lunes, 4 de julio de 2016

Capítulo I Episodio 8, Vidas Truncadas.


Antonio se hallaba en mitad del patio rodeado de chavales que, atónitos, escuchaban lo que le habían deparado las vacaciones estivales, aún faltaba más de un cuarto de hora para que sonara el silbato y los alumnos entrasen a las aulas, cuando, avanzaba hacia ellos, dando rápidas zancadas, Roberto; el mismo que, encontrándose a más diez metros del grupo, no le cupo la paciencia:

   —¡Qué!… ¿Ya os está contando sus aventuras, Tarzán? —gritó con ironía.
   —¡Oye, Roberto! ¿Qué te pasa con el Antonio? Siempre estás en su contra —arguyó uno de los allí reunidos.
   —Estoy seguro que todo es fruto de su cabeza hueca… —afirmó sin tener conocimiento alguno de lo que estos hablaban.
   Antonio le miró de soslayo.
   —¿Acaso las tuyas son mejores? —preguntó con voz altiva y despreciativa.
   —…estoy harto de sus mentiras, y sí tan listo es y sabe tanto, ¿cómo es que tiene que repetir curso? —añadió buscando la aprobación de los demás con la mirada.
   El grupo permaneció en silencio, sin saber como reaccionaría el ofendido.
   —En cuanto a mis vacaciones, puedo decir que me lo he pasado muy bien. Este año, hemos estado en Alicante —explicó sin haber sido preguntado—: Las playas sí que son interesantes y divertidas, no las mugrientas orillas de un asqueroso río —añadió sin venir a cuento y con desprecio.

   Al percibir el enérgico, estridente y continuado sonido que emitía el silbato emprendieron una fugaz carrera, tal y como lo haría un alma que va huyendo el diablo.
   Durante el recreo, Antonio continuó conversando con sus compañeros y amigos. Roberto, en cambio, vagaba solitario y meditabundo por el patio, alguien le había informado que Rocío y Antonio eran novios: «Será verdad, o será otra mentira de ese imbécil» —caviló, al tiempo que enfurecido lanzaba patadas al aire—: «Bueno, y si es verdad, pues peor para ella: total, no es más que otra idiota como él».

   Por la tarde, al salir del colegio, Antonio se dirigió, sin entretenerse por el camino, hacia el barrio. Tenía ganas de reencontrase con sus amigos, pero, sobre todo, con su amor. Cuando la vio jugando a la rayuela con Lucía, corrió a su encuentro:
   —Hola, chicas. ¿Qué hacéis? —dijo entre jadeos y agónicas respiraciones.
   Lucía, con la boca entreabierta, le dedicó una mirada con desaire.
   —¡¿No lo ves?!
   Él hizo como que no había visto ni oído nada.
   —Rocío, ¿te puedo preguntá una cosa?
   Ella asintió vehementemente, con las pupilas tan dilatadas como las de un búho real.
   —¡Venga!... Dímelo, ¿a qué esperas?
   —¿Te puedo dá un beso cada vé que te vea, mi niña? —insinuó con voz queda y temblorosa.
   —¡Claro que sí!, pa eso semos novios. Y, no te dé tanta vergüenza, que ya lo sabe to el barrio.
  Alentado por la actitud de esta.
   —Si queréis, podéis vení al chiscón.
   Lucía se giró hacia él girando la cabeza, arrugando el morro tal y como lo haría un búho chico.
   —¡¿Para qué quieres que vayamos allí?!
   —Pos, pa enseñaros a ónde jugamos siempre los muchachos.
   —¡Venga!, vamos a verlo —animó, sonriendo Rocío.

  Al entrar, ambas se quedaron boquiabiertas al observar el estado en que estaba la barraca.
   Lucía escudriñó hasta el último rincón tal y como lo haría un detective, en busca de indicios acusatorios o probatorios.
   —¿Quién os limpia el chiquero? —curioseó un rato después.
   —Bueno, desde el verano han sío el Pedro y el Vicente, pero, cuando estamos tos, lo limpiamos cada día uno: es la mejó manera de que nadie lo ensucie.
   —¿Y pa entrá aquí, hay que hacé algo? —dijo Rocío.
   Antonio se creció ante la actitud de ambas.
   —No, no, además de que soy yo el que manda, las chicas no hace falta.
   La lechuza se incomodó ante la arrogancia manifiesta en las palabras del «capitán».
   —¡Venga!, menos cuento y ¡vámonos ya!, que aún tengo por hacer los deberes.
   —¡Jo!... ¡Que agonía eres, Lucí! —protestó Rocío.
   La aludida le lanzó una mirada fulminante, como si se tratase de un cuchillo.
   —Tú verás si te vienes, o te quedas —instó enfáticamente, al tiempo que salía con desaire de la caseta.

Lucía era una muchacha de catorce años, espigada y desmejorada que, además de por su acritud, llamaba la atención por su pequeña cabeza, encumbrada sobre un largo pescuezo, los ojos pequeños, la mirada esquiva, la nariz larga y puntiaguda como el pico de un jilguero, los labios enjutos y entreabiertos, la frente pequeña, la tez blanca y el cabello, que le caía parte sobre los ojos y parte alrededor de la cara, entre endejas ásperas y negras que semejaban las crines de un jamelgo tordo. Era recelosa y arisca como un gato y tenía por costumbre salirse siempre con la suya. Normalmente, se mostraba serena; aunque con frecuencia, sacaba a relucir su terquedad y arrogancia. Tal vez, porque se había criado entre seis hermanos varones y estaba harta de ser siempre el objeto de sus ironías y atrocidades. Tenía en común con casi todas las chicas del barrio, el estar prendada de Antonio, aunque este jamás se había fijado en ella, y eso le desquiciaba con demasiada frecuencia.

   Lucía y Rocío vivían en el portal contiguo al de Antonio, frente por frente, en la segunda altura. El exterior de las viviendas prácticamente se repetía en todas las edificaciones, excepto en la primera hilera, con respecto a los muretes de contención, ya que estas estaban a ras de tierra junto a la plazuela. Las encaladas fachadas, tan blancas como una perdiz nival, daban a dos calles, con tres ventanas a cada una de ellas. El portal sobresalía un metro de las rectas y austeras fachadas, este estaba protegido por una puerta de dos hojas, con negros barrotes de hierro que recordaban a las puertas de las cárceles. Para acceder a la primera altura, había que remontar seis peldaños mientras que el resto de alturas, de rellano a rellano, con una meseta intermedia, dieciséis. En total cincuenta y cuatro inclinados y angostos escalones. Las escaleras eran tan apuradas que, cuando se encontraban dos personas subiendo o bajando en el mismo tramo, normalmente, cedía el paso el que se encontraba subiendo, para permitir el transito al otro; esta maniobra se realizaba, o bien en el rellano, o bien en las mesetas intermedias. En las mesetas, de pared a pared, había una barandilla de un metro de altura constituida por una pletina de cuatro centímetros de ancha en la parte superior y otra en la inferior; entre una y otra, en vertical y separados cada quince centímetros destacaban los delgados y negros barrotes de hierro. De ese mismo material estaban constituidos la barandilla y el pasamano que discurría a lo largo y alto de las escaleras. El largo de los peldaños apenas llegaba a los ochenta centímetros, el ancho a los veinte y la altura a los quince y medio.
   Entre el edificio y la calle, a unos cinco metros, discurría un largo, bajo y entrecortado muro de contención, todo él de mampostería, finamente rejuntado con blanqueada argamasa. Entre el muro y el edificio, a unos tres metros y alineadas en paralelo a las viviendas, cinco acacias por cada dos portales. Árboles que aportaban sombra y frescura a las viviendas en verano, y junto al muro, a unos veinticinco metros unos de otros, una hilera de postes prefabricados de hormigón que, además de distribuir el tendido eléctrico a través de cinco cables desnudos y superpuestos en vertical, frente a los portales, a través de una negra y gruesa manguera eléctrica se distribuía la corriente a todas y cada una de las viviendas. También, en cada uno de los postes, frente al portal, una gran cazoleta de aluminio daba cobijo a una alargada y blanquecina bombilla que servía tanto para alumbrar la calle como el hueco de las escaleras. Y, frente al portal, una oquedad en el muro daba cabida a unas escaleras labradas en azulado granito, que a su vez permitían el acceso a la explanada existente entre el inmueble y el mampuesto, y que a través de ella se accedía al portal.

   A partir de la medianoche, en el barrio solo se oía, de vez en cuando, el ladrido de los perros que campeaban a sus anchas rebuscando entre las basuras algo que llevarse a su desnutrido estómago, algunos de ellos, estaban habituados a saciar el hambre como las serpientes pequeñas: una vez a la semana.

   Aún anochecido, se podían escuchar al compás las inacabables campanadas del vetusto convento junto al lastimero aullido de los huidizos y aterrados perros qué, asustados por el incesante y estridente sonido, salían corriendo, con el rabo entre las patas, como si tras ellos corriese la negra e inapelable muerte.

Reunidos en la barraca, un viernes al atardecer:
   Antonio estaba de pie frente a sus serviciales amigos.
   —Como ya sabéis, y sos dije l'otro día, mañana tenemos que madrugá pa ir al basural… ¡Que levanten la mano los que van a vení!
   —Antonio, ¿a qué hora? —consultó con voz de pito, Pedro.
   —El que no esté en la prazuela a las nueve y media se quedará en tierra, ¿queda claro?
   —¡Síííí! —respondieron como de costumbre...
   —¡Venga!... ¡Hasta mañana! —concluyó, dando por finalizada la conversación.

Tras pasar la noche soñando con sus inquietudes, a eso de las ocho,  fue en busca de los perros y los llevó hasta la barraca, entró en la edificación y, unos segundos después, al salir, lo hizo acompañado de un largo y estrecho cajón de madera, el cual estaba provisto de seis ruedas que él mismo había extraído de dos, destartalados, porta bebés encontrados tiempo atrás en el vertedero municipal; en su parte delantera, sobresalía una gruesa cuerda de tres metros de largo, en cuyo extremo estaba atravesado un trozo de madera, de unos ochenta centímetros de longitud, e intercalados, a un metro uno del otro, dos más. Los canidos saltaban y gritaban eufóricos sin tan siquiera ser conscientes del porqué y, después de sujetarlos por el collar en aquel armatoste con un trozo de cuerda, regresó a casa para recoger al pequeño Manolete y, tras retornar al «Cuartel…», al comprobar que estaban todos:

   —¡Hala, mi niño! —indicó—. Súbete al trineo que nos vamos de viaje.
   Un sonoro y particular silbido ejecutado por Antonio fue suficiente para que los perros comenzasen a tirar del rudimentario artilugio. Emprendieron la marcha ladera arriba con brío, eufóricos..., los gritos de aliento y los ladridos de los canes evidenciaban la ansiedad por alcanzar la meta. Una vez que remontaron la cúspide de la loma, el trayecto se suavizó bastante, aunque el relieve del terreno estaba constituido en su totalidad por cerros y hondonadas. El lugar hacia donde se dirigían distaba de la ciudad unos cinco kilómetros. Durante el trayecto, Antonio supervisaba visualmente a los perros y al carruaje, los demás, seguían las instrucciones que él iba dando.

   —Mi niño, ¿vas bien ahí?
   —Sí, tío, ¡de chupilimanguili!, ¿farta mucho pa llegá?
   —Entoavía falta un poquino…, pero vamos a pará enseguía en la fuente de los güevos güeros, qu'está ahí más abajino —Llamada así por el olor que esta desprendía, ya que sus aguas eran sulfurosas. Al llegar a esta, Amtonio liberó a los perros para que abrevaran y se refrescasen.
   »Media hora más tarde, emprendieron de nuevo la marcha: «A vé si tenemos suerte y encuentro lo que vamos buscando... Estoy seguro que la gustará lo que quiero hacé», pensó.
   —Antonio, ¿falta mucho?, ¿qué hora es?, ¿cuándo nos vamos pa casa?  —consultó, desorientado por el cansancio acumulado, Moreno.
   —No, no. Ya solo falta un poquino, ya estamos casi llegando…, detrás de aquel cerro está lo que vamos buscando —respondió al tiempo que señalaba con su dedo índice hacia uno de los collados.

   Desde la distancia se podía apreciar, además de la infinidad de aves de rapiña que   sobrevolaban el lugar, un intenso, pestilente y nauseabundo olor que invadía todo el término.

   Entre el olor a podrido, a chamuscado y las humeantes bolsas de basura, pululaban cientos, miles, tal vez… millones de moscas que revoloteaban sobre los restos orgánicos en busca del sustento, o bien dónde depositar los huevos para perpetuar la especie.
   El transformado, maloliente y pútrido lugar se encontraba ubicado en una finca de propiedad municipal entre retamas, majuelos, carrascas, encinas, alcornoques y un sinfín de grandiosos berruecos. El nauseabundo escenario nada tenía que ver con lo que siglos atrás había sido, durante años fue transitado por infinidad de arrieros que iban en busca de las piedras que preparaban y proveían cientos de canteros para construir las iglesias y casas señoriales que, a pesar del tiempo transcurrido, aún se mantienen en pie en la reconocida y monumental ciudad de Plasencia.

   Para acceder al vertedero había que pasar a través de una cancela de hierro que estaba incrustada en una de las típicas paredes de piedra seca que abundan por la zona para   circundar y delimitar las fincas. Junto a ella, una pequeña y destartalada caseta que servía para dar cobijo, en los días de lluvia, al asalariado municipal; a la derecha, retirado de esta a un par de metros, bajo un árbol, dos bidones metálicos daban albergue a dos famélicos mastines, que con sus roncos y pausados ladridos alertaron al operario que algo o alguien ajeno al lugar se encontraba merodeando por las inmediaciones.

   Al abrir, Antonio, una de las dos hojas de la desconchada cancilla, el chirriante y tenebroso alarido producido por los goznes provocó que, los que estaban allí para defender el infecto lugar, emprendiesen una estampida con el rabo entre las patas, aterrados por el misterioso rechinar.
   A lo lejos, detrás de un canchal, subiéndose los pantalones, cigarro en boca, apareció un hombre alto, corpulento y de aspecto bastante desatendido, de unos sesenta años, que tras quitarse el cinturón del cuello comenzaba a pasarlo por las trabillas del sucio, raído y ennegrecido pantalón:

   —Alto, ¿quién anda ahí?  —dijo elevando el tono de su grave y ronca voz.
   —¡Eh!, señó Manolo, que soy el Antonio, el hijo de José el pescaó.
   —¡¿Y qué hoctia hacéis aquí?!
   —Venimos a vé si hay alguna cosa que nos pueda serví —respondió seguro de sí mismo mientras que  el resto de la expedición permanecían callados en el exterior, temerosos tanto por el lamentable aspecto como por el incesante y ronco ladrido de los que, a simple vista, el opaco y parasitado pelaje evidenciaban que su existencia difícilmente se podría encuadrar en el término vida, los mismos que tenían que defender aquel putrefacto lugar con uñas, dientes y hasta la muerte, si fuera menester, como lo harían los reyes de la selva, los mismos que en el mejor de los casos recibirían como premio un poco de agua y pan duro, en el hipotético caso de que estos no fuesen capaces de agenciárselo por su propia cuenta del mismo modo que lo hacían la aves, avispas, alimañas, rapaces, ratas y moscas que subsistían en aquel degradante y pútrido hábitat, los mismos que ignoraban que se sentía al recibir una caricia humana, los mismos que fueron sentenciados a morir y ser devorados como cualquier resto orgánico que terminase sus días en el ponzoñoso e inhóspito lugar.
   —Aquí no puede entrá nadie, ¿no sabes leé? —dijo secamente el orondo y mugriento operario, mientras señalaba con su ennegrecido índice el cartel que estaba junto a la verja—. ¿Qué pone ahí?
—Pro-bi-do... el-pa-so y... ver-té... es-com-bros... sin-el per-miso de-el gu- gu- guarda… ba-jo murta… de mil… pejetas —balbució.
   —¡Entonces!, ¿qué es lo que no has entendió?
   —Señó Manolo, pero yo le iba a pedí permiso a usté pa podé entrá —dijo, poniendo cara de no haber roto nuca un plato.
   —Bien, ya que estáis aquí, os voy a dejá pasá... pero no quiero vorvé a veros por aquí… Y tené mucho cuidao que no sos pase na… porque si ocurre algo, el responsable seré yo. ¿Ha queao claro?

  La inesperada actitud del que ejercía como dueño y señor del enorme montón de inmundicias propició que los que hasta entonces habían permanecido amedrentados,  nerviosos y en silencio, asintieran moviendo la cabeza con reiteración como consecuencia de la ansiedad que generó en ellos el saber que contaban con vía libre para llevar a cabo su objetivo principal.
   —No se precupe usté, que d'eso m'encargo yo —alentó a la par que con un gesto indicaba a los subordinados que le siguiesen y, un instante después, volviendo la vista atrás—. ¡Ah!, y muchas gracias señó Manolo.
   —No tardéis mucho…, que endrento de dos horas viene a descargá un camión, y no quiero que nadie sos vea aquí… —informó balbuciendo el mugroso jornalero—: ¿M'habéis oío bien? —dijo alzando la voz tanto como le permitieron las destensadas cuerdas vocales.
   —¡Sí, señó! —dijeron en voz altiva como tenían por costumbre, casi al unísono.
   —¡Venga, darsos prisa!... Y cogé solo aquello que pueda valé pa algo —indicó a sus secuaces y obedientes amigos y, en menos que canta un gallo, estos se dispersaron por el maloliente lugar.
   —¿Esto vale? —gritaban desde la distancia, unos y otros, mostrando en alto cualquier «cachivache», y Antonio daba un sí o un no por respuesta según estimase oportuno.
   Una hora después, al considerar que el rebusque entre la cochambre era sumamente productivo.
   —¡Venga, muchachos vámonos, ya! —gritó. Y tras percibir la orden, en un par de minutos, los siempre atentos camaradas se situaron frente a la verja y el operario municipal.
   —Paece que sos ha dao bien el viaje, ¿no?
   —Sí, asín es, señó Manolo..., y gracias a usté, ya tengo to lo que estaba buscando.
   —De na, hijo… pero recuerda, que aquí no se puede entrá, y si vorvéis a vení… no sos dejaré pasá. ¿Te quea claro?
   —Sí, señó.  Le juro a usté que no volveremos más.
   Dos horas después, debilitados, jadeantes y empapados en sudor, a eso de las dos y media, con el tiempo justo para irse a comer, llegaron al punto de partida.
   —Dejá to endentro y regresá cuando podáis… Esta tarde, veremos que se puede hacé con lo qu'hemos traío… Asín que venga, ¡cada mochuelo a su olivo! —ordenó, haciendo uso de la frase que don Luis, el profesor de quinto, tenía por costumbre utilizar cada vez que intermediaba en alguna disputa entre el alumnado.
   Después de comer, a eso de las cuatro, Antonio caminaba hacia la barraca con la intención de inspeccionar en solitario el botín matinal, de repente, se detuvo en seco al observar, desde la distancia, a dos hombres que con dificultad transportaban algo voluminoso. Unos segundos después, fue testigo de cómo se desprendían de la pesada carga, arrojándola sobre una mancha de achaparradas carrascas que daban albergue a uno de los múltiples y descontrolados estercoleros que se hallaban diseminados por doquier.  Aquello bastó para que en su interior bullese un enorme deseo por saber que habría detrás de todo aquello tan sospechoso. «¡Bah!, en cuantito que vengan los muchachos iremos a vé si nos puede serví», consideró mientras introducía la llave en el candado para adentrarse en aquél maravilloso lugar que su padrino había construido un año antes de tener que  emigrar a Madrid, tal vez porque el «destino» tenía previsto que la barraca acabara convirtiéndose en el lugar de esparcimiento de Antonio y los amigos de este.
   —A vé que tenemos aquí: una mesa, las sillas y el brasero, esto lo meteremos en la parte d'atrás con el cuadro de bici que hemos traío y, con las ruedas que hay en la piconera, podré hacé una bicicleta nueva —se dijo para sí mismo.
   Un rato después, fue restablecido de su abstracción, al oír a sus espaldas una voz familiar:
   —¿De ónde has sacao to eso, Pirata?
   Antonio dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie.
   —Hola, papa.  Lo hemos traío del basural —dijo, mientras se acercaba a él para cumplir con el protocolo familiar de encuentros y despedidas.
   José enarboló las cejas en ademán de sorpresa.
   —¡¿Del vertéero?! —exclamó a la vez que su rostro se tornaba entre enojado e incrédulo. ¿Hasta allí sos hay alargao?
   —Sí, papa. Esta mañana salimos temprano y pa la hora de comé ya estábamos en casa.
   —T'he dicho más de mil veces… que no quiero que t'alargues del barrio… Y mucho menos si tiés que cruzá la carretera… El día que ocurra anguna desgracia a los muchachos, te culparan a ti de to; pero antes de qu'eso pase, te voy a encadená a la pata de la cama pa que m'hagas caso.
   —No se ponga usté asín. Le juro por Dios, que no voy a ir allí nunca más.
   —Cómo me entere otra vé…, con este que ves aquí —balbució llevándose la mano al cinto—, te saco la piel a tiras.
   —Papa, ¿me puedo traé un saco de picón aquí? —consultó con ademán de súplica.
   —¡¿Picón?!
   —Sí papa, es pa cuando llegue el invierno… pa cuando vengan los muchachos a jugá.
   —Está bien, hijo; pero te lo traes cuando arrecie el tiempo. Y ten cuidao de no gastá más que lo que sea menesté, ¿m'has oio bien?
   —Sí, papa. ¡Muchas gracias!
   —¡Quea con Dios, hijo! —enunció a modo de despedida al tiempo que se giraba y retornaba a casa.
   Por el camino, corrían veloces como un venablo, Pedro y Moreno.
 —Buenas tardes, señó José —dijeron al unísono, al coincidir frente por frente, a la par que aminoraban la marcha.
   —¡Güenas están!..., ¿a ónde iréis tan ligeros, el par de pollos?
   —Vamos en busca del Antonio —respondió Pedro—. ¿Sabe usté si está en el cuartel general?
   El rostro de José exhibió un gesto de sorpresa.
   —¡¿Cuarté generá?!... ¿a ónde quea eso, hijo?
   —¿Qué si está el Antonio en el chiscón? —aclaró Moreno.
   —Sí, allí anda… No sé, qué será, lo qué sos traéis entre manos ¡Granujas!
   —Na, señó José... cosas del Antonio…, ya sabe usté —refirió Pedro.
   —¡Venga, seguí trotando!...Y tené mucho cuidao, que las desgracias andan siempre al acecho.
   —Adiós señó José, que tenga usté una buena tarde —dijo Moreno, a la par que reanudaban la carrera.
   —¡Dir con Dios!
   Desapareciendo entre las calles y los blancos edificios, con suaves movimientos de cabeza, dibujada una leve sonrisa en su rostro: «Qué cosas tiene el joio muchacho… Güeno, al fin y al cabo se trata de juegos sin maldá…, la verdá es que hasta ahora no me pueo quejá… Peó sería que fuese un vándalo… aunque de seguí asín, puede angún día me traerá quebraeros de cabeza», repasó mentalmente.
   Jadeantes y sudorosos llegaron quienes rivalizaban por ver quién era el primero en poner un pie dentro del acuartelamiento.
   —Buenas, tardes Antonio.  Ya estoy aquí —dijeron a un tiempo, los recién llegados.
   El «capitán» dejó lo que estaba haciendo y se puso en pie frente a los recién llegados.
   —Hola.  He visto que estabais hablando con mi padre, ¿qué sos ha dicho?
   —Na, bueno sí, que aónde íbamos tan aprisa —aclaró Moreno.
   El semblante de Antonio se tornó circunspecto.
   —Es que, m'ha reñio por lo d'esta mañana, y tamién m'ha probido volvé allí.
   —No te precupes, Antonio…, de todas formas, el gordo asqueroso no nos va a dejá que entremos... Lo dejó bien claro esta mañana —recordó Pedro y, tras un breve silencio—: ¿Esperamos a alguien pa colocá to esto? —consultó.
   El rostro de Antonio adquirió un aire interesante.
   —Sí, esperaremos a que vengan tos… Al llegá aquí, vi a dos hombres que […], asín que, cuando los demás estén aquí, iremos a vé de qué se trata.
   —Bien, como tú digas; pero creo que enmientras, podemos ir colocándolo.
   —Antonio, la mesa, las sillas y el brasero sé pa que pueden serví… pero el baúl y la maleta, no tengo ni idea   —expresó Moreno.
   Antonio le miró de arriba abajo y torció el labio superior en actitud despectiva.
   —Pos, está más claro que'l agua, además de pa meté cosas puede serví pa sentarnos, ¿no?
   —Tienes razón, no me dao cuenta —dijo, bajando la mirada, con voz afligida.
   —Por allí vienen los de «la banda del peo, que son pocos y feos»  —profirió tratando de hacerse el gracioso, el de la voz de pito.
   —Vamos a resolvé el misterio —instó, al salir de la barraca, Antonio.
   —¿A ónde vamos? —curioseó uno de los recién llegados.
   —¡Segirme!, que detrás de aquellas carrascas, se encuentra oculto algo que precisaba de la fuerza de dos hombres y estoy seguro que puede sé algo valioso pa nosotros.
   Emprendieron una fugaz carrera ladera arriba. Apenas bastaron tres minutos para que llegasen jadeantes y sin aliento. Al descubrir que se trataba de un sofá-cama, gritando con alegría, saltaron sobre él con la intención de descansar. Tras recuperar la respiración y haber reposado, durante quince minutos, llegó la hora de trasladarlo. Y, aunque no sin dificultades, por lo abrupto del terreno, lograron cumplir el objetivo:
    —¡Vaya, lo que nos  faltaba ahora! —gruño Vicente.
   —¿Crees qué no cabe? —inquirió con ironía, Antonio.
   —M'apuesto lo que tú quieras… a que no podemos meterlo.
   —¿Tan seguro estás?... Se nota que en tu casa no tenéis sofá, ¿verdá?
   —¿Eso que tiene que vé? —replicó con cara de pocos amigos.
   —Pos, mucho... ahora vas a vé como vale más la maña que la fuerza —refirió luciendo una amplia sonrisa.

   Tras varios intentos, cuando estaban a punto de renunciar en su empeño, lograron traspasar la puerta principal, y, una hora más tarde, el sofá ocupaba la ubicación predestinada. Después, dando ordenes como si de un decorador se tratara, quedaron ubicadas la mesa camilla, las sillas, el baúl y la vieja maleta.
   —Bueno, chavales ya lo tenemos to preparao… Mañana invitaré a las muchachas pa vé que las parece el cambio. «Espero que a la Rocío la guste como lo puesto».
   Leandro torció la mirada, no daba crédito a lo que acababa de oír.
   —¿Van a vení ellas aquí a juegá? —preguntó con desaire.
   —Sí. Si ellas quieren, ¿por qué no?
   El que ejercía como «médico» en la banda se volvió hacia los demás con la mirada fuera de sí, apretando las mandíbulas y el ceño fruncido.
   —Pos, no sé pa qué, si además, nosotros juegamos a otras cosas.
   —Si no estás de acuerdo —dijo señalando con el mentón—, ya sabes a ónde tienes la puerta.
   —Está bien —masculló—. Tú eres el que manda aquí, el que ordenas y el que amenazas, así cualquiera.
   —¿Cómo dices? —inquirió alzando la voz.
   —Na, na. Que estoy de acuerdo —mintió descaradamente.
   —¡Ah! me pareció oír otra cosa.
   Leandro le dedicó una sonrisa tan falsa como el hecho de inscribirse a un evento para el 30 de febrero.


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