Enero, 1997
Meritxell se encontraba en la
cocina terminando de recoger la mesa y se dirigía hacia la fregadera para dejar
el plato y los cubiertos que había utilizado para comer, cuando en la sala de
estar, comenzó a sonar el teléfono, dejándolo todo precipitadamente sobre la
pileta se dirigió hasta el ruidoso aparato:
—¿Sí?, ¡dígame!
—¿Qué tal os va la vida?
—consultó con voz clara y altiva.
—¡Hombre, qué alegría más
grande, Juan! —exclamó—. La vida, gracias a Dios, nos va bastante bien. Ya
sabes…, tu primo sigue trabajando en el almacén con los mellizos y acatando sin
rechistar las órdenes de tu querido tío Vicente…, y, yo, para no variar,
continúo codo con codo trabajando junto a mi madre y encargándome al mismo
tiempo de atender a los clientes y de la contabilidad y la fiscalidad de los
dos negocios.
—Me alegro de que todo vaya
viento en popa… y, hablando de todo un poco, ¿por qué no os animáis y pasamos
un fin de semana juntos aquí?... Estoy convencido de que un descanso os vendría
bien.
—Sí, sí: por supuesto. ¿Os
viene bien el próximo fin de semana?
—Ya sabes que aquí podéis venir
cuando os apetezca.
—¿Se puede poner Trinidad?
—No. En estos momentos se
encuentra en el pueblo, ya sabes que aquí el pescado fresco solo llega los
martes.
—Bueno, pues, dale recuerdos de
mi parte y, si no tienes nada más que decirme, el sábado a primera hora
estaremos ahí.
—Ok. En eso quedamos entonces.
Adiós.
—Adiós, adiós.
El tío Vicente era un
sexagenario alto y corpulento de cortos y plateados cabellos que, tras el
inesperado fallecimiento de su esposa, había tenido que asumir la ardua tarea de
sacar adelante a sus tres hijos y el almacén de ferretería que este había
heredado tras el fenecimiento, veinte años atrás, de sus progenitores. Adela,
su esposa, murió cuando Alberto, su primogénito apenas contaba con seis años de
edad y cuatro los gemelos Alejandro y Jaime; pero, a pesar de tener que lidiar
con las vicisitudes que se vio obligado: el tío Vicente estaba convencido de
que tenía suficientes motivos para estar completamente satisfecho de todo
cuánto había conseguido. Para él, el hecho de haberse tenido que dedicar en
cuerpo y alma durante años para hacer resurgir un negocio que tenía los días
contados, dar estudios a sus tres hijos y conseguir que estos se mantuviesen
unidos como una piña y con intenciones de seguir al frente del negocio que
durante generaciones había proporcionado el sustento y cierto nivel de vida a
los descendientes de D. Alberto Doménech Castellblanc: nunca lo consideró un sacrificio,
sino más bien como un deber para con sus descendientes más directos.
Sábado ocho y media de la mañana, en la
comarca de Tarragona.
Era la primera vez que la
pareja se desplazaba hasta el lugar, aunque no así en el caso de Alberto, ya
que durante su infancia este era el lugar donde los mellizos y él pasaban los
periodos estivales.
Al acceder a la población, el
traqueteo de las ruedas al transitar por las empedradas calles propició que
Meritxell se quedase anonadada al comprobar que todas ellas conducían hasta una
pintoresca plaza donde las fachadas intercalaban de manera artística las zonas
encaladas con las de mampostería y sillería vista.
—Mira —dijo señalando con el
dedo índice—, allí junto al estanco está tu primo.
—No se te escapa una, cariño
—respondió él haciendo un leve movimiento con la cabeza y guiñándole un ojo.
—Menudo morlaco que está hecho,
cómo para pasar desapercibido, ¿cuánto medirá?
—Siempre le he oído decir que
cuando fue tallado para cumplir el servicio militar —que por aquel entonces era
obligatorio—, le indicaron que medía 1, 85 y que pesaba 92 kilos, aunque tengo
entendido que con el paso de los años se puede mermar un par de centímetros o
tres.
—La estatura no sé si habrá
perdido algo; pero de lo que sí estoy segura es que ahora pesará más de 100.
—Sí, y es posible que incluso
alguno más, diría yo —admitió sonriente, Alberto.
Al detenerse y estacionar junto
a Juan, tras efectuar las correspondientes muestras de cortesía y trasladar el
equipaje desde el maletero del Opel hasta el del Nissan Terrano II 2.7 TDi
Confort Plus 5p., color verde aguamarina, debido a la fragosidad del único
camino que conducía hasta la masía, comenzaron a recorrer los tres kilómetros
que distaban desde el núcleo poblacional hasta detenerse en frente del vetusto
edificio.
Poco antes de llegar salieron
galopando y dejándose llevar por el alborozo que en ellos infundía el
reencontrarse con su dueño, gritando y saltando uno sobre el otro y sin dejar
de manifestar su estado de júbilo, un blanco y negro Mastín del Pirineo, de
tres años y un peludo Pastor Catalán de capa gris, de dos, entonando ambos los
ladridos que efectúan los canes cuando están excesivamente contentos.
—No morderán, ¿verdad?
—consulto acongojada.
—Solo muerden cuando presienten
el miedo en las personas —respondió Juan.
—Entonces yo no me bajo
—afirmó.
—No te preocupes mujer. Ellos
solo muestran su fiereza cuando tienen que defender nuestras pertenencias.
Al descender del vehículo y
comprobar lo cariñosos que se mostraron los «careas» con los recién llegados:
su temor desapareció por completo. Meritxell se deleitó durante unos segundos
observando en rededor, y se encontraba valorando para sus adentros las extrañas
sensaciones que le causó aquel lugar tan desconocido y agradable a la vez,
cuando observó que, junto a sus pies una huidiza gallina roja, cuya cabeza y
cuello lucían tan pelados como el de los buitres leonados, corría que se las
pelaba al ser esta perseguida por dos hermosos y escandalosos gallos. Gallos
que, justo en frente de Meritxell, comenzaron a revolotear lanzándose envites,
uno contra el otro, intentando clavarse los espolones, al igual que si fueran
de pelea. Ella no tenía ni idea del porqué de aquella desagradable situación
hasta que, unos segundos después, al ver que la culpable de toda la algarabía
estaba esperando tumbada con la intención de que al llegar el vencedor junto
ella dejarle posarse encima. La recién llegada fue testigo de cómo, tras el
fugaz encuentro amatorio… después de batir enérgicamente sus alas, prorrumpió alternando
entre cacareo y cacareo con un reiterado y ensordecedor qui-quiri-quí, como
diciendo: «¡Ea!, ahí queda eso», y, tras una distendida y ruidosa carcajada,
Meritxell se interesó por aquel caserón, cuya antigüedad constaba en números
romanos en mitad de la clave del arco «AÑO Ð MCM» que permitía el acceso a la
casona a través de un portalón de estilo
románico que, por el tamaño y las nobles maderas con las que este había sido
construido la evocaron en principio al Medievo y después hasta el escenario de
una película de época y, más tarde, hasta un lugar donde se habían descubierto
infinidad de espeluznantes y horripilantes crímenes que aún estaban sin
resolver...
Meritxell regresó de su
abstracción al percibir el sonido que propició Juan al introducir en la
cerradura, una enorme y pesada llave de hierro.
Al observar Alberto la palidez
que reflejada en su rostro:
—Cariño, ¿te ocurre algo?»
—consultó, acercándose a ella.
—Tranquilo mi amor…, no me pasa
nada… Es algo que me ha sobrevenido de repente y he sentido en mis propias
carnes de manera espectacular…, es algo difícil de explicar… He notado cómo si
al entrar en un entorno rural estuviera saliendo de una máquina del tiempo y
pudiese respirar la esencia de otras épocas y lugares.
Juan, enarcando la ceja
derecha, se volvió hacia su primo y le consultó con la mirada. Alberto, con
sigilo movió la cabeza hacia los lados, y sin pronunciar palabra alguna, se
encogió de hombros.
Al pasar los tres por el umbral
de aquella impresionante y destartalada masía, lo primero que la llamó la
atención, fue el calor y el delicioso olor que emanaban desde un mismo punto.
Lo segundo, valiéndose de la vista comenzó a recorrer cada rincón, con la misma precisión que lo haría un águila
que va en busca de una presa con la que saciar el apetito de sus polluelos, y
ayudándose de su fino olfato, tal cual lo haría cualquier lebrel, con la nariz
en alto y olisqueando, llegó hasta una de las paredes que estaba recubierta con
pequeños y blancos azulejos, donde estaba ubicado un artilugio desconocido para
ella y que además de estar capacitado para cocinar los alimentos, también se
encargaba de proporcionar una agradable temperatura a aquella descomunal
estancia y, junto a esta, dos enormes barreños donde se lavaban y aclaraban los
enseres, y, a su lado, un artesanal y rústico escurridor. En tercer lugar, a
mano izquierda, se hallaba un amplio aparador que había sido realizado, ¡vete
tú a saber cuándo y por quién!, con madera de pino natural y barnizado con un
tono caoba y, junto a este, colgando de unos ganchos, se hallaban un caldero de
cobre, varias y diversificadas cacerolas, cazos y pucheros de color rojo oxido
y alguna, que otra sartén, y, bajo estos utensilios, dos arcones frigoríficos y
una vieja nevera donde poder abastecerse de carne, pescado y verduras como si
estuvieses en un centro comercial. Siguió curioseando y observó que, en la
pared de la derecha, se encontraba el acceso a través de una pequeña portezuela
a la despensa donde pendían los apetecibles y deliciosos productos derivados
del cerdo… y, descansando sobre las repisas de esta, un número importante de
quesos de oveja, unos tiernos, otros curados y el resto a medio curar.
—¿Os apetece comer algo?
—propuso Juan.
—No. Gracias, ya hemos
desayunado al salir de casa —respondió la pareja casi a la par.
—Está bien, como queráis —dijo
al tiempo que les indicaba con un gesto que le siguiesen y, a través de una
escalera, accedieron a la parte de arriba de la vivienda.
El distribuidor de esa planta
servía para conducir hasta los cuatro dormitorios. Dormitorios que, además de
la espaciosidad, contaban con un voluminoso armario empotrado y una formidable
balconada, en cuyo lugar podían estar una docena de personas sin que por ello
se sintieran invadidos y desde allí
mismo podían disfrutar de las espléndidas vistas que ofrecían, tanto la fachada
que estaba orientada hacia el sur como la del norte, sobre la vasta comarca de
Tarragona. Y, una vez instalados los huéspedes en la extensa y austera
habitación, tras dejar el equipaje sobre un sillón de mimbre que estaba junto a
la cama, después de que los anfitriones les mostraran la casa desde el desván
hasta el leñero: un caserón amplio y desvencijado, como los que aún quedan por
la comarca de Ribera de Ebro (Tarragona), retornaron a la cocina.
Juan se había adentrado en la
alacena, con un morral colgando del hombro, con la intención de llenarle de
vituallas y, tras atrancar la puerta con un rudimentario pestillo de metal, les
comunicó que era hora de emprender la excursión que tenía programada para ese
día, de una manera tan imprevisible como usual:
—Arreando que es gerundio.
—¡¿No esperamos a que regrese
Trinidad?! —dijo alzando la voz Meritxell.
Juan se acercó hasta la cocina
económica y, tras comprobar el punto de sal de lo que sobre esta se estaba
cocinando, «¡Humm!, esto está diciendo cómeme!» —dijo mientras retiraba el
puchero de la fuente de calor y ponía una tapadera encima—. Ella regresará, a
eso de mediodía. Cada vez que baja al pueblo no sé cómo se las apaña; pero el
caso es que..., cuando no es por una es por otra… ya sabes, siempre aprovecha
para darle un poco a la sin hueso.
—Bien…, pues, siendo así: no se
hable más —repuso dando a entender que estaba de acuerdo Alberto.
Media hora después se
encontraban frente a una pequeña y rustica edificación en mitad de un campo
repleto de árboles que estaban en plena floración.
—¡Qué imagen tan preciosa!
—exclamó Meritxell.
—Almendros —respondió Juan, con
voz templada—, ¿no lo habías visto nunca?
—Pues, aunque parezca extraño:
la verdad es que no, ¿y aquellos otros?
—Son algarrobos —dijo volviendo
la vista hacia atrás mientras abría la puerta de la edificación— y eso que hay
sobre la estantería son las algarrobas.
—¡Ah! tampoco las he visto
nunca.
—Pero seguro que sí las habrás
comido más de una vez sin saberlo.
—No creo. No suelo comer nada
que no conozca previamente.
—¿Estás segura? —indagó
esbozando una leve y sutil sonrisa.
—Y tanto como que ahora mismo
estamos aquí.
Alberto permanecía en silencio
dejando actuar a su primo a su libre albedrío.
—¿Te gusta el chocolate?
—Me encanta y es mi perdición
—respondió al tiempo que se echaba una mirada de arriba abajo sobre sí misma—,
pero sigo sin comprender... qué tiene que ver eso con lo que estamos hablando.
—Pues, te diré que
prácticamente toda la producción de esta finca va destinada a la manufactura de
empresas chocolateras y cosméticos, ya que son de calidad suprema..., y el
resto se aprovecha para la preparación de piensos compuestos para animales...,
y en tiempos de escasez formaba parte de del menú de las personas.
—¿Se pueden comer crudas?
—Por supuesto, pero hay que
tener cuidado con los pipos. Toma un cacho y pruébalo.
Meritxell se introdujo el trozo
de algarroba en la boca y estuvo paladeándola durante unos minutos.
—¿Qué tal, cariño?, ¿a qué te
saben? —curioseó Alberto.
—¡Humm!, la pulpa me resulta un
poco gomosa; pero el sabor es dulce y agradable.
—Bueno, pues, como dice el
refrán: «Nunca te acostarás sin saber alguna cosa más», o algo por el estilo
—señaló Juan, luciendo una amplia sonrisa que dejó al descubierto la palidez de sus dentadura.
Salieron de la estancia y pasearon por la inmensidad de la finca durante
más de una hora.
—Estos árboles, a pesar de que
nunca los he visto si sé lo que son —señaló Meritxell, tratando de hacerse la
entendida.
—Cariño, ¿estás segura de lo que
dices?
—Sí, por supuesto que sí. Ya
sabes cuánto me gustan a mí las aceitunas… así que son aceituneros —dijo al
tiempo que cogía una y se la introducía en la boca—. ¡¡Puaj!!, ¡por Dios!,
¡¡¡buf!!!, ¡qué amargosas que están!
Alberto y su primo, sin poder evitarlo, rieron a mandíbula partida
durante unos minutos.
—Pero ¿cómo se te ocurre? —dijo
estando más calmado, Juan—, las aceitunas requieren de un proceso de
endulzamiento previo al aderezo y no, tampoco se llaman aceituneros, sino
olivos.
—Esto me pasa por ser atrevida;
pero no os preocupéis, que de aquí en adelante: ante cualquier duda preguntaré
antes de precipitarme.
Al terminar de hablar esta,
durante unos minutos, rieron los tres como verdaderos posesos.
—Bueno…, qué…, habrá que ir a
echar un bocado —propuso Juan.
—La verdad es que, no sé si me
atreveré a probar nada, visto lo visto… —alegó Meritxell con tono jocoso.
—No te preocupes querida prima:
puedo dar fe de que lo que viene en el morral, además de haber sido previamente
procesado, se ha degustado una pequeña porción.
Al retornar del paseo y
adentrarse en la edificación, Meritxell tuvo la sensación de que esta era más
grande de lo que a primera vista se apreciaba desde fuera. Y, como hiciera en
la casa principal, recorrió con la mirada aquel recóndito y austero lugar donde
no había más que lo meramente imprescindible: una amplia y rustica mesa
rectangular, dos bancos de iguales características flanqueando los costados de
esta, un pequeño aparador junto a una de las encaladas paredes —todo ello
realizado de manera artesanal por él mismo en madera de algarrobo— y, sobre un
rincón, una pequeña chimenea, y junto a esta un montón de leña bien seca y
apilada, en previsión por si un día amanecía frío o por si hubiese que cocinar
algo.
Unos minutos después, Juan
depositó sobre la mesa un generoso taco
de jamón, un tercio de queso de oveja, de media curación, una ristra de
chorizo, un trozo de panceta adobada y una hogaza de pan casero… y sacando una
garrafa de vino de detrás de unos aperos de labranza que había sobre una de las
encaladas paredes, haciendo un gesto con la mano invitó a sus acompañantes a
que se sentasen a la mesa para dar cuenta de las apetecibles, deliciosas y
olorosas viandas que desde los platos gritaban con energía y desesperación:
«cómeme… cómeme… cómeme». Y, tras la degustación y saborear el delicioso y
pegadizo vino tinto, sin darse cuenta del tiempo transcurrido: se hizo la hora
de regresar.
Al retornar el camino con dirección a la masía, Juan divisó a lo lejos a
su esposa y, con el 4x4, partió al encuentro. Al llegar a su altura, detuvo el
vehículo y se bajaron los tres. Y, una vez concluido el protocolo de saludos y
cortesías implícitas en las normas cívicas, antes de reemprender la marcha,
Meritxell decidió continuar el camino a pie con la intención de acompañar a
Trinidad y a Margarita, la burra que utilizaba la prima cada vez que tenía que
desplazarse hasta el pueblo en busca de provisiones. Alberto y Juan lo harían en el Nissan, aprovechando
el tiempo del recorrido para hablar de sus cotidianidades.
Margarita, a pesar de que guardaba un enorme parecido con el Asinos europeus nada tenía que ver con
la especie, ya que ella: era de pura raza catalana. Era una burra de grandes
proporciones, así lo evidenciaban su más de 1,60 m. desde el casco hasta la
cruz y los 365 kilos que había testificado la báscula de la almazara la última
vez que estuvieron allí…, aprovechando que de manera mecánica se había subido
en esta: «¡Ea!, ya que así lo ha decidido: veamos cuántas arrobas pesa», propuso
Juan, al almazarero.
—¡Vaya!, pues, sí que engaña la
jodida —exclamó el empleado al ver lo que indicaba el tique de tara.
—¡Hombre!, tampoco es para
tanto… —repuso Juan saliendo en defensa de la borrica—, date cuenta que está
aparejada y entre la albarda y la cabezada: qué menos que veinte kilos habrá
que descontar.
—Sí, claro –respondió
rápidamente el empleado sin necesidad de tener que utilizar ni lapicero ni
calculadora—, pero, incluso así: estamos hablando de 30 arrobas ¡Qué no es moco
de pavo!, y, por si no te has dado cuenta, te recuerdo que estamos hablando de
un asno y no de un elefante.
Margarita, a pesar de su
carácter energético y temperamental se mostraba atenta y cariñosa tanto con las
personas como con los animales de su entorno familiar, le encantaba que le
rascasen entre sus «orejotas» y, cuando esto sucedía, su hocico se retraía
tratando de evidenciar lo agradecida que estaba a través del esbozo de una
sonrisa.
Margarita caminaba —justo
delante de Meritxell— con el ramal recogido sobre el cuello, como si de un
fular se tratase, por aquella angosta, escarpada y retorcida senda que
tantísimas veces habían recorrido su ama y ella.
—Hay que ver, desde que he
llegado a este lugar no he dejado de sorprenderme.
—¿Cómo así, prima?
—No entiendo que, teniendo un
burro a tu disposición, vayas caminado.
Margarita, que hasta entonces
su única preocupación había consistido en tener que decidir si pegar un mordisco aquí o allá, en
pos de lo apetecible que le pareciesen los herbáceos manjares que se hallaban a
ambos lados de la vereda, aminorando la marcha, levantó la cabeza tanto como le
permitió su largo cuello y, con la oreja izquierda dirigida hacia adelante y
con la derecha hacia atrás, cómo si intentase descubrir que habría detrás de
aquellas malsonantes palabras que acababa de pronunciar aquella desconocida,
continuó caminado como si tal cosa; pero eso sí, con la oreja vuelta, por si
acaso...
—Vayamos por partes. En primer
lugar, cuando me casé y vine a vivir a la masía, y de esto hace ya la friolera
de veinte años, Margarita ya estaba integrada en la familia… —Sin poder evitar
que sus ojos se humedecieran, prosiguió con sus argumentos—. Y, si quieres
disfrutar al máximo de la compañía de un animal, objeto o persona… cuando estos
envejecen hay que tratarlos con mucho tacto, cariño y librarles de todas las causas y cargas que puedan minar su
bienestar —Hizo una pausa y, tras
enjugarse los ojos con un pañuelo—: y, en segundo lugar: ¿te has dado cuenta
del tipo que tengo? —dijo señalándose de arriba abajo con la mano derecha.
—Sí, sí, ya me he dado cuenta
que te conservas muy bien.
—¡Cómo esto siga así no sé a dónde iremos a
parar con tanto modernismo! ¡Y lo que aún es peor! —exclamó llevándose ambas
manos a la cabeza, en claro ademán de desesperación—, como nadie ponga empeño
en ello: acabaran extinguiéndose.
—¿El qué, prima?
—Parece como si los que nos
gobiernan ignorasen el daño que nos están causando tanto con la maldita
industrialización como con el modernismo… y no creas que me estoy refiriendo
solo a las personas... Antes, cuando los burros abundaban y estos acompañaban a
los rebaños de cabras, ovejas y ganado vacuno... y todos andaban pastando a su
libre albedrío por las dehesas y los montes: entre unos y otros se encargaban
de mantenerlos limpios de pastizales y maleza..., y como consecuencia de ello:
contribuían a evitar los incendios de toda la extensión geografía española
¿Acaso creen que pueda existir algún sistema preventivo más económico y eficaz?
—Pero tendrás que entender,
prima, que todo en la vida tiene que avanzar… sin mencionar a nadie más, y por
ponerte un ejemplo, en mi caso particular, de no ser por mi ciclomotor, además
de llegar tarde al trabajo, estaría como vendida, ¿te imaginas lo cómodo y
rápido que te resultaría bajar de la masía al pueblo, de hacerlo motorizada?
Margarita, revolviendo la oreja
izquierda hacia atrás por lo que acababa de entreoír, con sigilo fue alzando el
rabo y, como aquel que no quiere la cosa, dando rienda suelta a su esfínter: se
liberó ruidosamente de todo el aire que henchían sus intestinos.
—¡¡¡Puaj!!!, ¡qué hija de
puta!, ¡se ha peído en toda mi cara!
Margarita continuó su marcha,
como si tal cosa, y, alzando su voz: «¡Hiaaa, hiaaa! ¡Hiaaa, hiaaa! ¡Hiaa,
hiaaa! —dijo replicando la actuación de quien la precedía
—¡Vaya!, parece ser que la muy
puta no ha tenido bastante y ahora, además, para su propio regocijo: tengo que
aguantar sus risas.
—La culpa no es de ella, sino
mía y te ruego que me perdones: se me olvidó advertirte que las
caballerías cuando avanzan por terrenos
que requieren de un esfuerzo físico, lo primero que hacen es reunir las fuerzas
donde más lo necesitan y para ello se desprenden con facilidad de sus gases y
excrementos.
—No es necesario que salgas en
su defensa Trinidad... Y, a pesar de que soy de ciudad, entiendo que al igual
que nosotros tienen necesidades fisiológicas. Pero tendrás que admitir que no
es plato de buen gusto recibir semejante pestilencia y, precisamente, justo
cuando necesitaba llenar de aire mis pulmones.
Alertados por el alboroto que
formaron los canidos, Alberto y Juan salieron de la masía para recibir a sus
respectivas parejas.
—¿Qué os pasa con ese barullo
que os traéis? —curioseo Alberto con tono agradable.
Meritxell comenzó a narrar con
todo lujo de detalle y valiéndose de exagerados aspavientos consiguió que todos
se contagiasen de su inesperado ataque de risa.
—¿Pasamos a comer o qué?
—preguntó Trinidad.
—Yo estoy llena —repuso
Meritxell pasándose la mano a la altura del estómago.
—También estoy servido —objetó
Alberto imitando el gesto de su esposa.
—Yo comeré algo, aunque solo sea por
acompañarte —respondió Juan.
—Cariño, tampoco hace falta que
te sacrifiques tanto por mí. Entiendo que echado un bocado a media mañana ahora
no os apetezca comer.
Al terminar Trinidad de comer,
tomando café y una copita de licor y los tertulianos pasaron la tarde
intercambiando opiniones sobre la vida, los gustos personales, la familia, la
Ciudad Condal, y, sin ser conscientes del transcurso del tiempo, llegó la hora
de cenar…
—Bueno, qué, ¿echamos sopas o
comemos? —propuso Trinidad con tono afable.
—Comemos, comemos —respondió
Juan—. ¡Qué tengo más hambre que los pavos del tío Manuel!
—Nosotros vamos a cenar parte
del cordero estofado que había preparado para mediodía —informó Trinidad—, me imagino que será
mucho para vosotros a estas horas, ¿verdad?
—Por las noches, en casa
solemos cenar algo ligerito, una tortilla francesa, sándwiches vegetales o de
jamón de York y queso… —informó Meritxell.
—Pues, aquí os puedo preparar unas tortillas y
queso fresco y algo de picoteo, aceitunas, almendras y poco más —repuso
Trinidad.
Después de consultar con la
mirada a Alberto.
—Tomaremos tortilla y queso.
Trinidad fue en busca de los
huevos a la alacena y del frigorífico sacó medio queso fresco y regresó junto a
la cocina.
—Deja, no te molestes. Las
tortillas las puedo hacer yo misma prima.
—Bien, como quieras… ahí en el
escurridor hay platos y en el aparador están los cubiertos.
Al cascar los huevos para
batirlos a Meritxell se le escapó un chillido.
—¡Hala, hay uno con dos yemas!
—Salen bastantes —añadió
Trinidad, mientras retiraba del fuego las porciones de estofado que había
separado previamente de la cazuela grande —tenemos seis gallinas que los suelen
ponerlos con esas características.
—Qué distintos son a los que
compramos en Barcelona —dijo al observar el naranja fuerte de las yemas.
—Estos no tienen tanto
colesterol como los de granja —respondió con orgullo Juan.
Un rato después, sentada a la mesa.
—¡Humm!, las tortillas están
deliciosas y que conste que no lo digo porque las he hecho yo, sino por su
sabor... ¿Y por qué tienen menos colesterol?
—La alimentación es la base
fundamental, recuerda que animales y personas somos lo que comemos, y las cosas
naturales carecen de tantos potingues como se echa a los piensos para el ganado
y los conservantes y, ¡vete tú a saber!, cuantas inmundicias comeremos sin ser
conscientes de lo nocivas que puedan resultar para nuestro organismo.
—Bueno, cariño… cállate un poco
y déjanos cenar tranquilos —sugirió con tono amable Trinidad.
Terminaron de dar cuenta de los
platos a degustar y Meritxell se ofreció a ayudar a Trinidad a fregar y recoger
todo antes de volver a reunirse en torno a la mesa para relajarse e
intercambiar opiniones con respecto a los pros de vivir en el campo y los
contras de hacerlo en la ciudad… y dos horas después, tras desearse mutuamente
«felices sueños y que paséis buena noches», los cuatro se fueron a dormir.
La austeridad de la habitación
era tan pronunciada que Meritxell no tuvo que invertir más de medio minuto para
darse cuenta que el conjunto estaba formado por un armario empotrado, donde se
hallaban perfectamente dobladas y colocadas un par de juegos de blancas sábanas
y tres o cuatro mantas de pura lana en color hueso, decoradas con dos estrechas
franjas en marrón, un altísimo lecho de matrimonio, cuyo cabecero y pie de cama estaban realizados con algún material
que, aun si ser de forja se asemejaban bastante a esta, embellecidos con
adornos de metal dorado y, por encima
del cabecero, realizada en escayola una pequeña réplica de la Virgen del
Claustro.
Las paredes, pintadas de azul
pastel le hizo pensar que tal vez se debiera a que los primos lo hicieron
proyectando que algún día la familia se incrementaría, y que, al final, después
de los años transcurridos desde que estos se habían casado: ya daban por
finiquitado el asunto con respecto a los tonos azules, los rosas y la
descendencia.
A eso de media noche, dando por
hecho que los anfitriones estarían dormidos, la cama donde se hallaba la joven
pareja comenzó a emitir un chirrido que puso sobre aviso de que ambos estaban
entregados en cuerpo y alma al placentero y gozoso arte de amatorio.
—¡Vaya!, parece que lo han cogido con deseo —susurró irrumpiendo el
silencio Trinidad.
—Déjalos que gocen y se
aprovechen ahora cuanto puedan, que con el paso del tiempo: ya lo irán dejando
al igual que lo hemos ido haciendo los demás, ¿o es que ya no te acuerdas
cuando teníamos su misma edad?
—Sí, claro. Recuerdo aquellos
días en que lo hacíamos tantas veces como días tiene una semana, y ahora
quedamos satisfechos con hacerlo una sola vez cada siete días.
—Los años no pasan en «balde»
para nada ni nadie, cariño mío… y los próximos que cumpla serán 55.
—No, no, mi amor, si yo no te
estoy recriminando nada: afortunadamente para mí, me siento realizada como
mujer y persona y, en gran parte, te lo debo a ti.
—Gracias por hacérmelo saber,
cariño. No hay mayor satisfacción para el ser humano que se precie, que, cuando
alguien está intentando hacer las cosas lo mejor que puede, le sea reconocido:
no hay dinero suficiente en el mundo para igualar el cumplido.
Alrededor de las tres de la
mañana, Meritxell se despertó con una perentoria necesidad de evacuar aguas
menores y, procurando no hacer más ruido del necesario, buscó a tientas con los
pies las cómodas pantuflas que había dejado bajo la cama justo antes meterse
entre las blancas y frías sábanas. No le importó lo más mínimo el tener que
lanzarse a la aventura a oscuras, ya que desconocía por completo la ubicación
de los interruptores y, con más miedo que patas tienen los mil pies, comenzó a
bajar las escaleras en penumbra. Y, si por si eso fuera poco, a cada paso que
daba le seguía un pequeño crujido que no servía más que para incrementar la
incertidumbre y aumentar notoriamente su ritmo cardiaco. Al llegar al último
peldaño, al comenzar a caminar sobre aquellas baldosas cuyos dibujos y formas
geométricas, a las claras del día, le habían hecho imaginar que estas formaban
parte de un mosaico que remedaba a las preciosas y vistosas alfombra
persas, el silbido que emitían las tejas al ser atravesadas por la ferocidad
del insomne y trasnochado viento, que parecía haberse puesto de acuerdo con los
muebles y las sombras que acechaban en la oscuridad, le hicieron ver que estas
se iban transformando poco a poco y que cada vez estaban más cerca: creyó a
ciencia cierta que lo único que pretendían era atraparla. De repente, notó como
si su corazón quisiera salirse del pecho…, un nudo en su garganta se había
empeñado en impedir el paso al aire que demandaban sus pulmones, un sudor tan
extraño como desagradable se apoderó de su frente y, al sentir cómo un
escalofrío le recorría el cuerpo de arriba abajo, comenzó a desandar el camino
que hasta allí había recorrido… y, sin
importarle ni el ruido ni si despertaba a los demás o no, subió las escaleras
con tanto miedo y celeridad que ni
siquiera fue consciente de que su perentoria necesidad había cesado de repente,
al haber sido liberado el amarillento, húmedo y tibio líquido que a través de
sus piernas se había ido deslizando a su libre albedrío, quiero decir: «que se
meó por las patas para abajo, vamos».
Al llegar a la habitación, cayó
en cuenta de que si se había levantado era debido a algo, fue entonces cuando
se percató de todo cuanto había acontecido en tan desventurada acción y, tras
desprenderse con sigilo de todo cuanto estaba mojado, recogió una toalla que
previamente había sacado y colocado sobre el sillón de mimbre justo antes de acostarse
y, con ella, se secó las piernas y sus partes más íntimas y, seguidamente,
después de ponerse una braga limpia, se metió en la cama como si nada hubiese
ocurrido.
A eso de las nueve y media, los
jóvenes invitados bajaban en silencio y, olisqueando una estela invisible como
lo haría cualquier animal, se adentraron en la cocina siguiendo el agradable
aroma a café recién hecho, que desde aquella estancia desprendía un rojo,
tiznado y oblongo puchero cuyo único asa lateral presentaba un desconchado que
evidenciaba que este habría sufrido algún que otro percance.
—¿Trinidad? —dijo con voz
altiva Alberto.
—Estoy en el baño…, ahora mismo
salgo.
—Nada, nada. Tranquila. Era
solo por saber si había alguien en la casa.
—¿Qué tal se ha pasado la noche?
—dijo a modo de saludo, desde al otro lado de la puerta de la cocina.
—Buenos días prima —Sonaron las
dos voces a la vez.
—¿No habéis extrañado la cama?
—La verdad es que yo caí en
coma al poco de acostarnos —respondió Alberto tratando de justificar los
inoportunos chirridos manifestados por el acusador somier.
—A mí me costó un poco más; pero
una vez que cogí el sueño, hasta ahora y porque me ha despertado él —alegó
Meritxell, señalando con el mentón hacia su marido.
—Y, el primo, ¿dónde anda?
—consultó Alberto.
—Estará al caer ya, porque hace
como media hora que ha terminado de ordeñar a las veinte ovejas que tenemos y
tan solo le faltaba echar el pienso en los comederos y llenar de agua los
bebederos que están dentro del prado que hay vallado en la parte de atrás de la
casa, y pasar por el gallinero, para otro tanto de lo mismo, y recoger los
huevos que pusieran ayer tarde.
—Pues, ¿a qué hora os habéis
levantado?
—A la misma de todos los días,
sobre las cinco más o menos: es la única forma de que nos dé tiempo a hacer
todas las gestiones que conlleva el vivir en el mundo rural.
—¡Hombre! Juan, si antes te
mencionamos antes apareces —exclamó Meritxell.
—Hola, buenos días —respondió
con manifiesta alegría—. Quiero imaginar que sería para bien, ¿verdad?
—Pues, no te creas que te
estábamos dejando muy bien parado… —insinuó con tono festivo ella.
Juan se dirigió al cuarto de
baño y, tras «cambiar el agua al canario», y lavarse las manos con un trozo de
jabón casero, se adentró en la despensa y, seguidamente, condujo sus pasos
hasta la cocina económica. Alzó el brazo para descolgar de la pared una sartén
onda y jaspeada, de esas antiguas de dos asas, y la puso encima de la placa,
echó un generoso chorretón de aceite de oliva Virgen y cuando este alcanzó la
temperatura óptima, tras cascar contra su borde un par de huevos y freírlos,
una vez que los retiró del candente líquido, agregó un par de trozos o tres de
chorizo rojo y la estancia se llenó de
un momento para otro de aquel sencillo pero a la vez tan apetecible manjar.
Regresó junto a la mesa dónde los huéspedes comenzaban a tomarse un tazón de
café que les había preparado Trinidad, antes de ir a recoger la ropa que tenía
tendida desde el día anterior en el desván.
—Si os apetece estáis a tiempo
—dijo ofreciéndoles el plato.
—¡Ufff!, cualquiera se mete
eso ahora… —repuso Meritxell haciendo un gesto negativo con la cabeza.
—Gracias primo, pero la verdad
es que a estas horas un cafecito y poco más.
Juan se levantó a por una
hogaza y asió también una botella de aceite y, tras cortar un par de rebanadas,
sobre una de ellas fue esparciendo un hilo del oro líquido.
—Toma y disfruta de estos
sabores tan puros y beneficiosos —le ofreció e indico a Meritxell.
—Eso si lo voy a degustar
—respondió al tiempo que extendía su mano derecha para recoger el
ofrecimiento—. Según tengo entendido es muy saludable y me apetece comprobarlo.
Sin perder ni un segundo más,
se lo llevó a la boca deseosa de descubrir a que sabía.
—¡Humm!, está bastante mejor de
lo que me había imaginado. ¡Está delicioso!
—Me alegro por ti prima. Además
de lo bueno y nutritivo que es, viene muy bien para la salud. Lo que es a mí, me
va de maravilla.
En esos momentos regresaba del
desván Trinidad.
—Bueno, a ver si vamos
jarreando: «Que de noche nos vamos todos a Madrid, pero cuando llega el día aún
seguimos aquí».
—Perdona prima, pero no capto
la indirecta. Sé que va por algo, pero ahora mismo como que no tengo ni idea.
—¿Ya no os acordáis en lo que
quedamos anoche?
—Sí, claro que nos acordamos:
no estamos tan desmemoriados.
Alberto miró su reloj y tras
comprobar que eran las diez y cuarto.
—Yo sí la entiendo, según
acordamos a estas horas deberíamos de estar de camino hacia el lugar que íbamos
a visitar.
—¡Ah!, si es por eso: yo, ya
estoy preparada.
—Pues, venga: no se hable más
—indicó Juan poniéndose en pie y, después de recoger la mesa, se dirigió hacia
donde estaban los barreños y, tras fregar lo cubiertos que se habían utilizado
para el desayuno—: Arreando, que es gerundio —gritó.
Tres cuartos de hora después,
dejando atrás el núcleo poblacional e incorporándose a un camino de tierra,
bastante adecentado, por cierto, llegaron al destino:
—¡Hala!, ya podéis bajaros
—indicó Juan, con la intención de dejar estacionado el todoterreno ocupando la
mitad de la cuneta para dejar la vía libre y no obstaculizar el tránsito
rodado.
Al descender del vehículo, a eso de las once,
frente a ellos, a unos cincuenta metros, destacaban sobre todo el conjunto y a
ambos lados del camino, dos torres de defensa pentagonales que custodiaban y
permitían el acceso al extenso yacimiento ibérico (superficie cercana a los
cuarenta y dos mil metros cuadrados). Unos minutos después, los cuatro se
adentraron en el poblado y Juan, a modo de guía turístico, comenzó a narrar con
todo lujo de detalles lo que almacenaba en su testa:
—El llamado Tesoro de Tivisa
fue descubierto realmente en mil novecientos veintisiete y está formado por
cuarto páteras de plata dorada y dos collares; aunque, anteriormente, en mil
novecientos doce, aparecieron un conjunto de pendientes, pulseras, anillos y
monedas... y, en mil novecientos veinticinco, un par de bueyes de bronce.
Muchas de las espectaculares piezas arqueológicas localizadas en el
asentamiento se encuentran actualmente en el Museo de Arqueología de Cataluña,
en Barcelona.
A medida que transcurría el
tiempo y avanzaba la interesante y caudalosa información, la intensidad de la
voz de Juan fue disminuyendo hasta el punto de llegar a pasar inadvertida para
los oídos de Meritxell… De súbito, el espacio se llenó de rumores, de animales
y de gentes que iban de aquí para allá. Por un lado, vestidos con un traje de
tela con ribetes rojos, al más puro estilo de los romanos, los guerreros se
estaban preparando para algo; por el otro, con una especie de peineta sobre un
trabajado moño y cubierto todo por una mantilla, se paseaban con tanta
parsimonia o más que un camaleón, un par de sacerdotisas que semejaban la viva
imagen de La Dama de Elche. La paz y el
sosiego que reinaba entre aquellas gentes que conversaban apaciblemente unos, y,
construyendo vasijas otros, que adornaban con todo tipo de animales y escenas
de caza fueron irrumpidos, sin previo aviso, por la algarabía que hizo que todo
diese un giro de más de 180º. En lo alto
de las geométricas torres, aullaban lastimosamente, y a la par, una pareja de
lobos que hacían presagiar que algo no iba bien. El estrepitoso relinchar de
los ahora temerosos corceles evidenciaba un nerviosismo desaforado y, «como por
arte de magia», los nobles y hasta entonces pacíficos guerreros se habían
transformado por completo.
Los aguerridos íberos, unos
ataviados con las telas descritas en párrafo anterior, calzando unas alpargatas
que se ataban a los pies y hasta las piernas y cubiertos con el sagum —una prenda de lana utilizada en
invierno— para protegerse del tan fugaz y variable cambio climático y los otros
con las piernas y los pies enfundados en una especie de botas de piel y pelos
de animal. Unos y otros corrían blandiendo en alto sus armas con una única
dirección e intención: dar alcance a quienes ladera abajo huían al igual que los
que lo hacen para librarse de ser quemados, quiero decir, despavoridamente.
Aquellos extraños seres que vestidos en concordancia a la época en que se halla
ubicado el primer cuarto del apenas recién pasado siglo. A diferencia de los
unos y los otros, el objetivo principal por el que estos galopaban con tanta
angustia y desesperación no era otro que el de ponerse a salvo de sus
«enemigos» y, a pesar de que iban cargados como bueyes con los tesoros más
preciados de quienes trataban de capturarles y, por lo que estos intuían, no con muy buenas intenciones…, sus ágiles
piernas les permitieron arribar hasta una embarcación que, además de lucir en
lo alto del palo mayor una ondeante y negra bandera cuya implícita simbología
me voy a permitir obviar, estaba anclada
en la misma orilla del río que goza de tener la fama de ser el más caudaloso de
toda la Península Ibérica. Entre el poblado y la embarcación mediaban ciento
quince metros de distancia y, entre la realidad y la ficción, la friolera de
casi cuatro horas.
—Meritxell —gritó acongojado y
reiteradas veces Alberto—, ¿te ocurre algo?
Esta permanecía inerte, con la
cabeza ligeramente ladeada hacia la izquierda, con la mirada centelleante y, de
la comisura del labio inferior de la entreabierta boca, pendía un fino y
viscoso hilo de saliva.
—Cariño, Cariño. —Insistía
Alberto, al tiempo que la agarra de ambos hombros y la zarandeaba con sumo
cuidado.
—¿Qué?, ¿qué pasa?, ¿qué son
esos gritos?
—Me has asustado, cariño —respondió
con voz trémula—. Ha sido terminar de hablar Juan y al volverme hacia ti y
verte en ese estado tan…
—No, no. Tranquilo mi amor: es
tanto el sosiego que aquí se respira…, que, sin darme cuenta, me he dejado
llevar por mis pensamientos hasta donde estos han querido.
Juan y Trinidad se miraron a
los ojos y, ante semejante situación, y, sin nada que decir ni objetar, se
encogieron de hombros dando el asunto por zanjado.
—¡Jo!, como pasa el tiempo
—repuso Meritxell al sentir lo vivido como algo efímero.
—Sí, que ya va siendo hora de
regresar…
—¿Perdona?... ¿cómo dices?
—consultó fijando su mirada en los ojos garzos y grandes de Juan, cuyos
párpados llamaban la atención por tenerlos marchitos y enrojecidos, como suelen
tenerlos las personas que leen mucho o viven la vida de prisa.
—… a la civilización —afirmó
Juan poniendo rumbo hacia el Nissan.
Al llegar al núcleo poblacional
y detener el vehículo bajo un árbol.
—Cariño, ¿dónde vamos ahora?
—susurró más que habló Trinidad.
—Siendo la hora que es y aprovechando
que estamos junto al bar, ¿se os ocurre otra cosa mejor que entrar a comer?
—¡Lo que hay que ver, Señor
mío! —dijo alzando la voz, Trinidad—, a pesar de los años que llevamos juntos
aún consigues sorprenderme.
Alberto y Meritxell, actuando
de igual forma que hicieron en la página anterior Juan y Trinidad…
—Y eso, según tú propio
criterio, ¿qué quiere decir?, ¿que es bueno, malo?
—Eso, cariño mío, quiere decir
lo que he manifestado sin más: ya sabes que yo no soy de andarme por las ramas.
Una vez que dieron cuenta del
variado menú del día y tomar café en la sobremesa, tras abonar la cuenta el
mismo que conducía y hacía de anfitrión, propuso retornar al punto de partida y
los demás asintieron con diferentes gestos. Y, a eso de las cinco y media,
fueron recibidos con todos los honores por: una veintena de baladoras ovejas,
los efusivos y variados ladridos de los dos canes y el inconfundible y poderoso
rebuzno de Margarita.
—¡Qué graciosos! —dijo con voz
altiva Meritxell—, parece como si todos a la vez nos quisieran saludar.
—Parece no: es lo que están
haciendo —aseveró Trinidad, mientras se dirigía hacia el vallado para dejar en
libertad a los que tras este se encontraban.
—¿Y las gallinas dónde están?
—curioseó Meritxell.
—Estarán a punto de meter la cabeza debajo del
ala y echarse a dormir.
Pasaron al interior de la
vivienda y mientras que Alberto y Meritxell subieron a la habitación para
recoger sus pertenencias, Juan entró y salió un par de veces de la masía para dirigirse
hasta el vehículo.
A eso de las ocho y media
terminaron de tomar un poco de sopa y unos filetes de ternera que Trinidad
había dejado en el frigorífico tras sacarlos del congelador antes de salir de
excursión, con la intención de freírlos a la vuelta.
—Bueno, la verdad es que se
está muy bien aquí, pero habrá que ir pensando en regresar a Barcelona —sugirió
Meritxell después de haber consultado su reloj de pulsera.
—Pues no se hable más —indicó
Juan poniéndose en pie con tanta agilidad como lo haría un gato, a pesar de su
corpulencia…
—Si esperáis un poco, os
acompaño —sugirió Trinidad.
—¡Faltaría más, cariño!
—exclamó Juan.
Diez minutos después, llegaban
junto al Opel y se apearon del 4x4.
—¡Valla!, ¿no hay luz en la
plaza? —exclamó Meritxell.
—Se habrá ido —respondió
Trinidad—. Hace tiempo que viene dando problemas el transformador y en ello
están, pero ya sabes...: «las cosas de palacio van para despacio» y en los
pueblos aún más.
—No cierres aún el maletero —indicó alzando la
voz Juan, mientras Trinidad y él se dirigían a la parte trasera del Nissan.
Alberto y Meritxell se miraron
durante unos segundos y se encogieron de hombros.
—Pero
¿qué traéis ahí? —preguntó Meritxell.
—Nada,
un pequeño detalle en agradecimiento a vuestra visita —especificó Juan.
—No era
necesario tomarse tantas molestias: somos familia —repuso Alberto.
—Pues, más a nuestro favor —reafirmó Trinidad secundando a su esposo.
—Bueno, venga… —comunicó Juan—, que a nosotros no nos gustan las
despedidas y, a vosotros, aún os quedan más de dos horas de recorrido para
llegar a casa.
Después de abreviar el protocolo
de reencuentros y despedidas entre familiares amigos y conocidos, la joven
pareja se acomodó en los asientos y, tras abrocharse los cinturones de
seguridad, bajando de manera manual los cristales para despedirse con las manos
«pero eso sí, en cuanto que lleguéis hacernos una llamada para quedar
tranquilos»—dijo Juan—: «cuenta con ello primo» —dijeron los dos casi a la par
y a la vez que emprendían la marcha.
Veinte
minutos después, se unieron al tráfico que rodaba por la AP-7.
—¿En qué piensas, cariño?
—indagó Alberto.
—En todos y cada uno de los
maravillosos momentos que hemos vivido y compartido este magnífico y sosegado
fin de semana... He disfrutado tanto de estos dos días... que incluso he notado
como si el tiempo se hubiese detenido para dejarme saborear las fragancias que
pululan por ese aire tan puro... Es tan difícil de explicar… he sentido como si
la quietud del campo se pudiese percibir a través de las fosas nasales y
escuchar la tranquilidad de la esencia de las gentes que en él viven… de cómo
encaran su día a día con otro talante que los que vivimos en la ciudad… sus
mentes serenas y paladear el agradable sabor de tomarse la vida de otra manera.
—Cariño, me dejas perplejo.
Nunca lo hubiese imaginado y más sabiendo lo del percance con Margarita.
—He de decirte que a pesar de
lo poco que les gusta hablar y expresar sus emociones en público… me he sentido
muy cómoda con ellos... Me he dado cuenta de lo atentos, generosos y sinceros
que se han mostrado... y se percibe que son muy felices.
—Bueno, cariño. Ahora ya sabes
que en mi familia nos viene en los genes.
Es algo que nos dejó en herencia nuestro queridísimo y extrañado
bisabuelo por parte materna. Prudencio tenía este por nombre y puedo dar fe de
que era un hombre cabal. Todos los que le conocían le guardaban respeto, y no
solo se descubrían ante él cuando coincidían en cualquier sitio, sino que
además le reverenciaban. Ante aquella
galantería siempre les decía lo mismo: «Os agradezco el saludo, pero, ¡por
favor!, os ruego que no me hagáis sentir ridículo». Pero ni así, con sus buenas
formas, logró convencerles y, al final, él, para no ser menos, les respondía de
igual manera. Vivió tan acorde a su nombre que, la prudencia le permitió
disfrutar de más de 100 años, en concreto hasta los 103, con sus noches y sus
días. En la tarde-noche del 31 de diciembre de 1977, tras tomarse un vaso de
leche que le ofreció su nieta Carmen, su corazón se fue apagando y en un
suspiro se fue: sin darles tiempo a enterarse ni a él ni a su descendiente.
—¡Qué historia más bonita! Cariño,
¿te imaginas si llegásemos nosotros?
—En cuanto a la felicidad de
los primos, creo que se debe a que están tan integrados en este medio que ni
siquiera necesitan de entrar en los bares ni de acudir a los supermercados y no
es por no gastar dinero, sino porque no forma parte de su forma de percibir la
vida, ellos aman y respetan a la naturaleza, a los animales y a todo cuanto les
rodea… y, se muestran ante los demás agradecidos de la vida que les ha tocado
vivir.
—Quiero algo así para nosotros
—dijo Meritxell con voz melosa.
—Todo se andará cariño...
El tiempo se fue tan rápido que
cuando quisieron darse cuenta estaban bajándose del vehículo en el interior del
garaje. Al abrir el maletero para recoger el equipaje observaron que junto a un
saquete de tela en cuyo interior había tres quesos, uno de ellos fresco e
introducido en una tartera de aluminio cerrada herméticamente, cuatro ristras
de chorizo rojo, una garrafa de boca ancha (con capacidad para diez litros)
rellena hasta el mismísimo brocal de aceitunas aliñadas, al gusto por Trinidad,
y otras dos de aceite de oliva Virgen de su propia cosecha, molturadas en un
pueblo cercano, y en una antiquísima pero bien conservada huevera de alambres,
tres docenas de frescos y hermosos huevos camperos.
Trinidad y Juan se encontraban
recogiendo todo cuando sonó aquella reliquia de aparato que gozaba de ser el
primer teléfono que había sido instaló en aquella apartada zona.
—¿Sí? ¡Dígame! —pronunció Juan.
—Qué ya hemos llegado
—respondió Alberto.
—¡¿Ya?!, joder… pues sí que le
has dado fuerte: no os hacía en casa hasta dentro media hora.
—El GSI 1.8 de inyección
directa no está preparado para el campo, pero en autopista ya pasa de los 220
km/h. si le pisas a fondo, pero vamos, que no he pasado de 180.
—Bueno, bueno, qué más da el
cómo: lo importante es que estáis en casa sanos y a salvo.
—Venga, primo, no te entretengo
más que las cinco dan enseguida. Muchos besos y gracias por todo.
—Besos, igualmente y gracias
por la visita.
—Adiós, adiós.
—¡Eh!, cariño no te demores mucho
que tengo ganas de ti y te estoy esperando —dijo Meritxell a media voz y
tumbada en la cama como si estuviese emulando a la Maja Desnuda, de Francisco de Goya y Lucientes.
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