En verano, al caer la tarde, la afluencia de transeúntes en
la Plaza Mayor y alrededores aumentaba de manera considerable. Allí se daban
cita niños, jóvenes, adultos y ancianos de diferentes estatus; unos, sentados
en las terrazas, tomando café, una cerveza o un simple helado; otros, en los
bancos, o de pie junto a estos; el resto, paseando o correteando por los
soportales, o bien bajo el amparo de la sombra que proyectaban los árboles que
estaban junto a los pétreos asientos tratando de hacer vida social.
Una de aquellas
tardes, estando sentado sobre el granítico medianil que hacía posible ocupar el
rocoso asiento a dos caras, Antonio entabló conversación con un joven de pelo
cobrizo y, tras presentarse y tocar varios temas, terminaron hablando de trabajo:
—Tú, ¿estudias o
trabajas? —curioseó el que tenía el rostro cubierto de pecas.
—Trabajo de
repartidó en el almacén de comestibles que está en la calle del Sol.
—¡Ah!, es que
llevo tiempo viéndote por aquí y cómo me caes bien y en el taller necesitan un
pinche, pues había pensado que tú...
—¿Eso que es?
—Pues, alguien que
esté interesado en aprender el oficio de mecánico, qué va a ser.
—¿Y cuánto pagan?
—Yo, llevo dos
años y me pagan tres mil pesetas a la semana; pero claro, a los nuevos les
pagan menos.
—¿Cuánto menos?
—No estoy seguro,
pero creo que ahora son dos mil, más o menos.
—No está mal... a
mi me dan mil quinientas pejetas y algunas cosas de comé.
—Entonces, ¿qué
dices?, ¿te interesa?
—Pos, claro. ¿A
quién no le interesa ganá más dinero?
—¿Sabes dónde está
el polígono industrial?
—Sí, sí. A veces
me toca llevá algo al Hotel los Álamos.
—¿Sabes dónde está
la Compañía Extremeña de Aceites y Cereales?
—Sí, allí vamos a
buscá la aceite que se vende en el colonial.
—Pues, mi taller
está justo al lado... ¡Ah!, cuando vayas, pregunta por el encargado, se llama
Andrés, y no te olvides de decirle que vas de mi parte.
—Está bien, pero
se lo tengo que decí antes a mi padre y si él me deja, iré.
Tras despedirse
con un efusivo apretón de manos, al llegar a casa, después de cumplir con el
protocolo...
Antonio puso serio
el semblante.
—Tengo que hablá
con usté, papa.
José esbozó una
sonrisa en señal de aliento.
—Adelante, hijo.
—Esta tarde, en la
praza he'stao hablando con un muchacho y m'ha dicho d'un trabajo que a mí me
gusta mucho.
El rostro de José
demudó hasta evidenciar consternación.
—Pero ¡¿tú no
estás contento a ónde don Julián?!
La clara respuesta
de Antonio no se hizo de rogar.
—No, papa. Además,
en los talleres m'ha dicho que pagan más.
Con la mirada y la
voz afligidas, José puso la mano sobre el hombro de su retoño.
—Hijo mío, no se
trata de ganá más o menos parné, sino d'está a gusto en los sitios.
—Pos, eso mismo
pienso yo, papa... allí m'aburro mucho… tos los días la misma faena, y pa
rematá, el señó Jacinto tos los días llorando y diciendo que no m'ajunte con
mis amigos.
—El trabajo es mu
sagrao, hijo. El probe Jacinto lo jace por tu bien… esos granujas no tién güena
fama.
—Entonces, ¿qué
dice usté, papa? ¿Puedo ir a presentarme al tallé?
—Me paece bien
hijo, pero antes deja que vaya yo a jablá con don Julián. Siempre hay que queá
bien en los sitios... Quiero que eso lo tengas en cuenta, toa tu vía.
El rostro de
Antonio se tornó jubiloso.
—Gracias, papa,
asín será —dijo, sin poder contener las emotivas lágrimas.
Paseaba y conversaba plácidamente José con uno de sus once
hermanos entre los pétreos asientos, cuando, al girar la vista hacia los
soportales, reconoció a Julián sentado en una de las terrazas, leyendo la
prensa:
—¿Tiés prisa,
Doroteo?
—No, ¿por?
—Espérame aquí un
rato, que tengo que decile algo a don Julián, el amo de los mis muchachos.
—Si no te enreas
mucho, aquí mesmo t'aguardo sentao.
—Ahora enseguía
vengo hermano.
Aun faltaban un
par de metros, cuando se detuvo un instante para descubrirse y, tras atusarse
el pelo, recolocar el cuello y las mangas de la camisa.
—Hola, güenas
tardes tenga usté.
Julián alzó la
vista, dobló y depositó el periódico sobre la mesa y, enarcando la ceja
derecha, le brindó el esbozo de una sonrisa.
—¡Hombre!, José,
¿cómo tú por aquí?
—Ya siento tene
que molestale don Julián, ¿tié usté un momento?
—Sí, claro. ¡Cómo
no!
—Es que tengo que
decile algo sobre el mi Antonio.
—Pero ¡hombre de
Dios!, no te quedes ahí de pie, siéntate un poco... ¿te apetece tomar algo?
José asintió
encogiéndose de hombros.
—¡Chist!, ¡chist!
¡Eh! camarero —dijo alzando y chasqueando los dedos, Julián.
—Hola, buenas
tardes —saludó Agapito, con voz clara y suave, portando una bandeja de acero
recogida entre sus manos—. ¿Qué desea el señor?
—Sírvale a este
buen hombre lo que le apetezca y para mí otro café con hielo.
El joven y atento
empleado miró hacia José e hizo un gesto en señal de pregunta.
—Me traiga una
cerveza que no esté mu fría ¡por favó!
Una vez que el
camarero se había distanciado lo suficiente.
—¡Adelante!,
cuéntame José.
—Pos, mire usté
don Julián —dijo y se detuvo mientras trataba de hacer saliva con el fin de que
fluyesen mejor las palabras—, se trata del mi muchacho...
—Y, bien. ¿Qué le
ocurre a tu hijo?
—Paece sé que
s'aburre en el armacén y que quié probá suerte en otro oficio —balbució con voz trémula—. Espero que
no se lo tome usté a mal don Julián.
—¡No, por Dios,
qué cosas dices! La verdad, es que no es el mejor momento para su partida, pero
tengo que entender que si el muchacho no está a gusto, pues que le vamos a
hacer... Es joven, honesto, trabajador e inteligente y tiene toda una vida por
delante y es posible que su futuro esté en otro lugar…
—Gracias por sé
usté tan generoso y comprensivo don Julián.
—Las gracias te
las doy yo a ti: por ser un hombre cabal y por inculcar esos mismos valores a
tus hijos.
Tras levantarse y
tender la mano José.
—Dios guarde a
usté y le de salú por muchos años don Julián.
—Ve con Dios,
José. Y, si algún día tu hijo quisiera volver a mi casa, dile que tendrá las
puertas abiertas.
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