Una mañana de noviembre.
Caminaban, enfundados con ropas de abrigo, cubiertos con
gorros y bufandas de lana, hacia el colegio, cuando, al observar que los
charcos y el barro del enfangado camino estaban helados comenzaron a saltar
sobre los carámbanos con la intención de ir rompiendolos, las bajas
temperaturas durante la noche habían hecho posible que, en algunos tramos, el
hielo superase un centímetro de espesor.
—¡Jo, menua
pelurda ca'caío! —exclamó, Moreno.
—Ya te digo, la
condená se mete hasta los tuétanos —dijo castañeando los dientes, Antonio.
—Cuarquiera saca
la minga pa meá —expresó Leandro, al tiempo que se estremecía.
Al entrar en el
aula notaron un pequeño alivio, pero cuando realmente entraron en calor fue
durante el recreo, ya que, después de comerse el bollo de pan con pan en la
mayoría de los casos, las interminables carreras, o las breves disputas de
futbol, o cualquier otro juego en los que estos participaban. —Un brasero de
picón bajo la mesa del profesor era el único sistema de calefacción utilizado en
los colegios por aquel entonces.
Por las tardes, al
salir del colegio, los días habían mermado considerablemente.
—Bueno,
chicos. Mañana nos vemos en la escuela,
¡qué hace un frío que pela! —justificó Antonio, al despedirse.
—Adiós, hasta
mañana —respondieron los demás.
Subiendo por las
angostas e inclinadas escaleras, recordó que tiempo atrás, en la piconera había
visto algo en las baldas de un viejo y destartalado armario. «Ya lo tengo»,
pensó y comenzó a subir los peldaños, de tres en tres, entusiasmado. Al llegar
frente a la puerta, tiró de un pequeño cordón que colgaba al lado de la
cerradura y, tras abrir la puerta y saludar y besar a su progenitora:
—Mama, ¿me puedo
llevá un poquino d'aceite pa mañana?
Manuela puso cara
de circunstancias.
—¡¿Pa qué lo
quieres, hijo?!
—¿Puedo llevarme
tamién dos o tres candiles que hay en la piconera? —dijo sin dejarle contestar
a su madre.
—¿Pa qué quieres
tú esas cosas?
Antonio puso cara
de chico bueno.
—Mama, como ahora
escurece tan pronto… he pensáo qu'en vé d'está metió en casa o en la calle
pasando frío, podemos está jugando, en el chiscón, hasta la hora de cená.
—¡Ah!, es pa eso.
¿Tú crees que con los candiles se quitará el frío, hijo?
—No, mama, son pa
tené luz; pa'l frío, ya he llevao un saco de picón.
—Bueno, bueno…
cuando venga tu padre se lo dices… y si él te deja…, te llevas la aceite y los
candiles, pero se lo pides delante mía, ¿vale?
—Está bien —dijo
con desgano—, como usté diga, mama.
—¿Ya has termináo los deberes?
—Sí, mama, los
hice en la escuela —mintió.
Al llegar a casa
José, tras contarle sus intenciones.
—Pués llevátelo,
hijo; pero ten mucho cuidao con no dejá encendios los candiles ni el brasero
cuando te vengas pa'casa. Qu'el fuego es mu güeno y sirve pa muchas cosas, pero
si se le deja solo, es mu peligroso y traicionero.
Antonio sonrió y
le guiñó un ojo.
—No se precupe
usté por eso, papa. Yo mismo, me encargaré de apagarlo to los días.
Después de cenar,
Antonio se quedó viendo la película que emitían, en blanco y negro, a través
del UHF, junto a sus padres. —Por aquel entonces TVE era el único medio de
difusión televisiva y retransmitía a través de sus dos canales—. El calor que
emanaba del brasero, hizo que poco a poco, Antonio comenzase a sentir morriña
y, en un santiamén, se quedó acurrucado y dormido en uno de los dos cómodos y
encarnados sillones orejeros que circundaban la mesa camilla. Manuela abrió el
sofá-cama y, tras vestirle con las sábanas y las mantas:
—Venga hijo mío,
vete a la cama que t'has quedao frito —indicó Manuela.
—No, mama, que no
estoy dormío, que a mí me gusta vé la tele con lo sojos cerraos.
A la mañana
siguiente, durante el recreo:
—Ya tengo
solucionáo lo del frío y la lú —informó
a sus amigos.
—¿Y cás inventáo?
—preguntó uno de los allí reunidos.
Él sonrió.
—Ya lo veréis.
En aquel instante,
como cada día, a las once y media, resonaba por todo el patio el estridente e
inconfundible toque de silbato, el mismo que recordaba a los chavales que había
llegado la hora de retornar a los estudios.
Por tarde, al
salir de clase, se marchó corriendo sin esperar a nadie. Al llegar a casa, tras
recoger la merienda, el aceite y una caja de cerillas, al salir del portal, se
encaminó hacia la piconera.
Media hora
después, al llegar al acuartelamiento, lo primero que hizo fue verter un poco
de picón en el brasero y sobre él colocó una arrugada hoja de periódico y
encima de esta unas astillas de madera y les prendió fuego. Una vez que el
picón comenzó a chisporretear, lo avivó dándole aire con un trozo de cartón.
Después, vertió un poco de aceite en las cazoletas de los ennegrecidos
candiles, preparó tres pequeñas y finas torcidas de trapo, las untó bien en el
oleaginoso líquido, las introdujo en las cazoletas dejando asomar uno de los
cabos a través del pico del arcaico farol y, con sumo cuidado, les fue colgando
en las alcayatas que previamente habían sido clavadas en la pared por el mismo.
Unos minutos después, aún sin haber anochecido, prendió una cerilla y la fue
aproximando a cada uno de los puntos de luz. Los chavales comenzaron a llegar,
estos al ver la agónica luminiscencia que provenía de añosos candiles, en
silencio, se miraron unos a otros, e intercambiaron algunos gestos faciales al
tiempo que se encogían de hombros:
—El calor, sí que
se nota; pero el alumbrado, deja mucho que desear —dijo Lucía.
—Habrá que esperá
a que escureza más, y, a que la llama coja fuerza. ¿Acaso tú naciste tan
crecía, o tan idiota como eres ahora?, ¿verdá que no, lista? —recalcó enojado,
Antonio.
—Eso que brilla en
la pared, ¿no serán tres luciérnagas verdad? —insistió ella con tono irónico.
—Luci, ¡vale ya!
—reprendió Rocío—. Tengamos la fiesta en paz. ¿A qué vamos venío aquí, a juegá
o a discutí?
—¡Vaya!, lo que me
faltaba ya —exclamó con desaire, al tiempo que abandonaba la estancia, Lucía.
El tiempo
transcurría pausadamente y, mientras que en el exterior agonizaba la claridad
vespertina, en el interior, las danzarinas llamas iban ganando luminiscencia
dando lugar a todo tipo de elogios y comentarios, la estancia fue adquiriendo una
temperatura tan agradable, que el hecho de pensar que tendrían que regresar a
casa les causaba pereza. Como cada día, a eso de las nueve, a través de las
ventanas, las madres comenzaron a vociferar el nombre de sus respectivos hijos.
Estos, tratando de evitar ser represaliados o en el peor de los casos recibir
algún pescozón por la demora en responder o presentarse en casa tras haber
pasados diez minutos desde la última llamada:
—¡Jo!, qué de
noche es —protestó al salir, Rocío.
Antonio encendió
una bermeja linterna de petaca que había cogido de uno de los estantes que
circundaban el interior de la barraca
—No precuparse,
que aquí está la solución; pero me tenéis qu'esperá un poquino.
Se introdujo de
nuevo en la estancia, asió con su mano derecha un largo gancho de hierro que
pendía colgado en una de las paredes, y enganchó, por uno de los asideros, el
brasero y lo llevó arrastrando hasta el cercano arroyo para apagarlo. Después,
regresó al interior para dejarlo debajo de la mesa camilla, apagó los candiles,
tiró de la puerta hacia él y, tras pasar el grillete del candado por los
eslabones de la gruesa cadena, propinando un certero golpe, con la parte de
atrás de la mano, echó el cierre a la barraca.
Se volvió hacia los demás y colocándose en primer lugar, en fila india,
le siguieron hasta que, al llegar a la altura de los edificios, tras
despedirse, el grupo se disolvió como lo hace un caramelo al ser paladeado:
dejando una agradable y placentera sensación.
A partir de aquel
día, por las tardes, al salir del colegio, tras pasar por casa para dejar la
cartera y recoger la merienda, se dirigían a la acogedora y confortable barraca
donde se entretenían jugando a las cartas, la taba, contando chistes...
Los días y las
semanas pasaban felizmente entre las pocas obligaciones y el mucho ocio para
aquellos que ajenos, vivían y dependían única y exclusivamente de la
precariedad económica de sus progenitores. «¡Qué tiempos aquellos! Los adultos
trabajaban como bestias para sacar adelante a sus descendientes y, algunos,
además se veían en la tesitura de tener que saltarse una de las comidas, con el
fin de satisfacer las necesidades básicas de sus retoños».
Una tarde, después
de cumplir con el ritual de tenerlo todo preparado para cuando fuesen llegando
los componentes de la banda, transcurrido un tiempo más que razonable:
—Qué raro que no
haigan venío ni la Rocío ni la Luci —dijo irrumpiendo el inusitado silencio,
Antonio.
—La Luci, no sé;
pero la Rocío, tampoco ha io a escuela hoy —balbució una de las pequeñas.
—A lo mejó, sus
padres, no la dejan vení —manifestó Vicente.
—¡Qué tontería!, sus
padres saben que semos novios y nunca la riñen.
—Bueno, bueno. Eso
es lo que te dice ella, que, a sabé si es verdá.
Antonio le dedicó
una mirada iracunda.
—¿Acaso lo sabes
tú, sabiondo?
Vicente mantuvo
fijada la mirada durante unos segundos.
—No, claro que no;
pero eso no quiere decí que sea mentira, ¿verdá?
Antonio optó por
callarse, siendo consciente de que si continuaban por esos derroteros podrían
acabar peleando. Un rato después, tomó
la determinación de que había llegado la hora de disgregar la reunión y dejarlo
para otro momento y, tras cumplir con el ritual de apagar las luces, el brasero
y echar el cierre a la barraca, se despidieron hasta el día siguiente y durante
el recreo se reunieron junto a uno de los cuatro kiosco-bar existentes en el
recinto.
—Luci, ¿tú sabes
por qué no viene la Rocío a la escuela? —tanteó Antonio, al comprobar que ese
día tampoco había acudido a clase, la niña de sus ojos.
—¡Sí! Al parecer,
según tengo entendido, sus tíos estuvieron de boda aquí el domingo pasado y, al
regresar al pueblo, el coche en el que viajaban se salió de la carretera...
creo que en las curvas que hay junto al arroyo de El Ganso... creo que ha
muerto el hermano de su madre... creo
que su tía está muy grave... y, me parece que, Rocío se ha ido con sus padres a
buscar a sus primos para traerlos a casa.
Angustiados y
conmovidos por la desagradable y triste noticia, unos verbalizaron sus lamentos;
otros, gesticulando, como si fueran actores melodramáticos, y en el más
absoluto silencio: «Si un día les pasa algo a mis padres, yo me muro de pena»,
pensó Antonio, sin poder contener las lágrimas, al igual que lo hacen los
arroyos cuando no son capaces de asimilar el caudal que reciben tras una
inesperada tormenta: dejándolas correr a su libre albedrío.
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