viernes, 30 de septiembre de 2016

Capítulo II, episodio 5, En el Fondo del Mar...




    Tres años después.
   Como cada 23 de abril,  las Ramblas se vestían de fiesta para albergar a los miles y miles de visitantes que hasta allí acudían por infinidad de motivos: unos, los más tradicionales y pudientes para regalar una rosa roja, que simboliza la pasión, acompañada de la señera, la bandera de Aragón, y una espiga de trigo, símbolo de fertilidad…; los enamorados y menos acomodados solo se atrevían con la rosa, otros acudieron para adquirir libros que, además de contar con un generoso descuento, incluían dedicatoria y firma del autor, y el resto, la gran mayoría: para  curiosear sin más. —A pesar de no ser día festivo, en la Comunidad Autónoma de Cataluña, no se redujo la afluencia de público, ya que, son muchas las empresas que permitían a sus empleados tomarse un día de asueto.
   Desde primeras horas de la mañana, Meritxell y Alberto paseaban por las Ramblas, asidos del brazo, como lo hacen los que verdaderamente están enamorados. Él vestía de sport: un blazer oscuro, camiseta blanca, vaqueros azules y calzaba unos cómodos y discretos tenis, que le permitían caminar erguido con ademán gentil y gracioso; ella, lucía un discreto y estampado vestido de mangas largas, al más puro estilo evasé, zapatos negros sin tacón, portando en su mano izquierda, además de una preciosa rosa, un bolso a juego con el conjuntado diseño y, sobre su rostro, dibujada una mueca evidenciando que «iba más ancha que larga».
   Ambos caminaban envueltos entre la muchedumbre y la algarabía que se respiraba en el ambiente, hasta que llegaron al stand que andaban buscando para adquirir La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafon; un libro que, además de resultar ganador de muchos premios, había sido seleccionado ese mismo año por 81 escritores y críticos latino-americanos y españoles con los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años.  La fila que se había formado en torno el escritor barcelonés era dilatada y avanzaba con tanta parsimonia que causaba la sensación de que esta remedaba a los camaleones cuando se desplazan por las ramas en busca de algo que llevarse a la boca. De repente, el murmullo se fue transformando hasta alcanzar la absoluta nitidez. De fondo, se percibía una música celestial al tiempo que el público haciéndose oír lanzaban al viento: «¿Para cuándo su próxima novela?..., ¿nos sorprenderá cómo siempre?..., ¿es cierto que no necesita dormir?..., ¿de dónde saca usted tantas historias?..., ¿es cierto que muchas de las cosas que aparecen en sus novelas las ha vivido usted en propias carnes?..., ¿cómo hace para crear las adictivas tramas y argumentos? ¡Mis felicitaciones señora!
   —¡Señora!... ¡señora!... ¡señora! —gritó reiteradas veces al tiempo que se ponía en pie Carlos Ruiz Zafon—, ¿se encuentra usted bien? —consultó sin salir de su desconcierto.
  Frente a él se encontraba con la cabeza ladeada hacia la izquierda, la mirada entornada, y un hilo de espesa saliva colgando de la comisura de sus voluptuosos y entreabiertos labios.
   Al reaccionar esta lo primero que notó fue un repentino calor al arrebolarse su rostro.
   —¡Oh!, discúlpeme usted, entre el calor que hace y la emoción que me embarga, me he dejado llevar…—alegó tratando de justificar el estado de complacencia al que había llegado como consecuencia de su capacidad de soñar despierta.
   —No se preocupe, no hay nada que disculpar: sencillamente me asusté al verla en el estado en que usted se encontraba… ¿señora?
   —Meritxell, me llamo Meritxell Capdevila Doménech —dijo acompañando sus palabras de un esbozo de sonrisa.
   «Con todo el cariño del mundo para mi emotiva y gran admiradora Meritxell C. D.»  —dedicó y rubricó, el afamado escritor barcelonés. Y, después de abonar el precio del ejemplar y cumplir con el protocolo de cortesía, tan arrebolada como pueda estar un tomate maduro en el mes de agosto, haciendo aligerar el paso a Alberto, se perdieron entre los cuchicheos y el gentío tratando de pasar inadvertidos.
   Al llegar a la zona de El Gòtic:
   —Cariño, ¿te apetece tomar un refrigerio? —propuso con tono afable Alberto, unos minutos después.
   —Sí, claro que sí. Este sofocante calor me ha dejado la garganta tan seca y áspera como un royo de esparto —alegó Meritxell, al tiempo que con el mentón señalaba hacia la puerta de restaurante La Lluna, en señal de consulta.
   —Está bien, entremos aquí mismo —respondió él.
   Al entrar en el local, Alberto escuchó una voz familiar, que procedía desde el otro extremo del local, gritando su nombre, y este barrió el establecimiento con la mirada hasta dar con alguien que le indicaba con las manos que se acercase, y volviendo la mirada hacia atrás:
   —Cariño, ¿sabes quién es?
   —No, no. Desde aquí no le reconozco.
   —¿Te acuerdas de mi primo Abelardo?
   —La verdad es que no. Ya sabes que para asociar caras soy un desastre.
   —Bueno, es normal. Solo le has visto una vez, en el entierro de mi difunto padre.
   Al llegar junto a él, después de saludarse con una incomprendida efusividad por parte de los recién llegados, tras solicitar al camarero tres cervezas como unos segundos antes había acordado el grupo familiar.
   —¿Qué tal?, ¿cómo os va? —dijo Abelardo, fragmentando el silencio surgido como consecuencia de el imprevisible y desmesurado saludo,
   —Bien, bien… la verdad es que a pesar de lo de mi padre, no nos podemos quejar —respondió Alberto—. ¿Y a ti, cómo te va la vida?
   —Ahora me va bastante bien, de hecho, ayer mismo, después de dos años, me hicieron fijo en la empresa.
   —Ya me puedes perdonar primo, pero no recuerdo a que te dedicabas…
   —No te preocupes, es normal, tampoco hemos tenido mucho trato… ahora trabajo como ordenanza en la editorial Planeta DeAgostini.
   Al escuchar las últimas palabras pronunciadas por Abelardo…, a Meritxell se le iluminaron los ojos de la misma forma que lo hace el cielo en las fragorosas noches de San Juan.
   —Pues, mira que bien.  Tú trabajando en una editorial y tu primo casado con una escritora    —dijo alzando la voz con la intención de desviar la insípida conversación.
   —¡¿No me digas?! —exclamó Abelardo—. ¿Y desde cuándo escribes?
   —Lo he venido haciendo desde que tengo uso de razón, pero la verdad es que aún no tengo nada publicado…
   —¿Y eso?
   —Porque aún no he presentado ningún manuscrito a las editoriales… no sé bien como va eso y…
   Abelardo la miró a los ojos y le brindó una amplia sonrisa.
   —No te preocupes, prima… ahora puedes contar conmigo.
   —¡Oh!, ¿de verdad?… ¡No sabes cuanto tiempo llevo esperando oír algo así!
   Echándose la mano al bolsillo de atrás de su pantalón vaquero, sacó la cartera y de esta extrajo un billete de diez euros, que entregó en mano al camarero para abonar las consumiciones, y una tarjeta de visita que ofreció a Meritxell… y, tras recoger el cambio. Abelardo consultó su reloj de pulsera y comprobó que las manecillas indicaban las dos y cuarto.
   —¡Uff!, ya me podéis perdonar, se me hace tardísimo: hoy tenemos invitados en casa.
   La despedida se presentó de manera tan repentina, que la improvisada justificación les dejó casi tan fríos y desconcertados como a Abelardo la efusividad del encuentro. 
   —Cariño, aprovechando que los nenes están con tus padres y lo tarde que se nos ha hecho, ¿qué te parece si nos quedamos aquí a comer?
   —Me parece fenomenal… días como este: me tendrían que salir más a menudo. Alguien se ofrece a ayudarme a cumplir mi sueño y anhelo y un apuesto y gentil caballero me invita a comer… ¡qué buen tema para una novela...!  
   —Gracias por lo que me corresponde, cariño —respondió a la par que comenzaban a avanzar hasta el salón comedor
   Al llegar junto a la puerta, el maître salió a su encuentro.
   —Buenos días señores —dijo con voz clara y pausada.
   —¿Mesa para dos? —sugirió Alberto.
   El maître asintió e indicó haciendo un gesto con su mano derecha.
   —Síganme, por favor.
   Los tres se detuvieron frente a una de las mesas que estaban dispuestas para dos comensales.
   —¿Les viene bien aquí? —consultó con tono sugerente.
   —Sí, está bien —respondió Alberto a media voz.
   —Sí, sí… perfectamente —reafirmó Meritxell.
   Tras acomodarlos en el lugar y ofrecerles la carta, sin hacer el menor ruido, el maître se retiró hasta una distancia prudente y les dejó durante unos minutos, justo los que tardó la pareja en decidirse y, sin moverse del sitio, con la mirada indicó a un atento y joven camarero que se acercase a la mesa, y este hallándose a un par de pasos de la pareja, dibujó una leve sonrisa en su rostro, y libreta y bolígrafo en mano, después de saludar correctamente a media voz, con tono afable.
   —¿Los señores han decidido ya que van a tomar?
   Los dos asintieron a la par con un ligero movimiento de cabeza.
   —De primero, tomaré ensalada con queso brie crujiente; de segundo, pierna de cordero con verduritas asadas y aceite suave de menta y de postre crema catalana —informó Meritxell.
  El mesero dirigió la mirada hacia el otro comensal, he hizo un gesto interrogativo para indicarle que estaba preparado para tomar nota.
   —Pez espada con arroz al curry, crema criolla de tomate, salvia y naranja y crema catalana.
   —¿Algún vino en especial? —dijo acompañando a sus palabras con una sugerente y cerúlea mirada.
   —Eso lo dejamos a tu elección —señaló Alberto.
   El joven tomó aire y sin poder ocultar el intenso placer que le produjeron aquellas palabras.
   —¿Les parece bien un Pi del Nord del 98?
   —Perfecto —respondió Meritxell y, mientras les servían, se dedicó a contemplar con admiración y detenimiento aquel lugar que tanto la había impresionado al entrar. Por un lado, la luminosidad que aportaba al salón la claraboya que estaba junto al rincón donde les había acomodado el maître; por otro, la decoración de estilo Belle Époque.
   Las cuatro y media señalaban las manecillas del reloj de pulsera de Meritxell cuando esta lo miró al salir del restaurante.
   —¿Qué te ha parecido el sitio, cariño? —curioseó Alberto.
   —Me ha encantado. La comida estaba riquísima, el servicio inmejorable, el lugar es muy romántico y, con respecto a la calidad-precio, excelente.
   Una semana después, Meritxell se puso en contacto, vía telefónica, con Abelardo, so pretexto de tomar juntos un café y aprovechar así el encuentro para entregarle el borrador de «Ecos del Pretérito», una novela que mezclaba la intriga y el misterio con el romance de una joven pareja.



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