miércoles, 6 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 9, Vidas Truncadas



Apenas hacía una hora que había amanecido cuando Antonio bajó a la calle portando una pesada caja azul repleta de herramientas y, tras depositarla en el suelo, comenzó a reconstruir una bicicleta con los restos encontrados en la fructifica expedición, sin darle mayor importancia a la diferencia de tamaño que existía entre la rueda delantera y la trasera. Una vez  ensamblados los elementos, llevándola agarrada del manillar cogió carrerilla y, dando un salto, se montó sobre ella y, después de dar varias vueltas alrededor de la plazuela, comprobó que, además de la extraña sensación de ir siempre cuesta abajo, resultaba incómodo tener que llevar el cuello todo el tiempo como si estuviese mirando hacia arriba. Poco a poco fueron apareciendo por allí los incondicionales y, al descubrir el invento, quisieron experimentar la sensación que les causaría el conducir el peculiar vehículo y, mientras estos disfrutaban, Antonio dirigió sus pasos hacia la acacia donde tenía encadenada la vieja Orbea. Tras liberarla, cogió un martillo y comenzó a aflojar las palomillas de la rueda trasera, después, con una llave inglesa, prosiguió aflojando las tuercas que unían el portamaletas con el cuadro de esta:

   —¡Venga, bajarse ya!, qué me s'ha ocurrio otra idea… Moreno, agarra esta bici y tenla recta —ordenó—: y tú —dijo dirigiéndose a Pedro—: trai la otra. —Y, una vez que la tuvo a su alcance, retiró la rueda pequeña.
   Pedro miró a Moreno y ambos se encogieron de hombros.
   —¿Qué vas hacé,  Antonio? —indagó desconcertado, el de la voz de pito.
   Antonio sonrió dejando ver la blancura y la alineación de sus dientes.
   —Ahora lo verás.
   Ensambló las dos bicicletas y, subiéndose él en la Orbea y Pedro en la de la parte de atrás, comenzaron a pedalear por las inmediaciones de la plazuela acompañados en todo momento por el griterío y el entusiasmo de quienes seguían tras ellos, como siempre, al trote. Un rato después, organizó los grupos y los turnos para que todos gozasen del tándem por igual, hasta que llegó la hora de irse a comer.

   Por la tarde, Lucía, Rocío y un par de amigas acudieron a la cita concertada.
   —Hola, buenas tardes —dijeron estas al llegar.
   El rostro de Rocío, al igual que el brillo de sus ojos, evidenciaba su eufórico estado anímico.
   —¿Qué es eso tan importante que querías enseñarnos?
   Antonio se puso en pie, se recolocó la ropa y se atusó el pelo.
   —Pasa, mi niña, verás lo qu'hemos traío.
   Las pupilas de Lucía se contrajeron, apretó las mandíbulas durante un par de segundos.
   —¡¿Qué pasa, Antonio?!, ¿las demás no podemos entrar? —lanzó su veneno tal y como lo haría una cobra escupidora en caso de sentirse amenazada.
   Contrariado y sin saber ni el porqué ni la intención de esta.
   —Sí, claro —articuló, sin más.
   Ella mostró una sonrisa tan mal intencionada como sus palabras.
   —Cómo has dicho, pasa mi niña, creí que era solo para Rocío.
   Antonio chasqueó la lengua y miró a Lucía de arriba abajo con el rostro demudado.
   —¡Venga, venga!, entra y cállate un rato, ¡anda!, ¡qué protestas más que una cochina recién paría!
   La puerta intermedia permanecía cerrada a cal y canto desde que se habían ido a comer por orden expresa de Antonio.
   —Tata-chan, tachan —dijo, al abrirla.
  Los rasgados ojos de Roció adquirieron un brillo especial.
   —¡Hala, que chulo!, me recuerda a la casa que tiene mi agüela en el pueblo.
   Frente a ellos, al fondo de la estancia, llamaba la atención un gastado y encarnado sofá de escay; al centro, bajo una mesa camilla había un modesto y oxidado brasero con su alambrera y badila correspondiente, y circundando a esta tres barnizadas y oscuras sillas de madera; a la derecha, un colorido baúl rematado con franjas de brillante y dorado latón y sobre este una arañada y maltrecha maleta de madera:

   De súbito, el rostro y la voz de Lucía adquirieron un semblante despectivo.
   —Supongo que nos podremos sentar, ¿verdad?
   —Pos, claro. Pa eso está…, bueno, pa eso y, tamién, pa jugá —respondió Antonio.
   Despechada por el hecho de que el anfitrión no hubiese entrado al trapo.
  —¡¿Aquí vamos a jugar ?!,  ¿a qué? —chilló con acritud.
   —Bueno, la verdá es que entraremos aquí solo en caso de que llueva o de que haga frío.
   Sintiéndose ninguneada por la actitud de Antonio.
   —¡Venga!, vámonos ya: que lo que teníamos que ver, visto está —instó a sus amigas.
   —¡Jo!, hay que ver como eres Luci —reprendió Rocío. Y, al observar que las demás seguían tras los pasos de la pedante amiga, optó por unirse al grupo.

   Tras la visita, a pesar de lo acontecido, Antonio se dio por satisfecho, ya que a excepción de Lucía, no solo les había gustado la decoración, sino que además, habían aceptado de buen grado ir allí a jugar.
   El resto de la tarde, sus fieles vasallos y él mismo, la pasaron correteando y brincando como las cabras montesinas por los alrededores hasta que comenzó a anochecer y, tras despedirse hasta el día siguiente, cada uno se fue para su casa tan contento como un tamborilero en día festivo.


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