Un lunes cualquiera, en el taller de chapa y pintura:
Andrés se acercó
hasta él sonriente.
—Bueno, vamos a
ver qué tal se te da —anunció el recién llegado.
Antonio abrió los
ojos tanto como un cárabo.
—¿Cómo dice, usté?
—Que hoy te voy a
cambiar de tarea.
Al escuchar
aquellas palabras, su rostro se iluminó. «Bien…, ya era hora, ¡por fin!», pensó
y, cómo si de un acto reflejo se tratase, comenzó a saltar, cerrando los puños
y agitando reiteradas veces las manos: dejando evidencias de su notorio
regocijo.
—¿Y qué tengo que
hacé?
—De momento, vete
preparando un cubo con agua.
Un par de minutos
fue tardó en estar frente a la puerta.
—Ya estoy aquí.
—Sígueme —indicó
el encargado y, tras recorrer unos metros, se detuvieron junto a un Renault
Ondine que el día anterior había sido dejado enmasillado de manera rústica por
el propio Andrés; dejando adrede protuberancias de un color rojo oxido.
«¡Jodé!, parece una vaca con tantos
colorines», pensó al verlo.
—No quiero prisas,
quiero perfección —recalcó Andrés—. Así
es que no pierdas más tiempo y camina.
El rostro de
Antonio era todo un poema.
—¿Y por dónde
empiezo?
Andrés le dedicó
una sonrisa de complicidad.
—Por donde tú
quieras; pero recuerda, tiene que estar listo en un par de días.
Antonio comenzó la
tarea con brío y entusiasmado.
—¿Qué tal voy?
—consultaba cada vez que se acercaba el encargado.
—Bien, bien. De
momento vas bien, tú sigue así.
Animado por las
palabras de este, siguió el resto de la tarde con decisión y firmeza.
El martes, el día, al igual que Antonio, comenzó con
alegría, pero a medida que fueron pasando las horas, los ademanes que
reflejaban los actos del aprendiz llamaron su atención.
—¿Te ocurre algo,
hijo? —preguntó al llegar junto a él, Andrés.
—No, no me pasa na
—mintió.
Andrés elevó las
cejas.
—¡¿Estás seguro?!
Antonio bajó el
tono de voz y la mirada.
—Bueno, sí. Es que
no sé si me va a dá tiempo a terminá hoy.
Andrés le puso la
mano sobre el hombro derecho y le miró a los ojos.
—No te preocupes
por eso, hijo, y, recuerda que: Zamora no se ganó en una hora.
—No sé qué quiere
usté decí con eso.
—Que tú estés
tranquilo y que cada cosa requiere su tiempo.
—Ya, pero cómo
usté dijo que…
—Tampoco hagas
caso a todo lo que veas u oigas en la vida, ni trates de tomártelo todo al pie
de la letra: conque se vea en ti que tienes interés y cumplas, será más que
suficiente. ¡Hala!, dejémonos de tanta cháchara, que aquí se viene a trabajar.
Al finalizar la
jornada, Antonio se sintió orgulloso porque pudo lograr su objetivo.
A partir de aquel
día, la empresa contaba con la posibilidad de que en el futuro se convirtiese
en un buen profesional…
Llegó el otoño, y en Plasencia, cómo en cualquier otro
lugar del mundo, este no afecta a todos por igual.
«¡Jodé! Vaya
mierda de trabajo. Con lo bien que estaba yo con el señó Jacinto, ¿quién me
mandaría a mi cambiarme? To el p... día aquí de rodillas; metiendo y sacando la
mano en el p... cubo, y venga a darle que te pego a la p… lija».
El mes de
diciembre se hizo presente sin que nadie reparase en ello y este comenzó con
lluvias, cómo era habitual por aquellas fechas en Plasencia.
Aquel año, las
cosas fueron bastante distintas para la familia Hinojal-Sánchez por el hecho de
que, quien se encargaba de gobernar y dirigir al grupo, no terminaba de
reponerse. Motivo por el cual, no se
festejasen las Fiestas Navideñas cómo habían venido celebrándose desde tiempo
atrás. Las vivieron en familia; pero sin grandes acontecimientos, aunque no por
ello dejaron de manifestar el amor que se profesaban, en ningún momento. Aquel
año, el centro de todas las atenciones y agasajos recayeron en la persona de
Manuela:
—¡Qué suerte he
tenío en la vida!, mi familia es lo más
grande que m'ha podío tocá —soltó de
repente la matriarca.
—Nosotros sí que
vamos tenío suerte d'encontrá una mujé como tú, cariño —dijo en representación
de todos, el patriarca, sin poder contener su emoción.
Después de cenar,
Manuela se encontraba indispuesta y alterada por las efusivas muestras de
cariño recibidas por su clan y, cómo consecuencia de ello, se fueron
despidiendo unos de otros. Al final, en compañía de José, Azucena y Antonio
presenciaron a través del televisor la misa del Gallo, y, un poco después, se
retiraron a descansar.
Llegó el 31 de
diciembre, cómo siempre, se reunieron todos los hijos para pasarlo en compañía
de sus progenitores y después de tomar las uvas y felicitarse unos a otros
«¡Feliz Año Nuevo y que Dios nos dé salud para reunirnos otro año más!», se
despidieron con el rostro aparentemente feliz, pero con el corazón afligido.
Quedándose en la casa tan solo el matrimonio y los dos hijos menores.
Y así fue pasando el tiempo, hasta que una madrugada, a eso
de las dos, tras escuchar un aparatoso e improvisto ruido les despertó
—¿Manuela? —gritó
José, al tiempo que palpaba y se levantaba de la cama—: Manuela, Manuela —decía
mientras trataba de localizarla.
Al llegar junto al
cuarto de baño, se encontró con esta caída sobre el suelo y se hincó de
rodillas junto a ella.
—Cariño, cariño,
¿te pasa argo?... Despierta, despierta —decía al tiempo que le propinaba unas
palmaditas en la cara.
—¡¿Qué pasa,
papa?! —expresaron al unísono Antonio y Azucena desde el comedor.
—Rápido, rápido,
pedí socorro —sollozó envuelto en un amasijo de nervios.
Alarmado por el
revuelo, salió al rellano Evaristo, el vecino de enfrente.
—¡¿Qué pasa José?!
—dijo al tiempo que tiraba del cordón y se introducía en la vivienda. Frente a
él se encontró, llorando y abrazados a los dos hermanos, y un metro más
adelante, junto a la entrada del cuarto de baño, con la desagradable escena.
—Manuela, Manuela
que s'ha caío y no viene en sí.
Evaristo regresó a
su casa y, tras descolgar el teléfono e indicar la situación y el lugar dónde
se encontraban, retornó junto a la desdichada familia un par de minutos
después.
—Tranquilo, José,
que ya viene la ambulancia de camino.
El desconsolado
vecino levantó la cabeza para mirarle a los ojos, mientras negaba con
reiteración. Veinte minutos después,
llegó el escandaloso vehículo. El
alboroto emitido por este y el lastimero aullido de los perros, propició que el
vecindario se despertase y alarmados comenzaron a asomarse por las ventanas.
«¡¿Qué pasa?!,
¡¿qué ha pasao?!... No sé, no sé, hay una ambulancia pará en el portal del
pescaó» —decían unos y otros sin salir de su asombro. Algunos, interesados por la familia y otros,
por curiosidad, comenzaron a hacerse presentes en la calle.
A los cinco
minutos de haber llegado el equipo médico, tras comprobar que las constantes
vitales eran nulas y que no existía reflejo alguno a las estimulaciones.
—Lo siento amigo,
nada más puedo hacer por ella —dijo el doctor, a la par que trataba de reincorporarse.
Pasados un par de
minutos, este rellenó el parte de defunción: Manuela Sánchez Elvira.
Edad: 54
Hora de la muerte:
2:10h del día 10 de enero de 1975
Causa posible:
muerte súbita postinfarto de miocardio.
Ante la imprevista
situación, la familia por entero sufrió un fuerte shock emocional durante días.
Antonio fue
cediendo paso al desaliento y a la desidia, sin ser consciente de la realidad:
se negaba a comer, a levantarse de la cama, a acudir al trabajo… Su padre y
hermanos hacían todo cuanto creían oportuno para tratar de sacarle del bache.
Un día, tras
llevarle obligado al médico de cabecera, este lo reenvió al especialista en
psicología y, tras realizarle unas preguntas y observar el talante que
presentaba:
—Su hijo tiene una
depresión tan grande como un caballo —dictaminó coloquialmente el psicólogo,
sin que le temblase ni la voz ni un solo músculo de su fornido cuerpo.
—¿Se pondrá bien,
doctó ? —preguntó angustiado, José.
—Lo primero que
hay que conseguir es que coma, quiera o no quiera; después, se tomará estas
pastillas de la misma forma... y, sí, creo que saldrá de ella; pero, con el
paso del tiempo.
El invierno fue
acaeciendo parsimonioso y desanimado; pero, tras la crudeza de este, llegó la
primavera —Sí, esa que cuando llega, hasta la sangre nos altera...—, y con el
advenimiento de esta: el campo se fue vistiendo vertiginosamente con sus
mejores galas, con lindos colores y fragancias; cómo cada año, con ella todo
comienza su ciclo productivo. La primavera es, cómo el resurgir después de la
derrota, cómo el aquí no ha pasado nada… Antonio fue recuperándose poco a poco
y, un día, sin que nadie se lo esperase, le vieron resurgir cómo si lo hiciese
desde ultratumba:
Tan pálido y
exangüe como un difunto.
—Buenos días papa, tengo algo que contarle.
—Dime, hijo mío,
dime —susurró apenas José.
—He pensao, que,
cómo el mes que viene cumplo 18…
José no daba
crédito a lo que estaba presenciando.
—Sigue, hijo. Cuéntame, ¿Cas pensao?
—¿Qué le parece a
usté, si m'alisto de voluntario?
El rostro de José
volvió a demudar en ademán de sorpresa.
—¡¿Voluntario?! ¿A
qué?
Antonio sonrió
tras haber permanecido inexpresivo durante casi cinco meses.
—A la mili papa…,
a qué va a sé
—Bueno, hijo —expresó
llevándose la mano a la cabeza para recolocarse la visera—, ¿y qué quieres que
te diga?
—Ya, se lo
preguntao, papa.
—Y con el trabajo,
¿qué vas a jacé?
—No se precupe
usté por eso, papa. Ahora mismo voy a ir
a hablá con el señó Andrés, estoy seguro de que él lo entenderá.
—Está bien, hijo,
cómo tú quieras… Eso úrtimo cás dicho, m'ha gustao mucho, hijo… Si vas a dir
ahora, cógete el amoto…, mira la hora qu'es —dijo señalando con su dedo índice
sobre el diminuto reloj de pulsera, que este había heredado de su esposa.
—Gracias, papa.
—Y, no te enrrees
mucho allí, que tamién ellos tién que dirse pa casa.
—No se precupe,
papa, qu'enseguia vengo —dijo poniendo un pie en el rellano y, antes de
desaparecer escaleras abajo, asomó la cabeza un instante por la entreabierta puerta—:
Papa, ¿qué tenemos pa comé, hoy?
—Patatas a lo
pobre y enguilas cómo a ti te gustan: con bien de entomatá.
Al llegar al
taller, Sultán comenzó a dar saltos de alegría y se dirigió al encuentro con el
recién llegado. Andrés, al observar la actitud del viejo y fiel guardián,
siguió tras sus pasos, extrañado por el comportamiento de este, y al coincidir,
casi al mismo tiempo, en la línea que separa lo público de lo privado.
—¡Hombre!, que
alegría me acabas de dar, hijo.
—Buenos días señó
Andrés… no sé si s'alegrará usté tanto cuando sepa pa lo qu'he venío.
—Cuenta, hijo,
cuenta.
—Pos, mire
usté. Vengo pa decirle que me prepare la
cuenta.
Andrés respondió
con sentimientos encontrados.
—¡Ah!, es eso. No
te preocupes, hijo, sé que esto llegaría tarde o temprano, pues, últimamente he
notado que no eras el mismo de siempre.
La verdad es que me da pena que te vayas; pero aún te quedan muchos años
por delante y estoy seguro que algún día encontrarás el lugar donde te
encuentres a gusto.
—Entonces, ¿no se
enfada usté cormigo?
Andrés mostró una
amplia y sincera sonrisa.
—No, ¡por Dios!,
me alegro mucho de que hayas podido salir adelante… ¿Y ahora qué vas a hacer?
—Me voy de
voluntario a la mili.
—¡Muy bien! ¿Quién
sabe, igual allí?... Para lo de la cuenta, tendrás que esperarte al menos una
semana, ¿te parece bien?
—Sí, claro.
Tras despedirse de
los compañeros, regresó junto a la puerta y se hincó de rodillas al llegar
junto a su inseparable y fiel amigo.
—No te precupes mi
niño, vendré a verte de vez en cuando —le susurró al oído, sin poder evitar que
sus ojos y mejillas se inundasen.
Sultán, con los
ojos vidriosos, comenzó a lamer las saladas gotas que discurrían por el rostro
del abatido Antonio. Este se puso en pie y al salir, se despidió de Sultan
agitando la mano derecha. El anciano y noble animal prorrumpió con un largo y
variado gruñido, apenas sin abrir las fauces, para despedirse de su estimado
amigo y, un par de minutos después, se introdujo en el taller, se tumbó en el
suelo y, tras cruzar las patas delanteras una encima de otra, sobre estas apoyó
su hocico al tiempo que exhalo un profundo suspiro y cerró los ojos tratando de
dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario