Aún faltaban unos minutos para que el Abuelo Mayorga
anunciase con nueve toques de campana, cuando, allí, junto a la puerta
principal del taller estaba Antonio, tan puntual como un clavo, esperando a que
llegasen los demás:
—¿Qué haré hoy?...
¿Tendré que arreglá algún coche yo solo? —se decía para sí mismo momentos antes
de que sus ojos se iluminasen al distinguir que a lo lejos se bajaba del
autobús, Toribio.
—Hola, buenos días
Antonio —dijo al tiempo que le ofrecía su mano—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—He enllegao hace
un ratino —contestó, indicando con el dedo índice hacia su inherente vehículo.
—Pues, todavía
falta un poco para que lleguen todos —refirió mientras sacaba del bolsillo de
su camisa de cuadros, un paquete de cigarrillos—: ¿Quieres? —preguntó al tiempo
que le ofrecía uno.
Antonio se encogió
de hombros.
—No es que me
apeteza mucho, pero si te empeñas… fumaré a vé si asín...
—¿Estas nervioso?
—Sí, pero solo un
poquino —mintió—, ya sabes...
—¡Bah!, no te
preocupes. Hoy es tu primer día y es normal… pero estate tranquilo, que aquí
todos son buena gente.
—¡Joder!, que
madrugadores… Buenos días chavales —enunció Andrés, el encargado—: ¡Ale! Ya
podéis pasar…, todo vuestro… —dijo después de abrir la puerta—, Antonio, tú espérate que tengo que darte el
«mono».
—Vale, como usté
mande, señó Andrés.
—Y, tranquilízate,
hijo, que aquí aún no nos hemos comido a nadie… bueno, miento, el que sí se los
come es, Sultán.
—No, sí, yo estoy
tranquilo —mintió de nuevo.
Diez minutos
después, los chavales se presentaron, ya cambiados de ropaje, frente a la
puerta del despacho. Ambos sonrieron al observar a Andrés peleando, tratando de
introducirse en su ajustada y oscura funda de tergal. Una vez logrado el
principal objetivo, tras hacer una serie de movimientos en el interior de su
segunda piel, consiguió que esta dejase de incomodarle:
—¿Qué es lo que
tengo que hacer hoy? —inquirió con voz suave, al tiempo que introdujo su cabeza
en el despacho, Toribio.
—Para empezar, te
coges la escoba y le das un barrido a todo y cuando termines: ya te diré.
—¿Y yo qué hago,
señó Andrés?
—De momento te
vendrás conmigo, y luego, ya veré que puedes hacer, ¿te parece bien?
—Sí, seño. Lo que
usté mande.
Un par de horas
después de haberle enseñado las instalaciones y presentado al resto de
operarios.
—Hoy, te quedarás
con Telésforo, haz todo lo que él te mande.
—¡Vale! —respondió
visiblemente emocionado.
La mañana
transcurrió sin más inconvenientes que los habituales, estridentes y molestos
ruidos propios del taller, además de ser estos
acompañados de vez en cuando por los roncos y gastados ladridos emitidos
por el fiel y decrépito guardián cuando trataba de intimidar a todo aquel que
se atrevía a cruzar la línea imaginaria que separaba lo ajeno de lo propio.
Una semana
después, Antonio se desenvolvía con soltura tanto con sus compañeros como con
cualquier tarea que le encomendasen. Todos estaban contentos por la nobleza y
predisposición de este en aprender, lo servicial y la rapidez con la que acudía
a cualquier lugar u oficial que demandase sus servicios.
Por las tardes, al
salir de trabajar, se acercaba hasta la plaza y allí se reunía y conversaba con
todo aquel que se terciase.
—¿Qué pasa
contigo, tío?... ¿ande te metes?... No te dejas vé el pelo…, ¿qué es de tu vía, colega? —curioseó Chuchi.
—No me pasa na, es
que ahora trabajo n'otro sitio…, los que no sos dejáis vé sois vosotros.
—¡Calla, calla!,
que menua historia que mos han metío, colega…, ¿no t'has enterao?
—¿Qué si me
enterao, de qué? —mintió.
—¡Pos, serás el
único! —exclamó alzando la voz—, ¿en serio que no sabes na?
—Ya t'he dicho que
no, ¡jodé!
—¡Está bien
tío!..., es que estoy mu nervioso, llevo tres días sin dormí…, los mismos que
hace que m'escapé del reformatorio. Allí están mis hermanos y el Migué y el
Manué.
—¿Pero qué habéis
hecho ahora, pa que sos lleven allí?
—Na, una p… vieja
que dice que habemos entráo en su casa a robá y la habemos amenazao con un
cuchillo.
Antonio enarboló
las cejas y se quedó con la boca entreabierta durante un par de segundos.
—¡Jodé! ¿Y eso es
verdá? —chilló sin salir de su asombro.
—¡Esa vieja
asquerosa, es una hija de p…! —gritó tratando de justificarse, sin poder
controlar su ira—, que mos la tié jurá desde el día que le pegamos y quitamos
el reloj al gelipolla de su nieto, al mariquita.
—Bien, si tú lo
dices será asín —respondió sin creerse ni una sola palabra—, ¿y por qué no
puedes dormi?
—¡Jodél, tío!, ni
en que fueras tonto. Tú no te puedes imaginá lo que es tené que está, día y
noche, escondiéndote a toas horas… con miedo a que te echen la mano encima los
«señores».
—No, tienes razón,
yo, no me lo puedo imaginá; pero creo que, tendrás que buscá alguna solución.
—Eso es lo que
estoy haciendo ¡Jo…!
Irrumpió sin
dejarle terminar
—¿Cuá?
¿Contármelo, a mí?
—No, hoctia. No he
venío a la praza a deciselo a nadie ¡Jodél!, he venío pa que me lleven al
corregional: allí pó lo menos podré dormí…
—Creo que vas a
tené suerte... por allí viene una «lechera» llena de «maderos». Sí vas tú en
busca d'ellos: a lo mejó te sueltan antes.
—Tiés razón.
Bueno, Antonio..., hasta mi libertá —balbució y, tras darse la mano y
despedirse, esas fueron las últimas palabras emitidas por parte del líder de
«los cinco magníficos» tras el frugal encuentro.
—No entiendo cómo
te ajuntas con esta gentuza, tú no tienes nada que ver con ellos —dijo, al
regresar junto a Antonio, la chica que, al ver acercarse aChuchi, hizo cómo que
iba a comprar un helado de tutti fruti, en la Valenciana.
—Ya sé, que hacen
muchas trastadas; pero conmigo son buenos.
Serían las nueve y
media, cuando, Antonio se despidió, con un beso en la mejilla, de Ana cristina.
—¡Qué chavala más
simpática!, si no fuera porque tiene novio: otro gallo cantaría —se dijo para sí mismo, al tiempo que, como
siempre, se subió y comenzó a pedalear—: ¿cabrá pa cená? —se preguntó, mientras
iba descartando por el camino aquellos alimentos que no le apetecían.
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