Los días festivos pasaron como una exhalación en Salamanca,
la pareja retornó a Plasencia apenas sin comunicación verbal durante el
trayecto; aunque no por ello, dejaron de dedicarse expresivas miradas. Teresa
iba pensativa; Antonio, con la mirada puesta en la carretera, en silencio y
meditabundo.
—Ahora viene cuando
la matan —dijo, un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad.
—¿Cómo dices?
—interrogó, haciendo un gesto en señal de incomprensión.
—Cariño, llévame
directamente a la plaza —dijo enérgicamente.
Antonio asintió en
silencio.
Al llegar a la
altura del cuartel de la Constancia, giró hacia la derecha tomando la Avda. del
Ejército y, al término de esta, girando a la izquierda, a través de la calle
del Rey, accedieron al casco viejo.
—No, no pares. Aparca dónde puedas —indicó, y, tras un
apasionado beso—: ¿Has entendido lo que te he dicho, cariño?
—Sí —respondió al
tiempo que la guiñó un ojo.
Teresa condujo sus
pasos con decisión, a través de los soportales, hasta llegar al club. Abrió la puerta y, tras apartar enérgicamente
el cortinaje hacia la izquierda, se introdujo en el local.
—¡Hombre! ¡Dichosos
los ojos que te ven! —exclamó con ironía Pepe—, ¿qué tal las vacaciones,
señora? —enfatizó con retintín.
—¡Muy bien!... Es
más, a decir verdad, mucho mejor de lo que me había imaginado —respondió, sin
ocultar su pletórica satisfacción.
—¡Vaya!, eso me
complace aún más —mintió.
—Bien, dejémonos de
tantas tonterías y vamos al grano.
—¿Al grano?
—preguntó, enarcando la ceja derecha.
—Tenemos una
conversación pendiente, ¿no recuerdas? —indicó, con voz suave.
Entraron al pequeño
vestuario, ella con las ideas muy claras; él, lleno de interrogantes.
—¡Tú dirás!...
—Estoy harta de
fingir un amor que no siento y…
—¡Ah!, se trata de
eso —irrumpió de nuevo, sin dejarla terminar.
—De eso, y de que
para ti, no soy más que un trofeo.
—¡¿Un trofeo?!,
¡Vaya!, eso sí que es nuevo para mí.
—No te hagas el
desentendido. Tú no eres tonto y sabes perfectamente de lo que te estoy
hablando.
—Pues, la verdad es
que no sé por dónde vas.
—Estoy más que
harta de que me exhibas delante de tus amigotes.
—¡Ah!, ¿de veras
piensas eso?
—Entre nosotros
nunca ha existido el amor... Lo sabes perfectamente.
—Entonces, según
tú, ¿qué es lo que hay?
—Puro materialismo.
—Sigo sin
comprender…
—Pues es muy fácil.
Tú satisfacías mis caprichos, y, a cambio, me lucías delante de tus amigos como
si fuera tu mejor tesoro.
—En realidad, ¿qué
quieres decirme?
—Pues, que esto se
ha terminado.
—¡Así!, ¿sin más?
—Creo que está más
claro que el agua, ¿no?
—Sabes que a mí no
me han de faltar mujeres, así es que, ¡cómo tú quieras!, pero eso sí: te irás
con lo puesto.
—Por mí no hay
ningún inconveniente.
—¡No sé qué te ha
podido dar ese muerto de hambre!... ¿O es que crees que no sé dónde y con quién
estabas?... Plasencia no es más un «pueblo» y aquí todo se sabe.
—No estoy obligada
a darte explicaciones, pero, ya que te empeñas: quiero que sepas que en estos
quince días ha sido capaz de hacerme sentir amada.
—Ya, pero con el
amor no se come y, a ti, además de comer, te gusta vestir y vivir muy bien.
—¿Sabes qué?...
Viendo cómo te estás poniendo, te diré que con él ni siquiera necesito fingir
los orgasmos.
—Siendo así no hay
nada más que hablar —indicó alzando la voz, Pepe—, ¡Ya estás tardando en irte!
—¡Por favor! —dijo
llamando la atención a la camarera, Teresa—: ¿Me puedes dar la rosa que está en
el vaso que hay junto a la caja registradora?
—Sí, claro ¡cómo
no!
—Gracias —dijo sin
más. Un par de segundos después, salió del local sin despedirse ni siquiera de
las chicas y caminó erguida y con paso firme hasta la salida: con la
satisfacción dibujada en su rostro por haberle dicho de una vez por todas en lo
que realmente estaba basada la relación entre ella y «don Pepe».
Antonio, al ver que
Teresa regresaba, se levantó del pétreo banco y salió a su encuentro.
—Bueno, ya está todo arreglado —indicó, al
tiempo que se abalanzaba sobre su verdadero amor.
—¿Qué tal, mi niña?
—La verdad es que
ha sido mucho más sencillo de lo que me había imaginado. En el fondo, él sabía
que tarde o temprano esto sucedería.
—Espero que con el tiempo no me pase a mí lo
mismo ca él.
—Qué tonto eres,
cariño —reprendió con voz melosa—. Lo que hay entre tú y yo: se llama amor.
—¿T'apetece tomá
algo?
Teresa sonrió
pícaramente y le guiño un ojo.
—Sí, vayámonos a tu
casa... Me apeteces tú, mi amor —dijo
con voz melosa.
—Tendremos que ir a
buscá algo pa cená —propuso Antonio.
Teresa asintió, se
abrazó a él y, antes de dirigirse al domicilio, pasaron por uno de los bares,
se hicieron con un par de hamburguesas y unas cervezas y, al llegar a casa,
tras ducharse y hacer el amor bajo la templanza del chorro de agua, se
acomodaron en el sofá y comenzaron a dar cuenta de los alimentos adquiridos: la
práctica de sexo, además de satisfacer sus instintos, les provocaba un hambre
ineludible.
A la mañana siguiente, a eso de las once y media, salieron
de casa y, tras tomarse un café con churros en un bar de la calle del Sol,
dirigieron sus pasos hacia donde estaba aparcado el vehículo:
—¿Adónde vamos
ahora, cariño? —consultó con voz melosa Teresa.
—A la Data...
Quiero que conozcas a mí padre y a mi hermana Azucena.
—Me parece bien,
aunque para ser sincera, te diré que: me da un poco de corte.
—No te precupes,
que todavía no s'han comío a nadie.
Al llegar a la
plazuela vio que su padre caminaba hacia la piconera y al pasar junto a este
detuvo el vehículo:
—¡Hombre, hijo!
¿Cómo tú pa'quí, a estas horas?
—Pos, pa verle a
usté, papa…, y, pa presentarle a Teresa.
Consumados los
respectivos saludos y estacionado el automóvil, caminaron los tres con
dirección al hogar familiar.
Media hora después
apareció en casa, cargada con tres bolsas de alimentos, Azucena.
—¡Hombre!, dichosos
los ojos que te ven, hermano —dijo Azucena.
Completado el
protocolo familiar.
—Hermana, te
presento a Teresa, la mujer de mi vida.
—Encantada —dijo
haciendo un ademán de cortesía—. Os quedaréis a comer, ¿verdad?
Antonio asintió.
—¿Tú que crees?
Padre e hijo se
quedaron conversando en el salón, Azucena se introdujo en la pequeña cocina y
Teresa permaneció junto a la entrada de esta y mientras se preparaba la comida
se fueron dando a conocer.
Después de comer,
salieron los cuatro a tomar café al bar de Ramón y, desde allí, Antonio
telefoneó al resto de sus hermanos para consultarles que si les venía bien
reunirse el sábado en el ventorro de Regino, con el fin de invitarlos a comer y
presentarlos a su verdadero amor.
El día del evento
amaneció esplendoroso. Desde primeras horas, estaba preocupada y llena de
interrogantes por el hecho de saberse el centro de atención en el acto
previsto. A eso de las doce, Teresa y Antonio llegaron a la Data, allí les
estaba esperando, sentado en las escalerillas del acerado, con los nervios a
flor de piel, José, el mismo que se puso
en pie con tanta agilidad como un gato montés al verlos llegar:
—¡Amos, jodé!, que
llevo aquí dos horas d'espera —dijo a modo de saludo.
—Pos, ya sabe usté
que hasta las tres no vamos quedáo con los demás.
—Ya, pero a mí me
gusta enllegá a los sitios con bien de tiempo, hijo.
—No se precupe
usté, papa, que nadie nos va a quitá el sitio.
Ya estuve hablando el martes con el Regino pa hacé la reserva.
—Hola hija mía, ya
me pués perdoná: con los nervios ni siquía t'he saluao.
—No se preocupe
usted por eso. No es el único que está
nervioso.
—Ya estamos,
¿no? Pos, ¡hala! vámonos —indicó
Antonio.
Quince minutos
después, se encontraban a las puertas del merendero, un vetusto edificio, que
al igual que el resto de ventorros existentes en la zona, data desde la Edad
Media y surgieron a raíz de la trashumancia. En los alrededores de estos
existían unos prados y cercados que eran utilizados por los ganaderos como
descansadero de los animales tras varios días de camino, hacer noche allí y a
su vez para reponer fuerzas con los suculentos platos pastoriles que se servían
en estas ventas.
Al bajarse del
automóvil, a Teresa le llamó la atención que los cerezos colindantes al
inmueble estaban cuajados de blancas flores. Al percatarse Antonio de la
emoción de esta, con el dedo índice la invitó a mirar hacia los pueblos y se
quedó maravillada al contemplar que el Valle del Jerte estaba completamente
revestido de blanco. Padre, hijo y «nuera» entraron al local y, tras tomarse
unas cervezas, salieron al exterior y caminaron durante una hora por los
alrededores: disfrutando de una entretenida conversación, del envolvente
paisaje y acompañados en todo momento por el agradable y diversificado trino de
los pájaros, que, locos de alegría se encontraban en pleno cortejo primaveral.
Los primeros en
hacer acto de presencia, a eso de las dos y media, fueron Manuel, su mujer y
los hijos de ambos. Diez minutos después, aparecieron los demás integrantes de
la extensa familia y, según fueron llegando, Antonio les iba presentando a
Teresa como la mujer de su vida «Bueno, pues enhorabuena, mi niña, y bienvenida
a la familia» —Estas fueron las palabras
más repetidas entre los familiares.
A las tres en
punto, siguiendo las indicaciones de Regino, entraron al comedor, entre adultos
y niños, una treintena de comensales, que, entre el bullicio de los menores
esperaban impacientes para degustar una exquisita caldereta de cabrito y
filetes de ternera o tortilla de patatas para los más pequeños. De postre, las
cuajadas y el flan casero fueron los más demandados por los adultos; los
pequeños, se decantaron por las natillas caseras, el arroz con leche y las
floretas con miel. Después de reposar la comida y, de que algunos tomasen café,
copa y puro, decidieron acercarse hasta el pueblo más cercano, Navaconcejo, con
la intención de pasar el resto de la tarde juntos. Hasta que, a eso de las
nueve, regresaron a Plasencia y, tras despedirse hasta otro día, cada uno se
fue para su respectiva vivienda.
El miércoles, a primeras horas de la mañana, Teresa y
Antonio salieron a dar una vuelta por la zona centro para comprar un poco de
fruta y de paso echar un vistazo por los comercios de los alrededores:
—Cariño, necesito
comprarme ropa más acorde a nuestra situación.
—Sí, claro. Cómprate lo que quieras.
—Creo que de
momento con un par de pantalones, dos blusas y tres o cuatro camisetas será
suficiente… Bueno y también un par de zapatillas de cuña, que de andar todo el
día con zapatos tengo los pies destrozados.
—Mi niña, no es
necesario que me des tantas explicaciones, compra lo que necesites.
Efectuadas las
adquisiciones, se encontraron con José bajo los soportales y estuvieron tomando
cañas hasta que, a eso de las dos menos cuarto, este se despidió de la pareja.
—Bueno, ¿cácemos
ahora? —consultó Antonio.
—Cariño, ¿qué te
parece si nos quedamos a comer por cualquier bar de la zona? La cocina es algo que nunca me ha llamado la
atención… ¡Vamos!, hablando en plata: que quitando el freír cualquier cosa no
se más.
—No te precupes:
yo, ni siquiera sé freí un güevo... pero, ya aprenderemos, y si no, pos,
comeremos lo que sea.
Cinco minutos
después de que el Abuelo Mayorga golpease cuatro veces sobre la campana,
llegaron a casa y, dejándose llevar por el deseo, hicieron el amor un par de
veces. Al terminar, permanecieron abrazados y jadeantes durante diez minutos,
prendieron un cigarrillo, lo fumaron a medias y, tras apagarlo en un reducido
cenicero de cristal, de los de todo a cien, se quedaron dormidos sobre el
encarnado sofá.
Pasadas dos horas,
Antonio se despertó sobresaltado.
—¡Jodé!, ya ni m'acordaba —dijo alzando la voz,
mientras descargaba la vejiga en el pequeño cuarto de baño.
—¿El qué, cariño?
—Que tengo que ir a
trabajá.
—¿Ya ha pasado un
mes?... ¡No me lo puedo creer!
—Pos, sí. Ya sabes que, cuando se está bien, el tiempo
pasa sin que nos demos cuenta... pero no te precupes, que pa las once o asín
estaré aquí.
Teresa suspiró
sonoramente,
—Tendré que ir
acostumbrándome, por lo que se ve, no me queda otra.
—Serán solo un par
de días a la semana. El fin de semana te podrás vení allí cormigo.
—Pues sí. Tienes razón, no había caído en ello.
Antonio se
desvistió, caminó hasta el baño y se introdujo bajo la ducha. Veinte minutos después caminaba, erguido y
con el pecho hinchado cual si fuera un palomo buchón hacia la Puerta del Sol
embutido en un elegante traje azul oscuro, camisa blanca y unos cómodos, negros
y brillantes zapatos.
Al llegar al centro
de trabajo, este fue recibido efusivamente por el personal.
—Se te ve muy
contento —dijo la taquillera con segundas intenciones—. ¿No estarás enamorado,
verdad?
—¡Vaya!, no sabía
que tenías poderes adivinatorios —exclamó con tono jocoso—, aunque la verdá es
que, cara de bruja sí que tienes, joía.
—No, cariño para
eso aún me faltan tablas —respondió entre risas—. Todos aquí, ya sabemos que
estás viviendo con Susana…
El rostro de
Antonio demudó hacia un gesto de sorpresa.
—¡Ah!, ¿sí?
La taquillera
sonrió ligeramente.
—Ya, sabes
querido... Plasencia es más que un «pueblo»… y, además de que el otro día me
pareció veros saliendo de tu casa, soy bastante cotilla.
—Sí, sí, ya veo que
estáis bien informáos.
—¿Y para cuándo es
la boda?
—¡¿Boda?! No sé.
Esto…, ehem, dejémos correr el tiempo, ¿te parece bien? —dijo intentando poner
punto y final a la indiscreta conversación.
La joven y
atractiva empleada asintió.
—Sí, claro. El
tiempo y solo él es quién siempre tiene la última palabra.
La música comenzó a
hacerse notar y, a las ocho en punto, se abrieron las puertas al público.
Tres horas y media
después, Antonio regresó junto a su amada.
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