Apenas hacía una hora que
había amanecido cuando Antonio bajó a la calle portando una pesada caja azul
repleta de herramientas y, tras depositarla en el suelo, comenzó a reconstruir
una bicicleta con los restos encontrados en la fructifica expedición, sin darle
mayor importancia a la diferencia de tamaño que existía entre la rueda
delantera y la trasera. Una vez
ensamblados los elementos, llevándola agarrada del manillar cogió
carrerilla y, dando un salto, se montó sobre ella y, después de dar varias vueltas
alrededor de la plazuela, comprobó que, además de la extraña sensación de ir
siempre cuesta abajo, resultaba incómodo tener que llevar el cuello todo el
tiempo como si estuviese mirando hacia arriba. Poco a poco fueron apareciendo
por allí los incondicionales y, al descubrir el invento, quisieron experimentar
la sensación que les causaría el conducir el peculiar vehículo y, mientras
estos disfrutaban, Antonio dirigió sus pasos hacia la acacia donde tenía
encadenada la vieja Orbea. Tras liberarla, cogió un martillo y comenzó a
aflojar las palomillas de la rueda trasera, después, con una llave inglesa,
prosiguió aflojando las tuercas que unían el portamaletas con el cuadro de
esta:
—¡Venga, bajarse ya!, qué me s'ha ocurrio
otra idea… Moreno, agarra esta bici y tenla recta —ordenó—: y tú —dijo
dirigiéndose a Pedro—: trai la otra. —Y, una vez que la tuvo a su alcance,
retiró la rueda pequeña.
Pedro miró a Moreno y ambos se encogieron de
hombros.
—¿Qué vas hacé, Antonio? —indagó desconcertado, el de la voz
de pito.
Antonio sonrió dejando ver la blancura y la
alineación de sus dientes.
—Ahora lo verás.
Ensambló las dos bicicletas y, subiéndose él
en la Orbea y Pedro en la de la parte de atrás, comenzaron a pedalear por las
inmediaciones de la plazuela acompañados en todo momento por el griterío y el
entusiasmo de quienes seguían tras ellos, como siempre, al trote. Un rato
después, organizó los grupos y los turnos para que todos gozasen del tándem por
igual, hasta que llegó la hora de irse a comer.
Por la tarde, Lucía, Rocío y un par de
amigas acudieron a la cita concertada.
—Hola, buenas tardes —dijeron estas al
llegar.
El rostro de Rocío, al igual que el brillo
de sus ojos, evidenciaba su eufórico estado anímico.
—¿Qué es eso tan importante que querías
enseñarnos?
Antonio se puso en pie, se recolocó la ropa
y se atusó el pelo.
—Pasa, mi niña, verás lo qu'hemos traío.
Las pupilas de Lucía se contrajeron, apretó
las mandíbulas durante un par de segundos.
—¡¿Qué pasa, Antonio?!, ¿las demás no
podemos entrar? —lanzó su veneno tal y como lo haría una cobra escupidora en
caso de sentirse amenazada.
Contrariado y sin saber ni el porqué ni la
intención de esta.
—Sí, claro —articuló, sin más.
Ella mostró una sonrisa tan mal intencionada
como sus palabras.
—Cómo has dicho, pasa mi niña, creí que era
solo para Rocío.
Antonio chasqueó la lengua y miró a Lucía de
arriba abajo con el rostro demudado.
—¡Venga, venga!, entra y cállate un rato,
¡anda!, ¡qué protestas más que una cochina recién paría!
La puerta intermedia permanecía cerrada a
cal y canto desde que se habían ido a comer por orden expresa de Antonio.
—Tata-chan, tachan —dijo, al abrirla.
Los rasgados ojos de Roció adquirieron un brillo
especial.
—¡Hala, que chulo!, me recuerda a la casa
que tiene mi agüela en el pueblo.
Frente a ellos, al fondo de la estancia,
llamaba la atención un gastado y encarnado sofá de escay; al centro, bajo una
mesa camilla había un modesto y oxidado brasero con su alambrera y badila
correspondiente, y circundando a esta tres barnizadas y oscuras sillas de
madera; a la derecha, un colorido baúl rematado con franjas de brillante y
dorado latón y sobre este una arañada y maltrecha maleta de madera:
De súbito, el rostro y la voz de Lucía
adquirieron un semblante despectivo.
—Supongo que nos podremos sentar, ¿verdad?
—Pos, claro. Pa eso está…, bueno, pa eso y,
tamién, pa jugá —respondió Antonio.
Despechada por el hecho de que el anfitrión
no hubiese entrado al trapo.
—¡¿Aquí vamos a jugar ?!, ¿a qué? —chilló con acritud.
—Bueno, la verdá es que entraremos aquí solo
en caso de que llueva o de que haga frío.
Sintiéndose ninguneada por la actitud de
Antonio.
—¡Venga!, vámonos ya: que lo que teníamos
que ver, visto está —instó a sus amigas.
—¡Jo!, hay que ver como eres Luci —reprendió
Rocío. Y, al observar que las demás seguían tras los pasos de la pedante amiga,
optó por unirse al grupo.
Tras la visita, a pesar de lo acontecido, Antonio
se dio por satisfecho, ya que a excepción de Lucía, no solo les había gustado
la decoración, sino que además, habían aceptado de buen grado ir allí a jugar.
El resto de la tarde, sus fieles vasallos y
él mismo, la pasaron correteando y brincando como las cabras montesinas por los
alrededores hasta que comenzó a anochecer y, tras despedirse hasta el día
siguiente, cada uno se fue para su casa tan contento como un tamborilero en día
festivo.
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