viernes, 22 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 10, Vidas Truncadas


Se acercaba el 1 de noviembre, Antonio propuso a Marisa pasarlo juntos —Desde varios siglos atrás se viene celebrando en la ciudad la Calbotá, un ritual que consiste en la reunión de amigos, vecinos y familiares que acuden al campo para asar castañas y compartirlas. Es, así mismo, una tradición de origen medieval y cristiano celebrando con ello el día de Todos los Santos— y, a partir de aquel día, en el barrio daban por hecho que entre ambos había algo más que amistad: los besos, arrumacos y carantoñas que estos se propinaban sin esconderse de los demás, así lo hacían presuponer; pero nada más allá de la realidad, ya que para Antonio no suponía más que el hecho de pasarlo bien juntos y mantener relaciones sexuales. Marisa era consciente de ello y no le daba mayor importancia.
   El tiempo, como siempre: sin esperar por nada ni por nadie,  transcurrió y, cómo aquel que no quiere la cosa, llegó Semana Santa y, una semana después, la pareja se encontraban en Valcorchero, en las inmediaciones del Cancho de las tres cruces, celebrando el día de La Canchalera. —La Virgendel Puerto es la patrona de la ciudad de Plasencia y esta es venerada por casi al cien por ciento de los vecinos de la ciudad—. El día, a pesar de lo que se celebraba, no había salido muy católico: amaneció grisáceo y frío; pero, cómo es habitual en primavera, este fue desprendiéndose de los oscuros nubarrones y, a eso del mediodía, la temperatura se acercaba más a la estación siguiente. Después de haber comido y bebido cuanto quisieron, Marisa comenzó a sentir cómo el sudor se manifestaba no solo en su interior, sino que este se hizo notorio en las axilas y en la frente, motivo por el cual, esta se desprendió de la ropa de abrigo, dejando al descubierto por unos instantes su vientre:
   —Vaya panza que te s'ha puesto tía —dijo con tono jocoso, Antonio.
   —¡Ojala!, que solo fuera de comer y beber —respondió con serio semblante, ella.
   —¿Pos, a vé de qué va a sé?
   —¡Ah!,  ¿es que tú no lo sabes?
   —¿Lo qué?
   —Pues, que estoy embarazada.
   —¡No me jodas, tía! ¡Vaya, lo que te faltaba ahora! —contestó cómo si con él no fuese la causa.
 Marisa enarcó las cejas y gritó con desesperación.
   —¿Cómo que lo que te faltaba? ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
   Antonio se encogió de hombros.
   —¿Y, qué quieres cága?
   Ella bajó la mirada y el tono de su quebrada voz.
   —Pues, nos tendremos que casar, ¿no crees?
   Él la miró de arriba debajo de soslayo.
   —Bien, tengamos la fiesta en paz, a vé si ahora cá salío el sol me vas aguá la fiesta… Ya hablaremos de eso otro día… Y, si es verdá eso de que estás preñá ¡deja de bebé y de fumá de una p… vé! —exigió con tono inquisidor.
   Tras la acalorada discusión, continuaron visitando a los amigos y familiares que se hallaban por las inmediaciones del santuario.
   Terminada la subasta para sacar en procesión a la Canchalera.
   —¡Venga, vámonos pa'bajo! que ya va siendo hora —ordenó más que dijo, Antonio.
   Marisa frunció el ceño y, en silencio, siguió tras los pasos de este, distanciada a un par de metros.
   —¿Entonces qué piensas hacer? —consultó, rompiendo el silencio Marisa, media hora después.
   —Qué pienso, ¿de qué?
   —Conmigo y con nuestro hijo.
   —¡¿Nuestro?!... No me toques los cojones, ¿ya sabes que yo soy el padre?
   Ella le lanzó una mirada con los ojos inyectados en sangre.
   —¡Pues, a ver, de quien va a ser! del cura y del señor Obispo desde luego que no.
   Antonio optó por el sarcasmo a la hora de responder.
   —¿No sería mucha casualidá que después de haberte acostáo con toa la tropa, el niño sea mío?
   Marisa, invadida por la impotencia, rompió a llorar.
   —Pero ¿cómo puedes pensar eso, de mí? —dijo entre sollozos—: Sabes mejor que nadie, que, desde que estoy contigo no me he vuelto a acostar con ningún otro.
   —Bueno, bueno, eso es lo que tú dices... pero la verdá es que por el cuartel, s'oye otra cosa bien distinta.
   —¡Ah, sí!,  ¿y qué es lo dicen?
   —Que t'han visto del brazo del sargento López y que sos estabais dando el lote en el bar La Cabaña, el domingo pasao.
   —¡Qué hijos de p…! —exclamó alzando la voz—, pero ¿cómo se pueden inventar semejante disparate?
   —No lo sé... pero el caso es que eso, anda de boca en boca, por to el cuartel.
   —Bien, pues cómo tú quieras… no pretenderás que te lo tenga que suplicar, ¿verdad?
   Antonio de volvió hacia ella con la mirada cargada de odio y desprecio.
   —Ni tú, que yo tenga que cargá con el mochuelo, ¿verdá?
   Ella se apartó de la vía romana para sentarse sobre un canchal.
   —¡Pero, bueno!..., ¿y ahora que hoctia t'ocurre? —gritó fuera de sí.
   —Déjame en paz. A mí no me pasa nada ¡Vete!, que no quiero saber nada más de ti… ¡Maldita sea la hora en que te conocí!
   Él, se acercó en son de paz tratando de hacerla entrar en razones; pero, al cabo de media hora, desistió por entender que resultaría imposible.
   Unos días después, se cruzó con ella cuando esta iba a recoger el rancho familiar:
   —Hola mi niña, ¿te s'ha quitao ya el cabreo? —dijo, tratando de suavizar la desagradable situación en que ambos se encontraban.
  Marisa, aceleró el paso, continuó caminando con la cabeza bien alta y contoneándose, cómo si no le hubiese visto.
  —Pos, ahora sí que te van a dá porculo. Ya sí que no quiero sabé na de ti ni del niño.
  Una mañana, paseando por el barrio, Antonio escuchó a los ancianos que estaban sentados en la acera, al abrigo de las propias viviendas:
   —Vaya cara que tié el gachó —dijo el que estaba más encogido.
   —Ya se veía vení… Este zangandumbo ha cambiáo mucho ende que se fue su madre pal patatal —añadió el más anciano.
   —Ahora a vé quien va a cargá con la criatura —indicó un tercero apenas sin fuelle.
   Haciendo oídos sordos, cómo si con él no fuese la historia, al llegar a su altura, les dio las buenas tardes.
   El capitán Guerra, al verse humillado y ser objeto de burlas y murmuraciones entre los demás oficiales, solicitó el traslado inmediato, y, un par de meses después, su familia y él se fueron a vivir a Cáceres.


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