jueves, 7 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 10, Vidas Truncadas


Una mañana de noviembre.
Caminaban, enfundados con ropas de abrigo, cubiertos con gorros y bufandas de lana, hacia el colegio, cuando, al observar que los charcos y el barro del enfangado camino estaban helados comenzaron a saltar sobre los carámbanos con la intención de ir rompiendolos, las bajas temperaturas durante la noche habían hecho posible que, en algunos tramos, el hielo superase un centímetro de espesor.

   —¡Jo, menua pelurda ca'caío! —exclamó, Moreno.
   —Ya te digo, la condená se mete hasta los tuétanos —dijo castañeando los dientes, Antonio.
   —Cuarquiera saca la minga pa meá —expresó Leandro, al tiempo que se estremecía.

   Al entrar en el aula notaron un pequeño alivio, pero cuando realmente entraron en calor fue durante el recreo, ya que, después de comerse el bollo de pan con pan en la mayoría de los casos, las interminables carreras, o las breves disputas de futbol, o cualquier otro juego en los que estos participaban. —Un brasero de picón bajo la mesa del profesor era el único sistema de calefacción utilizado en los colegios por aquel entonces.

   Por las tardes, al salir del colegio, los días habían mermado considerablemente.
   —Bueno, chicos.  Mañana nos vemos en la escuela, ¡qué hace un frío que pela! —justificó Antonio, al despedirse.
   —Adiós, hasta mañana —respondieron los demás.

   Subiendo por las angostas e inclinadas escaleras, recordó que tiempo atrás, en la piconera había visto algo en las baldas de un viejo y destartalado armario. «Ya lo tengo», pensó y comenzó a subir los peldaños, de tres en tres, entusiasmado. Al llegar frente a la puerta, tiró de un pequeño cordón que colgaba al lado de la cerradura y, tras abrir la puerta y saludar y besar a su progenitora:

   —Mama, ¿me puedo llevá un poquino d'aceite pa mañana?
   Manuela puso cara de circunstancias.
   —¡¿Pa qué lo quieres, hijo?!
   —¿Puedo llevarme tamién dos o tres candiles que hay en la piconera? —dijo sin dejarle contestar a su madre.
   —¿Pa qué quieres tú esas cosas?
   Antonio puso cara de chico bueno.
   —Mama, como ahora escurece tan pronto… he pensáo qu'en vé d'está metió en casa o en la calle pasando frío, podemos está jugando, en el chiscón, hasta la hora de cená.
   —¡Ah!, es pa eso. ¿Tú crees que con los candiles se quitará el frío, hijo?
   —No, mama, son pa tené luz; pa'l frío, ya he llevao un saco de picón.
   —Bueno, bueno… cuando venga tu padre se lo dices… y si él te deja…, te llevas la aceite y los candiles, pero se lo pides delante mía, ¿vale?
   —Está bien —dijo con desgano—, como usté diga, mama.
   —¿Ya has termináo los deberes?
   —Sí, mama, los hice en la escuela —mintió.

   Al llegar a casa José, tras contarle sus intenciones.
   —Pués llevátelo, hijo; pero ten mucho cuidao con no dejá encendios los candiles ni el brasero cuando te vengas pa'casa. Qu'el fuego es mu güeno y sirve pa muchas cosas, pero si se le deja solo, es mu peligroso y traicionero.
   Antonio sonrió y le guiñó un ojo.
   —No se precupe usté por eso, papa. Yo mismo, me encargaré de apagarlo to los días.
   Después de cenar, Antonio se quedó viendo la película que emitían, en blanco y negro, a través del UHF, junto a sus padres. —Por aquel entonces TVE era el único medio de difusión televisiva y retransmitía a través de sus dos canales—. El calor que emanaba del brasero, hizo que poco a poco, Antonio comenzase a sentir morriña y, en un santiamén, se quedó acurrucado y dormido en uno de los dos cómodos y encarnados sillones orejeros que circundaban la mesa camilla. Manuela abrió el sofá-cama y, tras vestirle con las sábanas y las mantas:
   —Venga hijo mío, vete a la cama que t'has quedao frito —indicó Manuela.
   —No, mama, que no estoy dormío, que a mí me gusta vé la tele con lo sojos cerraos.
   A la mañana siguiente, durante el recreo:
   —Ya tengo solucionáo lo del frío y la lú   —informó a sus amigos.
   —¿Y cás inventáo? —preguntó uno de los allí reunidos.
   Él sonrió.
   —Ya lo veréis.

   En aquel instante, como cada día, a las once y media, resonaba por todo el patio el estridente e inconfundible toque de silbato, el mismo que recordaba a los chavales que había llegado la hora de retornar a los estudios.
   Por tarde, al salir de clase, se marchó corriendo sin esperar a nadie. Al llegar a casa, tras recoger la merienda, el aceite y una caja de cerillas, al salir del portal, se encaminó hacia la piconera.

   Media hora después, al llegar al acuartelamiento, lo primero que hizo fue verter un poco de picón en el brasero y sobre él colocó una arrugada hoja de periódico y encima de esta unas astillas de madera y les prendió fuego. Una vez que el picón comenzó a chisporretear, lo avivó dándole aire con un trozo de cartón. Después, vertió un poco de aceite en las cazoletas de los ennegrecidos candiles, preparó tres pequeñas y finas torcidas de trapo, las untó bien en el oleaginoso líquido, las introdujo en las cazoletas dejando asomar uno de los cabos a través del pico del arcaico farol y, con sumo cuidado, les fue colgando en las alcayatas que previamente habían sido clavadas en la pared por el mismo. Unos minutos después, aún sin haber anochecido, prendió una cerilla y la fue aproximando a cada uno de los puntos de luz. Los chavales comenzaron a llegar, estos al ver la agónica luminiscencia que provenía de  añosos candiles, en silencio, se miraron unos a otros, e intercambiaron algunos gestos faciales al tiempo que se encogían de hombros:

   —El calor, sí que se nota; pero el alumbrado, deja mucho que desear —dijo Lucía.
   —Habrá que esperá a que escureza más, y, a que la llama coja fuerza. ¿Acaso tú naciste tan crecía, o tan idiota como eres ahora?, ¿verdá que no, lista? —recalcó enojado, Antonio.
   —Eso que brilla en la pared, ¿no serán tres luciérnagas verdad? —insistió ella con tono irónico.
   —Luci, ¡vale ya! —reprendió Rocío—. Tengamos la fiesta en paz. ¿A qué vamos venío aquí, a juegá o a discutí?
   —¡Vaya!, lo que me faltaba ya —exclamó con desaire, al tiempo que abandonaba la estancia, Lucía.

   El tiempo transcurría pausadamente y, mientras que en el exterior agonizaba la claridad vespertina, en el interior, las danzarinas llamas iban ganando luminiscencia dando lugar a todo tipo de elogios y comentarios, la estancia fue adquiriendo una temperatura tan agradable, que el hecho de pensar que tendrían que regresar a casa les causaba pereza. Como cada día, a eso de las nueve, a través de las ventanas, las madres comenzaron a vociferar el nombre de sus respectivos hijos. Estos, tratando de evitar ser represaliados o en el peor de los casos recibir algún pescozón por la demora en responder o presentarse en casa tras haber pasados diez minutos desde la última llamada:

   —¡Jo!, qué de noche es —protestó al salir, Rocío.
   Antonio encendió una bermeja linterna de petaca que había cogido de uno de los estantes que circundaban el interior de la barraca
   —No precuparse, que aquí está la solución; pero me tenéis qu'esperá un poquino.

   Se introdujo de nuevo en la estancia, asió con su mano derecha un largo gancho de hierro que pendía colgado en una de las paredes, y enganchó, por uno de los asideros, el brasero y lo llevó arrastrando hasta el cercano arroyo para apagarlo. Después, regresó al interior para dejarlo debajo de la mesa camilla, apagó los candiles, tiró de la puerta hacia él y, tras pasar el grillete del candado por los eslabones de la gruesa cadena, propinando un certero golpe, con la parte de atrás de la mano, echó el cierre a la barraca.  Se volvió hacia los demás y colocándose en primer lugar, en fila india, le siguieron hasta que, al llegar a la altura de los edificios, tras despedirse, el grupo se disolvió como lo hace un caramelo al ser paladeado: dejando una agradable y placentera sensación.

   A partir de aquel día, por las tardes, al salir del colegio, tras pasar por casa para dejar la cartera y recoger la merienda, se dirigían a la acogedora y confortable barraca donde se entretenían jugando a las cartas, la taba, contando chistes...

   Los días y las semanas pasaban felizmente entre las pocas obligaciones y el mucho ocio para aquellos que ajenos, vivían y dependían única y exclusivamente de la precariedad económica de sus progenitores. «¡Qué tiempos aquellos! Los adultos trabajaban como bestias para sacar adelante a sus descendientes y, algunos, además se veían en la tesitura de tener que saltarse una de las comidas, con el fin de satisfacer las necesidades básicas de sus retoños».

   Una tarde, después de cumplir con el ritual de tenerlo todo preparado para cuando fuesen llegando los componentes de la banda, transcurrido un tiempo más que razonable:
   —Qué raro que no haigan venío ni la Rocío ni la Luci —dijo irrumpiendo el inusitado silencio, Antonio.
   —La Luci, no sé; pero la Rocío, tampoco ha io a escuela hoy —balbució una de las pequeñas.
   —A lo mejó, sus padres, no la dejan vení —manifestó Vicente.
   —¡Qué tontería!, sus padres saben que semos novios y nunca la riñen.
   —Bueno, bueno. Eso es lo que te dice ella, que, a sabé si es verdá.
   Antonio le dedicó una mirada iracunda.
   —¿Acaso lo sabes tú, sabiondo?
   Vicente mantuvo fijada la mirada durante unos segundos.
   —No, claro que no; pero eso no quiere decí que sea mentira, ¿verdá?

  Antonio optó por callarse, siendo consciente de que si continuaban por esos derroteros podrían acabar peleando.  Un rato después, tomó la determinación de que había llegado la hora de disgregar la reunión y dejarlo para otro momento y, tras cumplir con el ritual de apagar las luces, el brasero y echar el cierre a la barraca, se despidieron hasta el día siguiente y durante el recreo se reunieron junto a uno de los cuatro kiosco-bar existentes en el recinto.

   —Luci, ¿tú sabes por qué no viene la Rocío a la escuela? —tanteó Antonio, al comprobar que ese día tampoco había acudido a clase, la niña de sus ojos.
   —¡Sí! Al parecer, según tengo entendido, sus tíos estuvieron de boda aquí el domingo pasado y, al regresar al pueblo, el coche en el que viajaban se salió de la carretera... creo que en las curvas que hay junto al arroyo de El Ganso... creo que ha muerto el hermano de su madre...  creo que su tía está muy grave... y, me parece que, Rocío se ha ido con sus padres a buscar a sus primos para traerlos a casa.


   Angustiados y conmovidos por la desagradable y triste noticia, unos verbalizaron sus lamentos; otros, gesticulando, como si fueran actores melodramáticos, y en el más absoluto silencio: «Si un día les pasa algo a mis padres, yo me muro de pena», pensó Antonio, sin poder contener las lágrimas, al igual que lo hacen los arroyos cuando no son capaces de asimilar el caudal que reciben tras una inesperada tormenta: dejándolas correr a su libre albedrío.

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