miércoles, 23 de diciembre de 2015

Navidades años 70

Vidas Truncadas


Capítulo I 


 11

A pesar de que diciembre comenzó oscuro y lluvioso, no logró hacer mella en la eufórica pandilla. Por un lado, estaban las ansiadas vacaciones escolares; por el otro, podrían paladear los deliciosos manjares, que durante el resto del año estaban vetados por la deplorable situación económica que, por aquella época, afectaba en un gran número de hogares españoles.

Día 22, sentados al rededor del brasero bajo la tenue y trémula luz de los candiles:

   —Habrá que prepará los achiperres pa pedí el aguinardo, ¿no? —propuso Antonio.

   —Sí, eso, y tamién que no se nos olvide escribí la carta —expresó Moreno.

   —¿Ya tenéis pensao que sos vais a pedi este año? —sondeó Rocío.

   —¡Yo, sí! —gritó con los ojos fuera de si por la emoción, Leandro—. Este año me voy a pedí un Scalestri, una bici y los Juegos Reunidos Geypé.

   —Yo, dejaré que me traigan lo que quieran, porque siempre traen las cosas que no escribo                —respondió desalentado, Susi.

   —Bueno, bueno. Ya sabéis que no basta solo con pedir los juguetes, además hay que ser buenos durante todo el año —señaló Lucía.

   —Yo, no pediré na, al final, me traen siempre lo mismo: una carroza con indios, una escopeta pa'cazá osos, leones y elefantes... el chaleco, el sombrero, la insignia de sheriff y dos pistolas            —respondió otro de los allí reunidos.

   —Pos, a mí, el año pasáo, por sé malo, solo me trajón una morcilla patatera… Y menos mal, que mi madre, m'había compráo un balón el día antes, que si no: m'había quedáo sin na —refirió Moreno.

   —¿Y vosotras que sos váis a pedí? —curioseó Antonio, mirando a Rocío y Lucía.

Rocío bajó la mirada y el usual tono de voz.

   —Yo, me pediré algo de ropa... M'ha dicho mi madre que ya soy mu grande pa muñecas.

El rostro de Lucía se irradió sobremanera.

   —A mí, me traerán útiles para el colegio… Mi padre se ha empeñado en que tengo que seguir estudiando.

Día 24, después de comer, a eso de las cuatro, comenzaron a aparecer por el «Cuartel…» y, una vez supervisado lo que cada uno había ido depositando sobre la mesa camilla, Antonio comenzó a organizar los grupos y el reparto de instrumentos.  Cada equipo estaría combinado por seis miembros, una botella de anís, vacía, una pandereta y una zambomba, quedando distribuidos así: Antonio, Rocío, Moreno y tres más, para el acompañamiento; Vicente, Lucía, Leandro y cuatro más; y Pedro, Ana, Susi y el resto de los componentes de la banda. —En Plasencia era costumbre que, los pequeños y adolescentes, durante la tarde-noche del 24 acudiesen a solicitar el aguinaldo. El evento, consistía en recorrer y visitar a los vecinos de la barriada con el fin de obtener unas monedas y algún que otro dulce y, a cambio, los convidados tenían que interpretar, con mayor o menor habilidad, los cánticos navideños tradicionales. En primer lugar se llamaba a la puerta y, al ser esta abierta, comenzaban a cantar: « / Dame el aguinardo, que es lo que te pido…/ una perragorda o un vaso de vino…/ y, sí no me lo das…/ me cago en tu portal /». Ni todas las puertas eran abiertas ni en todas las casas correspondían con el trueque; aunque, por norma general, la mayoría permitía el acceso a la vivienda.

Tras pulsar el timbre un par de veces, la puerta fue abierta hasta atrás. Estupefactos, en silencio, con los ojos al igual que la puerta, permanecieron durante unos segundos, al descubrir que frente a ellos, sobre la mesa camilla descansaban dos o tres bandejas repletas de deliciosos trozos de turrón, blando y duro; coloridas y complacientes porciones de fruta escarchada, mazapanes, polvorones, nevaditos, peladillas y piñones. El tamaño de sus pupilas se multiplicó por tres a la vez que las papilas gustativas comenzaban a segregar saliva. Al fondo, sobre un aparador color caoba, una bandeja con botellas de anís, coñac, ponche, güisqui, vino dulce y otra con una docena de copas que ansiaban ser llenadas y formar parte del evento; a la derecha, la lámpara y el televisor adornados con guirnaldas de mil colores; a la izquierda, sobre el frigorífico, un radiocasete transmitiendo: «/Campana sobre campaaana y sobre campana uuuna… /Belén, campanas de Belén…/ que los ángeles cantan, por ver a Dios nacer/...».

   —Pasad, pasad —dijo con tono afable la dueña de la casa.

   —Hola, buenas tardes. Venimos a por el aguinardo —enunció con cara de niño inocente, Antonio.

   —¡¿Asín, sin más, hijo?! —indicó al tiempo que silenciaba el reproductor musical.

Antonio volvió la mirada hacía sus acompañantes y, después de contar en alto hasta tres, comenzó a rascar, con el mango de la cuchara, el rugoso y áspero lomo de la botella de anís; Rocío le acompañó con la pandereta y Moreno con la zambomba y, unos segundos después, con voz dulce y melódica los pequeños comenzaron a cantar: «/Hacia Belén va una burra, rin, rin, yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité, cargada de chocolaate/ María/ María/ ven acá corriendo, que los chocolatillos se me están cayendo…».

Al terminar su repertorio, tres o cuatro villancicos, los aplausos invadieron el hogar:

   —Muy bien, muy bien —agasajó la señora de más edad, sin dejar de palmear al tiempo que les animaba—. Podéis tomar de las bandejas todo lo que os apetezca, excepto el licor: que yo misma os serviré una copita de anís para todos.

Al rato, tras haber degustado una porción de aquello que les había llamado la atención, después de recibir unas monedas, se despidieron de la familia con efusivas muestras de agradecimiento y, para cuando salió el último al rellano, la puerta de enfrente se abría para otro tanto de lo mismo.

A eso de las nueve, como habían acordado, retornaron la plazuela después de haber estado cantando, comiendo y bebiendo durante más de cuatro horas y, una vez reunidos:

   —¿Qué os parece si ajuntamos las perras y nos lo gastamos mañana? —propuso Antonio.

Los cabecillas dirigieron la mirada hacia su equipo en señal de pregunta:

La conformidad del conjunto se manifestó a través de gestos y palabras.

   —Bien. Pos, siendo asín, ¿quién lo quiere gurdá? —consultó Antonio.

   —Propongo que seas tú —expresó con energía, Rocío.

   —Estoy de acuerdo —dijeron los demás al ser señalados por el dedo índice de esta.

   —¡Vale!, sí asín l'habéis decidio asín s'hará. Bueno, creo que va siendo hora de ir a cená, asín que ¡cada mochuelo a su olivo!

   —Hasta mañana Antonio, que te lo pases bien esta noche —dijeron los demás.

   —Igualmente pa tos vosotros y recordá que mañana nos vemos ónde siempre —dijo tras pasar la puerta del portal y comenzar a subir las escaleras, de tres en tres.

Al llegar a la altura del rellano, tiró del cordón para entrar y, de tan contento como iba, se olvidó de cumplir con el protocolo familiar:

   —¡Hmm!, mama,  esto gúele calimenta.

   —Mejó sabrá, hijo mío —afirmó sin descuidar ni un instante lo que a fuego lento bullía en una enorme y encarnada cazuela.

   —Mire, mama, to lo qu'hemos sacao del aguinardo —manifestó a la par que le mostraba el puñado de monedas.

   —¡¿A to eso habéis tocao, cá uno?! —interrogó extrañada, al ver la cantidad.

   —No, mama… ¡Ojalá!, aquí está lo de tos.

   —Pos, sí, si que sos ha dao bien, sí... ¡Anda!, vete lavando las manos, que enseguía vendrán tú padre y hermanos.

   Al regresar del cuarto de baño, se detuvo junto a la cocina y apartó la cortina.

   —¿L'ayudo en algo, mama?  —consultó.

   —Sí, hijo. Vete poniendo los platos en la mesa, que hoy tendremos que cená en dos o tres tandas.

El placentero aroma que emanaba desde el reducido habitáculo se dispersado por toda la casa. Aquella noche, no habría pavo para cenar como tienen por costumbre los americanos; pero con mucho esmero, se estaban estofando, que no asando, dos espléndidos y titánicos capones que habían sido criados con estimación y desvelo por uno de los vecinos del vecindario. De primer plato, tomarían una substanciosa sopa de pescado; de segundo, una abundante ración de exquisito y jugoso capón; de tercero, en una gran fuente, se repartían el espacio una buena ración de mejillones al vapor, cangrejos y un par de kilos de langostinos:

   —Está to riquísimo, mama —expresó Carmen, al tiempo se rechupaba la punta de los dedos.

Manuela sonrió.

   —¡Gracias, hija!

   —Me tendrá que decí usté dónde está el secreto.

   —Ya hace años que te dije ande reside la esencia de una buena cocinera.

   —Sí, sí que es cierto; pero a usté le queda mucho mejó.
   Manuela puso serio el semblante.

   —En su día, eso que acabas de decí, se lo dije yo a tu agüela.
   —Ya, pero ¿aónde está el secreto?

   —Hay que poné mucho amó en to, hija… y, cuando sea pa la familia: mucho más entoavía.

   —Siempre lo hago tal cual m'enseñó; pero aun así, me gusta más como le queda a usté —especificó con voz afligida.

   —Agüela, tiene razón mi madre —corroboró el pequeño Manolete—, usté guisa muchísimo mejó que ella.

Ante el imprevisto, los allí reunidos comenzaron a reír efusivamente y, mientras que Carmen y Azucena despejaban la mesa, los demás elogiaron a la abuela por lo bien que habían cenado.

Al retornar de la cocina, tanto la hija mayor como la menor lo hicieron portando dos hermosas bandejas repletas de turrón, mazapanes, polvorones, peladillas, piñones... y, un poco después, llegarían las botellas de licor para los adultos y las de refrescos para los menores de edad y comenzaron a reír, cantar y bailar hasta bien entrada la madrugada:  desde el más chico hasta el más grande.

Un rato más tarde, la plazuela amaneció fría y brumosa, sin embargo, no fue ningún obstáculo para reunirse como habían acordado en la tarde-noche anterior y, tras saludarse y comentar como les había ido a unos y a otros, se dirigieron hacia su segunda casa. Una vez allí, mientras que Antonio preparaba el brasero, los demás trataban de ponerse de acuerdo con respecto a cómo invertir el dinero recaudado.

   —Bueno, ¿qué? —consultó al tiempo que se frotaba las manos para entrar en calor.

   —Sí, asín es, Antonio. Solo estamos esperando pa vé si tú estás conforme —dijo Rocío.

   —Por mi parte, ningún problema y, lo que haigais dicho, se compra y ya está  —manifestó antes de que emprendiesen el camino para hacerse con las provisiones.

Se detuvieron al llegar a una de las tres tabernas que había en la barriada, el motivo no era otro que el hecho de que en los ultramarinos, excepto el pan, tenían prohibida la venta de los demás comestibles en días festivos.

   —Hola, buenos días Ramón.  ¡Feliz Navidá! —dijo Antonio.

   —Hola, buenos días chavales, ¿a ónde va el batallón tan de mañana?  —respondió el tabernero con ronca voz.

   —Venimos a gastá lo del aguinardo —informó Antonio, con una amplia sonrisa dibujada en su rostro.

   —¿Y qué es lo que queréis?

   —¿Tienes patatas fritas?

   —Sí, tengo bolsas grandes y pequeñas.

   —¿Cuánto valen?

   —La bolsa pequeña a quince pesetas, y la grande a treinta y cinco.

   —Pos, dame tres de las chicas.

   —A vé, muchachos. Una grande tienen la misma cantidá que las tres pequeñas juntas, y salen más baratas, ahora que si vosotros queréis: a mí me da igual vendé unas que otras.

   —Entonces, danos una grande, diez bolsas de pipas, quince chicles Bazoka, vente regalines rojos y vente regalines negros.

   —¿Alguna cosa más? —consultó Ramón, al tenerlo dispuesto sobre el mostrador.

   —Sí, danos, tamién, tres botellas de litro de cola, tres de narajada y otras tres de limonada.

Concluido el intercambio de dinero por los artículos solicitados, tras despedirse amablemente del tabernero, retornaron junto al calor del brasero y, una vez allí, entre chistes, conversaciones y algún que otro desacuerdo: pasaron la mañana comiendo y bebiendo aquellas delicias que, aun siendo tan sencillas, para ellos eran exquisitos manjares.

Los días cursaron tan rápidos que sin darse cuenta llegó Nochevieja. La cena de esa noche, por norma general, era más liviana y menos concurrida.  En casa de los Hinojal-Sánchez, de primero tomarían la tradicional sopa de ajos; de segundo, conejo estofado y, para deleite del paladar, un puñado de gambas a la plancha, otro de langostinos, un par de docenas de cangrejos y otras dos, de mejillones al vapor.

Al término de la degustación, los mayores, entre cigarrito va y copita viene, y los pequeños medio dormidos, esperaban a las campanadas para tomar las uvas reunidos en torno a la mesa. Concluido el evento, se abrazaron y besaron: «Feliz Año 1974», gritaron eufóricos. Los adultos brindaron con una copa de cava extremeño, procedente de unas bodegas de Almendralejo, los pequeños con un vaso de refresco y, a continuación, una vez recogidos los enseres y depositarlos sobre la fregadera, salieron a la calle con dirección a la taberna dónde se hallaba disfrazado, con ganas de animar la fiesta, Ramón. El mismo que, micrófono en mano, anunciaba una y otra vez según los clientes iban llegando: «Buenas noches, señores ¡Feliz Año Nuevo!  La primera ronda, va por cuenta de la casa».

Junto a la puerta principal, una máquina gira discos, la cual había sido manipulada por el técnico para que esa noche funcionase sin necesidad de tener que introducir la correspondiente moneda, ambientaba el concurrido local con las típicas canciones de esos días. La madrugada avanzaba como cualquier otro nuevo amanecer, mientras que los allí reunidos no paraban de bailar, reír, saltar, y de felicitarse los unos a los otros, entre apretones de manos, copas y efusivos abrazos, hasta que, a eso de las cinco, comenzaron a retornar hacia sus respectivas casas. Las mujeres, cargadas con los más pequeños; los hombres «bien cargados», pero de de alcohol.  —La taberna se había convertido en el punto de reunión donde todos los vecinos acudían y se sentían tan unidos como una gran familia; pero no solo en fiestas, sino por que allí, además del agradable trato y las facilidades de pago que brindaba a sus parroquianos, se podían adquirir para llevar a casa: raciones de cortezas adobadas, bacalao rebozado, cangrejos cocidos, mejillones picantes con salsa vinagreta, o de jamón y chorizo, estos últimos tanto al corte como por enteros.

Unas horas más tarde, al levantarse, podía verse reflejado en el rostro el desgano y el cansancio que arrastraban desde el más pequeño al más grande.  El día de Año Nuevo, por norma general, se pasaba tranquilamente en casa, en compañía de los más allegados.

Los días, con sus noches y sus fiestas, cursaban a buen ritmo. Ya solo faltaba por llegar la noche y el día más deseado por los más pequeños: el día de Reyes. Ese día y el anterior, tanto los adultos como los chiquillos estaban nerviosos, unos por ver que les habían traído; los otros, al sentir correr por su sangre la felicidad que les embargaba al contemplar como sus hijos eran felices en aquellos años: «tan difíciles económicamente para la mayoría del pueblo español; pero a la vez, tan llenos de sentimientos y valores. En la actualidad, el individualismo está promoviendo que desaparezcan y, de continuar así: no solo desaparecerán las costumbres, sino también el ser humano y todo cuanto nos rodea».

El día 6 de enero, no hizo falta despertar ni al más perezoso de los zagales. La algarabía que estos generaban se podía escuchar en toda la barriada. Gritos y carcajadas se mezclaban con las ansias y el nerviosismo al descubrir que sus «Majestades» no solo habían pasado por casa, sino que, además les habían dejado juguetes. Y, a pesar de que en la mayoría de los casos no se correspondían con lo que en su día hicieron constar en la carta enviada, ni aun así, mermaron la alegría ni el entusiasmo al ir abriendo las cajas que contenían sus regalos. Un rato después, satisfecha la curiosidad, con sumo cuidado, los embalaron para salir a la calle cargados con todos los obsequios.  La plazuela estaba invadida por niños y adultos que iban de acá para allá, unos corriendo, otros pedaleando... Chicos y grandes visitaban a los familiares y, una vez allí, además de enseñar los presentes, recibían algún que otro juguete.

Concluidas las fiestas reanudaban los estudios, quiero decir, regresaban al colegio.

Los primeros días, durante el recreo, además de contar con todo lujo de detalles que les habían traído sus «mágicas majestades», intercambiaban información de cómo habían transcurrido las celebraciones.

Una semana después, tras la tormenta, se fueron adaptando a las tareas escolares. Algunos alumnos se dedicaban en cuerpo y alma a los estudios, eran conscientes de que a través de estos podrían labrarse un próspero futuro; otros, en cambio, su único interés era el juego y la diversión con los compañeros.

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