Escrito el día 19 de noviembre de 2015, antes de
salir a buscar el pan.
Aprovechando que, además de estar en la Era de la Información , Digital o
Informática, me gusta escribir sobre aquellas cosas que, independientemente de
que me satisfagan o preocupen, siento necesidad de compartir lo que veo, vivo,
siento y pienso; deciros que: hace unos días decidí darme un paseo por la
ribera del Ebro y, al situarme en la senda que discurre bajo los árboles que
acompañan al río hasta que este abandona la ciudad, a simple vista, observé que
el paisaje dejaba claras evidencias de que estamos en otoño. Esa estación que,
según dicen, es la que altera o provoca en los seres humanos la necesidad de
resolver el cúmulo de sentimientos encontrados a través de la meditación, la
reflexión... y que a los más débiles les puede hacer sentir que han caído en el
fondo de un pozo del que les resulta imposible salir por el hecho de no estar
capacitados para soportar la tristeza que les pueda provocar aquello que puedan
oír o presenciar en un tiempo donde: en noviembre, desde la primera hasta la
última semana, los días se despiertan tan grises como pausada y relajante
resulta detenerse a contemplar la caída de una hoja; las horas trascurren sin
prisa, pero sin pausa; los afligidos minutos, se niegan a perecer tras percibir
que ellos serán los próximos en extinguirse por el hecho de haber sido mudos
testigos del agónico y efímero suspiro que cada uno de los segundos han ido
emitiendo según les iba llegando el minuto, la hora, el día, la semana, el mes,
la estación, el año, la Era.. .
Pero, al cabo de un rato, un poco antes de llegar al
anfiteatro, no sé si por casualidad o porque pueda ser cierto lo que
argumentaron en su día para justificar la creación de este mamotreto, percibí
un lamentable y lastimero susurro a mi espalda: «¡Eh! ¡Oiga! ¡Por favor!», me
volví y miré hacia donde intuí podrían haber partido el toque de atención. A
través de la vista observé que no había nadie y, encogiéndome de hombros,
cuando me disponía a continuar con el rumbo prefijado, entreoí el arrullo de
una paloma, una de esas que están el lista de espera para ser exterminadas en
cuanto se apruebe el presupuesto de control y captura de animales que están
catalogados por el Consistorio como plagas, que entre arrullos y revoloteos
gritaba como una desquiciada «¡Eh, tú! ¡No te hagas el tonto!», tratando de
llamar mi atención.
—¡¿Me dices
a mí?! —consulté haciendo un gesto con la cabeza, con ademán de sorpresa.
—¡¿A quién
va a ser, si no?!
Durante unos segundos me quedé perplejo.
—¡¿Qué pasa,
que además de ciego y sordo, también, eres mundo?!
Negué con reiteración moviendo la cabeza de un lado
para otro, a la par que me encogía de hombros.
—Espero que
no te excuses conque no has oído las exclamaciones de estos pobres árboles.
Les miré y, al contemplar el deplorable aspecto que
estos presentaban, mientras el que peor aspecto lucía «por favor no permita que
otros árboles corran nuestra misma suerte, para nosotros ya es demasiado
tarde», me suplicaba, con una entereza incomprensible para mí, sin que le
temblase ni siquiera una de sus perennes e incontables hojas. Al escuchar
aquello, además de sentir vergüenza ajena por pertenecer a esta irracional
especie y ruborizarme por ello, bajé la mirada hacia el suelo.
—¡Déjate de
hostias y de exhibir tu afligimiento, que no se trata de eso y bien lo sabes!
—dijo del mismo modo que había comenzado, entre arrullos y gritos, al tiempo
que blandía sus azuladas alas para emprender el vuelo que no la guerra.
Un par de segundos después, comprendí lo que
encerraba el interlineado de sus últimas palabras «no es hora de afligimientos
ni de lamentaciones, sino de ponerse manos a la obra», y, sin saber el porqué, en
vez de tomar el camino más corto para retornar a casa, mis pasos me condujeron
contra corriente, se decir, río arriba hasta que al llegar a la altura de la
rotonda que está junto al Instituto de Educación Secundaria Fray Pedro de
Urbina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario