Primavera de 1972, «marzo
ventoso y abril lluvioso, hacen a mayo florido y hermoso».
A pesar de que marzo comenzó,
y ultimó, con un inclemente viento, no supuso problema alguno para que los
chiquillos acudiesen al centro escolar. Es más, lo tomaron como algo divertido,
ya que a mediodía: al regresar a casa, después de comer, salían a la calle para
recrearse con los apuros que tenían que lidiar perros, gatos, gallinas e
inclusive los propios pájaros que deambulaban por la barriada. Se divertían
como enanos al contemplar como eran arrastrados por el ineludible vendaval. Uno
de aquellos días, presenciaron salir volando todo tipo de materiales de una de
las obras aledañas. Quedaron
estupefactos al observar como algunas de las paredes, que habían sido
levantadas por los albañiles el día anterior, eran derribadas por las
virulentas ráfagas. Era tal la capacidad del viento que hasta las inmediaciones
del «Cuartel…» —distante a más de trescientos metros—, llegó un plástico de
grandes dimensiones:
—Vamos a cojé el presislá —chilló—, veréis
que bien lo vamos a pasá.
—Antonio, ¿qué te s'ha ocurrío? —balbució
uno de los presentes.
—Ahora lo vais a vé —respondió, al tiempo
que entraba a la barraca en busca de la hoz.
—¡A vé, Moreno!, asujetalo bien que lo voy a
cortá en tres cachos.
Seccionado el dúctil material, tomó uno de
los trozos, lo enrolló de manera tosca, lo colocó bajo el brazo y, después, se
dirigió hacia la parte de atrás del canchal que brindaba resguardo a la barraca
y, aunque no sin dificultad como consecuencia del implacable vendaval, logró
acceder hasta la cima. Una vez allí, desplegó el plástico cómo buenamente pudo
y, sin pensarlo, se lanzó al vacío. Enseguida sintió como su desbocado corazón
bombeaba la sangre cargada de adrenalina al tiempo que iba ganando altura y,
con más miedo que atrevimiento, se aferraba fuertemente al improvisado
paracaídas, lleno de sentimientos encontrados. Desde lo alto atisbó como los
demás corrían, aplaudían y gritaban con gran exaltación. De súbito, comenzó a descender
de manera precipitada «Padrenuestro que estás en el cielo... te pido que no me
pase ná... por favó Séñó te lo suplico» y, sin saber cómo ni por qué, después
de recorrer por los aires más de cincuenta metros: ejecutó un aterrizaje que
cuantos profesionales quisieran. La efervescencia y las ansias que generó el
triunfador final, provocó que, desde el más chico al más grande, quisieran
sentir en sus propias carnes la sensación de volar:
—Lo siento, pero solo pueden tirarse los
mayores —dijo tajantemente, el «capitán».
—¡Jo!, yo también quiero... —protestó
Moreno.
—¡He dicho que no!, y el que no haga caso,
le echo de la banda. ¿Queda claro? —dijo con vehemencia. Y, pese a no estar del
todo conformes, acataron la orden sin rechistar y se satisficieron con mirar
como se lanzaban, una y otra vez, sus compañeros de aventuras. Unos y otros lo
pasaron en grande, sobre todo los que ejercieron de público: ya que no todos
los aterrizajes eran tan precisos ni afortunados como en un principio.
Aquel fin de semana lo vivieron intensamente
entre gritos, risas y alegrías, hasta que en uno de los saltos, Leandro, al
comprobar que ascendía a más altura de lo habitual, invadido por el temor, el
desconcierto y la desesperación, se soltó del paracaídas sin reparo alguno y
tuvo el infortunio de romperse el brazo, a la altura del codo. La noticia
corrió como la pólvora por el barrio. Al enterarse José de lo ocurrido, mandó a
su hija Azucena en busca de Antonio.
Unos minutos después, al verles venir, salió
a su encuentro:
—¡Ven aquí, Pirata! —gritó—. Tú, tú me vas a
buscá la ruina, bandío; pero antes te mato a correazos, granuja.
—Papa, le prometo que yo no tengo la culpa.
Se lo juro que s'han tiráo ellos por cán querío —aclaró—. Se lo juro por mama.
José levantó la voz y arrugó el entrecejo.
—¡T'he dicho que vengas aquí! —ordenó, con
el cinturón en la mano.
—¡¿Pero qué vas a jacé, hombre?! —irrumpió
desde una de las ventanas, Miguel, el padre de Leandro—. No castigues ar muchacho, que son cosas de juegos
¡Jodél!
—Es que no idea cosa güena este bandío
—respondió, tratando de justificar su inusual actitud.
—No te hagas mala sangre, José... Son
muchachos y tién que juegá y lo que tenga que pasá, asína será.
—Gracias por tomálo asína Migué.
—Tu hijo, es un muchacho noble y no hay
mardá en él.
—Es verdá...
Y tamién qu'es bien mandao y cariñoso, aunqu'es mu travieso.
—Y bien avispáo que paéce el puñetero
—respondió Miguel, al tiempo que se despedía con la mano.
—Ve con Dios, Migué —dijo, dando por
concluida la conversación.
Tras pasar la noche y el amanecer de por
medio.
Antes de entrar en las aulas, se hallaba
Antonio en mitad del patio tratando de contar sus aventuras como paracaidista a
un nutrido grupo de alumnos:
—No exageres tanto, chaval, que sabemos
qu'el aire que hacía era mucho; pero volar, volar: solo lo hacen los pájaros,
los aviones, los helicópteros y las avionetas —largó de manera despótica
Roberto, su compañero de pupitre.
La mirada de Antonio se tornó desafiante.
—Pos, si no te lo crees, apamplao, se lo
preguntas al Leandro cuando venga a la escuela.
Una mueca despectiva se dibujó en el rostro
de Roberto.
—¡Bah!, ¡bah!, ¿ese?, ese miente más que
corre, y tú, poco más o menos.
Antonio se creció por la complicidad que
reflejaban las de miradas de sus partidarios.
—El Leandro voló más alto y más lejos que
yo... y si no se habiera soltao: estoy seguro que había enllegao hasta el
tejao.
—¡Buf! Pero qué bolero eres, no te las crees
ni tú —dijo elevando el tono de voz.
Antonio se posicionó a unos veinte
centímetros del rostro de su mayor detractor.
—¡Ja, ja, ja! —Se rió en su cara—. Ya…, ya
lo creerás cuando le veas con el brazo roto… A vé que dices aluego.
Mayo transcurrió seco y caluroso.
El verano se adelantó tanto
que, a principios de junio, las temperaturas alcanzaron los 40 ºC. La familia
de Antonio vivía en la cuarta planta del edificio, justo debajo del tejado.
Entre la vivienda y la cubierta existía una recamara, la cual, acumulaba todo
el calor que el sol desprendía durante el día y, en las tórridas noches, al no
existir el mínimo vislumbre de aire: aquello se convertía en un horno. De nada
servía el abrir las ventanas de par en par, el calor se filtraba a través del
techo y el acto de dormir se hacía imposible:
—¿Qué te paéce si mos vamos a viví a la
orilla del río hasta que bajen estas calores? —propuso José a Manuela.
—Por mí, está bien. Pero creo que, será mejó
esperá a que le den, al muchacho, las vacaciones en la escuela.
—Vale, pero el sábado y el domingo iremos
allí a prepará el sitio y encuantito que esté preparao mos vamos p'allá con tos
los achiperres —informó mientras se levantaba para, después de asearse y
desayunar, irse a trabajar.
El sitio elegido para pasar aquel verano, no
era otro que en las inmediaciones del Molino de la pared bien hecha, ubicado
aguas arriba a unos dos kilómetros de la barriada. El lugar era frecuentado por
infinidad de bañistas desde tiempos inmemoriales. Junto al molino, además de la
confortable sombra que proporcionaba la hilera de alisos que discurría paralela
junto al río y la explanada existente entre estos y el cauce, contaba con una
zona de baños inmejorable para disfrutar de las cristalinas y refrescantes
aguas, cuya profundidad media oscilaba entre uno y dos metros, que hacían
disfrutar a todos aquellos que se atrevían a surcar el espacioso y remansado
tramo. El remanso del bravo caudal,
surgió como consecuencia de la acción realizada por el hombre mediante la
construcción de una represa con la finalidad de reconducir las aguas hasta las
fértiles huertas que discurrían paralelas a la rivera, así como la de abastecer
de agua a los molinos de grano y pimentón que aún estaban activos en la ciudad
por aquel entonces.
El vendaval de marzo había derribado varios
alisos en la zona elegida para acampar.
El sábado, con la frescura del amanecer, a
lomos del ciclomotor se desplazaron hasta el lugar José y Antonio. Unos minutos
después, se hicieron presentes Joselito y Manuel a bordo de un níveo Renault
4L, propiedad del último. Tras saludarse como de costumbre, José indicó a sus
hijos el lugar y número de hoyos que tendrían que realizar para levantar la
residencia veraniega y, provistos de pico y pala, comenzaron la excavación de los
nueve hoyos, separados entre sí tres metros, en línea recta y cuya profundidad
debía de ser como mínimo de cincuenta centímetros. Mientras tanto, José y el
benjamín de la casa fueron a cortar los varales, de unos tres metros de
longitud, que harían las funciones de los pilares en la construcción de la
rudimentaria enramada.
—Papa, ya están los abujeros termináos, ¿qué
hacemos ahora? —solicitó Manuel.
—Teneís que traé muchos rollos pa retacá.
Los más grandes como melones medianos y los más chicos como las granás —dijo
haciendo gestos con las manos para acompañar a sus palabras.
Pasado un tiempo, una vez terminada la tarea
encomendada.
—Ya está, papa —avisó Manuel.
—Bien, hijo. Ahora cogé los calabozos y
cortá toas las retamas que poáis, que, aluego las llevaremos entre tos.
—Papa, ¿y yo qué hago? —requirió Antonio.
—Tú —guardó silencio un instante mientras se
pasaba la mano por la barbilla—, ¡vete llevando estos varales a ónde vamos a
jacé el sombrajo!, y no los dejes juntos. Los que tién la jorquilla son los que
van en los abujeros y los otros déjalos ande tú quieras.
A eso de media mañana, tenían erguidos los
nueve pilares y, a pesar que después de haber sido bien retacados con piedras y
tierra, los de las esquinas fueron reforzados a modo de riostra, con el fin, de
evitar que en caso de tormenta esta dañase la estructura. Al lado izquierdo de
la enramada, José mandó hacer otros tres agujeros y sobre ellos izó tres nuevos
pilares, que en este caso eran de menor tamaño y que una vez retacados quedaron
a la mitad de altura que el resto. Este anexo quedaría recubierto en su
totalidad por un gran toldo de camión, que a su vez quedaría anclado al suelo
por el peso de la tierra extraída de una pequeña zanja que se hizo alrededor de
la construcción, con el fin de evitar un posible encharcamiento tras una de
esas torrenciales tormentas de verano…
Aquella zona estaba pensada para preservar los enseres necesarios para
dormir, lavar, cambiarse de ropa, e incluso para refugiarse ellos mismos, en
caso de tener que resguardarse de la lluvia.
A mediodía, hicieron un alto para comer y,
tras una liviana siesta bajo la sombra de los exuberantes alisos, una vez que
restablecieron las fuerzas necesarias, prosiguieron con lo que, de allí en
adelante, haría las veces de vivienda; al menos durante el candente verano que
presentían, por cómo había comenzado junio.
La parte de atrás del enramado, la que daba
al camino, además de los pilares que sujetaban la estructura, se ató un alambre
de punta a punta, en línea recta y cada cincuenta centímetros con dirección al
suelo, o sea, en total cuatro líneas. Esto serviría para entretejer una tupida
pared con las retamas, que además de proporcionar una espesa y placentera
sombra, permitiría el paso del aire y, por tanto, haciendo así más agradable la
estancia en el lugar. La cubierta, además del alambre, sería reforzada con
múltiples varales que harían las funciones de los cuarterones en los tejados de
madera, distanciándolos unos de otros a un metro.
El domingo, desde primera hora y de manera
escalonada fueron acudiendo los integrantes de bien avenida familia. El sol
lucía amenazante con todo su esplendor y, a media mañana, el calor invitaba a
adentrarse en las refrescantes y cristalinas aguas del Jerte. Tanto los adultos
como los de menor edad disfrutaban zambulléndose y jugando. Los adolescentes
competían nadando para ver quien llegaba el primero a la otra orilla, los
adultos enseñaban a los más pequeños a bracear y a mantenerse a flote sobre la
superficie, mientras que las mujeres se afanaban en ir preparando una suculenta
paella, la cual se había encargado de
esparcir por las inmediaciones un apetitoso y fragante aroma.
Después de comer, de manera atávica dejaron
transcurrir un par de horas antes de introducirse de nuevo en el cauce, con el
fin evitar un corte de digestión: según sus propias creencias, y mientras que
los adultos aprovechaban esas horas, bien para echarse la siesta, o bien para
jugar a las cartas, los más jóvenes seguían jugando como si no les afectase, lo
más mínimo, el sofocante calor.
A media tarde, el río fue invadido de nuevo
por infinidad de personas; era tal la algarabía generada por sus juegos y
chapoteos que, los peces tenían que refugiarse en sus cuevas. Posteriormente,
sobre las ocho y media, los bañistas se dispusieron a hacer la típica
merienda-cena, con el fin, de saciar el voraz apetito que les provocaba la
diversión y el juego en las refrescantes, depuradas y oxigenadas aguas. Estas
bajaban serpenteando desde las sierras librando todos los obstáculos y las
vertientes presentes en el abrupto terreno que presenta el Valle del Jerte.
Aguas que a medida se iban aproximando a la ciudad, además de irse reposando,
permitían el aprovechamiento para la actividad hortícola, industrial y el
disfrute personal: lo que propiciaba que muchas de las familias del barrio se
desplazasen hasta el lugar. La mayoría de ellos iban y regresaban andando, ya
que por aquella época eran muy pocos los que disponían de su propio automóvil,
aunque si que abundaban las bicicletas y ciclomotores que los adultos
utilizaban para acudir a sus puestos de trabajo principalmente.
Una vez instalados en la enramada, dejándose
llevar por la curiosidad, Antonio se dispuso a averiguar lo que había al otro
lado del tronco que se hallaba justo enfrente de su nueva morada. La pequeña y misteriosa isleta estaba
separada por una bifurcación poco profunda del río, a unos tres metros de
distancia de la reciente edificación. Uno de los alisos derribados en
primavera, permitía el acceso al atrayente y enigmático lugar. Sin pensárselo, se dispuso a cruzar por el
improvisado puente; aunque, no sin dificultad, debido a la gran cantidad de
ramas que se interponían entre un extremo y el otro. Ante la imposibilidad de
continuar, desandando hacia atrás el trecho recorrido en la ramificada y
escabrosa pasarela, con las ideas bien claras:
Antonio se posicionó frente a José, que
estaba tumbado en una hamaca de lona.
—Papa, ¿puedo cogé el calabozo? —consultó.
José enarboló las cejas en señal de asombro.
—¡¿Pa qué lo quiés, hijo?!
Antonio le miró con ojos melindrosos, él
sabía como convencerle sin necesidad de hablar, y, si lo realizado hasta entonces
no surgía el efecto deseado, recurriría a escenificar en ademán de súplica.
—M'hace falta pa llegá a la isla.
—¿Y pa qué quiés dir ahí?... Ahí no hay más
que maleza, hijo. Te encontrarás con árboles chiquininos, enreaeras y
yerbajos... No pierdas el tiempo en cosas que no valen la pena hijo.
—Papa, es pa jugá, ¿puedo cogerlo?
—Está bien, pero andate con mucho cuidao, no
te vayas a cortá.
—Gracias, papa, y no se precupe usté, que
iré con vista.
Comenzó a cortar las ramas que le impedían
descubrir su objetivo, con tantas ansias que sus movimientos harían evocar al
cine mudo a cualquiera que viese al afanado muchacho. Un rato después de haber emprendido la ardua
y agotadora faena, logró pisar el suelo de la recóndita isla, pero al comprobar
que era cierto todo cuanto su padre le había anticipado: «¡Bah!, no me importa…
seguiré después de comé», pensó mientras regresaba al enramado para saciar la
sed y recuperarse del demoledor esfuerzo.
—¿Ande vas tan corriendo, Antonio? —consultó
Manuela.
Él la miró y sonrió.
—A darme un chapuzón.
—¡Ni
te s'ocurra! —gritó.
Antonio se paró en seco.
—¡¿Y ahora qué pasa?! —espetó con cara de
circunstancia.
Ella bajó el tono de voz.
—Espérate un poquino hijo, cá un estás suao
y te pué da un corte de digestión.
—Mama, pero si ya no estoy sudando.
—T'he dicho que esperes un rato más —dijo
elevando la voz, poniendo serio el semblante—. Ya t'avisaré cuando pueas
bañate.
—Está bien, como usté diga.
Antonio se acercó hasta ella
—Mama, ¿l'ayudo en algo?
—Gracias, hijo —expresó recuperando su tono
usual—, pero ahora no m'haces falta, espérate diez minutinos más y te vas a
bañá, y estate atento pa cuando te llame, que vamos a jamá enseguia.
Después de comer y haber mal dormido la
siesta, a eso de las cinco, retomó la tarea de seguir desbrozando la selva. Un
rato después, dando por concluida la laboriosa jornada, trepó a uno de los
árboles de la orilla y, desde una de las ramas próximas al agua, se lanzó al
río de cabeza, zambulléndose en él como si se tratase de un Martín pescador en
busca del sustento. Antonio surcaba las aguas con destreza, le gustaba nadar
tanto en la superficie como en el fondo, y constantemente alternaba su peculiar
forma de bracear, adentrándose en las profundidades y emergiendo a la
superficie. De repente, se paró y poniendo el oído en alerta:
—Mama, ¿m'ha llamao? —voceó, desde el centro
del cauce.
—Sí, hijo. ¡Sarte ya! —respondió, utilizando
el mismo método—: Que no es güeno está mucho tiempo endentro d'lagua.
—Ya, voy mama. ¡Prepáreme un bocadillo
grande! ¡Que me estoy muriendo hambre!
—¿De qué lo quieres?
—¿Hay chope?
—Sí, y tamién chorizo y mortadela.
—Me l'haga de chope… y m'eche un poquino de
tomate frito por cima.
A lo lejos, como cada atardecer, desde que
se habían instalado en el enramado, se podía escuchar el inconfundible sonido
emitido por el vetusto ciclomotor que anunciaba que José regresaba junto a los
suyos, tras una larga, calurosa y agotadora jornada laboral y, tras cumplir con
el protocolo de encuentros y despedidas familiares, se desprendió de la ropa
quedándose en traje de baño y, sin pensarlo, aunque extremando toda cautela, se
introdujo en el río hasta la altura de las rodillas y comenzó con el ritual: en
primer lugar, como si se estuviera lavando, se remojó un poco los brazos y el
rostro; en segundo, el pecho. Después se sumergió, comenzó a nadar y, tras
haberse refrescado y aseado al mismo tiempo, notó como el reparador líquido
hacía disminuir el cansancio acumulado.
Al salir del agua, se dedicó a jugar con los más pequeños hasta que
llegó la hora cenar y, después, aprovechando la resplandeciente luz que la
generosa luna les brindaba y lo despiertos que los pequeños estaban, comenzó a
narrar unos cuentos y leyendas que, además de entretenerles, servirían para que
estos tomasen consciencia del significado de palabras como amistad, honra,
respeto... hasta que, vencidos por Morfeo, se fueron quedando dormidos los
infantes: al igual que, en su día, lo
hiciesen con él sus ascendentes.
Antonio disfrutaba con todo lo que su padre
le iba enseñando. Esperaba con entusiasmo que llegase el fin de semana, ya que,
el sábado por la tarde, le acompañaría por primera vez a pescar. Eso, al igual
que lo de aprender a conducir el ciclomotor, era algo que anhelaba desde mucho
tiempo atrás, aunque: tenía asumido que todo llegaría cuando su progenitor lo
estimase oportuno.
Amaneció, a eso de las seis. Antonio se
levantó con el sol para proseguir con el desbroce. Un rato después, se detuvo
frente a unas largas, ramificadas y punzantes zarzamoras. Al observar la
infinidad de racimos que había comenzó a recoger y degustar las deliciosas
bayas. El jugo que las más maduras desprendían al ser destripadas y presionadas
con la lengua sobre el paladar le hizo estremecerse. Notó cómo su boca se
inundaba de abundante saliva, debido al contraste agridulce de los frutos,
mientras se deleitaba con la mirada explorando el espacio liberado de maleza.
«Bueno, creo que será suficiente pa jugá y si no, arrancaré hasta las zarzas si
hace falta», pensó al tiempo que llegaba a la conclusión de que las moras,
además de quitar el hambre, servían para saciar la sed; aunque solo fuera por
un breve espacio. Dando por finalizada la tarea, estaba contento, después de
todo, el tiempo era ideal. No podía haber tenido un día más perfecto, cálido,
sin viento y en el cielo sin una sola nube. Lo único que se interponía entre él
y la bóveda celeste era la verde copa de los altos, desiguales y densos alisos.
Los días discurrían fugazmente. Las semanas
se convertían en días y estos, a su vez, en horas para Antonio, quién, además
de nadar, jugar y custodiar a los pequeños, tenía que acudir todas las mañanas
hasta la ciudad para recoger el pan o cualquier otra tarea encomendada por su
querida madre. Para ello, contaba con su Orbea, la bicicleta que este había
heredado de sus hermanos mayores, y estos, a su vez, de su padre. La bicicleta
contaba con un hermoso portaequipaje que José había encargado a un herrero, con
el fin de facilitar el transporte de los cestos que utilizaba tanto para
acarrear el pescado como para los útiles de captura.
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