría.
—Hay que ver lo
duro de mollera que eres, pero aun así y todo, reconozco que desempeñas bien
este trabajo… Por cierto, ¿cuánto ganas de encofrador?
—Cuando estamos a
jorná, faltan cien pejetas pa enllegá a las cuarenta mil y cuando lo hacemos a
destajo, el doble más o menos.
—Si te ofrezco cien
mil y dos meses de vacaciones al año, ¿aceptarías mi oferta?
—Sí, por supuesto
que sí, pero necesito quince días pa podé empezá.
Huberto le miró
contrariado por la inesperada respuesta.
—¡¿Quince días para
pensártelo, no te parecen muchos?!
—No, no. Si no los
necesito pa pensá don Huberto, es pa cumplí con las normas laborales.
—Eso está bien,
Antonio… Ante todo, uno ha de tener principios y no dejarse arrastrar por la
ambición.
—Mi padre m'ha
enseñao que siempre hay que dejá las puertas abiertas en los trabajos: nunca se
sabe.
—Sabias son las
palabras de tu padre, y tú, todo un caballero por llevarlas adelante.
—Gracias por sus
palabras don Huberto.
—No hay de que,
Antonio: a cada uno hay que darle lo que
por ley le corresponde.
A primeras horas del lunes, después de cambiar la ropa de
calle por la de faena, Antonio dirigió sus pasos hasta la oficina:
—¿Ha enllegao el
patrón? —dijo tras asomar la cabeza después de repicar con los nudillos sobre
la puerta y haberla entreabierto.
—No, no —respondió
Emiliano—. Ya sabes que los lunes hasta las doce o así, excepto yo, por aquí no
aparece nadie, ¿querías algo?
—No, no… Bueno, si.
Emiliano le miró de
arriba a abajo y le dedicó una risueña mirada.
—Pues sí que
empezamos bien.
Antonio bajó el
tono de su voz y la mirada.
—Es pa decirle que
me voy.
El rostro del
administrativo demudó de gracioso a circunspecto en medio segundo.
—¡¿Qué te vas?!, ¿a
dónde?
El de Antonio hizo
justo lo contrario a medida que iba hablando.
—Don Huberto, el
dueño de la discoteca, me ha ofrecido un contrato en toda regla.
—¡Ah!, se trata de
eso. ¿Y te lo has pensado bien?
—No, no hace falta
pensá mucho: se trabaja menos y las perras son más del doble.
—La oferta parece
interesante, pero no sé si sabrás que la noche es muy traicionera.
—Tamién en las
obras hay peligros, además creo que bastará con seguí como hasta ahora,
sabiendo dónde pisa uno en ca momento.
—Antonio, si eso es
todo lo que tenías que hablar con el jefe…, no es necesario que esperes a
decírselo a él, yo mismo te prepararé la cuenta; pero tendrás que esperarte al
menos un par de semanas, ¿te parece bien?
—Sí, claro. Sin
problema: contaba con ello.
No solo en el
trabajo le advirtieron de los peligros de la noche. Su propia familia y en especial José,
insistió varias veces en que no se trataba de ganar más o menos dinero, sino de
estar a gusto en el trabajo y la vida: que la noche, a la larga no traía más
que problemas y que el dinero que se ganaba fácilmente de la misma manera que
surgía, desaparecía.
Días después, tras visitar la sección de caballeros en
Confecciones Daza y haberse probado media docena de trajes, se decantó por
elegir dos en azul marino y un tercero en negro, así como tres camisas claras y
un par de pajaritas a juego:
—Te sientan de
maravilla chaval, ni hechos a medida te quedarían mejor —dijo con voz amanerada
el encargado de atender la sección masculina.
—Pos, la verdá,
¡qué quiere que le diga!, a mí, estas ropas no me gustan: a ónde'stén unos
vaqueros y una camisa a cuadros… pero, en fin, to sea por el trabajo.
—Te aseguro que en
cuando te adaptes a verte así, notarás incluso que estás cómodo —insistió
afirmando el dependiente.
—Puede que con la
ropa tenga razón, pero lo de tené abrochao hasta el último botón de la camisa y
encima el collá ese como un perro, ¡Jum!, no sé yo.
—Por favor, un
último detalle, ¿te lo llevas ahora o prefieres que lo enviemos a tu domicilio?
—¿El qué, perdón?
—Las prendas
adquiridas.
—Mejó me lo llevan
a casa. Ahora tengo que seguí comprando.
Al salir de la
galería, condujo sus pasos hasta la Plaza Mayor y, después de tomarse un par de
cervezas sentado en una de las terrazas, se adentró en la calle del Sol con
intención de elegir unos zapatos:
—Buen día —saludó
al poner el pie dentro del establecimiento.
—Hola, buenos días
—respondió con simpatía la joven empleada—. Enseguida le atienden —dijo al
tiempo que le invitaba a sentarse, señalando con la palma de la mano vuelta
hacia uno de los pequeños asientos recubiertos de escay.
Antonio la miró y
sonrió.
—No, gracias,
prefiero esperá de pie.
Un par de minutos
después, apareció un joven que salía de la trastienda.
—Hola, buenos días
Antonio, ¿en qué puedo ayudarte?
—¡Hombre! ¿Qué tal
Susi?, no sabía que currabas aquí.
—Sí, ya llevo casi
dos años… prácticamente desde que me fui del barrio.
—¡Atiza!, ahora
m'entero que ya no vives allí, con razón hacía tiempo que no te veía.
—¿Y qué te trae por
aquí? —preguntó el dependiente.
—Venía buscando
unos zapatos... pero la verdá es que no tengo ni p... idea.
—No te preocupes,
Antonio, mi trabajo consiste en asesorar y atender a los clientes. Lo único que
has de hacer es decirme el número que calzas y si los quieres para todo trote o
si son para vestir.
Antonio se llevó la
mano hacia la cabeza para ahuecarse el pelo.
—El caso es que son
pa trabajá… No sé si sabes, cáhora estoy de jefe de sala en la discoteca de don
Huberto y tengo que ir bien trajeáo: ya me entiendes.
El dependiente
asintió un par de veces.
—Entonces, lo que
tú necesitas es que sean cómodos, sobre todo.
—Sí, sí asín es. Mis pies están acostumbráos a las zapatillas.
Susi señaló hacia
la hilera de los negros taburetes en ademán de invitación.
—Pues, si te
esperas un momento, regreso enseguida.
—Vale, aquí te
espero —respondió al tiempo que se sentaba.
Diez minutos
después, una docena de cajas avanzaban, sobrepuestas una encima de otra, hacia
donde se encontraba quién no dudó en echarle una mano a su amigo, con el fin de
evitar que la torre de zapatos se esparciese por todo el local. Ágilmente, el
dependiente comenzó a abrirlas y a mostrar los modelos elegidos por él.
Antonio, ante la
diversidad, se quedó bloqueado.
—Pos, ahora sí que
no tengo ni idea de cuá escogé.
—Mira, en
confianza, llévate estos: no son los más bonitos ni los más caros; pero sí, los
más cómodos.
—Está bien, m'haré
caso de ti; pero tamién me llevaré los caros: que al fin y al cabo, los paga
don Huberto.
Un rato después.
—Pues, nada,
Antonio, para lo que necesites, ya sabes dónde estamos —indicó al tiempo que le tendía la mano.
—Lo mismo te digo
Susi, pa cuando quieras tomá unas copas…
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