Escrito el 21 de febrero de 2015
Después de una dulce y placentera noche, al alba, la claridad invadió de lleno la estancia de mi dormitorio, tras lo cual abrí los ojos y, sin pensármelo, me tiré de la cama, el corazón latía pausadamente, y, como cada día, me dirigí hacia el baño y, después de liberar la vejiga e intestino grueso, tras asearme, sin perder ni un segundo, fui a la cocina para preparar mis cereales con leche y desayunar. Acto seguido, tras liberar la puerta de entrada de cadenas, cerrojos y un par de vueltas de llave, me encaminé hacia los ascensores «¡Vaya, qué suerte!», pensé al comprobar que, el más pequeño, estaba detenido en la misma altura que mi vivienda. Tras abrir la puerta e introducirme en él, llegó hasta mí, un desagradable y pestilente olor «¡Ya les vale, joder. No les basta con dejar manifiesto que no cumplen las normas dejando la estela en el aire, sino que, además, tienen que dejar la colilla!», pensé mientras el corazón aumentaba de revoluciones.
Al llegar a la planta baja, una vez fuera del elevador y el portal «¿Pa dónde tiramos hoy, Moreno?», me pregunte y, después de resolver la improvisada duda, decidí girar mis pasos hacia la izquierda, es decir, hacía el río, a través del nuevo, rugoso y amarillento pavimento de las aceras.
La patata aún me latía de manera exacerbada y, tras haber recorrido el escaso trecho que separa al río de mi casa, cuando me introduje en la senda, bajo la acogedora y refrescante sombra que sobre esta proyectaban los chopos… nada más llegar a sus orillas me inundé de paz y sosiego. Noté en mi interior que, tras la calma, los latidos dejaron de hacer tanto ruido y, estos se fueron aplacando sin apenas darme cuenta. De repente, llegó hasta la nariz una suave brisa acompañada por el olor a humedad, a poleo y a melisa. La fragancia primaveral me llenó de curiosidad y, guiado por mí fino olfato, me quedé maravillado con la diversidad de plantas, perfumes, colores y sabores… y pude, también, apreciar las diferencias de tonalidad entre el verde de los chopos, los alisos, los sauces y las higueras bravías, e incluso con respecto entre estos y las tonalidades de la hierba. Pasaron por mi vista colores tan provocativos como el amarillo o el azul de los lirios silvestres, además del inmaculado blanco de las magarzas o el llamativo rojo y negro de las deliciosas y agridulces zarzamoras. Continué caminado durante un buen rato acompañando al curso del río. El cual, escoltaba melódicamente con el transcurrir de sus aguas a los cánticos del reñidor jilguero, al incesante chirriar de los verdecillos, el arrullo de las torcaces, el toc, toc, toc del pájaro carpintero y el inconfundible risoteo de las urracas.
Llevaría caminando unos quince minutos, embelesado por todo lo que me rodeaba, cuándo sentí que sobre la frente y la parte baja de la espalda comenzaron a brotar, como gotas de rocío en primavera, y discurrir inundando todo lo que encontraron a su paso. Al mismo tiempo sentí que boca y garganta se resecaban «Bueno, lo que me faltaba ahora... A ver si llego al sombrajo y me siento un poco», pensé mientras caminaba.
Al llegar junto a la desembocadura del Bayas, comprobé que no había nadie sentado en ninguno de los cuatro bancos que están situados bajo la estructura de madera que construyeron hace un tiempo, con el fin de convertirlo en un paraje transitado y para complacer a los caminantes que cada día acostumbran a pasar por allí «¡Qué pena!, con lo que se han gastado en adecentar el paseo por las riberas y no se les haya ocurrido instalar aquí una fuente. ¡Vamos!, con lo fácil y barato que habría sido sacar una acometida desde el Polideportivo, que está a unos veinte metros de distancia. En fin, me sentaré un poco», me dije antes de sentarme sobre el banco que esta al final del cobertizo, me recosté sobre él estirando los brazos en cruz en su parte más alta y, después de estirar las piernas sobre la tierra, cerré un momento los ojos y me dejé llevar por la suave brisa, por el trinar de los pájaros; entre estos sobresalía la voz de un cercano ruiseñor; de fondo, a lo lejos, suavemente todo ello se entremezclaba, con suave entonación, el sonido de las fábricas y el propio de la viva en la ciudad.
Una hora después, continué en paralelo pero en sentido contrario a como discurren las aguas del Bayas, a través de una senda existente entre el río y una parcela de cultivo. Al llegar a la altura de la pequeña depuradora de aguas residuales giré hacia la izquierda con dirección a la puerta que da acceso al Polideportivo Municipal y frente a esta volví a girar, pero esta vez hacia la derecha. Apenas había caminado, unos doscientos metros, por el áspero y rugoso asfalto cuando comencé a sentir un intenso dolor en el empeine del pie izquierdo «¡Joder, lo que me faltaba ahora! El puto pie…», pensé al tiempo que me detenía unos segundos para desprenderme del playero y masajearme la zona y, acto seguido, emprendí la marcha; pero un poco antes de llegar a la rotonda que hay en la carretera que va hacia Logroño comencé a sentir como un hormigueo recorriendo de arriba hacia abajo por todo mi brazo izquierdo, a la par que el corazón iba incrementando considerablemente el ritmo… Sin darle mayor importancia, proseguí con el recorrido que me había propuesto al salir de casa, por el hecho de que a menudo noto esos síntomas cuando camino por el asfalto o por las aceras. Tras girar en la glorieta hacia la izquierda y dirigirme hacia la ciudad, noté a través del conducto nasal un suave pero penetrante olor a gasolina y, a través del pabellón auditivo, de fondo, una delicada melodía y, unos segundos después, con voz mecánica: «Ha elegido usted gasóleo A» y, por último, a través de la cornea, alzando la mirada hacia el cartel anunciador: gasóleo A 1.40 €, gasolina sin plomo 1. 50 € «No sé a dónde quieren llegar estos h…», me dije a la par que noté cómo el carburador subía el número de revoluciones al mismo tiempo que continuaba con el «placentero y relajante paseo matinal».
Al adentrarme en la ciudad, antes de llegar a la iglesia del Buen Pastor, escuché el sonido de un frenazo y, tras este un estrepitoso golpe metálico seguido por unos instantes del interminable y estridente claxon de uno de los vehículos que habían colisionado. A medida que fui acercándome noté un desagradable olor a neumático quemado. Ante mis ojos apareció la estela dejada impresa por las ruedas en el asfalto y una gran humareda que provenía de la parte baja del capó de uno de los automóviles siniestrados. Y, justo cuando llegué al lugar del encontronazo, se bajó uno de los conductores con los ojos fuera de sí y, dirigiéndose hacia el otro, sin previo aviso, comenzó a golpearle frenéticamente a la par que de su boca salían sapos y culebras… durante un par de minutos, lo manejó como si fuese una marioneta y la gente comenzó a aglomerarse a su alrededor «Salvaje, déjalo ya, ¿no ves que está sangrando?» —dijo uno de los curiosos—. «Llamar a la policía» —gritaba otro—. «Lo va a matar, lo va a matar» —repetía angustiado un tercero, mientras se llevaba las manos a la cabeza, en ademán de desesperación.
Ni siquiera me detuve a contemplar, ante aquella desagradable escena, las revoluciones se dispararon de tal modo en mí que decidí regresar a casa sin terminar el recorrido que suelo hacer habitualmente.
Unos quince minutos después, me encontraba en el interior del ascensor grande, pulsé sobre el número diez y, tras pasar unos cuarenta segundos, introduje la llave en la cerradura y, tras girar esta un par de vueltas hacia la derecha, sin pensármelo, me dirigí directamente al cuarto de baño tras cerrar la puerta. Y, una vez que, por vía bucal, vacié todo el contenido alimentario que mi estómago albergaba, tras tomarme un vaso de agua, me he dirigido hacia mi dormitorio, he conectado el ordenador, he abierto el programa de Word y he comenzado a escribir todo cuanto ha ocurrido en el transcurso de esta salida y, a medida que lo he ido desarrollando, he notado como el regulador y motor de vida ha vuelto a latir con normalidad.
Estoy seguro de que mañana, cuando salga de nuevo a la calle, la Vida volverá a deleitarme con cualquier cosa distinta, ya que en esta nada se repite de manera fidedigna, ni siquiera a través del recuerdo, es decir, del pasado: sencillamente porque las cosas en sí, muchas veces ni siquiera son como las percibimos.
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