Aún rayaban las primeras luces del alba, cuando, para no despertar a los que aún dormían, a unos doscientos
metros, comenzó a rugir, como venía siendo habitual, la vieja Derbi al irse
José a trabajar. Un tiempo después, a eso de las diez y media, cuando aún está
bajo el sol y al proyectar su luz sobre los objetos hace que estos aumenten
considerablemente el tamaño de sus siluetas, Antonio sintió al mismo tiempo un
inesperado dolor y la necesidad perentoria de liberar su intestino grueso,
motivo por el que decidió alejarse con rapidez hasta el lugar destinado para
dichos menesteres: un altozano poblado de oscuras y achaparradas carrascas.
Ajeno a las circunstancias, por el camino transitaba un estirado, ágil,
escurridizo y grueso ofidio; entre marrón y verdoso, con una oscura mancha
dorsal detrás del cuello; su cabeza estrecha, hocico agudo y sus ojos grandes y
redondos, que venteando iba en busca del sustento. Al coincidir, frente a
frente, a unos dos metros de distancia, Antonio y el hambriento animal, creyendo
este último que sería atacado, se irguió con avidez, al tiempo que trataba de
persuadir con unos enérgicos e intimidantes silbidos; seguidos de rápidos y
violentos lances dirigidos hacia quién consideraba su enemigo. De su aguda
boca, entre bufidos y resoplidos, salía impulsada una y otra vez, una
amenazante roja y bífida lengua... Antonio, además de sentir que un escalofrío
recorría todo su cuerpo y que los vellos se le ponían de punta, notó al mismo
tiempo que había desaparecido la necesidad de evacuar su tripa y cómo por su
pierna derecha discurría algo húmedo y templado.
A penas habían transcurrido diez segundos desde el azaroso encuentro, para que ambos emprendiesen la estampida con distinta
dirección. El huidizo animal, reptando en silencio, raudo y veloz: tratando de
salvaguardar su vida, se introdujo en un enorme y poblado pedregal. Antonio,
tan pálido como la penca de una acelga, horrorizado, corría gritando:
—¡Socorro!, ¡socorro!, ¡auxilio!
Manuela, alertada por los gritos, salió al
encuentro tan rápida como sus carnes y piernas le permitieron. Al llegar junto
a ella, el asustado y nervioso vástago fue acogido entre sus brazos:
—¿Qué t'ha pasao, hijo mío? —inquirió
angustiada y, mientras trataba de calmarle, dándole infinidad de besos, con sus
manos le iba palpando el cuerpo. El miedo le impedía articular palabra alguna.
Manuela percibió casi a la par, en su nariz, un insoportable y pestífero hedor;
en la mano, algo pringoso y pegadizo.
—¡Una serpiente!, ¡una serpiente!
—gritó reiteradamente Antonio, tras
romper el silencio impuesto por la turbación.
—¡Ja, ja, ja, ja! —Reía Manuela sin poder
contenerse–, ¡por Dios!
—Pos, no sé de qué se ríe usté tanto: si la
da miedo hasta de los ratones —protestó, malhumorado sin terminar de comprender.
—No, no.
Sí, no me río de ti, hijo mío, ni tampoco de lo de la culebra.
—¿Entonces?… No sé de qué se puede usté reí.
—Verás… verás cuando se lo cuente a tu padre
—exclamó, sin parar de reír—. ¡Anda y
vete a quitá las carzonas!…, ¡y vete tamién a bañá!… ¡Ja, ja, ja!..., que si
no: en vé de la culebra te van a comé las moscas.
En el suelo, circundada por unas piedras,
ardía con alegría una hoguera. Sobre
esta una trébedes daba asiento a un caldero de cobre en el que crujía feliz,
caliente y contento el aceite mientras se sofreían unos dientes de ajo. A
continuación, Manuela añadió un puñado de jugosa cebolla y pimientos verdes,
todo ello, bien picado. Cada vez que agregaba algún ingrediente, el brío y el
canto del aceite se hacían notar aumentando el crepitar; por último, añadió
unos tomates pelados, troceados y bien maduros. De súbito, la zona se inundó de
un apetecible y sabroso aroma como consecuencia de la estela que emanaba del
tórrido caldero. A la derecha de la trébedes se hallaban: un oblongo puchero,
con un solo asa lateral; con las paredes abombadas, por dentro, de un
inmaculado y suave gris-perlado; por fuera, de un rojo opaco con su base
tiznada de negro. En su interior bullía con alegría el agua cubriendo una
docena de huevos camperos, y junto a él, un puchero ancho y alto con dos asas
dónde los borbotones del agua junto a dos hojas de laurel y un puñado de sal
anunciaban que era el momento de añadir la deliciosa y socorrida pasta.
…Una vez superado el trance, Antonio se
introdujo en el río y, durante un par de horas, se entretuvo zambulléndose,
jugando y persiguiendo a los peces. —Tratando de capturar alguno de los que se
escondían entre las algas o debajo de cualquier piedra grande, con el fin de
conseguir algún mérito y ser elogiado—. Tras desistir sin haber logrado su
objetivo, notó, en su estómago, una sensación de necesidad perentoria.
—Mama, ¿qué hay pa comé? —voceó desde la
orilla.
Manuela estaba de pie junto a la hoguera,
pero tuvo que esperar a que el trozo de pan que se estaba comiendo terminase de
recorrer los once centímetros que medía su traquea.
—Macarrones con tomate, pero
antes tiés que ir a la fuente en busca d'agua -informó alzando la voz.
Antonio se pasó la lengua por la comisura de
los labios.
—¡Hmm! ¡Qué ricos!... Mama, ¡me ponga un
buen platao!, que vengo enseguía.
Antonio recogió dos garrafones verdes de
plástico rugoso, los introdujo en el cesto de mimbre que tenía instalado en el
portaequipaje de la bicicleta y se alejó del lugar pedaleando con frenesí.
Cinco minutos después, llegó sudoroso y jadeante a la fontana; la cual estaba
ubicada junto a un enorme canchal. Desde el exterior, se asemejaba a una casa
pequeña, las paredes estaban construidas en su totalidad con piedras y argamasa;
el tejado, cubierto por dos enormes, finas y labradas losas de roca ígnea
plutónica, o sea de granito. Para
acceder al interior era preciso descorrer un cerrojo y abrir una pesada y
deteriorada puerta de hierro. La misión de esta era la de impedir el acceso de
los animales, tanto el de los domésticos como el de las alimañas.
Una vez dentro, lo primero que notó fue la
frescura del lugar; después, se percató de que a un metro de la entrada, se
hallaba un antepecho de unos cincuenta centímetros de altura que ocupaba todo
el ancho de la fuente, este había sido construido con ladrillos macizos y
enlucido con argamasa. Al lado derecho, a modo de rebosadero, habían dejado un
ladrillo sin colocar y a través de la hendidura fluía el agua sobrante a un
pequeño canal que, a su vez la reconducía hasta media docena de pilas de
granito que habían sido rebajadas y preparadas por unos canteros años atrás, y
que servían de abrevadero para el ganado; situadas estas, a unos quince metros
del manantial. Continuó escudriñando
cada rincón y observó que en una de las paredes, en un recoveco, descansaba un
pequeño bote realizado en latón, a modo de taza y, tras cogerle y darle un
aclarado, lo llenó y bebió de un solo trago. En el canalillo interior había un
pequeño habitáculo que era utilizado para lavar y enjuagar los recipientes
antes de ser introducidos en el cristalino y refrescante líquido que había
detrás del antepecho. Luego, después de cumplir con el ritual de enjuagar las
garrafas, se arrodilló y, apoyando su pecho sobre el murete de contención,
introdujo el recipiente y, tras hundirlo con ambas manos, comenzó a escuchar el
cambiante y melódico «Glub, glub, glub, glub, glubgluglub, glub» del trasiego
del agua. Mientras se terminaba de llenar la garrafa, miró hacia arriba y se
estremeció al comprobar la inmensa cantidad de diminutos, negros y zanquilargos
morgaños que pululaban a sus anchas por la rugosa, fresca y deteriorada
techumbre:
—¡Jodé!, cuántos bichos hay aquí —dijo a
viva voz y, tras llenar los envases y depositarlos en el exterior, cerró la
puerta, echó el cerrojo y, de la misma manera que había llegado…, se marchó.
De vuelta a la enramada, se encontró puesto
sobre la mesa un rico, colorido y abundante plato de humeantes y sabrosos
macarrones con tomate, junto al cual, en otro más pequeño, de blanca porcelana,
había un par de huevos cocidos. Los cogió, los golpeó con el mango del
cuchillo, los peló, los troceó dejando caer los trozos sobre la montaña de
pasta, cogió el tenedor para mezclarlo y comenzó a devorarlos como si llevase
quince días sin comer, sin importarle lo más mínimo que: por las comisuras de
los labios se le escapase, de vez en cuando, la deliciosa salsa casera. Después
de saciar el apetito, lavarse las manos y el bermejo hocico, se fue a descansar
al islote, bajo la frescura de los alisos, y recostado sobre una jarapa
multicolor: se quedó profundamente dormido hasta que, a eso de las cuatro y
media, fue despertado por el estrepitoso griterío que causaban una quincena de
alborotadores e ilusionados chiquillos que venían caminando, cargados como
burros, los mayores con los útiles y las meriendas y, livianamente los más
pequeños. Al presentir quiénes eran, sintió la necesidad de salir a su
encuentro para recibirles:
—¡Jodé!, lo cabéis tardao en vení.
—Menua caló que hace —justificó con voz
atiplada la mayor del grupo, Rocío.
—Ya, mi niña, ya. Pero asín y to; aunque
haga caló: se puede vení corriendo, ¿no?
—Sí, sí, ¡ya!, sobre to con estos
—especificó tratando de justificarse de nuevo, mientras señalaba con su dedo
índice a los más pequeños—, que andan más despacio que las tortugas y, por si
fuera poco, se enrreán más que las zarzas.
Rocío era una chica agraciada
de trece años, tez blanca y curtida por el sol. Sus largos y negros cabellos
solía llevarlos recogidos en dos cuidadas y voluminosas coletas; sobre su
pequeña y estrecha frente, destacaba el corte recto de un tupido flequillo; sus
grandes, verdes y vivaces ojos, estaban circundados por unas largas pestañas;
sobre su pequeña, redondeada y recta nariz así como en sus pómulos, estaban
esparcidas unas diminutas y graciosas pecas. Tanto en sus encarnadas mejillas
como en las comisuras de los labios, era visible alguna que otra desagradable
espinilla. Rocío era alta, y delgada como una «tarma». Sobre sus extenuados y
largos brazos se podían observar restos de calcomanías, que habían comenzado a
degradarse por el efecto del transcurso del tiempo y las continuas zambullidas
acuáticas; sobre su muñeca derecha, portaba una colorida pulsera cuadrada, que
ella misma había confeccionado con unas finas, redondas y huecas tiras de
plástico. Rocío era también una chica risueña, amable y de buen trato, aunque a
veces se mostraba obstinada. El resto de la cuadrilla, además de verla como una
buena amiga, generosa y cariñosa, veían en ella los signos que evidenciaban la
transformación física por la que estaba atravesando.
Una vez que llegaron a la zona de baños, después
de poner las toallas tendidas al sol sobre la fina hierba y colgar de las ramas
el sustento, salieron corriendo y gritando «¡Al agua patooooooos!», todos,
excepto Antonio, que se encaminó hasta el islote para recoger su peculiar
flotador, una negra y grande cámara de rueda trasera de tractor. Esta hacía las
veces de barca para surcar e investigar todos los remansos y recovecos por los
que discurrían las tranquilas aguas cuando estaba solo, y como lanzadera y
lugar de juegos cuando la pandilla se juntaba por las tardes. Desde ella, los
mayores, se lanzaban al agua de cabeza y, después de nadar y chapotear unos
metros, regresaban para continuar jugando. —Era entonces cuando el río se
llenaba de vida, personas, carreras, risas, llantos y gritos—. El juego
consistía en que, para volver a lanzarse, tenían que acceder buceando y
resurgir a través del hueco interior mientras que los demás permanecían
aferrados unos a otros esperando a que les tocase el turno. La animación estaba
asegurada, ya que no todas las veces lograban mantenerse en pie sobre la
improvisada isla flotante. Era entonces cuando competían por ver quien
conseguía subir el primero, poniendo así en juego su astucia y destreza.
Mientras tanto, los pequeños se divertían haciendo carreras para ver quién
llegaba antes a la represa embutidos en sus flotadores, unos con forma de patos
y brazaletes fluorescentes los otros.
Después de un par de horas de incesante y
agotador entretenimiento, a eso de las siete, llegó la hora de reponer fuerzas
con los grandes y deliciosos bocadillos de jamón y queso unos, y de sabrosa
tortilla de patatas otros, y el resto: de chorizo, mortadela con aceitunas,
chóped o jamón de York. Estos fueron engullidos, en un par de minutos, sin
miramiento alguno: provocado por el voraz apetito que causan y requieren, tras
el desgaste energético, los juegos acuáticos.
Agotadas las viandas, después de relajarse
un poco y recoger todos los accesorios, retornaron a sus respectivas casas por
el largo, polvoriento y frecuentado camino.
Como cada tarde, al regresar de la ciudad,
José cumplía a rajatabla con el protocolo y el ritual cotidiano.
Manuela esperaba junto a la orilla con una
toalla en la mano para entregársela en cuando este saliese del agua.
—¿Qué tal marío?... ¿Vienes mu cansao?
Aparentemente, sin poderlo evitar, Manuela
soltó una amplia y enfática carcajada, cuando vio que a lo lejos se acercaba
corriendo el cazador cazado.
José enarcó las cejas con ademán de
sorpresa.
—¡¿Qué te jace tanta gracia?! —consultó al
observar como se carcajeaba sin venir a cuento.
Manuela trataba de retener el inesperado
ataque de risa llevándose la mano a la boca.
—No, na, ¡ja, ja, ja!, ya te lo contará tu
hijo, que por allí viene.
José la miró de arriba abajo, movió la
cabeza hacia los lados y sobre sus labios se dibujó el esbozo de una sonrisa.
—No.
La verdá es que hoy hemos trabajao mu poco —balbució, con una ligera
sonrisa dibujada en sus labios.
Entre tanto, Antonio avanzaba hacia ellos
jadeante, sudoroso y con el rostro tan colorado como un tomate a últimos de
agosto.
—Papa, papa… —chillaba excitado, tan rápido
como corría.
—¡¿Cábras liao hoy, Pirata?! —exclamó con semblante alegre
al llegar junto a él.
Antonio se detuvo un momento, apoyándose con
las manos sobre las rodillas para tomar el aliento justo, y comenzó a narrar el
acontecimiento matinal.
—Papa, papa.
Esta mañana, cuándo iba a «tirá» el pantalón… en el camino, me salió una
serpiente más grande que yo […].
»¡Hasta pelos negros tenía el bicho en la
cabeza, papa!—dijo para rematar la detallada y extensa conversación.
—Hijo, ¿no sería una lumbrí? —insinuó en
tono jocoso.
—No, papa, no. Era tan grande o más como las
serpientes con las que se pelea el Tarzán, en las penículas.
—¡Caramba! —exclamó, al tiempo que con la
mano derecha se levantaba y llevaba la gorra visera hacia atrás—. ¡Si que era
grande la condená!... Habrá que avisá a los guardias pa que la maten.
Cariacontecido por la respuesta de su
progenitor.
—Papa, ¿no me cree usté? —gruñó con voz
altiva.
—Sí, hijo, sí, ¿cómo no te voy a creé?... Si
una vez estuve luchando bajo l'agua más de siete horas contra un enorme pé…, y,
hasta que no le clavé el cuchillo deciseis o decisiete veces en los purmones no
pué terminá con él.
El rostro de Antonio era todo un poema.
—Papa, pero ¿está usté seguro?... El maestro
m'ha dicho que los peces respiran a través de las branquias.
—Hijo, los maestros saben mucho de números y
de letras; pero de la vía, y de los peces: sabemos más los pescaores, ¿no me
crees, hijo?
Aun sin estar convencido del todo, le miró y
sonrió.
—Sí, papa… si usté lo dice…, será verda.
Manuela se acercó hasta ellos con paso
sosegado.
—¡Hay que vé! —dijo, aún entre risotadas,
las cosas que le pasan a este hijo, mío.
José puso serio el semblante.
—No, mujé, no te rías del muchacho. Lo
ca'visto esta mañana, es un macho de culebra bastarda, y esos puén crecé más de
dos metros.
Ella, con la sonrisa reflejada en el rostro
y los ojos tan brillantes como unos zapatos de charol.
—No, no, marío, si no me río de que le den
miedo las culebras, sino de qu'el joío:
s'ha cagao por las patas pa'bajo.
Antonio miró a sus padres y rieron hasta
hartarse por lo que había acontecido, pero sobre todo, por el desagradable y
maloliente final.
Tras mirar un par de veces, Manuela, su
pequeño y dorado reloj de pulsera:
—¡Venga!, vamos a cená, que ya son las nueve
y, enseguía, s'hace de noche.
En las noches, el río se
quedaba desierto. Se podía oír el melódico e incesante rumor del transitar de
las aguas, tras sobrepasar la represa, el croar de las ranas; el armonioso y
aplacador cric, cric, cric… de los sonámbulos grillos que, interrumpidos ambos,
cada cierto tiempo, por el resoplo que expresaba una lechuza que residía en lo
alto del viejo y decrépito Molino… Entre tanto, las horas iban pasando entre
felices y divertidos sueños para Antonio hasta que apenas comenzaba a amanecer
fue despertado por una bandada de gorriones que saltaban, gritaban y
revoloteaban sobre el polvoriento camino y por los estridentes y enérgicos
cacareos que emitía un gallo que anunciaba el nuevo día desde lo alto de una de
las paredes del vetusto edificio donde estaba posada la noctámbula ave de
rapiña. Por todo ello, Antonio se levantó malhumorado; pero al percibir el
delicioso aroma a café que desprendía el viejo y entiznado puchero rojo que
Manuela había depositado sobre las ascuas consiguió aplacar al iracundo
temperamento:
—Buenos días, mama —dijo con voz calmada.
—Hola, hijo mío. ¿Qué tal has dormío?
Antonio esbozó una sonrisa.
—Mu bien, mama, ¿y usté? —respondió
bostezando, aún con el rostro somnoliento.
—Bien, bien tamién, hijo…
»Hoy, además del pan, tiés que traé una caja
grande de galletas —dijo tras romper un breve silencio—: Y no quiero que te
enrees mucho en el barrio, hoy vienen tus hermanos a pasá el fin de semana y
tendrás que está al cuidao de los muchachos —especificó con tono afable
—Está bien, mama. Haré lo que usté me diga;
pero primero, me ponga usté el almuerzo ¡Que tengo más hambre que los pavos del
«tío» Manolo!
Desde bien temprano,
acompañados por sus padres y hermanos, fueron llegando los amigos de Antonio.
Cuando este regresó de buscar el pan, se dedicó a jugar con ellos hasta que, a
eso de mediodía, llegó la extensa prole familiar y observó que, al bajarse de
los vehículos, los pequeños estaban impacientes por lanzarse al agua y, sin
pensárselo, Antonio se puso en pie frente a ellos con la mano en alto como lo
haría una guardia de tráfico haciendo el ademán de stop.
—¡Eh!... ¡Quietos ahí! —gritó— ¿A ónde vais
tan corriendo?
—A mañá, a mañá —dijeron los más pequeños.
—¡De eso ni hablá! —dijo con voz altiva—.
Hasta que no sos pongáis los manguitos y los flotadores no sos vais al agua.
¿Está claro?
Los infantes corrieron hacia la enramada,
allí les estaba esperando con equipos de prevención en la mano, Manuela.
—Si quieres te puedo ayudá a cuidá de ellos
—sugirió, Rocío.
—Vale, mi niña, entre los dos será mejó
—respondió con una sonrisa dibujada en sus labios.
—¡A vé, mocosos! —exclamó, Rocío—. Vamos a
juegá a los patitos.
Manolete hizo el ademán de desconcierto.
—¡¿A los patitos?! —inquirió con desgano.
Ella mostró una sonrisa tan falsa como una
moneda de tres euros.
—¡Sí!... A los patitos —insistió
enérgicamente, frunciendo el ceño—, el tío Antonio y yo seremos los papás y
vosotros los hijos.
—¿Y eso es un juego? —reiteró de nuevo,
arrugando el semblante, Manolete.
—El juego es: que tenéis que estar todo el
rato al lado nuestro y haciendo pio, pio, pio… —informó, «la mamá de los
patitos».
Antonio se puso tan serio como el emisario
que es portador de malas noticias.
—Y, el que no quiera jugá se tiene que salí
del agua. ¿Está claro? —sentenció haciendo uso de los poderes que le otorgaba
ser «el padre» de los pequeños ánades.
Los pequeños sonrieron y agitaron los brazos
como si quisieran echarse a volar.
—Pio, pio, pio… —chillaron frenéticamente
hasta que, una hora más tarde, fueron requeridos para sentarse a comer.
Después de la siesta, entre zambullidas y
persecuciones, jugaron hasta la hora de merendar. Unos lo harían sentados sobre
las toallas o envueltos en ellas y, entre mordisco y mordisco, platicaban sobre
lo bien que se lo habían pasando.
—¿Alguien sabe por qué las nubes siempre son
asín, al escurecé? —consultó Rocío, al observar las formas y el arrebol que
estas revelaban.
—Mi madre dice que es, porque la Virgen
María está planchando las sábanas pa irse a dormí —afirmó con tono suave,
Antonio.
Moreno, le miró con los ojos y la boca tan
abiertos como un poyuelo que demanda a sus padres ser alimentado.
—¡¿Tan pronto se acuestan en el cielo?!
—cuestionó.
Antonio salió al desquite sin relajar ni un
ápice su expresión y su mirada iracunda.
—Pos, sí. ¡Claro que sí! —gruñó—. Y sí lo
dice mi madre es porque es verdá, verdadera.
Rocío suspiró sonoramente
—¡Qué pena me da! —dijo con voz
lastimera—. Ya se está acabando el
verano.
—Bueno, bueno, sin exagerá: que entoavía
falta más de un mes —aclaró, Antonio.
Ella le miró a los ojos.
—Sí, aún queda. Pero el agua está mu fría y no te creas que
entran muchas ganas de bañarse —especificó muy convencida.
Él se levantó al percibir el inconfundible
rugido de la vieja Derbi y, poniéndose la mano a modo de visera, miró hacia el
horizonte.
—Pos, mi padre m'ha dicho que hasta que no
empiece la escuela, no nos vamos pa casa.
—Según me ha dicho mi madre nosotros no
vendremos más —exteriorizó Rocío, al tiempo que se ponía en pie. ¡Uy! creo que
nos vamos ya.
—Venga, mi niña… ya nos veremos otro día
entonces…, y si no es aquí: será en el barrio —informó y, al término de la
conversación, le guiñó un ojo.
Al amanecer, se levantó
eufórico y, conduciendo sus pasos hacía el islote, se dirigió hacia un álamo
blanco que estaba situado en el centro de este: con un claro propósito.
El verano comenzaba a dar evidencias de que
el fin de sus días estaba próximo. Aquel año sería muy importante para Antonio,
además de por lo bien que se lo había pasado, porque comenzó a sentir algo más
que amistad por Rocío.
Después de comer, a eso de las cuatro y
media, aparecieron en tropel, conducidos por la novia del «capitán», una docena
de escandalosos e inquietos chiquillos:
—Buenas tardes, seña Manuela —gritó Rocío, a
modo de saludo, al llegar junto a la enramada—, ¿no está el Antonio?
Manuela aún se hallaba tumbada en una de las
hamacas, echándose aire con un paipai de cartón.
—Hola, hija mía —respondió, a la par que
señalaba con la mirada hacia el islote—.
¡No sé candará haciendo!, lleva to'l santo día ahí endentro.
Rocío miró hacia donde estaba Manuela y le
dedicó una amplia sonrisa.
—Seña, Manuela, ¿podemos dejá aquí las
cosas?
Ella asintió con la cabeza reiteradamente.
—¡Claro que sí, hija mía!... cómo si
estarías en tu casa.
Antonio apareció al otro extremo de la
pasarela ataviado con un ajustado bañador rojo, una gorra visera del ejército y
unas sandalias de río color carne: esa era la usual indumentaria desde que se
habían instalado en el particular paraje.
—Hola, buenas tardes —dijo agitando la mano
hacia ambos lados—. Rocío, ¿no me dijistes ayé que no ibas a vení más?
Ella le dedicó una mirada entre pícara y
risueña.
—Pero era con mis padres, ¡tonto!
—¡Ah! Yo creí que…, ven que quiero enseñarte
una cosa; pero pasa tú sola.
Rocío puso cara de sorpresa.
—¡¿Que me vas a enseña, el qué?! —inquirió
extrañada, estando ya junto a él.
Él torció el labio superior y bajó la
mirada.
—Primero una pregunta, ¿vale?
Le puso la mano en la barbilla para ponerle
a la altura de sus ojos y asintió dos veces.
—Bien, ¿y?
Antonio carraspeó y tragó saliva.
—Esto… ¿A a a a ti te gusta algún muchacho
del barrio? —tartamudeó, mirando hacia el suelo a la par que notaba un extraño
calor en las mejillas.
—Pos, claro que sí —respondió, sin poder
evitar una pícara sonrisa.
—¿Me puedes decí, si le conozco?
—¡Que tonto eres! ¡Ja, ja, ja!, ¿no sabes
quién es?
—Pos, la verdá es que no lo sé.
—Me extraña mucho que no sepas na, con lo
listo que eres pa otras cosas… ¿Qué es lo que me querías enseña?
—Está bien, creo que ahora si lo puedes vé.
¡Ven, acompáñame y cierra lo sojos!
—exclamó, con satisfacción a la vez que le tendía el brazo para hacer de
lazarillo.
Estando próximos al álamo, se ubicaron
frente a este.
—¡Ya puedes abrirlos¡
Ella se encogió de hombros.
—¡¿Qué quieres que vea?!
Sorprendido y desconcertado, por la
pregunta, miró hacía el frondoso árbol.
—¡Ah!, pero que tonto que soy —admitió al
tiempo que se daba una palmada sobre la frente y se acercó al árbol para
retirar la camiseta que había dejado, él mismo, colgada allí a propósito.
Los ojos se le humedecieron suscitados por
la inesperada muestra de amor.
—¡Hala! —gritó Rocío, al descubrir que sobre
la corteza había tallado un corazón, en el cual, aparecía atravesada la palabra
Love por una flecha, en cuyos extremos se podían leer sus respectivas
iniciales. Su rostro se iluminó y sus alegres y chispeantes ojos brillaron
tanto como el mismísimo sol. Antonio, por el contrario, permaneció pálido y, en
silencio, sin saber cómo reaccionar, hasta que esta se acercó, para darle un
cálido y sonoro beso en el pómulo derecho.
—¡¿Eso quiere decí que eres mi novia?!
—Pos, claro, ¡tonto!, ¿creías que te iba a
decí que no?
—Es que estas cosas me dan un poco de
vergüenza —reconoció.
—¡Venga!,
¿qué? nos vamos a juegá, o vamos a quedarnos aquí cómo dos tontos —sugirió Rocío, al comenzar a caminar.
«¡Ja! que tonta, s'ha creío que no sabía que
era yo el que la gustaba», repasó mentalmente, siguiendo tras sus pasos, a la
vez que admiraba y observaba la generosidad de la Madre Naturaleza para con la
joven. A partir de aquel día, tuvo la sensación de que el tiempo transcurría
más lento de lo normal y anhelaba tornar al colegio para contar a sus
compañeros todo cuanto había acaecido durante el sorprendente verano; pero,
sobre todo, para hacerles saber que Rocío y él eran novios. «Qué ganas tengo de
vé al Roberto, pa vé la cara de apamplao que va a poné cuando se entere que la
chica con la que sueña, ahora es mi novia», pensó, sin poder evitar una
chirriante risa:
Rocío se volvió hacia él.
—¿De qué te reirás tanto, pillín? —musitó,
al verle tan feliz.
Antonio sonrió.
—No, mi niña, no me río de na… solo que hoy…
es un día mu importante pa mí.
Ella batió sus largas y rizadas pestañas con
ademán sarcástico.
—¡Ah, sí!... ¿Y por qué será?
—No t'hagas la tonta, ¿acaso, tú, no lo
sabes? —susurró más que habló.
—No, no lo sé. Tal vez, si me lo dices, tú.
Él se armó de valor.
—Tú y sólo tú… eres quien m'hace sentí asín
de feliz.
—¡Jo, qué tonto eres!, pero m'ha gustao que
me lo digas.
Durante aquél verano, Antonio había
experimentado nuevas sensaciones. Por primera vez, sintió la atracción y el
deseo sexual. Y, para los demás, los cambios en este eran notorios. Sobre su
rostro, podía apreciarse, además de las huellas del acné, que en el labio
superior había surgido una escasa y oscura pelusa; en su largo cuello, había
emergido una notable y huesuda nuez e incluso percibían cómo el timbre de su
voz había adquirido, prácticamente en dos meses, un agradable tono metálico.
Todo ello, junto a su altura —1.75—, su cuerpo atlético y lo atento y cariñoso
que era, no pasó inadvertido y, sin ningún propósito por su parte, se convirtió
en el centro de atención de todas las féminas e indistintamente de la edad que
estas tuviesen; aunque él, pensaba y seguía mostrándose cómo lo que en realidad
era: un simple chaval.
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