sábado, 23 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 12, Vidas Truncadas


Tras su licenciatura, a últimos de abril, estando sentados en torno a la mesa camilla, terminando de desayunar, se presentó en casa Manuel:

—¿Qué pasa, padre? ¿Cómo va to?
José levantó la vista y sonrió.
—Bien, hijo, bien. No mos poemos quejá.
—¿Y tú, qué tal Pirata? ¿Qué piensas hacé con tu vida?
—De momento un poquino aburrio, pero bien.
El rostro de Manuel demudó en ademán de sorpresa.
—¡Ah! ¿Y no tienes pensao hacé na, pa cambiarlo?
   —Pos, la verdá es que no sé a qué te refieres, hermano.
   —¿No piensas volvé a trabajá?
   Antonio bajó la mirada, el tono de voz y se encogió de hombros.
   —No sé a ónde.
   Manuel le puso la mano en la cabeza y le hizo un guiño cariñoso.
   —Bueno, si es que en verdá quieres, puedes venirte conmigo a la carpintería y, enque no pagan mucho, el amo es buena gente, y allí aprenderás un oficio.
   El rostro de Antonio se llenó de alegría.
   —Sí, sí quiero.  ¿Cuándo puedo empezá?
   —Bueno, primero se lo preguntaré al amo, y, en caso de que me diga que sí, tendrás que cumplí con el trabajo y respetá a tos los que están allí: que m'han dicho que, a veces, te pones un poco farruco —dijo mientras caminaba hacia el cuarto de baño.
   —No te precupes por eso, hermano...  Te juro por mama que asín será.
   —¡Ea!, pos, no s'hable más… mañana te daré la respuesta.
   —No ves, hijo mío, cómo n'esta vía to llega a su tiempo —indicó José, mirándole a los ojos.
   —Sí, papa… pero ya sabe usté, lo impaciente que soy yo.
   —No te precupes, hijo, que con el tiempo aprenderás. Ahora, entoavía estás como un potro cerrí.
   Manuel regresó de «cambiar el agua al canario».
   —Bueno, padre, le invito a tomá una cervecita.
   —Déjalo pa otro día, hijo.  Ahora tengo que jacé argunas cosas en la piconera.
   —Entonces, cómo usté quiera, padre —concluyó, y, tras despedirse como siempre: se lanzó escaleras abajo.
   Tres de días después, Antonio se inició como aprendiz de carpintero, algo que ni siquiera se le había pasado por la imaginación.
 Un par de semanas después, este se había adaptado al ritmo del trabajo, se había ganado el cariño de los compañeros y, también, el respeto y la obediencia de los perros que, por las noches, custodiaban el almacén.

Apenas faltaban treinta y seis horas para recibir la primera mensualidad:
   —Papa, tengo que decirle algo —anunció Antonio.
   —Bien, hijo, ¿tú me dirás?
   —He pensao que, si a usté le parece bien...  Ehem, —carraspeó—, quiero ir ahorrando pa comprá una cosa.
   —¡Ah!, eso está bien, hijo…También yo había pensao en argo pa ti.
   —¡¿Sí, papa?! ¿Y qué es?
   —Cuenta, hijo, cuenta tú primero.
   —Quiero comprá una tienda de campaña, y si a usté no le importa, quedarme con la mitá del jorná pa ese menesté.
   —Bueno, hijo, no es lo mismo que tenía pensao, pero:  pués jacelo.
   —Ahora me cuente usté a mí, papa.
   —Yo, había pensao que, como tiés el carné de conducí, poemos comprá un coche y…
   Sin dejarle terminar la frase.
   —¡¿Pa mí, papa?!
   —Sí, hijo. Pa ti y pa'l río: que las cosas andan justas y temos que jacé por viví.

   Después de abrazarse, Antonio salió zumbando escaleras abajo con el fin de pregonar a los cuatro vientos, y a todo aquel con quien este se cruzase, la buena nueva.

  Una semana después, aquel inolvidable sábado del mes de febrero de 1977, desde primeras horas de la mañana, se encontraban frente a las puertas del concesionario de la Renault: Antonio, José y Manuel, esperando a que abriesen el concesionario para elegir el tan anhelado vehículo. Tras ser recibidos por el encargado en el departamento de ventas, y, después de elegir en el estand, el modelo y el color, fijaron los plazos mensuales. El empleado tramitó la documentación pertinente para matricular el automóvil y, tras darse un apretón de manos, padre e hijos se montaron de nuevo en el «Cuatro Latas» de Manuel.
   —Bueno, hijos, ahora solo mos quéa esperá —enunció mientras se frotaba las manos.
   —¡Papa, estoy deseando que pase en cuanto antes! —exclamó Antonio.
   —Hijo, con el tiempo tendrás que aprendé a esperá, y no te precupes: que n'esta vía to lo que tanga que sé, será.
   —Hermano, aún te quean muchas cosas por aprendé y por viví...           —advirtió Manuel, al tiempo que le removía el pelo y le hacía un guiño.

   Antonio asintió con reiteración.
   La vida continuó su rumbo favorablemente para el ojito derecho de José: Antonio.
   En la plazuela, aparcado frente al portal, pasaba las noches al sereno el verde y metalizado Renault 6 GTL.
   «Hay que vé cómo pasa el tiempo de rápido…, parece que fue ayé y ya va pa dos meses que lo voy conduciendo», pensó mientras lo contemplaba desde la ventana del salón-comedor.
   Desde lo alto, se distinguía la baca que habían instalado en la techumbre del auto con el fin de poder transportar la balsa y los varales cuando estos acudiesen al río en busca del pescado para venderlo junto a la plaza de abastos, frente a la iglesia de San Esteban y delante del escaparate de calzados Galindo.

Un viernes, a última hora de la tarde, en la oficina de Martínez.
   —Señó Emiliano, ¿da su permiso? —consultó Antonio asomando la cabeza por la entreabierta portezuela.
   El administrativo dejó teclear sobre la antiquísima y negra Hispano Olivetti M40.
   —¡Adelante! —dijo a la par que se subía las gruesas lentes ayudándose del dedo corazón.
   —¿Me puedo cogé un día de vacaciones?
   —Sí claro ¡Cómo no!
   —Es que tengo que ir a Cáceres pa comprarme algo y…
   —¿Para cuándo quieres el día?
   —¿Puede sé mañana?
   —Bien, por esta vez de acuerdo; pero, de aquí en adelante, cuando tengas previsto alguna otra cosa: me lo haces saber con más tiempo.
   —Muchas gracias, señó Emiliano.
   —No hay de qué, Antonio.

   A la mañana siguiente, a eso las siete, tras accionar la puesta en marcha del vehículo, con las ideas claras y el rumbo prefijado, se desplazó hasta la capital de provincia. Al llegar, aparcó el automóvil prácticamente a las afueras de la ciudad y continúo a pie deambulando por esta, hasta que, preguntando a los viandantes, logró situarse frente a la puerta de un gran almacén donde se podía adquirir cualquier artículo relacionado con la acampada y los deportes al aire libre. Una vez en el interior, después de comparar precios y modelos, se decantó por una de tamaño familiar, seis plazas además del porche y, tras realizar el pago, echándosela sobre el hombro, regresó hacia el lugar donde había dejado estacionado el vehículo.

   Pasada la noche en vela, tras levantarse y desayunar, cogió todos los bártulos y, echándolos al maletero del vehículo, emprendió el camino hacia la Isla del Pirata, como él la llamaba. Una vez allí, después de fumarse varios cigarrillos, tras un par de intentos frustrados, dos horas más tarde, por fin se podía jactar de haber convertido en realidad aquel sueño surgido tiempo atrás, estando de maniobras.

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