Tres años
después.
Como cada 23
de abril, las Ramblas se vestían de
fiesta para albergar a los miles y miles de visitantes que hasta allí acudían
por infinidad de motivos: unos, los más tradicionales y pudientes para regalar
una rosa roja, que simboliza la pasión, acompañada de la señera, la bandera de
Aragón, y una espiga de trigo, símbolo de fertilidad…; los enamorados y menos
acomodados solo se atrevían con la rosa, otros acudieron para adquirir libros
que, además de contar con un generoso descuento, incluían dedicatoria y firma
del autor, y el resto, la gran mayoría: para
curiosear sin más. —A pesar de no ser día festivo, en la Comunidad Autónoma
de Cataluña, no se redujo la afluencia de público, ya que, son muchas las
empresas que permitían a sus empleados tomarse un día de asueto.
Desde
primeras horas de la mañana, Meritxell y Alberto paseaban por las Ramblas,
asidos del brazo, como lo hacen los que verdaderamente están enamorados. Él
vestía de sport: un blazer oscuro,
camiseta blanca, vaqueros azules y calzaba unos cómodos y discretos tenis, que
le permitían caminar erguido con ademán gentil y gracioso; ella, lucía un
discreto y estampado vestido de mangas largas, al más puro estilo evasé, zapatos negros sin tacón,
portando en su mano izquierda, además de una preciosa rosa, un bolso a juego
con el conjuntado diseño y, sobre su rostro, dibujada una mueca evidenciando
que «iba más ancha que larga».
Ambos
caminaban envueltos entre la muchedumbre y la algarabía que se respiraba en el
ambiente, hasta que llegaron al stand que andaban buscando para adquirir La sombra del viento, de Carlos Ruiz
Zafon; un libro que, además de resultar ganador de muchos premios, había sido
seleccionado ese mismo año por 81 escritores y críticos latino-americanos y
españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25
años. La fila que se había formado en
torno el escritor barcelonés era dilatada y avanzaba con tanta parsimonia que
causaba la sensación de que esta remedaba a los camaleones cuando se desplazan
por las ramas en busca de algo que llevarse a la boca. De repente, el murmullo
se fue transformando hasta alcanzar la absoluta nitidez. De fondo, se percibía
una música celestial al tiempo que el público haciéndose oír lanzaban al
viento: «¿Para cuándo su próxima novela?..., ¿nos sorprenderá cómo siempre?...,
¿es cierto que no necesita dormir?..., ¿de dónde saca usted tantas
historias?..., ¿es cierto que muchas de las cosas que aparecen en sus novelas
las ha vivido usted en propias carnes?..., ¿cómo hace para crear las adictivas
tramas y argumentos? ¡Mis felicitaciones señora!
—¡Señora!...
¡señora!... ¡señora! —gritó reiteradas veces al tiempo que se ponía en pie
Carlos Ruiz Zafon—, ¿se encuentra usted bien? —consultó sin salir de su
desconcierto.
Frente a él se
encontraba con la cabeza ladeada hacia la izquierda, la mirada entornada, y un
hilo de espesa saliva colgando de la comisura de sus voluptuosos y
entreabiertos labios.
Al reaccionar
esta lo primero que notó fue un repentino calor al arrebolarse su rostro.
—¡Oh!,
discúlpeme usted, entre el calor que hace y la emoción que me embarga, me he
dejado llevar…—alegó tratando de justificar el estado de complacencia al que había
llegado como consecuencia de su capacidad de soñar despierta.
—No se
preocupe, no hay nada que disculpar: sencillamente me asusté al verla en el
estado en que usted se encontraba… ¿señora?
—Meritxell,
me llamo Meritxell Capdevila Doménech —dijo acompañando sus palabras de un
esbozo de sonrisa.
«Con todo el
cariño del mundo para mi emotiva y gran admiradora Meritxell C. D.» —dedicó y rubricó, el afamado escritor
barcelonés. Y, después de abonar el precio del ejemplar y cumplir con el
protocolo de cortesía, tan arrebolada como pueda estar un tomate maduro en el
mes de agosto, haciendo aligerar el paso a Alberto, se perdieron entre los
cuchicheos y el gentío tratando de pasar inadvertidos.
Al llegar a
la zona de El Gòtic:
—Cariño, ¿te
apetece tomar un refrigerio? —propuso con tono afable Alberto, unos minutos
después.
—Sí, claro
que sí. Este sofocante calor me ha dejado la garganta tan seca y áspera como un
royo de esparto —alegó Meritxell, al tiempo que con el mentón señalaba hacia la
puerta de restaurante La Lluna ,
en señal de consulta.
—Está bien,
entremos aquí mismo —respondió él.
Al entrar en
el local, Alberto escuchó una voz familiar, que procedía desde el otro extremo
del local, gritando su nombre, y este barrió el establecimiento con la mirada
hasta dar con alguien que le indicaba con las manos que se acercase, y
volviendo la mirada hacia atrás:
—Cariño,
¿sabes quién es?
—No, no.
Desde aquí no le reconozco.
—¿Te acuerdas
de mi primo Abelardo?
—La verdad es
que no. Ya sabes que para asociar caras soy un desastre.
—Bueno, es
normal. Solo le has visto una vez, en el entierro de mi difunto padre.
Al llegar
junto a él, después de saludarse con una incomprendida efusividad por parte de
los recién llegados, tras solicitar al camarero tres cervezas como unos
segundos antes había acordado el grupo familiar.
—¿Qué tal?,
¿cómo os va? —dijo Abelardo, fragmentando el silencio surgido como consecuencia
de el imprevisible y desmesurado saludo,
—Bien, bien…
la verdad es que a pesar de lo de mi padre, no nos podemos quejar —respondió
Alberto—. ¿Y a ti, cómo te va la vida?
—Ahora me va
bastante bien, de hecho, ayer mismo, después de dos años, me hicieron fijo en
la empresa.
—Ya me puedes
perdonar primo, pero no recuerdo a que te dedicabas…
—No te
preocupes, es normal, tampoco hemos tenido mucho trato… ahora trabajo como
ordenanza en la editorial Planeta DeAgostini.
Al escuchar
las últimas palabras pronunciadas por Abelardo…, a Meritxell se le iluminaron
los ojos de la misma forma que lo hace el cielo en las fragorosas noches de San
Juan.
—Pues, mira
que bien. Tú trabajando en una editorial
y tu primo casado con una escritora
—dijo alzando la voz con la intención de desviar la insípida
conversación.
—¡¿No me
digas?! —exclamó Abelardo—. ¿Y desde cuándo escribes?
—Lo he venido
haciendo desde que tengo uso de razón, pero la verdad es que aún no tengo nada
publicado…
—¿Y eso?
—Porque aún no he presentado ningún
manuscrito a las editoriales… no sé bien como va eso y…
Abelardo la
miró a los ojos y le brindó una amplia sonrisa.
—No te
preocupes, prima… ahora puedes contar conmigo.
—¡Oh!, ¿de
verdad?… ¡No sabes cuanto tiempo llevo esperando oír algo así!
Echándose la
mano al bolsillo de atrás de su pantalón vaquero, sacó la cartera y de esta
extrajo un billete de diez euros, que entregó en mano al camarero para abonar
las consumiciones, y una tarjeta de visita que ofreció a Meritxell… y, tras
recoger el cambio. Abelardo consultó su reloj de pulsera y comprobó que las
manecillas indicaban las dos y cuarto.
—¡Uff!, ya me
podéis perdonar, se me hace tardísimo: hoy tenemos invitados en casa.
La despedida se presentó de manera tan repentina,
que la improvisada justificación les dejó casi tan fríos y desconcertados como
a Abelardo la efusividad del encuentro.
—Cariño,
aprovechando que los nenes están con tus padres y lo tarde que se nos ha hecho,
¿qué te parece si nos quedamos aquí a comer?
—Me parece
fenomenal… días como este: me tendrían que salir más a menudo. Alguien se
ofrece a ayudarme a cumplir mi sueño y anhelo y un apuesto y gentil caballero
me invita a comer… ¡qué buen tema para una novela...!
—Gracias por
lo que me corresponde, cariño —respondió a la par que comenzaban a avanzar
hasta el salón comedor
Al llegar
junto a la puerta, el maître salió a su encuentro.
—Buenos días
señores —dijo con voz clara y pausada.
—¿Mesa para
dos? —sugirió Alberto.
El maître
asintió e indicó haciendo un gesto con su mano derecha.
—Síganme, por
favor.
Los tres se
detuvieron frente a una de las mesas que estaban dispuestas para dos
comensales.
—¿Les viene
bien aquí? —consultó con tono sugerente.
—Sí, está
bien —respondió Alberto a media voz.
—Sí, sí…
perfectamente —reafirmó Meritxell.
Tras
acomodarlos en el lugar y ofrecerles la carta, sin hacer el menor ruido, el
maître se retiró hasta una distancia prudente y les dejó durante unos minutos,
justo los que tardó la pareja en decidirse y, sin moverse del sitio, con la
mirada indicó a un atento y joven camarero que se acercase a la mesa, y este
hallándose a un par de pasos de la pareja, dibujó una leve sonrisa en su rostro,
y libreta y bolígrafo en mano, después de saludar correctamente a media voz,
con tono afable.
—¿Los señores
han decidido ya que van a tomar?
Los dos
asintieron a la par con un ligero movimiento de cabeza.
—De primero,
tomaré ensalada con queso brie crujiente;
de segundo, pierna de cordero con verduritas asadas y aceite suave de menta y
de postre crema catalana —informó Meritxell.
El mesero
dirigió la mirada hacia el otro comensal, he hizo un gesto interrogativo para
indicarle que estaba preparado para tomar nota.
—Pez espada
con arroz al curry, crema criolla de tomate, salvia y naranja y crema catalana.
—¿Algún vino
en especial? —dijo acompañando a sus palabras con una sugerente y cerúlea
mirada.
—Eso lo
dejamos a tu elección —señaló Alberto.
El joven tomó
aire y sin poder ocultar el intenso placer que le produjeron aquellas palabras.
—¿Les parece
bien un Pi del Nord del 98?
—Perfecto
—respondió Meritxell y, mientras les servían, se dedicó a contemplar con
admiración y detenimiento aquel lugar que tanto la había impresionado al
entrar. Por un lado, la luminosidad que aportaba al salón la claraboya que
estaba junto al rincón donde les había acomodado el maître; por otro, la
decoración de estilo Belle Époque.
Las cuatro y
media señalaban las manecillas del reloj de pulsera de Meritxell cuando esta lo
miró al salir del restaurante.
—¿Qué te ha
parecido el sitio, cariño? —curioseó Alberto.
—Me ha
encantado. La comida estaba riquísima, el servicio inmejorable, el lugar es muy
romántico y, con respecto a la calidad-precio, excelente.
Una semana
después, Meritxell se puso en contacto, vía telefónica, con Abelardo, so
pretexto de tomar juntos un café y aprovechar así el encuentro para entregarle
el borrador de «Ecos del Pretérito»,
una novela que mezclaba la intriga y el misterio con el romance de una joven
pareja.
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