Tras su licenciatura, a últimos de abril, estando sentados
en torno a la mesa camilla, terminando de desayunar, se presentó en casa
Manuel:
—¿Qué pasa, padre? ¿Cómo va to?
José levantó la vista y sonrió.
—Bien, hijo, bien. No mos poemos quejá.
—¿Y tú, qué tal Pirata? ¿Qué piensas hacé con tu vida?
—De momento un poquino aburrio, pero bien.
El rostro de Manuel demudó en ademán de sorpresa.
—¡Ah! ¿Y no tienes pensao hacé na, pa cambiarlo?
—Pos, la verdá es
que no sé a qué te refieres, hermano.
—¿No piensas volvé
a trabajá?
Antonio bajó la
mirada, el tono de voz y se encogió de hombros.
—No sé a ónde.
Manuel le puso la
mano en la cabeza y le hizo un guiño cariñoso.
—Bueno, si es que
en verdá quieres, puedes venirte conmigo a la carpintería y, enque no pagan
mucho, el amo es buena gente, y allí aprenderás un oficio.
El rostro de
Antonio se llenó de alegría.
—Sí, sí
quiero. ¿Cuándo puedo empezá?
—Bueno, primero se
lo preguntaré al amo, y, en caso de que me diga que sí, tendrás que cumplí con
el trabajo y respetá a tos los que están allí: que m'han dicho que, a veces, te
pones un poco farruco —dijo mientras caminaba hacia el cuarto de baño.
—No te precupes por
eso, hermano... Te juro por mama que
asín será.
—¡Ea!, pos, no
s'hable más… mañana te daré la respuesta.
—No ves, hijo mío,
cómo n'esta vía to llega a su tiempo —indicó José, mirándole a los ojos.
—Sí, papa… pero ya
sabe usté, lo impaciente que soy yo.
—No te precupes,
hijo, que con el tiempo aprenderás. Ahora, entoavía estás como un potro cerrí.
Manuel regresó de
«cambiar el agua al canario».
—Bueno, padre, le
invito a tomá una cervecita.
—Déjalo pa otro
día, hijo. Ahora tengo que jacé argunas
cosas en la piconera.
—Entonces, cómo
usté quiera, padre —concluyó, y, tras despedirse como siempre: se lanzó
escaleras abajo.
Tres de días
después, Antonio se inició como aprendiz de carpintero, algo que ni siquiera se
le había pasado por la imaginación.
Un par de semanas
después, este se había adaptado al ritmo del trabajo, se había ganado el cariño
de los compañeros y, también, el respeto y la obediencia de los perros que, por
las noches, custodiaban el almacén.
Apenas faltaban treinta y seis horas para recibir la primera
mensualidad:
—Papa, tengo que
decirle algo —anunció Antonio.
—Bien, hijo, ¿tú me
dirás?
—He pensao que, si
a usté le parece bien... Ehem,
—carraspeó—, quiero ir ahorrando pa comprá una cosa.
—¡Ah!, eso está
bien, hijo…También yo había pensao en argo pa ti.
—¡¿Sí, papa?! ¿Y
qué es?
—Cuenta, hijo,
cuenta tú primero.
—Quiero comprá una
tienda de campaña, y si a usté no le importa, quedarme con la mitá del jorná pa
ese menesté.
—Bueno, hijo, no es
lo mismo que tenía pensao, pero: pués
jacelo.
—Ahora me cuente
usté a mí, papa.
—Yo, había pensao
que, como tiés el carné de conducí, poemos comprá un coche y…
Sin dejarle
terminar la frase.
—¡¿Pa mí, papa?!
—Sí, hijo. Pa ti y
pa'l río: que las cosas andan justas y temos que jacé por viví.
Después de
abrazarse, Antonio salió zumbando escaleras abajo con el fin de pregonar a los
cuatro vientos, y a todo aquel con quien este se cruzase, la buena nueva.
Una semana después, aquel inolvidable sábado
del mes de febrero de 1977, desde primeras horas de la mañana, se encontraban
frente a las puertas del concesionario de la Renault: Antonio, José y Manuel,
esperando a que abriesen el concesionario para elegir el tan anhelado vehículo.
Tras ser recibidos por el encargado en el departamento de ventas, y, después de
elegir en el estand, el modelo y el color, fijaron los plazos mensuales. El
empleado tramitó la documentación pertinente para matricular el automóvil y,
tras darse un apretón de manos, padre e hijos se montaron de nuevo en el
«Cuatro Latas» de Manuel.
—Bueno, hijos,
ahora solo mos quéa esperá —enunció mientras se frotaba las manos.
—¡Papa, estoy
deseando que pase en cuanto antes! —exclamó Antonio.
—Hijo, con el
tiempo tendrás que aprendé a esperá, y no te precupes: que n'esta vía to lo que
tanga que sé, será.
—Hermano, aún te
quean muchas cosas por aprendé y por viví... —advirtió Manuel, al tiempo que le
removía el pelo y le hacía un guiño.
Antonio asintió con
reiteración.
La vida continuó su
rumbo favorablemente para el ojito derecho de José: Antonio.
En la plazuela,
aparcado frente al portal, pasaba las noches al sereno el verde y metalizado
Renault 6 GTL.
«Hay que vé cómo
pasa el tiempo de rápido…, parece que fue ayé y ya va pa dos meses que lo voy
conduciendo», pensó mientras lo contemplaba desde la ventana del salón-comedor.
Desde lo alto, se
distinguía la baca que habían instalado en la techumbre del auto con el fin de
poder transportar la balsa y los varales cuando estos acudiesen al río en busca
del pescado para venderlo junto a la plaza de abastos, frente a la iglesia de
San Esteban y delante del escaparate de calzados Galindo.
Un viernes, a última hora de la tarde, en la oficina de
Martínez.
—Señó Emiliano, ¿da
su permiso? —consultó Antonio asomando la cabeza por la entreabierta
portezuela.
El administrativo
dejó teclear sobre la antiquísima y negra Hispano Olivetti M40.
—¡Adelante! —dijo a
la par que se subía las gruesas lentes ayudándose del dedo corazón.
—¿Me puedo cogé un
día de vacaciones?
—Sí claro ¡Cómo no!
—Es que tengo que
ir a Cáceres pa comprarme algo y…
—¿Para cuándo
quieres el día?
—¿Puede sé mañana?
—Bien, por esta vez
de acuerdo; pero, de aquí en adelante, cuando tengas previsto alguna otra cosa:
me lo haces saber con más tiempo.
—Muchas gracias,
señó Emiliano.
—No hay de qué,
Antonio.
A la mañana
siguiente, a eso las siete, tras accionar la puesta en marcha del vehículo, con
las ideas claras y el rumbo prefijado, se desplazó hasta la capital de
provincia. Al llegar, aparcó el automóvil prácticamente a las afueras de la
ciudad y continúo a pie deambulando por esta, hasta que, preguntando a los
viandantes, logró situarse frente a la puerta de un gran almacén donde se podía
adquirir cualquier artículo relacionado con la acampada y los deportes al aire
libre. Una vez en el interior, después de comparar precios y modelos, se
decantó por una de tamaño familiar, seis plazas además del porche y, tras
realizar el pago, echándosela sobre el hombro, regresó hacia el lugar donde
había dejado estacionado el vehículo.
Pasada la noche en
vela, tras levantarse y desayunar, cogió todos los bártulos y, echándolos al
maletero del vehículo, emprendió el camino hacia la Isla del Pirata, como él la
llamaba. Una vez allí, después de fumarse varios cigarrillos, tras un par de
intentos frustrados, dos horas más tarde, por fin se podía jactar de haber
convertido en realidad aquel sueño surgido tiempo atrás, estando de maniobras.
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