El lunes, a eso de las nueve, irrumpió en el local de manera
inesperada un Antonio pletórico. Teresa sintió cómo si su corazón recibiese el
doble de sangre de lo normal, el ritmo cardiaco se aceleró y sus negros y
rasgados ojos adquirieron un brillo especial.
—Ojú, hay que vé lo
qu'es el tiempo. Unas veces pasa volando y otras…, cuando deseas algo se quéa
quieto —dijo a modo de saludo, Antonio.
—¿Y qué es eso qué
tanto anhelabas? —curioseó Teresa, abusando de su confianza.
—Verte a ti, mi
niña.
—¡Ah, sí!, pues, la verdad es que no lo entiendo
—concretó dibujando en su cara un gesto notablemente burlesco—.Ya sabías dónde
encontrarme…
—Aunque no me creas
no es tan fací.
—No, si no te estoy
pidiendo cuentas. Solo estamos
conversando.
Teresa acudió a
servir a uno de los clientes.
Antonio se quedó
callado por espacio de unos minutos, cabizbajo y meditabundo.
—Estás muy
pensativo, ¿te ocurre algo? —profirió al regresar junto él.
—No, na —mintió—.
Cosas mías.
—Pues, cualquiera
lo diría por la cara que se te ha quedado. En fin, tú sabrás, pero ya que estás
aquí trata de disfrutar del momento.
—Sí, tienes razón.
Porme un güisqui doble con mucho hielo.
Después de servirle
la copa, al observar el serio semblante que mostraba, Teresa optó por retirarse
hacia la otra esquina de la barra y se acomodó sobre el taburete que solía
utilizar cuando el local estaba tranquilo. Desde allí observaba furtivamente
intentando interpretar cada uno de los gestos que Antonio emitía al mover los
ojos y la cabeza, mientras este agitaba y hacía girar los cubitos de hielo en
el ambarino licor.
Unos minutos
después, tomó un sorbo largo. Se puso en
pie, introdujo la mano en el bolsillo y tras depositar un billete de mil sobre
el mostrador.
—¡Hasta luego!
—dijo al aire, sin apartar la mirada de los cortinajes que daban a la salida.
—Adiós —susurró
Teresa y, con el alma hecha pedazos y los ojos inundados, condujo sus pasos
hasta la estancia dónde esta se cambiaba de ropa.
Media hora después,
salió con la intención de continuar la noche como si nada hubiese ocurrido.
—¡Venga chicas, qué
no decaiga la noche! —enunció con una amplia sonrisa—: Tomemos una copita, que la vida sigue y tenemos derecho a
disfrutar de ella. —Y, aunque trataba de hacer ver a los presentes su euforia,
sus hermosos ojos dejaban claras evidencias de que su estado anímico no
concordaba con lo que reflejaba su manera de actuar.
El tiempo siguió
cursando sin detenerse por nada ni por nadie: como siempre.
La noche del
martes, cada vez que alguien accedía al prostíbulo, el corazón de Teresa
comenzaba a latir al doble de lo habitual; pero, cuando los ojos no hallaban la
figura que su corazón deseaba, tras un largo y sonoro suspiro: «¡Hay tonto;
pero quien te mandará a ti, a estas alturas de tu vida!», escuchó decir a su
mente tratando de entristecer y bajar los humos al generador de nobles
sentimientos y motor de vida.
El miércoles,
aunque el día había despuntado resplandeciente, este nada pudo hacer para
evitar que, durante más de doce horas, Teresa se abstrajese del desánimo… Su
mente se había propuesto hundirla tratando de hacerla entender que el anhelo de
su alocado corazón no era más que una utopía y que, por tanto, carecía de toda
lógica.
Al atardecer, a eso
de las ocho, como si de un ritual se tratase, siguiendo los mismos pasos todos
los días. Tras introducir la llave y darle un par de vueltas, Teresa subió la
persiana, abrió la puerta, activó las luces de cierre y apertura, y se
introdujo en el local. Un rato después, fueron apareciendo las chicas y,
mientras estas se transformaban para ejercer el oficio más viejo del mundo,
dispuso seis vasos de tubo sobre el mostrador y comenzó a preparar los
combinados según las preferencias de cada una de ellas.
A partir de las
ocho y media, con el intercambio de luces, el aspecto del local se transmutaba
tanto que quienes lo frecuentaban presentían como si el hecho de atravesar
aquellos oscuros cortinajes sirviese para adentrarse en otro tiempo y lugar
totalmente apartados de la realidad que se vivía puertas afuera. Con la música
aguda y alegre comenzaba el trasiego de clientes entre copas, fumando,
bebiendo, bailando, riendo… Estos tenían a su disposición siete largas horas
para disfrutar de todos los placeres que sus bolsillos les permitiesen.
Una hora después de
abrir el establecimiento, intentando ahogar sus penas, Teresa dejó envolverse
por los placeres de Baco, mientras en su interior se estaba librando una dura
batalla: su mente no cejaba en su empeño de herir al corazón, pero este en vez
de hundirse: a medida que el alcohol se iba mezclando con la sangre se fue
creciendo y cada vez latía con más insistencia, hasta que al final la mente se
fue nublando como consecuencia del efecto de los combinados.
—Manoli, ¡hazte
cargo de la barra y llámame un taxi!, por favor —ordenó con voz de apremio al
tiempo que se adentraba en el pequeño habitáculo para cambiarse de atuendo—:
«Necesito salir de aquí ahora mismo».
Treinta y cinco
minutos pasaban de las once cuando llegó a la sala de fiestas:
—Buenas noches
—dijo con voz pastosa, mientras trataba de desprenderse del abrigo para
depositarlo sobre el mostrador de recepción.
—Hola buenas
—saludó la encargada de recoger la ropa y atender la taquilla.
La recepcionista
abandonó su puesto y apresuradamente salió al recibidor.
—Permítame
acompañarla —manifestó al tiempo que la ofrecía el brazo, al darse cuenta del
estado en que se encontraba la recién llegada.
Teresa la miró y
subió el tono de voz sin ser consciente.
—No, gracias. No es necesario. Aún soy capaz de caminar sin
caerme.
La empleada asintió
mostrándose afligida.
—Bien, como usted
quiera... pero si necesita algo, no dude
en hacérmelo saber.
Teresa esbozó una
sonrisa.
—¡Vale!, lo tendré
en cuenta.
Al acceder a la
planta baja, se dirigió hasta la barra.
El camarero, extrañado al verla sola se acercó.
—Hola, buenas
noches Susana. ¿Le preparo lo de siempre?
—No, gracias. Prefiero un Gin tonic, aquí en la barra.
Antonio se
encontraba conversando con un conocido junto a la pista de baile, cuando, sin
saber por qué, sintió una necesidad impetuosa de ascender hasta la primera
planta y fue alcanzar el último peldaño y, sin poderlo evitar, su corazón
aumentó el ritmo, el brillo de sus ojos se intensificó y condujo sus pasos
rápidamente hasta situarse junto a ella.
—¡Oh!, Teresa, ¿cómo asín cás venío?
El encargado de la
barra se quedó perplejo al oírle y; dirigiendo la mirada hacía Antonio, negó un
par de veces con la cabeza tratando de hacerle entender que había errado el
nombre.
—Podría decirte:
«Pos mira, que no tengo sueño y al pasá por aquí, sin sabé por qué, he entrao,
sin más» —refirió con tono irónico—, pero, como detesto las mentiras, te diré
que: he venido porque me apetece estar contigo, ¿qué te parece?
—¿Tengo que respondé
ahora mismo? —demandó sin saber qué decir.
—No, no,
tranquilo. Para ello tienes toda la
noche.
—Pos, ya te diré
cuando me s'ocurra algo.
—Me gustaría que me
hicieses compañía en aquél rinconcito, ¿sería posible? —sugirió ella.
—Sí, claro. Será un placé… Anselmo, cuando puedas nos
sirves un par de copas en la mesa uno —indicó antes de que ambos dirigiesen sus
pasos hacia el coqueto y apartado lugar.
Después de aclarar
que el verdadero motivo por el que se vio obligado a abandonar de aquella
manera tan brusca y perentoria, y que por eso mismo se vio incapaz de atreverse
a visitarla el martes, no era otro que por una indisposición intestinal, y que,
curiosamente, había remitido de la misma manera que se presentó apenas un par
de horas antes de acudir a trabajar. Al
terminar de narrar la historia, sin poder contener la emoción Teresa reía y
lloraba al mismo tiempo.
—No, si lo que no
me pase a mí…, no le pasa a nadie —afirmó Antonio.
Ella suspiró
profundamente y después resopló varias veces tratando de contener el cúmulo de
sentimientos encontrados.
—Me encantaría que
siguieses contándome más cosas de ti.
—¿Y qué quieres que
te cuente, mi niña?
—¡Todo! Me interesa
saber todo de ti.
La candidez con la
que Teresa pronunció aquellas palabras propiciaron que Antonio eliminase
cualquier atisbo de timidez y continuó desde el mismo punto en que lo había
dejado días atrás.
Abstraídos por
completo de la realidad entre risas, copas y anécdotas llegó la hora de cerrar.
Al cesar la música y realizar el cambio de luces fueron conscientes de dónde se
encontraban. Ascendieron buscando la salida, Antonio la ayudó a ponerse el
abrigo y salieron juntos del local con dirección a la calle del Sol. Al
comprobar las dificultades para caminar que presentaba Teresa.
—¿Quieres que
t'acompañe?
Ella le miró, se
pasó la punta de la lengua por los labios y le hizo un guiño.
—Sí. Ya sabes
dónde —dijo con voz melosa.
Antonio negó
moviendo la cabeza.
—Pos, la verdá es
que no lo sé.
—Te he dicho que me
apetece estar contigo —articuló con voz altiva y pastosa—. ¿Qué es lo que no entiendes? ¡Quiero acostarme contigo! ¿O es qué no te
enteras?
Eso mismo era lo
que él anhelaba desde que la viese por primera vez. Llegaron a casa y, tras
desprenderse del abrigo y darse un par de intensos y apasionados besos en el
salón, accedieron a la habitación. Antonio abrió la cama y se fue al servicio.
Cuando regresó, observó que Teresa se había quedado profundamente dormida sobre
las sábanas. La cubrió con las mantas y el edredón y se marchó a dormir al
sofá.
A media mañana,
Antonio se adentró en la pequeña cocina para preparar café. El agradable aroma invadió hasta el último
rincón del apartamento. Teresa se
despertó y al comprobar que había dormido sola, guiada por su fino olfato llegó
hasta la cocina:
—Hola, buenos días.
¿Qué tal has dormio?
Teresa se abrazó
enérgicamente apoyando la cara sobre el pecho de él y estuvo en silencio
durante varios minutos.
—¿Qué te pasa?...
¿Por qué lloras?
—Gracias, gracias
—musitó al tiempo que se afianzaba más a su cuerpo.
—No tienes na
cagradecé.
La estrechó entre
sus brazos y le dio un sutil beso en la frente.
—Gracias por ser
como eres y por respetarme como mujer —respondió entre sollozos.
Teresa caminó hacia
el cuarto de baño.
—¿Te gusta mu
dulce, el café? —consultó desde la cocina, Antonio.
—Me da igual —dijo
al regresar junto a él.
Se tomaron el café
y, tras una sucesión de apasionados besos terminaron en la cama entregándose
con exaltación. Tres orgasmos después, se levantaron con la convicción de que
nadie les había hecho sentir aquella placentera sensación.
—¿A qué no te vienes
conmigo, cariño? —propuso Teresa.
—¡¿A ónde?!
—De vacaciones
—¿Y, Pepe?
—De él no te
preocupes, que, ya me encargo yo.
—¿Y mí trabajo,
qué?
—No sé, invéntate
cualquier cosa. Pero quiero que esta tarde, a las siete, me recojas en la plaza,
junto a la farmacia Mateos.
—Pero, mi niña. Sí
ya son las cuatro.
—Recuerda, a las
siete, ni un minuto más ni uno menos.
Tras realizar un
par de llamadas desde un bar, Antonio se puso en contacto con Huberto y, tras
comunicarle que le había surgido un imprevisto, argumentando que durante los
siguientes días no habría ninguna actividad en el local, solicitaba disfrutar
desde ese mismo instante el comienzo de uno de los periodos vacaciones que le
correspondían al año, según lo pactado tiempo atrás por ambos de manera verbal.
—No hay problema
Antonio.
Unos minutos
después, se puso en contacto con su hermana para hacerla saber que iba a estar
fuera unos días y, que de su regreso, ya la informaría con tiempo suficiente.
A eso de las cuatro
y media, Teresa cruzaba la puerta que permitía el acceso a su domicilio y, con
sigilo, caminó hacia el dormitorio principal.
Una vez allí, extrajo un fajo de billetes de uno de los visones que
colgaban en un amplio y perfumado armario. Un rato después, se hallaba sobre la
cama intentando echar el cierre a una abultada maleta:
—¡Qué pasa contigo!
—exclamó alzando la voz Pepe, desde la puerta—. ¿Qué horas son estas de
aparecer?... ¡Se puede saber de qué vas, tía!
—En estos momentos
no me apetece discutir ni dar explicaciones —respondió fríamente con voz suave
y pausada.
Él se creció.
—¡¿Acaso crees que
no tengo derecho a saber a dónde vas, o de dónde vienes?!
Ella hizo un gesto
con las manos.
—Por favor, te
ruego que no insistas.
—¡¿Ah, no?!
—No es el momento.
—¿Entonces cuándo?
—exclamó fuera de sí, gesticulando exageradamente con las manos.
—Ya hablaremos
cuando regrese.
—¡De eso ni hablar!
—exclamó con los ojos inyectados en sangre.
Teresa le miró y
habló como nunca lo había hecho: desde el desprecio.
—¿Sabes qué te
digo? —indicó señalándole con el dedo índice—. Me voy a tomar unos días de
relax ¡Tengo derecho a disfrutar de la vida!
—¡Esto no puede
seguir así! —bramó con ira, Pepe—. ¡Tenemos que hablarlo!
—Sí, por supuesto
que lo haremos, pero ya sabes cuando... —dijo dando un portazo al salir de la
vivienda.
Una y otra vez
retornaban a la cabeza de Pepe, las últimas palabras emitidas justo antes de
que esta recogiese la maleta y abandonase el domicilio para dirigirse hasta la
cafetería Goya, lugar dónde, tras depositar el equipaje sobre una de las
butacas de la terraza y acomodarse ella en la contigua, solicitó y tomó un par
de cafés tratando de hacer tiempo hasta que, Antonio, diese señales de vida.
Faltaban cinco
minutos para las siete cuando, hizo un gesto al camarero para indicarle que
sobre la mesa dejaba el importe de las consumiciones. Asió la maleta con su mano izquierda y le
hizo un gesto de despedida, con la mano derecha, al tiempo que dirigía sus
pasos hacia la farmacia.
Puntual y preciso,
como el Abuelo Mayorga, apareció a bordo de su R6, en el lugar indicado. Teresa
abrió la puerta trasera y depositó la maleta junto a una negra y abultada bolsa
de deportes, cerró el portón, se acomodó en el asiento del copiloto y salieron
de la ciudad, por La Puerta de Berrozanas, con dirección a la plaza de toros.
Estando en la
gasolinera de Feycar, mientras el empleado llenaba el depósito siguiendo
indicaciones, Antonio se desplazó hasta la cafetería e introdujo varias monedas
en la máquina expendedora de tabacos y extrajo dos cajetillas, una de tabaco
negro para él y una de rubio para ella.
Al regresar, abonó
el importe del combustible, se introdujo en el vehículo y, tras comprobar de un
vistazo que los espejos retrovisores estaban orientados correctamente, accionó
la puesta en marcha.
—Bueno, mi niña. Tú
dirás pa ónde tiramos ahora —inquirió al tiempo que la daba una suave palmada
sobre la cara interna del muslo izquierdo y la guiñaba un ojo.
Utilizando las
manos a modo de megáfono.
—¡Atención,
pasajeros!, el coche con destino a Salamanca va a efectuar la salida en breves
instantes. ¡Disfruten del viaje! —dijo Teresa.
Durante el
trayecto, entre risas, guiños y miradas que hablaban por sí solas: embelesados,
intentaban vocalizar al compás siguiendo el ritmo de las canciones que emitía
la frecuencia modulada.
Una vez remontaron
el angosto y retorcido Puerto de Béjar, hicieron el resto del viaje sin apenas
ser conscientes, la oscuridad vespertina se había hecho dueña y señora de todo
el paisaje, excepto de la distancia que abarcaban las luces del vehículo. A lo
lejos se divisaba la luminiscencia que emanaba de lo que parecía una gran
ciudad. Un par de kilómetros antes de llegar a esta se distinguía una especie
de lucero rojo que parecía surgir en medio de la nada:
—Cariño, cuando
llegues a la altura de aquella luz roja paras un momento.
—¿T'ocurre algo?
—No, no tranquilo,
pararemos para tomar algo.
Unos minutos
después, se fueron haciendo visibles los camiones y coches que abrazaban por
los cuatro costados a un ostentoso y prehistórico edificio, en cuyo renovado
interior se podía gozar de los placeres de la música y el alcohol, en compañía
de lindas señoritas.
—¡No me lo puedo
creer! ¿Pero qué ven mis ojos? —gritó Luisa, al salir desde detrás de la barra
tan pronto como le permitieron sus ágiles piernas para fundirse en un fuerte
abrazo.
Retirado a un par de
metros, Antonio contemplaba perplejo la escena sin comprender la desaforada
efusividad.
Teresa se giró
hacia él:
—Mamá, te presento
al hombre de mi vida —dijo a modo de presentación—. Antonio ella es, Luisa, mi madre.
—Encantáo —articuló
tímidamente.
Luisa exhibió una
alegre y sincera expresión facial.
—Puedes llamarme Luisa.
Él asintió.
—Está bien, como
usté diga, Luisa.
—Podías haberme
avisado hija y no habría abierto hoy.
—Ya sabes que me
muevo por impulsos, mamá.
—Pues ya va siendo
hora de que vayas cambiando algunas costumbres —apuntó esgrimiendo una
expresiva sonrisa—. ¿Os apetece tomar algo?
—Sí, para mí una
cerveza. ¿Y para ti, cariño?
—Otra.
Teresa barrió el
local con la mirada.
—¿Dónde está
Arturo, mamá?
—En Madrid,
arreglando unos asuntos familiares…, y, por lo que me ha dicho por teléfono, el
asunto va para largo.
Media hora después,
al salir del local.
—¿Con las prisas no
te habrás dejado las llaves en Plasencia, verdad? —gritó Luisa desde detrás de
la entreabierta puerta.
—No, mamá. Ellas
siempre viajan conmigo —dijo blandiendo el llavero.
—Si os apetece
cenar —sugirió con el mismo tono Luisa—. En el frigorífico hay comida hecha.
—Está bien,
mamá. ¡Hasta luego!
—Adiós, adiós.
—Adiós, señora
—dijo Antonio, al tiempo que hacía un gesto con la mano en alto.
—Con Luisa será
suficiente —recalcó atrevidamente—. ¡No
me hagas sentir vieja, que aún soy joven!
Al llegar a
domicilio materno.
—¡Bienvenido al
hogar cariño!... Me apetece darme una ducha, ¿me acompañas, mi amor? —susurró
Teresa, al oído con voz melosa después de un largo y apasionado beso.
—Qué cosas tienes…
¡Cómo no voy a queré!... Ya sabes que:
contigo me voy al fin del mundo.
—Cariño, allí, al
fondo y a la derecha, está el baño —le indicó mientras se dirigía hacia la
cocina y, tras comprobar que el calentador estaba encendido, regresó.
Ambos se despojaron
de toda indumentaria y, mientras llegaba el agua caliente hasta el dispositivo
con forma de teléfono, se abrazaron y besaron con ardor. Y, después de introducirse bajo el cálido
líquido y enjabonarse, llevados por el deseo, hicieron el amor con frenesí;
percibiendo en cada segundo, cómo sus cuerpos se fundían en uno solo al
penetrar la pasión a través de sus dilatados poros, concibiendo como sus
corazones latían exaltadamente, entre jadeo y jadeo, al compás hasta que juntos
alcanzaron el clímax. Después, durante unos minutos, se quedaron abrazados,
inmóviles, exhaustos; recostados sobre la pared, mirándose con ternura y
satisfacción, hasta que: bajo el relajante chorro recobraron el aliento y el
ritmo cardíaco.
Tras salir de la
bañera, caminaron desnudos y abrazados hasta una de las habitaciones, se
vistieron con ropa cómoda y regresaron a la cocina con la intención de reponer
el desgaste energético empleado en aquel enloquecedor encuentro. Después de cenar, tras fumarse un par de
cigarrillos, decidieron sentarse en un cómodo sofá frente al televisor y, por
espacio de un par de horas, siguieron atentamente la programación televisiva
entre besos, arrumacos y carantoñas, hasta que vencidos por el cansancio
decidieron irse a dormir.
Pasada la noche.
Tras levantarse, antes de que salir a la calle, Teresa dejó
una nota escrita de puño y letra sobre el anaquel del espejo ubicado en el
cuarto de baño:
«No te preocupes
por nosotros, mamá. Pasaremos el día fuera. Quiero enseñarle la ciudad».
Con el amanecer,
los primeros rayos de luz trataron de asomarse tímidamente a través del escaso
espacio que mediaba entre los oscuros nubarrones; pero bastaron un par de
horas, para que la caprichosa y cambiante primavera permitiese alzarse con la
victoria al astro rey. A eso de las diez
y media, sentados en el interior de una cafetería cercana al domicilio de
Luisa, se hallaban inmersos, después de haberse tomado como entrante un zumo de
naranja y degustando un café con tostadas.
Veinte minutos
después, tras fumarse un cigarrillo y abonar la consumición, salieron cogidos
de la mano de aquel acogedor establecimiento:
—Creo que será
mejor que nos desplacemos en autobús hasta el casco viejo, ¿qué te parece,
cariño?
—D'acuerdo, mi
niña, lo que tú digas.
Antonio se quedó
estupefacto al divisar la grandiosa y señorial Plaza Mayor.
Teresa, al observar
el interés con el que este se iba fijando en cada uno de los edificios, comenzó
a ejercer de guía turístico:
—Mira, cariño, ves
las diferencias que hay en ese edificio.
—Sí.
—Es porque en
realidad son dos edificios que están unidos.
La Catedral Vieja, es de estilo románico, y la Nueva, de estilo gótico.
—Aquella fachada es
mu bonita tamién —indicó señalando con el dedo índice.
—Esa es la Casa de
las Conchas y, al parecer, según cuenta la leyenda, es una muestra de amor y se
dice, también, que debajo de una de las conchas hay una moneda de oro.
La mañana cursó
entre interesantes historias y emblemáticos edificios y, a eso de las dos y
media, llevados por un voraz apetito se adentraron en El Bardo:
—Hola, buenas
tardes, ¿mesa para dos? —solicitó Teresa
El camarero asintió
con un gesto.
—Buenas tardes
señores —saludó con voz clara el joven y espigado maestresala—: Acompáñenme,
por favor —dijo y, a continuación, después de acomodarles y ofrecerles la carta
de degustación, se retiró.
Un par de minutos
después, fue requerido, mediante un gesto, por Antonio:
—Pa mí, me traiga
un chuletón de ternera y una ensalá.
Teresa continuaba
leyendo sin tener muy claro si optaría por tomar carne o pescado.
—¿Ha elegido ya
señora?
—Sí, merluza en
salsa verde, sepia a la plancha y una porción de tiramisú.
—¿Tomará postre, el
señor?
—Sí, tráigame un
flan casero y tamién una cuajada con miel.
—¿Algún vino en
especial?
Ella consultó con
un gesto mirando a Antonio.
—No, no, yo
prefiero cerveza.
—Entonces,
tráiganos un par de cervezas a cada uno, si no le importa.
—Lo que gusten los
señores —sostuvo con voz suave—.
Satisfecha la
necesidad fisiológica con el suculento y delicioso manjar, después de tomar
café, fumarse un par de cigarrillos y abonar la cuenta: prosiguieron
deleitándose con la monumental ciudad caminando por la zona de las
universidades y calles aledañas.
—Mi niña, ¿qué te
parece si nos sentamos un ratino? —sugirió.
—Espérate un poco,
que quiero llevarte hasta mi rincón preferido.
—¿Falta mucho?
—No, cariño.
Estamos llegando.
Unos minutos
después, al llegar junto al arco de la pétrea pared, grabado sobre uno de los
sillares podía leerse: «Huerto de Calixto y Melibea».
—Este es el lugar,
entremos a disfrutar de él y de las preciosas vistas que nos ofrece el río a su
paso bajo el puente romano.
—Sí que es bonito
este sitio.
—Aquí, según
Fernando de Rojas, se encontraban de manera clandestina Calixto y Melibea…
—¿Y esos quién son?
—Él, un escritor
qué publicó en 1502 una novela de amor, y ellos, los enamorados.
—¿Esta estatua es
la Melibea, esa?
—No, mi amor. Ella
es Celestina.
—¿Y cómo t'has
aprendío esas cosas?
—Pues, unas en el
colegio, otras escuchando a la gente mayor y el resto leyendo.
—¡Jodé!, la de
cosas que m'he perdío por no gustarme los libros. A tu láo parezo medio bobo.
—No cariño. Cada
persona es como es, y tú cuentas con muchas
cualidades que no se adquieren por mucho que se lea: eres una persona
noble, respetuosa, educada y muy cariñosa.
—Gracias. Tú
m'haces sentí un hombre afortunáo.
Sellaron la
conversación con un prolongado y efervescente beso y, tras acercarse y arrojar,
Teresa, una moneda al pozo de los deseos: abandonaron el novelesco jardín,
abrazados, él por la cintura y ella, con el brazo de este por encima de su
hombro. Anduvieron dedicándose efusivas miradas y muestras de amor hasta llegar
al hogar familiar.
La feliz pareja
paseó su amor deambulando, durante cinco días, por los alegóricos y populares
rincones de la inmemorial y patrimonial ciudad.
El miércoles, se
decantaron por disfrutar de la acogedora vivienda y hacer compañía a Luisa:
—Chicos, ¿qué os
parece si mañana vamos a comer por ahí fuera?
—Me parece genial,
mamá.
—Tengo pensado
cerrar el local un par de días por razones morales y, ¡qué coño!, porque me
merezco un descanso.
El jueves, a media
mañana, salieron de casa con dirección a la Plaza Mayor. Estuvieron tomando
cañas hasta que, a eso de las tres, decidieron entrar a comer en El Bardo y,
sobre las cuatro y media, después de haber saboreado y reposado los manjares,
salieron del local y se quedaron merodeando por las inmediaciones de la
Catedral Nueva, con la intención de ver los pasos procesionales.
—Voy a sacá tabaco
—indicó, al tiempo que se dirigía hacia la máquina expendedora—, ¿necesitáis
vosotras?
—No, cariño
—respondió ella, tras consultar con la mirada a su madre.
Él continuó
cruzando la calle.
—¿Qué te parece,
mamá?
—Además de guapo,
¿supongo? —articuló con tono irónico, enarcando una ceja, Luisa.
—Sí, claro. Además de su imagen, mamá.
—A decir verdad,
por lo poco que he visto, me parece un chico noble, cariñoso y, también, que
parece estar muy enamorado; aunque, según mi punto de vista, le percibo
bastante inmaduro y…
—¿Y eso es malo,
mamá?
—En principio no
debería, pero nunca se sabe por dónde te puede salir un hombre con esas
características. ¿Y Pepe qué opina, hija?
—No, nada,
mamá. Pepe aún no lo sabe; pero tendrá
que entenderlo. Él, mejor que nadie, sabe que nuestra relación nunca ha estado
basada en el amor.
—¡Ah!, ¿no?, pues, cualquiera lo diría, hija: se os veía tan feliz, a los dos…
—No, no. Para nada
mamá. Puro escaparate. En realidad, él satisfacía mis caprichos a cambio de
lucirme ante los demás. Pepe es una persona fría y calculadora y, llegado a
este extremo, no me extrañaría que en sus planes estuviese la idea de encontrar
una mujer llamativa para atraer a los futuros clientes hasta el club. Él está
acostumbrado a estar rodeado de muchas mujeres y a despilfarrar el dinero. ¡No
sabe vivir de otra manera!
—¡Vaya!, hija, no
dejas de sorprenderme.
—¿El qué, mamá?
—¡Por fin!, ya iba
siendo hora que te dieses cuenta de que hay cosas en la vida más importantes
que el lujo y el dinero.
—Sí, ahora sé lo
que siempre quise sin ser consciente de ello: a mi lado necesito a un hombre
que, además de decirme que me quiere y que soy lo más importante para él, me
haga sentir que es cierto.
—¡Vaya!, veo que tú
también estás enamorada de verdad.
—Mamá, a través de
sus preciosos ojos puedes acceder hasta los más profundo de su ser.
—Me alegro por ti,
hija. Espero y deseo que su inmadurez no
te haga pasar malos momentos.
—Calla un poco,
mamá, que viene ahí —susurró.
Un instante
después, los tres reanudaron el camino y la conversación de manera plácida
hasta llegar al domicilio familiar.