martes, 19 de julio de 2016

Capítulo II Episodio 7, Vidas Truncadas


Las dos y media marcaban las manecillas del reloj de pared cuando Antonio se adentró en el salón de casa. «¿Qué raro que no haiga nadie», pensó, mientras se introducía en la diminuta cocina—: «¡¿Tampoco hay comía?!... ¿A ónde estará mi madre?...  Bueno, me cogeré un tarugo de pan, una tajá de jamón y un peazo de queso de cabra».
   Cinco minutos después, al escuchar el inconfundible sonido de la Derbi, cayó en la cuenta de que cuando había llegado al edificio no estaba el ciclomotor en la calle. De repente, sintió cómo si el corazón quisiese abandonar su cuerpo a toda prisa, le costaba respirar, y un poco después, un nudo en la garganta a la par que un sudor frío se apoderaba de todo su ser.
   Tras tirar del cordón, José accedió a la vivienda, cabizbajo y meditabundo.
   —Pa, pa, papa, ¿a, a, a ónde está mama?
   —Tranquilo, hijo mío.  Está bien, no te precupes —respondió sin más.
   —Pe, pe, pero ¿a ónde está? 
   —Está ingresá en el hospitá.
   —Papa, ¿qué la ocurrió, está bien? —dijo un poco más relajado…
   —Sí, hijo.  Pero entavia no saben que l'ha pasao.
   —¿Y, está allí sola?
   —No, no.  Está con tus hermanas.  Yo he abajao pa decitelo a ti.
   De súbito, Antonio salió zumbando escaleras abajo.
   —Pero ¿a ónde vas tan apriesa? —escuchó a sus espaldas, y, sin pararse a mirar para atrás, llegó al portal y, sin pensárselo, se montó sobre el ciclomotor y, de una certera pedalada, consiguió ponerle en funcionamiento, metió primera, segunda y tercera y, en poco más de cinco segundos, se encontraba circulando campo a través con dirección al Hospital Virgen de Puerto y, una vez allí, lo dejó aparcado sobre la pared, junto a la puerta principal y, tras cruzarla.
   —¡¿A ónde está?!, ¡¿a ónde está mi madre?! —gritaba angustiado, mientras intentaba llegar a los ascensores.
   —¡Eh! Quieto parado, ¿a dónde te crees que vas? —exclamó subiendo un tono su voz, el celador que estaba detrás del mostrador de información.
   —¿Cá ónde hoctia está mi madre? ¡Jodé! —gritó, con la mirada y el rostro desencajados.
   —Tranquilo. Sí no me dices quién es, ¿cómo te lo voy a decir? —respondió bajando el tono, el amable y paciente funcionario.
   —Manuela, Manuela se llama.
   —Manuela, ¿y qué más?
   —Sánchez Clemente.
   El recepcionista consultó el listín de ingresos.
   —Sí, efectivamente. Está ingresada en la 513…, o sea en la quinta planta, habitación 13, pero, ahora mismo no puedes subir: tendrás que…
   Antonio resopló y puso cara de pocos amigos.
   —¿Y eso, quién lo dice? —gruñó.
   —Tranquilo. Lo dicen las normas, y aquí estoy yo para hacerlas cumplir… Sí me hubieses dejado explicarte, sabrías que para poder subir a verla, antes ha de bajar uno de los acompañantes, ya que solo se permiten dos visitas por paciente y habitación.
   —Bueno está bien, como usté diga.  ¿Y cómo la digo que abaje a una de mis hermanas sin subí, yo?
   —No te preocupes, que para eso está este —respondió señalando hacia el teléfono que estaba sobre el mostrador de recepción.
   Afligido, con voz sorda y la mirada hacia el suelo.
   —Usté me perdone, que es que estoy mu nervioso.
   El funcionario público le miró y sonrió ligeramente.
   —No te preocupes, estamos acostumbrados a cosas peores.
   Unos minutos después de comunicar el celador con la habitación:
   —¡Nene! —gritó Carmen, desde la puerta del ascensor.
   Antonio dirigió la mirada al que se hallaba detrás del mostrador, el de la bata blanca asintió haciendo un gesto con la mano mostrando el camino, al tiempo que le indicaba que estaba prohibido correr dentro del edificio.
   Estando junto a su hermana, tras darle un par de besos.
   —¿Sabes en qué habitación está, mama?» —preguntó Carmen mientras lo abrazaba.
   —Sí, ya me l'ha dicho el señó.
   Al salir del ascensor, justo en frente, se encontraba abierta de par en par la abatible y blanca puerta que permitía el acceso a las habitaciones y, tras adentrarse en el corredor, pudo ver que al final de este se encontraba Azucena, apoyada sobre la pared y, una vez allí, se abrazaron y besaron.
   —¿Qué haces aquí afuera, mi niña? —preguntó el recién llegado.
   —Me han dicho que me salga. La está mirando un médico, que ha venido hace poco.
   —¿Y cómo está, mama?
   —Parece que ya está mejor.
   Pasaron unos, interminables y angustiosos, quince minutos, hasta que, por fin, pudo encontrarse con su adorada madre. Quien sin poder contener la emoción, se abrazó a esta hecho un mar de lágrimas.
   —Tranquilo, hijo mío.  Que ya estoy mejó —respondió con voz dulce y afable.
   —¿Qué l'ha pasao, mama?
   —La verdá, es que no lo sé ni yo… M'han contao que estaba en la calle caía,   y que un hombre que pasaba por allí con su coche s'ha parao y entre él y el «tío» Periquín m'han metío endentro y m'han traío p'aquí.
   —Pe, pero ¿usté  có, cómo está, mama? —farfulló.
   —Bien, ahora estoy bien, aunque un poquino mareá… ¿Has comío algo, hijo?
   —No se precupe usté ahora por eso, mama.
   El tiempo aconteció para ambos sin darse cuenta.
   —Bueno, mama, me tengo que ir a trabajá; pero en cuantito que salga, aquí estaré.
   Tras darse un largo y fuerte abrazo, seguido de varios de besos, Manuela, suspiró profundamente. Antonio se dirigió hasta la puerta y girándose hacia la habitación, dándose un beso en la palma de la mano, dirigiendo esta hacia su madre y hermana, se lo envió a través de un largo y suave soplido, tras el cual, desapareció, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro, por el corredor que conducía hacía la escalera de emergencia y a través de esta, hacia la salida del centro hospitalario.
   Serían las cinco menos un cuarto, cuando apareció por el taller y después de aparcar el ciclomotor junto a la pared, se dirigió hacia el cuarto donde se hallaba el encargado.
   —¡Hombre!,  Antonio, ¿cómo es que vienes tan tarde?» —preguntó con tono afable.
   —Pos, mire usté…, es cán ingresao a mi madre en el hospitá.
   —¿Qué la ha pasado? ¿Cómo está?
   —Parece que bien.
   Andrés suspiró y resopló sonoramente.
   —Otro día, hijo. Si te ocurre algo así, no hace falta que vengas…, con avisar es suficiente... En la vida, no siempre el trabajo es lo más importante.
   —Ya, pero si no vengo, ¿cómo l'aviso?
   Señalando con su dedo índice hacia el mugriento teléfono.
   —Ya está inventado hace muchos años, hijo —refirió con tono jocoso, Andrés.
   —Si, si ya lo sé, pero si no llevo encima ni un real…
   —Bueno, también tienes razón. Pero hacer, hacer, lo único que puedes hacer es irte a cambiar y ponerte a trabajar que: el tiempo es oro chaval.
   Al salir de trabajar, se dirigió directamente al hospital y después de ver y comprobar el cambio anímico y de salud en su madre, a eso de las diez, se marchó para casa.
  «Seño te pido enque sea de rodillas, que mi madre se ponga buena» —suplicó, con la mirada puesta en el cielo, al salir del hospital, y un momento después:
   —Buenas noches —dijo el recién llegado.
   —Güenas están, hijo.  Entoavía llegas a tiempo…
   Después de cumplir con el protocolo. Antonio fue hacia la cocina para coger un plato y los cubiertos.
   —Sí, que ya es hora y ¡tengo un hambre que me caigo p'atrás! —dijo al ocupar su asiento.
   —¡A quién se l'ocurre dirse a trabajá sin comé!
   —Solo me s'ocurre a mí, papa, pero como dice el señó Andrés: «Algunas cosas son más importantes que otras en la vida».
   —Eso está mu bien, hijo mío. Lo primero en la vía son los padres, los hijos, la familia, los vecinos, los amigos: to lo otro pué esperá.

   Quince días después, tras haberle realizado todo tipo de pruebas, Manuela fue dada de alta. En el informe hicieron constar que se trataba de una angina de pecho y que la causa principal se debía a un estrechamiento de arterias en la zona coronaria. Además de la medicación, la aconsejaron que le convenía bajar de peso y pasear todos los días; pero con la condición de no fatigarse y que tratara de evitar en todo momento cualquier situación que le pudiese alterar el ritmo cardíaco.
   Cuando regresó a casa, la familia al completo se comprometió, además de no dejarla pasear sola, para no causarle ninguna desazón.

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