sábado, 30 de julio de 2016

Capítulo III Episodio 7, Vidas Truncadas


Los días festivos pasaron como una exhalación en Salamanca, la pareja retornó a Plasencia apenas sin comunicación verbal durante el trayecto; aunque no por ello, dejaron de dedicarse expresivas miradas. Teresa iba pensativa; Antonio, con la mirada puesta en la carretera, en silencio y meditabundo.
   —Ahora viene cuando la matan —dijo, un par de kilómetros antes de llegar a la ciudad.
   —¿Cómo dices? —interrogó, haciendo un gesto en señal de incomprensión.
   —Cariño, llévame directamente a la plaza —dijo enérgicamente.
   Antonio asintió en silencio.
   Al llegar a la altura del cuartel de la Constancia, giró hacia la derecha tomando la Avda. del Ejército y, al término de esta, girando a la izquierda, a través de la calle del Rey, accedieron al casco viejo.
   —No, no pares.  Aparca dónde puedas —indicó, y, tras un apasionado beso—: ¿Has entendido lo que te he dicho, cariño?
   —Sí —respondió al tiempo que la guiñó un ojo.
   Teresa condujo sus pasos con decisión, a través de los soportales, hasta llegar al club.  Abrió la puerta y, tras apartar enérgicamente el cortinaje hacia la izquierda, se introdujo en el local.
   —¡Hombre! ¡Dichosos los ojos que te ven! —exclamó con ironía Pepe—, ¿qué tal las vacaciones, señora? —enfatizó con retintín.
   —¡Muy bien!... Es más, a decir verdad, mucho mejor de lo que me había imaginado —respondió, sin ocultar su pletórica satisfacción.
   —¡Vaya!, eso me complace aún más —mintió.
   —Bien, dejémonos de tantas tonterías y vamos al grano.
   —¿Al grano? —preguntó, enarcando la ceja derecha.
   —Tenemos una conversación pendiente, ¿no recuerdas? —indicó, con voz suave.
   Entraron al pequeño vestuario, ella con las ideas muy claras; él, lleno de interrogantes.
   —¡Tú dirás!...
   —Estoy harta de fingir un amor que no siento y…
   —¡Ah!, se trata de eso —irrumpió de nuevo, sin dejarla terminar.
   —De eso, y de que para ti, no soy más que un trofeo.
   —¡¿Un trofeo?!, ¡Vaya!,  eso sí que es nuevo para mí.
   —No te hagas el desentendido. Tú no eres tonto y sabes perfectamente de lo que te estoy hablando.
   —Pues, la verdad es que no sé por dónde vas.
   —Estoy más que harta de que me exhibas delante de tus amigotes.
   —¡Ah!, ¿de veras piensas eso?
   —Entre nosotros nunca ha existido el amor... Lo sabes perfectamente.
   —Entonces, según tú,  ¿qué es lo que hay?
   —Puro materialismo.
   —Sigo sin comprender…
   —Pues es muy fácil. Tú satisfacías mis caprichos, y, a cambio, me lucías delante de tus amigos como si fuera tu mejor tesoro.
   —En realidad, ¿qué quieres decirme?
   —Pues, que esto se ha terminado.
   —¡Así!, ¿sin más?
   —Creo que está más claro que el agua, ¿no?
   —Sabes que a mí no me han de faltar mujeres, así es que, ¡cómo tú quieras!, pero eso sí: te irás con lo puesto.
   —Por mí no hay ningún inconveniente.
   —¡No sé qué te ha podido dar ese muerto de hambre!... ¿O es que crees que no sé dónde y con quién estabas?... Plasencia no es más un «pueblo» y aquí todo se sabe.
   —No estoy obligada a darte explicaciones, pero, ya que te empeñas: quiero que sepas que en estos quince días ha sido capaz de hacerme sentir amada.
   —Ya, pero con el amor no se come y, a ti, además de comer, te gusta vestir y vivir muy bien.
   —¿Sabes qué?... Viendo cómo te estás poniendo, te diré que con él ni siquiera necesito fingir los orgasmos.
   —Siendo así no hay nada más que hablar —indicó alzando la voz, Pepe—, ¡Ya estás tardando en irte!
   —¡Por favor! —dijo llamando la atención a la camarera, Teresa—: ¿Me puedes dar la rosa que está en el vaso que hay junto a la caja registradora?
   —Sí, claro ¡cómo no!
   —Gracias —dijo sin más. Un par de segundos después, salió del local sin despedirse ni siquiera de las chicas y caminó erguida y con paso firme hasta la salida: con la satisfacción dibujada en su rostro por haberle dicho de una vez por todas en lo que realmente estaba basada la relación entre ella y «don Pepe».
   Antonio, al ver que Teresa regresaba, se levantó del pétreo banco y salió a su encuentro.
   —Bueno, ya está todo arreglado —indicó, al tiempo que se abalanzaba sobre su verdadero amor.
   —¿Qué tal, mi niña?
   —La verdad es que ha sido mucho más sencillo de lo que me había imaginado. En el fondo, él sabía que tarde o temprano esto sucedería.
   —Espero que con el tiempo no me pase a mí lo mismo ca él.
   —Qué tonto eres, cariño —reprendió con voz melosa—. Lo que hay entre tú y yo: se llama amor.
   —¿T'apetece tomá algo?
   Teresa sonrió pícaramente y le guiño un ojo.
   —Sí, vayámonos a tu casa...  Me apeteces tú, mi amor —dijo con voz melosa.
   —Tendremos que ir a buscá algo pa cená —propuso Antonio.
   Teresa asintió, se abrazó a él y, antes de dirigirse al domicilio, pasaron por uno de los bares, se hicieron con un par de hamburguesas y unas cervezas y, al llegar a casa, tras ducharse y hacer el amor bajo la templanza del chorro de agua, se acomodaron en el sofá y comenzaron a dar cuenta de los alimentos adquiridos: la práctica de sexo, además de satisfacer sus instintos, les provocaba un hambre ineludible.

A la mañana siguiente, a eso de las once y media, salieron de casa y, tras tomarse un café con churros en un bar de la calle del Sol, dirigieron sus pasos hacia donde estaba aparcado el vehículo:
    —¿Adónde vamos ahora, cariño? —consultó con voz melosa Teresa.
   —A la Data... Quiero que conozcas a mí padre y a mi hermana Azucena.
   —Me parece bien, aunque para ser sincera, te diré que: me da un poco de corte.
   —No te precupes, que todavía no s'han comío a nadie.
   Al llegar a la plazuela vio que su padre caminaba hacia la piconera y al pasar junto a este detuvo el vehículo:
   —¡Hombre, hijo! ¿Cómo tú pa'quí, a estas horas?
   —Pos, pa verle a usté, papa…, y, pa presentarle a Teresa.
   Consumados los respectivos saludos y estacionado el automóvil, caminaron los tres con dirección al hogar familiar.
   Media hora después apareció en casa, cargada con tres bolsas de alimentos, Azucena.
   —¡Hombre!, dichosos los ojos que te ven, hermano —dijo Azucena.
   Completado el protocolo familiar.
   —Hermana, te presento a Teresa, la mujer de mi vida.
   —Encantada —dijo haciendo un ademán de cortesía—. Os quedaréis a comer, ¿verdad?
   Antonio asintió.
   —¿Tú que crees?
   Padre e hijo se quedaron conversando en el salón, Azucena se introdujo en la pequeña cocina y Teresa permaneció junto a la entrada de esta y mientras se preparaba la comida se fueron dando a conocer.
   Después de comer, salieron los cuatro a tomar café al bar de Ramón y, desde allí, Antonio telefoneó al resto de sus hermanos para consultarles que si les venía bien reunirse el sábado en el ventorro de Regino, con el fin de invitarlos a comer y presentarlos a su verdadero amor.
   El día del evento amaneció esplendoroso. Desde primeras horas, estaba preocupada y llena de interrogantes por el hecho de saberse el centro de atención en el acto previsto. A eso de las doce, Teresa y Antonio llegaron a la Data, allí les estaba esperando, sentado en las escalerillas del acerado, con los nervios a flor de piel, José, el mismo que  se puso en pie con tanta agilidad como un gato montés al verlos llegar:
   —¡Amos, jodé!, que llevo aquí dos horas d'espera —dijo a modo de saludo.
   —Pos, ya sabe usté que hasta las tres no vamos quedáo con los demás.
   —Ya, pero a mí me gusta enllegá a los sitios con bien de tiempo, hijo.
   —No se precupe usté, papa, que nadie nos va a quitá el sitio.  Ya estuve hablando el martes con el Regino pa hacé la reserva.
   —Hola hija mía, ya me pués perdoná: con los nervios ni siquía t'he saluao.
   —No se preocupe usted por eso.  No es el único que está nervioso.
   —Ya estamos, ¿no?  Pos, ¡hala! vámonos —indicó Antonio.
   Quince minutos después, se encontraban a las puertas del merendero, un vetusto edificio, que al igual que el resto de ventorros existentes en la zona, data desde la Edad Media y surgieron a raíz de la trashumancia. En los alrededores de estos existían unos prados y cercados que eran utilizados por los ganaderos como descansadero de los animales tras varios días de camino, hacer noche allí y a su vez para reponer fuerzas con los suculentos platos pastoriles que se servían en estas ventas.
   Al bajarse del automóvil, a Teresa le llamó la atención que los cerezos colindantes al inmueble estaban cuajados de blancas flores. Al percatarse Antonio de la emoción de esta, con el dedo índice la invitó a mirar hacia los pueblos y se quedó maravillada al contemplar que el Valle del Jerte estaba completamente revestido de blanco. Padre, hijo y «nuera» entraron al local y, tras tomarse unas cervezas, salieron al exterior y caminaron durante una hora por los alrededores: disfrutando de una entretenida conversación, del envolvente paisaje y acompañados en todo momento por el agradable y diversificado trino de los pájaros, que, locos de alegría se encontraban en pleno cortejo primaveral.
   Los primeros en hacer acto de presencia, a eso de las dos y media, fueron Manuel, su mujer y los hijos de ambos. Diez minutos después, aparecieron los demás integrantes de la extensa familia y, según fueron llegando, Antonio les iba presentando a Teresa como la mujer de su vida «Bueno, pues enhorabuena, mi niña, y bienvenida a la familia»  —Estas fueron las palabras más repetidas entre los familiares.
   A las tres en punto, siguiendo las indicaciones de Regino, entraron al comedor, entre adultos y niños, una treintena de comensales, que, entre el bullicio de los menores esperaban impacientes para degustar una exquisita caldereta de cabrito y filetes de ternera o tortilla de patatas para los más pequeños. De postre, las cuajadas y el flan casero fueron los más demandados por los adultos; los pequeños, se decantaron por las natillas caseras, el arroz con leche y las floretas con miel. Después de reposar la comida y, de que algunos tomasen café, copa y puro, decidieron acercarse hasta el pueblo más cercano, Navaconcejo, con la intención de pasar el resto de la tarde juntos. Hasta que, a eso de las nueve, regresaron a Plasencia y, tras despedirse hasta otro día, cada uno se fue para su respectiva vivienda.
El miércoles, a primeras horas de la mañana, Teresa y Antonio salieron a dar una vuelta por la zona centro para comprar un poco de fruta y de paso echar un vistazo por los comercios de los alrededores:
   —Cariño, necesito comprarme ropa más acorde a nuestra situación.
   —Sí, claro.  Cómprate lo que quieras.
   —Creo que de momento con un par de pantalones, dos blusas y tres o cuatro camisetas será suficiente… Bueno y también un par de zapatillas de cuña, que de andar todo el día con zapatos tengo los pies destrozados.
   —Mi niña, no es necesario que me des tantas explicaciones, compra lo que necesites.
   Efectuadas las adquisiciones, se encontraron con José bajo los soportales y estuvieron tomando cañas hasta que, a eso de las dos menos cuarto, este se despidió de la pareja.
   —Bueno, ¿cácemos ahora? —consultó Antonio.
   —Cariño, ¿qué te parece si nos quedamos a comer por cualquier bar de la zona?  La cocina es algo que nunca me ha llamado la atención… ¡Vamos!, hablando en plata: que quitando el freír cualquier cosa no se más.
   —No te precupes: yo, ni siquiera sé freí un güevo... pero, ya aprenderemos, y si no, pos, comeremos lo que sea.
   Cinco minutos después de que el Abuelo Mayorga golpease cuatro veces sobre la campana, llegaron a casa y, dejándose llevar por el deseo, hicieron el amor un par de veces. Al terminar, permanecieron abrazados y jadeantes durante diez minutos, prendieron un cigarrillo, lo fumaron a medias y, tras apagarlo en un reducido cenicero de cristal, de los de todo a cien, se quedaron dormidos sobre el encarnado sofá.
   Pasadas dos horas, Antonio se despertó sobresaltado.
   —¡Jodé!,  ya ni m'acordaba —dijo alzando la voz, mientras descargaba la vejiga en el pequeño cuarto de baño.
   —¿El qué, cariño?
   —Que tengo que ir a trabajá.
   —¿Ya ha pasado un mes?... ¡No me lo puedo creer!
   —Pos, sí.  Ya sabes que, cuando se está bien, el tiempo pasa sin que nos demos cuenta... pero no te precupes, que pa las once o asín estaré aquí.
 Teresa suspiró sonoramente,
   —Tendré que ir acostumbrándome, por lo que se ve, no me queda otra.
   —Serán solo un par de días a la semana. El fin de semana te podrás vení allí cormigo.
   —Pues sí.  Tienes razón, no había caído en ello.
   Antonio se desvistió, caminó hasta el baño y se introdujo bajo la ducha.  Veinte minutos después caminaba, erguido y con el pecho hinchado cual si fuera un palomo buchón hacia la Puerta del Sol embutido en un elegante traje azul oscuro, camisa blanca y unos cómodos, negros y brillantes zapatos.
   Al llegar al centro de trabajo, este fue recibido efusivamente por el personal.
   —Se te ve muy contento —dijo la taquillera con segundas intenciones—. ¿No estarás enamorado, verdad?
   —¡Vaya!, no sabía que tenías poderes adivinatorios —exclamó con tono jocoso—, aunque la verdá es que, cara de bruja sí que tienes, joía.
   —No, cariño para eso aún me faltan tablas —respondió entre risas—. Todos aquí, ya sabemos que estás viviendo con Susana…
   El rostro de Antonio demudó hacia un gesto de sorpresa.
   —¡Ah!, ¿sí?
   La taquillera sonrió ligeramente.
   —Ya, sabes querido... Plasencia es más que un «pueblo»… y, además de que el otro día me pareció veros saliendo de tu casa, soy bastante cotilla.
   —Sí, sí, ya veo que estáis bien informáos.
   —¿Y para cuándo es la boda?
   —¡¿Boda?! No sé. Esto…, ehem, dejémos correr el tiempo, ¿te parece bien? —dijo intentando poner punto y final a la indiscreta conversación.
   La joven y atractiva empleada asintió.
   —Sí, claro. El tiempo y solo él es quién siempre tiene la última palabra.
   La música comenzó a hacerse notar y, a las ocho en punto, se abrieron las puertas al público.
   Tres horas y media después, Antonio regresó junto a su amada.


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