domingo, 3 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 7, Vidas Truncadas.


Aún rayaban las primeras luces del alba, cuando, para no despertar a los que aún dormían, a unos doscientos metros, comenzó a rugir, como venía siendo habitual, la vieja Derbi al irse José a trabajar. Un tiempo después, a eso de las diez y media, cuando aún está bajo el sol y al proyectar su luz sobre los objetos hace que estos aumenten considerablemente el tamaño de sus siluetas, Antonio sintió al mismo tiempo un inesperado dolor y la necesidad perentoria de liberar su intestino grueso, motivo por el que decidió alejarse con rapidez hasta el lugar destinado para dichos menesteres: un altozano poblado de oscuras y achaparradas carrascas. Ajeno a las circunstancias, por el camino transitaba un estirado, ágil, escurridizo y grueso ofidio; entre marrón y verdoso, con una oscura mancha dorsal detrás del cuello; su cabeza estrecha, hocico agudo y sus ojos grandes y redondos, que venteando iba en busca del sustento. Al coincidir, frente a frente, a unos dos metros de distancia, Antonio y el hambriento animal, creyendo este último que sería atacado, se irguió con avidez, al tiempo que trataba de persuadir con unos enérgicos e intimidantes silbidos; seguidos de rápidos y violentos lances dirigidos hacia quién consideraba su enemigo. De su aguda boca, entre bufidos y resoplidos, salía impulsada una y otra vez, una amenazante roja y bífida lengua... Antonio, además de sentir que un escalofrío recorría todo su cuerpo y que los vellos se le ponían de punta, notó al mismo tiempo que había desaparecido la necesidad de evacuar su tripa y cómo por su pierna derecha discurría algo húmedo y templado.

   A penas  habían transcurrido diez segundos desde el azaroso encuentro, para que ambos emprendiesen la estampida con distinta dirección. El huidizo animal, reptando en silencio, raudo y veloz: tratando de salvaguardar su vida, se introdujo en un enorme y poblado pedregal. Antonio, tan pálido como la penca de una acelga, horrorizado, corría   gritando:
   —¡Socorro!, ¡socorro!, ¡auxilio!
   Manuela, alertada por los gritos, salió al encuentro tan rápida como sus carnes y piernas le permitieron. Al llegar junto a ella, el asustado y nervioso vástago fue acogido entre sus brazos:
   —¿Qué t'ha pasao, hijo mío? —inquirió angustiada y, mientras trataba de calmarle, dándole infinidad de besos, con sus manos le iba palpando el cuerpo. El miedo le impedía articular palabra alguna. Manuela percibió casi a la par, en su nariz, un insoportable y pestífero hedor; en la mano, algo pringoso y pegadizo.
   —¡Una serpiente!, ¡una serpiente! —gritó  reiteradamente Antonio, tras romper el silencio impuesto por la turbación.
   —¡Ja, ja, ja, ja! —Reía Manuela sin poder contenerse–, ¡por Dios!
   —Pos, no sé de qué se ríe usté tanto: si la da miedo hasta de los ratones —protestó, malhumorado sin terminar de comprender.
   —No, no.  Sí, no me río de ti, hijo mío, ni tampoco de lo de la culebra.
   —¿Entonces?… No sé de qué se puede usté reí.
   —Verás… verás cuando se lo cuente a tu padre —exclamó, sin parar de reír—.  ¡Anda y vete a quitá las carzonas!…, ¡y vete tamién a bañá!… ¡Ja, ja, ja!..., que si no: en vé de la culebra te van a comé las moscas.

   En el suelo, circundada por unas piedras, ardía con alegría una hoguera.  Sobre esta una trébedes daba asiento a un caldero de cobre en el que crujía feliz, caliente y contento el aceite mientras se sofreían unos dientes de ajo. A continuación, Manuela añadió un puñado de jugosa cebolla y pimientos verdes, todo ello, bien picado. Cada vez que agregaba algún ingrediente, el brío y el canto del aceite se hacían notar aumentando el crepitar; por último, añadió unos tomates pelados, troceados y bien maduros. De súbito, la zona se inundó de un apetecible y sabroso aroma como consecuencia de la estela que emanaba del tórrido caldero. A la derecha de la trébedes se hallaban: un oblongo puchero, con un solo asa lateral; con las paredes abombadas, por dentro, de un inmaculado y suave gris-perlado; por fuera, de un rojo opaco con su base tiznada de negro. En su interior bullía con alegría el agua cubriendo una docena de huevos camperos, y junto a él, un puchero ancho y alto con dos asas dónde los borbotones del agua junto a dos hojas de laurel y un puñado de sal anunciaban que era el momento de añadir la deliciosa y socorrida pasta.

   …Una vez superado el trance, Antonio se introdujo en el río y, durante un par de horas, se entretuvo zambulléndose, jugando y persiguiendo a los peces. —Tratando de capturar alguno de los que se escondían entre las algas o debajo de cualquier piedra grande, con el fin de conseguir algún mérito y ser elogiado—. Tras desistir sin haber logrado su objetivo, notó, en su estómago, una sensación de necesidad perentoria.
   —Mama, ¿qué hay pa comé? —voceó desde la orilla.
   Manuela estaba de pie junto a la hoguera, pero tuvo que esperar a que el trozo de pan que se estaba comiendo terminase de recorrer los once centímetros que medía su traquea.
—Macarrones con tomate, pero antes tiés que ir a la fuente en busca d'agua -informó alzando la voz.
   Antonio se pasó la lengua por la comisura de los labios.
   —¡Hmm! ¡Qué ricos!... Mama, ¡me ponga un buen platao!, que vengo enseguía.
  Antonio recogió dos garrafones verdes de plástico rugoso, los introdujo en el cesto de mimbre que tenía instalado en el portaequipaje de la bicicleta y se alejó del lugar pedaleando con frenesí. Cinco minutos después, llegó sudoroso y jadeante a la fontana; la cual estaba ubicada junto a un enorme canchal. Desde el exterior, se asemejaba a una casa pequeña, las paredes estaban construidas en su totalidad con piedras y argamasa; el tejado, cubierto por dos enormes, finas y labradas losas de roca ígnea plutónica, o sea de granito.  Para acceder al interior era preciso descorrer un cerrojo y abrir una pesada y deteriorada puerta de hierro. La misión de esta era la de impedir el acceso de los animales, tanto el de los domésticos como el de las alimañas.

   Una vez dentro, lo primero que notó fue la frescura del lugar; después, se percató de que a un metro de la entrada, se hallaba un antepecho de unos cincuenta centímetros de altura que ocupaba todo el ancho de la fuente, este había sido construido con ladrillos macizos y enlucido con argamasa. Al lado derecho, a modo de rebosadero, habían dejado un ladrillo sin colocar y a través de la hendidura fluía el agua sobrante a un pequeño canal que, a su vez la reconducía hasta media docena de pilas de granito que habían sido rebajadas y preparadas por unos canteros años atrás, y que servían de abrevadero para el ganado; situadas estas, a unos quince metros del manantial.   Continuó escudriñando cada rincón y observó que en una de las paredes, en un recoveco, descansaba un pequeño bote realizado en latón, a modo de taza y, tras cogerle y darle un aclarado, lo llenó y bebió de un solo trago. En el canalillo interior había un pequeño habitáculo que era utilizado para lavar y enjuagar los recipientes antes de ser introducidos en el cristalino y refrescante líquido que había detrás del antepecho. Luego, después de cumplir con el ritual de enjuagar las garrafas, se arrodilló y, apoyando su pecho sobre el murete de contención, introdujo el recipiente y, tras hundirlo con ambas manos, comenzó a escuchar el cambiante y melódico «Glub, glub, glub, glub, glubgluglub, glub» del trasiego del agua. Mientras se terminaba de llenar la garrafa, miró hacia arriba y se estremeció al comprobar la inmensa cantidad de diminutos, negros y zanquilargos morgaños que pululaban a sus anchas por la rugosa, fresca y deteriorada techumbre:

   —¡Jodé!, cuántos bichos hay aquí —dijo a viva voz y, tras llenar los envases y depositarlos en el exterior, cerró la puerta, echó el cerrojo y, de la misma manera que había llegado…, se marchó.
   De vuelta a la enramada, se encontró puesto sobre la mesa un rico, colorido y abundante plato de humeantes y sabrosos macarrones con tomate, junto al cual, en otro más pequeño, de blanca porcelana, había un par de huevos cocidos. Los cogió, los golpeó con el mango del cuchillo, los peló, los troceó dejando caer los trozos sobre la montaña de pasta, cogió el tenedor para mezclarlo y comenzó a devorarlos como si llevase quince días sin comer, sin importarle lo más mínimo que: por las comisuras de los labios se le escapase, de vez en cuando, la deliciosa salsa casera. Después de saciar el apetito, lavarse las manos y el bermejo hocico, se fue a descansar al islote, bajo la frescura de los alisos, y recostado sobre una jarapa multicolor: se quedó profundamente dormido hasta que, a eso de las cuatro y media, fue despertado por el estrepitoso griterío que causaban una quincena de alborotadores e ilusionados chiquillos que venían caminando, cargados como burros, los mayores con los útiles y las meriendas y, livianamente los más pequeños. Al presentir quiénes eran, sintió la necesidad de salir a su encuentro para recibirles:

   —¡Jodé!, lo cabéis tardao en vení.
   —Menua caló que hace —justificó con voz atiplada la mayor del grupo, Rocío.
   —Ya, mi niña, ya. Pero asín y to; aunque haga caló: se puede vení corriendo, ¿no?
   —Sí, sí, ¡ya!, sobre to con estos —especificó tratando de justificarse de nuevo, mientras señalaba con su dedo índice a los más pequeños—, que andan más despacio que las tortugas y, por si fuera poco, se enrreán más que las zarzas.

Rocío era una chica agraciada de trece años, tez blanca y curtida por el sol. Sus largos y negros cabellos solía llevarlos recogidos en dos cuidadas y voluminosas coletas; sobre su pequeña y estrecha frente, destacaba el corte recto de un tupido flequillo; sus grandes, verdes y vivaces ojos, estaban circundados por unas largas pestañas; sobre su pequeña, redondeada y recta nariz así como en sus pómulos, estaban esparcidas unas diminutas y graciosas pecas. Tanto en sus encarnadas mejillas como en las comisuras de los labios, era visible alguna que otra desagradable espinilla. Rocío era alta, y delgada como una «tarma». Sobre sus extenuados y largos brazos se podían observar restos de calcomanías, que habían comenzado a degradarse por el efecto del transcurso del tiempo y las continuas zambullidas acuáticas; sobre su muñeca derecha, portaba una colorida pulsera cuadrada, que ella misma había confeccionado con unas finas, redondas y huecas tiras de plástico. Rocío era también una chica risueña, amable y de buen trato, aunque a veces se mostraba obstinada. El resto de la cuadrilla, además de verla como una buena amiga, generosa y cariñosa, veían en ella los signos que evidenciaban la transformación física por la que estaba atravesando.

   Una vez que llegaron a la zona de baños, después de poner las toallas tendidas al sol sobre la fina hierba y colgar de las ramas el sustento, salieron corriendo y gritando «¡Al agua patooooooos!», todos, excepto Antonio, que se encaminó hasta el islote para recoger su peculiar flotador, una negra y grande cámara de rueda trasera de tractor. Esta hacía las veces de barca para surcar e investigar todos los remansos y recovecos por los que discurrían las tranquilas aguas cuando estaba solo, y como lanzadera y lugar de juegos cuando la pandilla se juntaba por las tardes. Desde ella, los mayores, se lanzaban al agua de cabeza y, después de nadar y chapotear unos metros, regresaban para continuar jugando. —Era entonces cuando el río se llenaba de vida, personas, carreras, risas, llantos y gritos—. El juego consistía en que, para volver a lanzarse, tenían que acceder buceando y resurgir a través del hueco interior mientras que los demás permanecían aferrados unos a otros esperando a que les tocase el turno. La animación estaba asegurada, ya que no todas las veces lograban mantenerse en pie sobre la improvisada isla flotante. Era entonces cuando competían por ver quien conseguía subir el primero, poniendo así en juego su astucia y destreza. Mientras tanto, los pequeños se divertían haciendo carreras para ver quién llegaba antes a la represa embutidos en sus flotadores, unos con forma de patos y brazaletes fluorescentes los otros.

   Después de un par de horas de incesante y agotador entretenimiento, a eso de las siete, llegó la hora de reponer fuerzas con los grandes y deliciosos bocadillos de jamón y queso unos, y de sabrosa tortilla de patatas otros, y el resto: de chorizo, mortadela con aceitunas, chóped o jamón de York. Estos fueron engullidos, en un par de minutos, sin miramiento alguno: provocado por el voraz apetito que causan y requieren, tras el desgaste energético, los juegos acuáticos.

   Agotadas las viandas, después de relajarse un poco y recoger todos los accesorios, retornaron a sus respectivas casas por el largo, polvoriento y frecuentado camino.
   Como cada tarde, al regresar de la ciudad, José cumplía a rajatabla con el protocolo y el ritual cotidiano.
  Manuela esperaba junto a la orilla con una toalla en la mano para entregársela en cuando este saliese del agua.

   —¿Qué tal marío?...  ¿Vienes mu cansao?
   Aparentemente, sin poderlo evitar, Manuela soltó una amplia y enfática carcajada, cuando vio que a lo lejos se acercaba corriendo el cazador cazado.
   José enarcó las cejas con ademán de sorpresa.
   —¡¿Qué te jace tanta gracia?! —consultó al observar como se carcajeaba sin venir a cuento.
   Manuela trataba de retener el inesperado ataque de risa llevándose la mano a la boca.
   —No, na, ¡ja, ja, ja!, ya te lo contará tu hijo, que por allí viene.
   José la miró de arriba abajo, movió la cabeza hacia los lados y sobre sus labios se dibujó el esbozo de una sonrisa.
   —No.  La verdá es que hoy hemos trabajao mu poco —balbució, con una ligera sonrisa dibujada en sus labios.
  Entre tanto, Antonio avanzaba hacia ellos jadeante, sudoroso y con el rostro tan colorado como un tomate a últimos de agosto.   
   —Papa, papa… —chillaba excitado, tan rápido como corría.
   —¡¿Cábras liao  hoy, Pirata?! —exclamó con semblante alegre al llegar junto a él.
   Antonio se detuvo un momento, apoyándose con las manos sobre las rodillas para tomar el aliento justo, y comenzó a narrar el acontecimiento matinal.
   —Papa, papa.  Esta mañana, cuándo iba a «tirá» el pantalón… en el camino, me salió una serpiente más grande que yo […].
   »¡Hasta pelos negros tenía el bicho en la cabeza, papa!—dijo para rematar la detallada y extensa conversación.
   —Hijo, ¿no sería una lumbrí? —insinuó en tono jocoso.
   —No, papa, no. Era tan grande o más como las serpientes con las que se pelea el Tarzán, en las penículas.
   —¡Caramba! —exclamó, al tiempo que con la mano derecha se levantaba y llevaba la gorra visera hacia atrás—. ¡Si que era grande la condená!... Habrá que avisá a los guardias pa que la maten.
  Cariacontecido por la respuesta de su progenitor.
   —Papa, ¿no me cree usté? —gruñó con voz altiva.
   —Sí, hijo, sí, ¿cómo no te voy a creé?... Si una vez estuve luchando bajo l'agua más de siete horas contra un enorme pé…, y, hasta que no le clavé el cuchillo deciseis o decisiete veces en los purmones no pué terminá con él.
  El rostro de Antonio era todo un poema.
   —Papa, pero ¿está usté seguro?... El maestro m'ha dicho que los peces respiran a través de las branquias.
   —Hijo, los maestros saben mucho de números y de letras; pero de la vía, y de los peces: sabemos más los pescaores, ¿no me crees, hijo?
   Aun sin estar convencido del todo, le miró y sonrió.
   —Sí, papa… si usté lo dice…, será verda.
   Manuela se acercó hasta ellos con paso sosegado.
   —¡Hay que vé! —dijo, aún entre risotadas, las cosas que le pasan a este hijo, mío.
   José puso serio el semblante.
   —No, mujé, no te rías del muchacho. Lo ca'visto esta mañana, es un macho de culebra bastarda, y esos puén crecé más de dos metros.
   Ella, con la sonrisa reflejada en el rostro y los ojos tan brillantes como unos zapatos de charol.
   —No, no, marío, si no me río de que le den miedo las culebras, sino de qu'el joío:  s'ha cagao por las patas pa'bajo.
   Antonio miró a sus padres y rieron hasta hartarse por lo que había acontecido, pero sobre todo, por el desagradable y maloliente final.
  Tras mirar un par de veces, Manuela, su pequeño y dorado reloj de pulsera:
   —¡Venga!, vamos a cená, que ya son las nueve y, enseguía, s'hace de noche.

En las noches, el río se quedaba desierto. Se podía oír el melódico e incesante rumor del transitar de las aguas, tras sobrepasar la represa, el croar de las ranas; el armonioso y aplacador cric, cric, cric… de los sonámbulos grillos que, interrumpidos ambos, cada cierto tiempo, por el resoplo que expresaba una lechuza que residía en lo alto del viejo y decrépito Molino… Entre tanto, las horas iban pasando entre felices y divertidos sueños para Antonio hasta que apenas comenzaba a amanecer fue despertado por una bandada de gorriones que saltaban, gritaban y revoloteaban sobre el polvoriento camino y por los estridentes y enérgicos cacareos que emitía un gallo que anunciaba el nuevo día desde lo alto de una de las paredes del vetusto edificio donde estaba posada la noctámbula ave de rapiña. Por todo ello, Antonio se levantó malhumorado; pero al percibir el delicioso aroma a café que desprendía el viejo y entiznado puchero rojo que Manuela había depositado sobre las ascuas consiguió aplacar al iracundo temperamento:
   —Buenos días, mama —dijo con voz calmada.
   —Hola, hijo mío. ¿Qué tal has dormío?
   Antonio esbozó una sonrisa.
   —Mu bien, mama, ¿y usté? —respondió bostezando, aún con el rostro somnoliento.
   —Bien, bien tamién, hijo… 
   »Hoy, además del pan, tiés que traé una caja grande de galletas —dijo tras romper un breve silencio—: Y no quiero que te enrees mucho en el barrio, hoy vienen tus hermanos a pasá el fin de semana y tendrás que está al cuidao de los muchachos       —especificó con tono afable
   —Está bien, mama. Haré lo que usté me diga; pero primero, me ponga usté el almuerzo ¡Que tengo más hambre que los pavos del «tío» Manolo!

Desde bien temprano, acompañados por sus padres y hermanos, fueron llegando los amigos de Antonio. Cuando este regresó de buscar el pan, se dedicó a jugar con ellos hasta que, a eso de mediodía, llegó la extensa prole familiar y observó que, al bajarse de los vehículos, los pequeños estaban impacientes por lanzarse al agua y, sin pensárselo, Antonio se puso en pie frente a ellos con la mano en alto como lo haría una guardia de tráfico haciendo el ademán de stop.
   —¡Eh!... ¡Quietos ahí! —gritó— ¿A ónde vais tan corriendo?
  —A mañá, a mañá —dijeron los más pequeños.
  —¡De eso ni hablá! —dijo con voz altiva—. Hasta que no sos pongáis los manguitos y los flotadores no sos vais al agua. ¿Está claro?
   Los infantes corrieron hacia la enramada, allí les estaba esperando con equipos de prevención en la mano, Manuela.
   —Si quieres te puedo ayudá a cuidá de ellos —sugirió, Rocío.
   —Vale, mi niña, entre los dos será mejó —respondió con una sonrisa dibujada en sus labios.
   —¡A vé, mocosos! —exclamó, Rocío—. Vamos a juegá a los patitos.
   Manolete hizo el ademán de desconcierto.
   —¡¿A los patitos?! —inquirió con desgano.
   Ella mostró una sonrisa tan falsa como una moneda de tres euros.
   —¡Sí!... A los patitos —insistió enérgicamente, frunciendo el ceño—, el tío Antonio y yo seremos los papás y vosotros los hijos.
   —¿Y eso es un juego? —reiteró de nuevo, arrugando el semblante, Manolete.
   —El juego es: que tenéis que estar todo el rato al lado nuestro y haciendo pio, pio, pio… —informó, «la mamá de los patitos».
   Antonio se puso tan serio como el emisario que es portador de malas noticias.
   —Y, el que no quiera jugá se tiene que salí del agua. ¿Está claro? —sentenció haciendo uso de los poderes que le otorgaba ser «el padre» de los pequeños ánades.
   Los pequeños sonrieron y agitaron los brazos como si quisieran echarse a volar.
   —Pio, pio, pio… —chillaron frenéticamente hasta que, una hora más tarde, fueron requeridos para sentarse a comer.
   Después de la siesta, entre zambullidas y persecuciones, jugaron hasta la hora de merendar. Unos lo harían sentados sobre las toallas o envueltos en ellas y, entre mordisco y mordisco, platicaban sobre lo bien que se lo habían pasando.
   —¿Alguien sabe por qué las nubes siempre son asín, al escurecé? —consultó Rocío, al observar las formas y el arrebol que estas revelaban.
   —Mi madre dice que es, porque la Virgen María está planchando las sábanas pa irse a dormí —afirmó con tono suave, Antonio.
   Moreno, le miró con los ojos y la boca tan abiertos como un poyuelo que demanda a sus padres ser alimentado.
   —¡¿Tan pronto se acuestan en el cielo?! —cuestionó.
   Antonio salió al desquite sin relajar ni un ápice su expresión y su mirada iracunda.
   —Pos, sí. ¡Claro que sí! —gruñó—. Y sí lo dice mi madre es porque es verdá, verdadera.
   Rocío suspiró sonoramente
   —¡Qué pena me da! —dijo con voz lastimera—.  Ya se está acabando el verano.
   —Bueno, bueno, sin exagerá: que entoavía falta más de un mes  —aclaró, Antonio.
   Ella le miró a los ojos.
   —Sí, aún queda.  Pero el agua está mu fría y no te creas que entran muchas ganas de bañarse —especificó muy convencida.
   Él se levantó al percibir el inconfundible rugido de la vieja Derbi y, poniéndose la mano a modo de visera, miró hacia el horizonte.
   —Pos, mi padre m'ha dicho que hasta que no empiece la escuela, no nos vamos pa casa.
   —Según me ha dicho mi madre nosotros no vendremos más —exteriorizó Rocío, al tiempo que se ponía en pie. ¡Uy! creo que nos vamos ya.
   —Venga, mi niña… ya nos veremos otro día entonces…, y si no es aquí: será en el barrio —informó y, al término de la conversación, le guiñó un ojo.

Al amanecer, se levantó eufórico y, conduciendo sus pasos hacía el islote, se dirigió hacia un álamo blanco que estaba situado en el centro de este: con un claro propósito.
   El verano comenzaba a dar evidencias de que el fin de sus días estaba próximo. Aquel año sería muy importante para Antonio, además de por lo bien que se lo había pasado, porque comenzó a sentir algo más que amistad por Rocío.
   Después de comer, a eso de las cuatro y media, aparecieron en tropel, conducidos por la novia del «capitán», una docena de escandalosos e inquietos chiquillos:
   —Buenas tardes, seña Manuela —gritó Rocío, a modo de saludo, al llegar junto a la enramada—, ¿no está el Antonio?
   Manuela aún se hallaba tumbada en una de las hamacas, echándose aire con un paipai de cartón.
   —Hola, hija mía —respondió, a la par que señalaba con la mirada hacia el islote—.  ¡No sé candará haciendo!, lleva to'l santo día ahí endentro.
   Rocío miró hacia donde estaba Manuela y le dedicó una amplia sonrisa.
   —Seña, Manuela, ¿podemos dejá aquí las cosas?
   Ella asintió con la cabeza reiteradamente.
   —¡Claro que sí, hija mía!... cómo si estarías en tu casa.
   Antonio apareció al otro extremo de la pasarela ataviado con un ajustado bañador rojo, una gorra visera del ejército y unas sandalias de río color carne: esa era la usual indumentaria desde que se habían instalado en el particular paraje.
   —Hola, buenas tardes —dijo agitando la mano hacia ambos lados—. Rocío, ¿no me dijistes ayé que no ibas a vení más?
   Ella le dedicó una mirada entre pícara y risueña.
   —Pero era con mis padres, ¡tonto!
   —¡Ah! Yo creí que…, ven que quiero enseñarte una cosa; pero pasa tú sola.
   Rocío puso cara de sorpresa.
   —¡¿Que me vas a enseña, el qué?! —inquirió extrañada, estando ya junto a él.
   Él torció el labio superior y bajó la mirada.
   —Primero una pregunta, ¿vale?
   Le puso la mano en la barbilla para ponerle a la altura de sus ojos y asintió dos veces.
   —Bien, ¿y?
   Antonio carraspeó y tragó saliva.
   —Esto… ¿A a a a ti te gusta algún muchacho del barrio? —tartamudeó, mirando hacia el suelo a la par que notaba un extraño calor en las mejillas.
   —Pos, claro que sí —respondió, sin poder evitar una pícara sonrisa.
   —¿Me puedes decí, si le conozco?
   —¡Que tonto eres! ¡Ja, ja, ja!, ¿no sabes quién es?
   —Pos, la verdá es que no lo sé.
   —Me extraña mucho que no sepas na, con lo listo que eres pa otras cosas… ¿Qué es lo que me querías enseña?
   —Está bien, creo que ahora si lo puedes vé. ¡Ven, acompáñame y cierra lo sojos!  —exclamó, con satisfacción a la vez que le tendía el brazo para hacer de lazarillo.
   Estando próximos al álamo, se ubicaron frente a este.
   —¡Ya puedes abrirlos¡
   Ella se encogió de hombros.
   —¡¿Qué quieres que vea?!
   Sorprendido y desconcertado, por la pregunta, miró hacía el frondoso árbol.
   —¡Ah!, pero que tonto que soy —admitió al tiempo que se daba una palmada sobre la frente y se acercó al árbol para retirar la camiseta que había dejado, él mismo, colgada allí a propósito.
   Los ojos se le humedecieron suscitados por la inesperada muestra de amor.
   —¡Hala! —gritó Rocío, al descubrir que sobre la corteza había tallado un corazón, en el cual, aparecía atravesada la palabra Love por una flecha, en cuyos extremos se podían leer sus respectivas iniciales. Su rostro se iluminó y sus alegres y chispeantes ojos brillaron tanto como el mismísimo sol. Antonio, por el contrario, permaneció pálido y, en silencio, sin saber cómo reaccionar, hasta que esta se acercó, para darle un cálido y sonoro beso en el pómulo derecho.
   —¡¿Eso quiere decí que eres mi novia?!
   —Pos, claro, ¡tonto!, ¿creías que te iba a decí que no?
   —Es que estas cosas me dan un poco de vergüenza —reconoció.
   —¡Venga!,  ¿qué? nos vamos a juegá, o vamos a quedarnos aquí cómo dos tontos       —sugirió Rocío, al comenzar a caminar.
   «¡Ja! que tonta, s'ha creío que no sabía que era yo el que la gustaba», repasó mentalmente, siguiendo tras sus pasos, a la vez que admiraba y observaba la generosidad de la Madre Naturaleza para con la joven. A partir de aquel día, tuvo la sensación de que el tiempo transcurría más lento de lo normal y anhelaba tornar al colegio para contar a sus compañeros todo cuanto había acaecido durante el sorprendente verano; pero, sobre todo, para hacerles saber que Rocío y él eran novios. «Qué ganas tengo de vé al Roberto, pa vé la cara de apamplao que va a poné cuando se entere que la chica con la que sueña, ahora es mi novia», pensó, sin poder evitar una chirriante risa:
   Rocío se volvió hacia él.
   —¿De qué te reirás tanto, pillín? —musitó, al verle tan feliz.
   Antonio sonrió.
   —No, mi niña, no me río de na… solo que hoy… es un día mu importante pa mí.
   Ella batió sus largas y rizadas pestañas con ademán sarcástico.
   —¡Ah, sí!... ¿Y por qué será?
   —No t'hagas la tonta, ¿acaso, tú, no lo sabes? —susurró más que habló.
   —No, no lo sé. Tal vez, si me lo dices, tú.
   Él se armó de valor.
   —Tú y sólo tú… eres quien m'hace sentí asín de feliz.
   —¡Jo, qué tonto eres!, pero m'ha gustao que me lo digas.
   Durante aquél verano, Antonio había experimentado nuevas sensaciones. Por primera vez, sintió la atracción y el deseo sexual. Y, para los demás, los cambios en este eran notorios. Sobre su rostro, podía apreciarse, además de las huellas del acné, que en el labio superior había surgido una escasa y oscura pelusa; en su largo cuello, había emergido una notable y huesuda nuez e incluso percibían cómo el timbre de su voz había adquirido, prácticamente en dos meses, un agradable tono metálico. Todo ello, junto a su altura —1.75—, su cuerpo atlético y lo atento y cariñoso que era, no pasó inadvertido y, sin ningún propósito por su parte, se convirtió en el centro de atención de todas las féminas e indistintamente de la edad que estas tuviesen; aunque él, pensaba y seguía mostrándose cómo lo que en realidad era: un simple chaval.




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