viernes, 1 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 5, Vidas Truncadas.


Primavera de 1972, «marzo ventoso y abril lluvioso, hacen a mayo florido y hermoso».

A pesar de que marzo comenzó, y ultimó, con un inclemente viento, no supuso problema alguno para que los chiquillos acudiesen al centro escolar. Es más, lo tomaron como algo divertido, ya que a mediodía: al regresar a casa, después de comer, salían a la calle para recrearse con los apuros que tenían que lidiar perros, gatos, gallinas e inclusive los propios pájaros que deambulaban por la barriada. Se divertían como enanos al contemplar como eran arrastrados por el ineludible vendaval. Uno de aquellos días, presenciaron salir volando todo tipo de materiales de una de las obras aledañas.  Quedaron estupefactos al observar como algunas de las paredes, que habían sido levantadas por los albañiles el día anterior, eran derribadas por las virulentas ráfagas. Era tal la capacidad del viento que hasta las inmediaciones del «Cuartel…» —distante a más de trescientos metros—, llegó un plástico de grandes dimensiones:

   —Vamos a cojé el presislá —chilló—, veréis que bien lo vamos a pasá.
   —Antonio, ¿qué te s'ha ocurrío? —balbució uno de los presentes.
   —Ahora lo vais a vé —respondió, al tiempo que entraba a la barraca en busca de la hoz.
   —¡A vé, Moreno!, asujetalo bien que lo voy a cortá en tres cachos.

   Seccionado el dúctil material, tomó uno de los trozos, lo enrolló de manera tosca, lo colocó bajo el brazo y, después, se dirigió hacia la parte de atrás del canchal que brindaba resguardo a la barraca y, aunque no sin dificultad como consecuencia del implacable vendaval, logró acceder hasta la cima. Una vez allí, desplegó el plástico cómo buenamente pudo y, sin pensarlo, se lanzó al vacío. Enseguida sintió como su desbocado corazón bombeaba la sangre cargada de adrenalina al tiempo que iba ganando altura y, con más miedo que atrevimiento, se aferraba fuertemente al improvisado paracaídas, lleno de sentimientos encontrados. Desde lo alto atisbó como los demás corrían, aplaudían y gritaban con gran exaltación. De súbito, comenzó a descender de manera precipitada «Padrenuestro que estás en el cielo... te pido que no me pase ná... por favó Séñó te lo suplico» y, sin saber cómo ni por qué, después de recorrer por los aires más de cincuenta metros: ejecutó un aterrizaje que cuantos profesionales quisieran. La efervescencia y las ansias que generó el triunfador final, provocó que, desde el más chico al más grande, quisieran sentir en sus propias carnes la sensación de volar:

   —Lo siento, pero solo pueden tirarse los mayores —dijo tajantemente, el «capitán».
   —¡Jo!, yo también quiero... —protestó Moreno.
   —¡He dicho que no!, y el que no haga caso, le echo de la banda. ¿Queda claro? —dijo con vehemencia. Y, pese a no estar del todo conformes, acataron la orden sin rechistar y se satisficieron con mirar como se lanzaban, una y otra vez, sus compañeros de aventuras. Unos y otros lo pasaron en grande, sobre todo los que ejercieron de público: ya que no todos los aterrizajes eran tan precisos ni afortunados como en un principio.

   Aquel fin de semana lo vivieron intensamente entre gritos, risas y alegrías, hasta que en uno de los saltos, Leandro, al comprobar que ascendía a más altura de lo habitual, invadido por el temor, el desconcierto y la desesperación, se soltó del paracaídas sin reparo alguno y tuvo el infortunio de romperse el brazo, a la altura del codo. La noticia corrió como la pólvora por el barrio. Al enterarse José de lo ocurrido, mandó a su hija Azucena en busca de Antonio.
   Unos minutos después, al verles venir, salió a su encuentro:
   —¡Ven aquí, Pirata! —gritó—. Tú, tú me vas a buscá la ruina, bandío; pero antes te mato a correazos, granuja.
   —Papa, le prometo que yo no tengo la culpa. Se lo juro que s'han tiráo ellos por cán querío —aclaró—. Se lo juro por mama.
   José levantó la voz y arrugó el entrecejo.
   —¡T'he dicho que vengas aquí! —ordenó, con el cinturón en la mano.
   —¡¿Pero qué vas a jacé, hombre?! —irrumpió desde una de las ventanas, Miguel, el padre de Leandro—.  No castigues ar muchacho, que son cosas de juegos ¡Jodél!
   —Es que no idea cosa güena este bandío —respondió, tratando de justificar su inusual actitud.
   —No te hagas mala sangre, José... Son muchachos y tién que juegá y lo que tenga que pasá, asína será.
   —Gracias por tomálo asína Migué.
   —Tu hijo, es un muchacho noble y no hay mardá en él.
   —Es verdá...  Y tamién qu'es bien mandao y cariñoso, aunqu'es  mu travieso.
   —Y bien avispáo que paéce el puñetero —respondió Miguel, al tiempo que se despedía con la mano.
   —Ve con Dios, Migué —dijo, dando por concluida la conversación.
   Tras pasar la noche y el amanecer de por medio.
   Antes de entrar en las aulas, se hallaba Antonio en mitad del patio tratando de contar sus aventuras como paracaidista a un nutrido grupo de alumnos:
   —No exageres tanto, chaval, que sabemos qu'el aire que hacía era mucho; pero volar, volar: solo lo hacen los pájaros, los aviones, los helicópteros y las avionetas —largó de manera despótica Roberto, su compañero de pupitre.
   La mirada de Antonio se tornó desafiante.
   —Pos, si no te lo crees, apamplao, se lo preguntas al Leandro cuando venga a la escuela.
   Una mueca despectiva se dibujó en el rostro de Roberto. 
   —¡Bah!, ¡bah!, ¿ese?, ese miente más que corre, y tú, poco más o menos.
   Antonio se creció por la complicidad que reflejaban las de miradas de sus partidarios.
   —El Leandro voló más alto y más lejos que yo... y si no se habiera soltao: estoy seguro que había enllegao hasta el tejao.
   —¡Buf! Pero qué bolero eres, no te las crees ni tú —dijo elevando el tono de voz.
   Antonio se posicionó a unos veinte centímetros del rostro de su mayor detractor.
   —¡Ja, ja, ja! —Se rió en su cara—. Ya…, ya lo creerás cuando le veas con el brazo roto… A vé que dices aluego.


Mayo transcurrió seco y caluroso.
El verano se adelantó tanto que, a principios de junio, las temperaturas alcanzaron los 40 ºC. La familia de Antonio vivía en la cuarta planta del edificio, justo debajo del tejado. Entre la vivienda y la cubierta existía una recamara, la cual, acumulaba todo el calor que el sol desprendía durante el día y, en las tórridas noches, al no existir el mínimo vislumbre de aire: aquello se convertía en un horno. De nada servía el abrir las ventanas de par en par, el calor se filtraba a través del techo y el acto de dormir se hacía imposible:

   —¿Qué te paéce si mos vamos a viví a la orilla del río hasta que bajen estas calores? —propuso José a Manuela.
   —Por mí, está bien. Pero creo que, será mejó esperá a que le den, al muchacho, las vacaciones en la escuela.
   —Vale, pero el sábado y el domingo iremos allí a prepará el sitio y encuantito que esté preparao mos vamos p'allá con tos los achiperres —informó mientras se levantaba para, después de asearse y desayunar, irse a trabajar.

   El sitio elegido para pasar aquel verano, no era otro que en las inmediaciones del Molino de la pared bien hecha, ubicado aguas arriba a unos dos kilómetros de la barriada. El lugar era frecuentado por infinidad de bañistas desde tiempos inmemoriales. Junto al molino, además de la confortable sombra que proporcionaba la hilera de alisos que discurría paralela junto al río y la explanada existente entre estos y el cauce, contaba con una zona de baños inmejorable para disfrutar de las cristalinas y refrescantes aguas, cuya profundidad media oscilaba entre uno y dos metros, que hacían disfrutar a todos aquellos que se atrevían a surcar el espacioso y remansado tramo.  El remanso del bravo caudal, surgió como consecuencia de la acción realizada por el hombre mediante la construcción de una represa con la finalidad de reconducir las aguas hasta las fértiles huertas que discurrían paralelas a la rivera, así como la de abastecer de agua a los molinos de grano y pimentón que aún estaban activos en la ciudad por aquel entonces.

   El vendaval de marzo había derribado varios alisos en la zona elegida para acampar.
   El sábado, con la frescura del amanecer, a lomos del ciclomotor se desplazaron hasta el lugar José y Antonio. Unos minutos después, se hicieron presentes Joselito y Manuel a bordo de un níveo Renault 4L, propiedad del último. Tras saludarse como de costumbre, José indicó a sus hijos el lugar y número de hoyos que tendrían que realizar para levantar la residencia veraniega y, provistos de pico y pala, comenzaron la excavación de los nueve hoyos, separados entre sí tres metros, en línea recta y cuya profundidad debía de ser como mínimo de cincuenta centímetros. Mientras tanto, José y el benjamín de la casa fueron a cortar los varales, de unos tres metros de longitud, que harían las funciones de los pilares en la construcción de la rudimentaria enramada.

   —Papa, ya están los abujeros termináos, ¿qué hacemos ahora? —solicitó Manuel.
   —Teneís que traé muchos rollos pa retacá. Los más grandes como melones medianos y los más chicos como las granás —dijo haciendo gestos con las manos para acompañar a sus palabras.
   Pasado un tiempo, una vez terminada la tarea encomendada.
   —Ya está, papa —avisó Manuel.
   —Bien, hijo. Ahora cogé los calabozos y cortá toas las retamas que poáis, que, aluego las llevaremos entre tos.
   —Papa, ¿y yo qué hago? —requirió Antonio.
   —Tú —guardó silencio un instante mientras se pasaba la mano por la barbilla—, ¡vete llevando estos varales a ónde vamos a jacé el sombrajo!, y no los dejes juntos. Los que tién la jorquilla son los que van en los abujeros y los otros déjalos ande tú quieras.

   A eso de media mañana, tenían erguidos los nueve pilares y, a pesar que después de haber sido bien retacados con piedras y tierra, los de las esquinas fueron reforzados a modo de riostra, con el fin, de evitar que en caso de tormenta esta dañase la estructura. Al lado izquierdo de la enramada, José mandó hacer otros tres agujeros y sobre ellos izó tres nuevos pilares, que en este caso eran de menor tamaño y que una vez retacados quedaron a la mitad de altura que el resto. Este anexo quedaría recubierto en su totalidad por un gran toldo de camión, que a su vez quedaría anclado al suelo por el peso de la tierra extraída de una pequeña zanja que se hizo alrededor de la construcción, con el fin de evitar un posible encharcamiento tras una de esas torrenciales tormentas de verano…  Aquella zona estaba pensada para preservar los enseres necesarios para dormir, lavar, cambiarse de ropa, e incluso para refugiarse ellos mismos, en caso de tener que resguardarse de la lluvia.

   A mediodía, hicieron un alto para comer y, tras una liviana siesta bajo la sombra de los exuberantes alisos, una vez que restablecieron las fuerzas necesarias, prosiguieron con lo que, de allí en adelante, haría las veces de vivienda; al menos durante el candente verano que presentían, por cómo había comenzado junio.

   La parte de atrás del enramado, la que daba al camino, además de los pilares que sujetaban la estructura, se ató un alambre de punta a punta, en línea recta y cada cincuenta centímetros con dirección al suelo, o sea, en total cuatro líneas. Esto serviría para entretejer una tupida pared con las retamas, que además de proporcionar una espesa y placentera sombra, permitiría el paso del aire y, por tanto, haciendo así más agradable la estancia en el lugar. La cubierta, además del alambre, sería reforzada con múltiples varales que harían las funciones de los cuarterones en los tejados de madera, distanciándolos unos de otros a un metro.

   El domingo, desde primera hora y de manera escalonada fueron acudiendo los integrantes de bien avenida familia. El sol lucía amenazante con todo su esplendor y, a media mañana, el calor invitaba a adentrarse en las refrescantes y cristalinas aguas del Jerte. Tanto los adultos como los de menor edad disfrutaban zambulléndose y jugando. Los adolescentes competían nadando para ver quien llegaba el primero a la otra orilla, los adultos enseñaban a los más pequeños a bracear y a mantenerse a flote sobre la superficie, mientras que las mujeres se afanaban en ir preparando una suculenta paella, la cual  se había encargado de esparcir por las inmediaciones un apetitoso y fragante aroma.
   Después de comer, de manera atávica dejaron transcurrir un par de horas antes de introducirse de nuevo en el cauce, con el fin evitar un corte de digestión: según sus propias creencias, y mientras que los adultos aprovechaban esas horas, bien para echarse la siesta, o bien para jugar a las cartas, los más jóvenes seguían jugando como si no les afectase, lo más mínimo, el sofocante calor.

   A media tarde, el río fue invadido de nuevo por infinidad de personas; era tal la algarabía generada por sus juegos y chapoteos que, los peces tenían que refugiarse en sus cuevas. Posteriormente, sobre las ocho y media, los bañistas se dispusieron a hacer la típica merienda-cena, con el fin, de saciar el voraz apetito que les provocaba la diversión y el juego en las refrescantes, depuradas y oxigenadas aguas. Estas bajaban serpenteando desde las sierras librando todos los obstáculos y las vertientes presentes en el abrupto terreno que presenta el Valle del Jerte. Aguas que a medida se iban aproximando a la ciudad, además de irse reposando, permitían el aprovechamiento para la actividad hortícola, industrial y el disfrute personal: lo que propiciaba que muchas de las familias del barrio se desplazasen hasta el lugar. La mayoría de ellos iban y regresaban andando, ya que por aquella época eran muy pocos los que disponían de su propio automóvil, aunque si que abundaban las bicicletas y ciclomotores que los adultos utilizaban para acudir a sus puestos de trabajo principalmente.

   Una vez instalados en la enramada, dejándose llevar por la curiosidad, Antonio se dispuso a averiguar lo que había al otro lado del tronco que se hallaba justo enfrente de su nueva morada.  La pequeña y misteriosa isleta estaba separada por una bifurcación poco profunda del río, a unos tres metros de distancia de la reciente edificación. Uno de los alisos derribados en primavera, permitía el acceso al atrayente y enigmático lugar.  Sin pensárselo, se dispuso a cruzar por el improvisado puente; aunque, no sin dificultad, debido a la gran cantidad de ramas que se interponían entre un extremo y el otro. Ante la imposibilidad de continuar, desandando hacia atrás el trecho recorrido en la ramificada y escabrosa pasarela, con las ideas bien claras:

   Antonio se posicionó frente a José, que estaba tumbado en una hamaca de lona.
   —Papa, ¿puedo cogé el calabozo? —consultó.
   José enarboló las cejas en señal de asombro.
   —¡¿Pa qué lo quiés, hijo?!
   Antonio le miró con ojos melindrosos, él sabía como convencerle sin necesidad de hablar, y, si lo realizado hasta entonces no surgía el efecto deseado, recurriría a escenificar en ademán de súplica.
   —M'hace falta pa llegá a la isla.
  —¿Y pa qué quiés dir ahí?... Ahí no hay más que maleza, hijo. Te encontrarás con árboles chiquininos, enreaeras y yerbajos... No pierdas el tiempo en cosas que no valen la pena hijo.
   —Papa, es pa jugá, ¿puedo cogerlo?
   —Está bien, pero andate con mucho cuidao, no te vayas a cortá.
   —Gracias, papa, y no se precupe usté, que iré con vista.

   Comenzó a cortar las ramas que le impedían descubrir su objetivo, con tantas ansias que sus movimientos harían evocar al cine mudo a cualquiera que viese al afanado muchacho.  Un rato después de haber emprendido la ardua y agotadora faena, logró pisar el suelo de la recóndita isla, pero al comprobar que era cierto todo cuanto su padre le había anticipado: «¡Bah!, no me importa… seguiré después de comé», pensó mientras regresaba al enramado para saciar la sed y recuperarse del demoledor esfuerzo.
   —¿Ande vas tan corriendo, Antonio? —consultó Manuela.
   Él la miró y sonrió.
   —A darme un chapuzón.
   —¡Ni  te s'ocurra! —gritó.
   Antonio se paró en seco.
   —¡¿Y ahora qué pasa?! —espetó con cara de circunstancia.
   Ella bajó el tono de voz.
   —Espérate un poquino hijo, cá un estás suao y te pué da un corte de digestión.
   —Mama, pero si ya no estoy sudando.
   —T'he dicho que esperes un rato más —dijo elevando la voz, poniendo serio el semblante—. Ya t'avisaré cuando pueas bañate.
   —Está bien, como usté diga.
  Antonio se acercó hasta ella
  —Mama, ¿l'ayudo en algo?
   —Gracias, hijo —expresó recuperando su tono usual—, pero ahora no m'haces falta, espérate diez minutinos más y te vas a bañá, y estate atento pa cuando te llame, que vamos a jamá enseguia.

   Después de comer y haber mal dormido la siesta, a eso de las cinco, retomó la tarea de seguir desbrozando la selva. Un rato después, dando por concluida la laboriosa jornada, trepó a uno de los árboles de la orilla y, desde una de las ramas próximas al agua, se lanzó al río de cabeza, zambulléndose en él como si se tratase de un Martín pescador en busca del sustento. Antonio surcaba las aguas con destreza, le gustaba nadar tanto en la superficie como en el fondo, y constantemente alternaba su peculiar forma de bracear, adentrándose en las profundidades y emergiendo a la superficie. De repente, se paró y poniendo el oído en alerta:

   —Mama, ¿m'ha llamao? —voceó, desde el centro del cauce.
   —Sí, hijo. ¡Sarte ya! —respondió, utilizando el mismo método—: Que no es güeno está mucho tiempo endentro d'lagua.
   —Ya, voy mama. ¡Prepáreme un bocadillo grande!  ¡Que me estoy muriendo hambre!
   —¿De qué lo quieres?
   —¿Hay chope?
   —Sí, y tamién chorizo y mortadela.
   —Me l'haga de chope… y m'eche un poquino de tomate frito por cima.

   A lo lejos, como cada atardecer, desde que se habían instalado en el enramado, se podía escuchar el inconfundible sonido emitido por el vetusto ciclomotor que anunciaba que José regresaba junto a los suyos, tras una larga, calurosa y agotadora jornada laboral y, tras cumplir con el protocolo de encuentros y despedidas familiares, se desprendió de la ropa quedándose en traje de baño y, sin pensarlo, aunque extremando toda cautela, se introdujo en el río hasta la altura de las rodillas y comenzó con el ritual: en primer lugar, como si se estuviera lavando, se remojó un poco los brazos y el rostro; en segundo, el pecho. Después se sumergió, comenzó a nadar y, tras haberse refrescado y aseado al mismo tiempo, notó como el reparador líquido hacía disminuir el cansancio acumulado.   Al salir del agua, se dedicó a jugar con los más pequeños hasta que llegó la hora cenar y, después, aprovechando la resplandeciente luz que la generosa luna les brindaba y lo despiertos que los pequeños estaban, comenzó a narrar unos cuentos y leyendas que, además de entretenerles, servirían para que estos tomasen consciencia del significado de palabras como amistad, honra, respeto... hasta que, vencidos por Morfeo, se fueron quedando dormidos los infantes:  al igual que, en su día, lo hiciesen con él sus ascendentes.
   Antonio disfrutaba con todo lo que su padre le iba enseñando. Esperaba con entusiasmo que llegase el fin de semana, ya que, el sábado por la tarde, le acompañaría por primera vez a pescar. Eso, al igual que lo de aprender a conducir el ciclomotor, era algo que anhelaba desde mucho tiempo atrás, aunque: tenía asumido que todo llegaría cuando su progenitor lo estimase oportuno.

   Amaneció, a eso de las seis. Antonio se levantó con el sol para proseguir con el desbroce. Un rato después, se detuvo frente a unas largas, ramificadas y punzantes zarzamoras. Al observar la infinidad de racimos que había comenzó a recoger y degustar las deliciosas bayas. El jugo que las más maduras desprendían al ser destripadas y presionadas con la lengua sobre el paladar le hizo estremecerse. Notó cómo su boca se inundaba de abundante saliva, debido al contraste agridulce de los frutos, mientras se deleitaba con la mirada explorando el espacio liberado de maleza. «Bueno, creo que será suficiente pa jugá y si no, arrancaré hasta las zarzas si hace falta», pensó al tiempo que llegaba a la conclusión de que las moras, además de quitar el hambre, servían para saciar la sed; aunque solo fuera por un breve espacio. Dando por finalizada la tarea, estaba contento, después de todo, el tiempo era ideal. No podía haber tenido un día más perfecto, cálido, sin viento y en el cielo sin una sola nube. Lo único que se interponía entre él y la bóveda celeste era la verde copa de los altos, desiguales y densos alisos.

   Los días discurrían fugazmente. Las semanas se convertían en días y estos, a su vez, en horas para Antonio, quién, además de nadar, jugar y custodiar a los pequeños, tenía que acudir todas las mañanas hasta la ciudad para recoger el pan o cualquier otra tarea encomendada por su querida madre. Para ello, contaba con su Orbea, la bicicleta que este había heredado de sus hermanos mayores, y estos, a su vez, de su padre. La bicicleta contaba con un hermoso portaequipaje que José había encargado a un herrero, con el fin de facilitar el transporte de los cestos que utilizaba tanto para acarrear el pescado como para los útiles de captura.

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