Apenas faltaban
cinco minutos para que comenzase la función. Meritxell entró en el vestíbulo de
Cinesa, tan veloz como alma que huye del Diablo, como si temiera que se
agotasen las entradas… tan rápido entró, que no reparó en el inoportuno y
solitario hueso de aceituna que se hallaba perdido en mitad de la vasta
antesala, con tan mala suerte, que, al pisarlo, tras dar un aparatoso salto, quedó
tendida de espaldas contra el pulimentado y marmóreo suelo. Durante unos
interminables segundos, intentó reincorporarse moviendo en vano las piernas y
los brazos, tal como lo haría cualquier escarabajo que se encontrase en su
misma situación «¡Uy, por Dios! ¡Qué vergüenza! ¡Tierra, trágame!», pensó, al percatarse que el ritmo
del corazón aumentaba de manera vertiginosa y que su rostro era invadido por un
calor repentino y sofocante.
Un atlético joven, que se encontraba junto a
la taquilla esperando el cambio tras haber adquirido una localidad, acudió en
su auxilio:
—¿Te has hecho daño?, ¿puedo ayudarte? —consultó
con voz nasal.
Meritxell permaneció en silencio por un
breve espacio de tiempo, el justo y necesario para darle una repasada de arriba
abajo «No es nada del otro mundo, no es alto ni bajo, no es guapo ni feo, ni
tampoco tiene una linda voz; pero además de lo dulce y atento que parece, tiene
unos azulados y preciosos ojos que hablan por sí solos…», pensó, mientras
comprobaba su reloj de pulsera—: «Son
las 19 horas del mes 1 del día 19 del año 1991… eso quiere decir que es
capicúa, y como intuyo que las cosas no
pasan solo así porque sí.., y como creo que todo en este mundo tiene que ver
con las benditas señales…», pensó, absorta en sus pensamientos y sin saber si llorar o
reír.
—Sí y no —dijo rompiendo el silencio al cabo
de un tiempo.
—Perdona, pero no te entiendo —susurró él,
tras una breve y tímida sonrisa.
Ella, sintiendo el aletear de las mariposas
en el estómago, puso cara de no haber roto nunca un plato, y tras una amplia
sonrisa, que dejó al descubierto por unos instantes su blanca, cuidada y
perfecta dentadura.
—El sí, es para tu segunda pregunta y el no,
para la primera: ya me puedes perdonar; pero es que yo suelo invertir el orden de
los factores, es algo que también me
ocurre con los números y las letras: lo llevo en mis genes.
—¡Ah!, no sabía: ya lo siento.
—Nada. Tranquilo… ¡Y muchas gracias por
socorrerme!
—No tienes nada que agradecerme…, ya sabes,
«hoy puede ser por ti y mañana, por mí», ¿mmm?
—Perdona, aún no te he dicho mi nombre —dijo
con voz suave al compás que ofrecía su pequeña y temblorosa mano—, yo me llamo
Meritxell.
—Encantado, el mío es Alberto Doménech
—respondió, haciendo el ademán de acercarse para darle un par de besos y, tras
el acto de cortesía, él se dirigió hacia el interior de la sala y ella hacia la
taquilla.
Unos minutos después, se apagaron las luces y
comenzó la proyección de la película. Y, casualidades de la vida o no, llegó
acompañada por el acomodador hasta la fila, y el asiento que bien por suerte,
azar o vete tú a saber... le había correspondido.
—¡Vaya!, parece que el Destino se ha
empeñado en que tú y yo tenemos que estar cerca el uno del otro —dijo
Meritxell, mientras se desprendía de la negra cazadora de cuero y se acomodaba
en la butaca con ella replegada sobre sus piernas.
Él asintió un par de veces con la cabeza,
dejando al ver la emotividad que reflejaba su rostro.
—Sí, sí, parece ser que sí.
Alguien que estaba en la fila que les
precedía se volvió hacia ellos con el ceño fruncido y, llevándose el dedo
índice hacia los labios, soltó reiteradas veces el aire de sus pulmones con
ímpetu y desagrado.
—¡Sshhh! ¡Sshhh!...
—¡Callarse ya coño! —gritó otro espectador,
con tono iracundo y la mirada fuera de sí desde la última fila—: Ya tendréis
tiempo de hablar en la p… calle ¡Joder!
Ambos se dejaron escurrir en la butaca hasta
que sus cabezas quedaron ocultas por el respaldo, permaneciendo en silencio
hasta el final de la proyección, dedicándose alguna que otra mirada furtiva «No
es que sea nada del otro mundo, pero parece simpática», pensó, sin más,
Alberto. Ella, por el contrario, se dejó llevar por su hiperactiva imaginación
y, tan pronto se veía en mitad de la Diagonal sentada en una carroza imperial
del siglo XVIII, de estilo francés y tirada por siete blancos y briosos
corceles con dirección al Paseo de Gracia para contraer matrimonio con Alberto
Doménech en la parroquia de Santa María de Gracia como en su propia casa
cuidando de sus dos retoños, dos, porque ella estaba convencida de que, además
de convertirse en escritora y casarse,
sería madre de un niño y niña.
Al terminar la función, aún en la antesala:
—¡Vaya!, lo que me faltaba —dijo con voz
altiva Meritxell, al observar el brillo que reflejaban las gotas de agua al ser
atravesadas por la luminiscencia que sobre estas ejercían las farolas.
Interiormente Alberto se sintió pletórico,
aunque no lo exteriorizó.
—Esto… yo, que te iba a decir... he venido en
coche y… —dijo entonando una voz, apenas perceptible—, si quieres te puedo
llevar.
Ella, sin poder ocultar el brillo de sus ojos
ni la emotividad que reflejaba su faz.
—No. Gracias. No te molestes por mi…, me esperaré un
momento a ver si afloja la lluvia y…
—No, si para mí no es ninguna molestia…
Esto…, en realidad… —Tragó saliva, tomó aire y tras aclarar la voz—, es que…
—Es que ¿qué?
—Yo, la verdad es que… —soltó después de un
largo silencio—, no sé cómo decirlo sin que me tomes por un fresco, y puedas
enojarte conmigo.
—¿No puedes ser más claro y dejar de andarte
por las ramas?
Alberto notó que le abrasaba el rostro, y
como si el corazón intentase salirse del pecho, y, tras contar hasta tres.
—Pareces una chica agradable, guapa,
interesante y, la verdad es que me gustaría conocerte un poco más: si a ti te
parece bien, claro.
Ella asintió un par de veces con la mirada.
—Está bien..., ya que insistes..., aceptaré
tu invitación. Espero que entiendas que no tiene porqué significar nada más,
¿te queda claro?
—Puedes estar tranquila, quienes me conocen
saben que soy hombre de palabra y…
—¿Y dónde tienes el coche?
—Es aquel negro que está allí —indicó
señalando hacia un Opel que se encontraba al otro lado de la calzada—. Espérame
aquí, que voy a dar la vuelta y te recojo enseguida.
—De acuerdo, aquí estaré.
Al salir del edificio: «Alberto» —grita
ella—: «¿Sí?» —consultó él, girando la vista hacia atrás—: «Ten mucho cuidado
al cruzar… Ya sabes..., más vale llegar tarde que…» —sugirió acompañando a sus
palabras con una dulce sonrisa. Él, levantó su mano derecha con el puño cerrado
y el pulgar hacia arriba y le guiñó un ojo antes de salir corriendo hacia el
vehículo.
Ella, sintiéndose gozosa, siguió con la
mirada la trayectoria del vehículo hasta que este se perdió en la distancia. Un
par de minutos después, frente a la puerta del Cinesa se detenía con suavidad
y, del mismo modo, se abría de par en par la puerta del copiloto de un Opel
Kadett.
—¡Vamos princesa! —gritó Alberto desde el
interior al tiempo que con la mano hacía el ademán de invitarla a subir.
—Bueno, tampoco te pases con tanta
galantería: cuando te dirijas a mi bastará con que lo hagas por mi precioso
nombre —aclaró al tirar hacia ella de la puerta, mientras se acomodaba en el
asiento y se abrochaba el cinturón de seguridad.
—¡Oh!, perdona. Mi intención no era
molestarte, sino todo lo contrario.
Alberto metió primera y, tras cerciorarse de
que no venía ningún vehículo en su mismo sentido, a través del espejo
retrovisor, indicó su intención de incorporarse a la vía accionando hacia abajo
la palanca que activa el sistema de las intermitencias.
De súbito, el rostro de Alberto adquirió una
desproporcionada tonalidad grana, un nudo se apoderó de su garganta, el sudor
de la frente comenzó a deslizarse por sus sonrojadas y candentes mejillas y,
tras una larga pausa, para romper el silencio, no se le ocurrió otra cosa que
preguntar algo tan arcaico y manido como: «¿Estudias o trabajas?».
—En la actualidad, yo acudo cada día a la
Universidad, estoy cursando primero de Empresariales.
El rostro de Alberto se transformó de manera
vertiginosa hacia un estado de bienestar.
—¡Por Dios! No me lo puedo creer.
Ella, ignorando a santo de qué venía la
efusividad manifiesta ni el énfasis en sus palabras.
—¡¿El qué?!... ¿Cómo dices?
—Pues es bien fácil y…
—Perdona; pero la verdad, es que: no te
entiendo.
—…me extraña mucho el hecho de no habernos
visto por el Campus.
—Alberto —dijo frunciendo el ceño, alzando
un tono la voz en señal de desagrado—, ¿siempre te muestras así de enigmático?
—No, no ¡Por Dios!, no me malinterpretes… se
trata de que es algo cuanto menos asombroso, ¿no te resulta extraño el hecho de
que dos personas que están estudiando la misma carrera, en la misma Universidad
y, sin embargo, ninguno de los dos sepa de la existencia del otro?
—No, para nada… a veces el destino se
muestra así de caprichoso y…
Alberto apartó uno segundo la vista del
tráfico rodado y miró fijamente a los ojos de Meritxell.
—¡¿El destino?! —exclamó adoptando el ademán
de incertidumbre.
—¿Acaso tú crees que las cosas ocurren así,
sin más?
—¡Ah!, y hablando del Destino… te recuerdo
que aún no me has dicho que dirección tengo que tomar para llevarte a casa.
—Sigue recto y al llegar a la altura del
edificio de Planeta DeAgostini giras a la derecha y un par de calles más abajo
te indicaré cuando tienes que parar... ¿Tú no crees que puede haber algo más
que lo que vemos a simple vista? ¿No crees en las señales?
—La verdad es que no he sentido interés ni
me fijado nunca en esas cosas… pero en las señales sí que creo, sobre todo en
las de tráfico: de no ser por ellas, posiblemente no sabríamos que hacer ni a
dónde ir y…
—¿Te estás burlando de mí? —gritó enojada,
con tono amenazador.
—No acostumbro a reírme de nadie por
principios. En cuanto al resto, decirte que no se trata de escepticismo
Meritxell, sino que quizás se deba a que es algo que hasta ahora no me lo he
planteado.
—Está bien. Agradezco tu aclaración y, por
otro lado, decirte que fin del viaje.
Durante el trayecto, ninguno de los dos hizo
el menor caso a la emisora sintonizada. Es más, ni siquiera eran conscientes de
que estuviese conectada. Alberto paró el vehículo con suavidad y poniendo serio
el semblante, con voz baja y melosa.
—No estarás enfadada, ¿verdad?
—No, no: sencillamente es que ya hemos
llegado.
Ambos se hallaban absortos, diciéndose con
la mirada todo aquello que sentían el uno por el otro sin necesidad de romper el
silencio… cuando, de súbito, el destino hizo posible que en aquel instante
comenzase a ser audible el Je t´aime, de
Serge Gainsour, interpretado a dúo por
el propio autor y Jane Birkin.
Al terminar la hermosa y romántica canción,
Alberto intentó acercarse para besarla, ella retrocedió a pesar de que era lo
que más deseaba en aquel momento. Durante unos segundos, Meritxell luchó contra
la arrebatadora pasión que la invadía, pero al final, abrió la puerta y antes
de bajarse del vehículo:
—Lo siento; pero yo he de irme ahora mismo.
¿Nos veremos otro día?
Alberto se despidió de ella con una caricia,
deslizando con suavidad el torso de su mano derecha por la sonrosada mejilla.
—Eso espero —dijo él sin añadir nada más y,
tras comprobar que la vía estaba despejada, puso rumbo a su hogar… tan feliz
como aquel que, sin haber jugado, resulta agraciado con el primer premio del
euromillón.
Meritxell subió las escaleras de tres en
tres, estaba ansiosa de llegar a casa.
Irene se encontraba en la cocina, terminando
de secar los cubiertos que su marido y ella habían utilizado para cenar, cuando
fue sorprendida por la impetuosa forma en que su hija se adentró en la
vivienda. Durante unos segundos permaneció en silencio y desconcertada:
—Pero ¿qué te pasa hoy? ¡Cualquiera te
entiende! Siempre has manifestado que los días de lluvia te causaban tristeza y
desesperación.
Asintió reiteradas veces sin ocultar ni el
más mínimo atisbo de su satisfactorio estado anímico.
—Sí, así es y ha sido siempre, mamá; pero
hoy, me ha ocurrido algo maravilloso.
—Cuenta, cuenta: que me tienes
intrigadísima.
—Hoy, he conocido al hombre de mi vida, mamá
—soltó de sopetón.
—¡Válgame el Señor! —exclamó Irene
llevándose ambas manos a la cabeza, según el propio ademán de la
desesperación—. No me estarás diciendo que te has entregado a un desconocido,
¿verdad?
Al decir esto, el semblante de Meritxell se
cubrió de un halo de tristeza, que en apariencia le hizo envejecer como unos
diez años.
—Pero ¿cómo te atreves, mamá? —gritó como
nunca lo había hecho en casa ni a su madre—, ¿acaso me tomas por una majadera o
desvergonzada?
—Discúlpame hija… me ha cogido todo así...
tan de sopetón: que ni siquiera he tenido tiempo de asimilarlo.
—¡¿Asimilar el qué, mamá?!
—Pues, todo, hija: tu entrada, tu alegría,
la forma en que lo has dicho… ¡Me siento tan estúpida en estos momentos que…!
—No te preocupes mamá… y perdóname tú
también por mi atípica y desentonada actitud.
Irene se abrazó a su hija para colmarla de
besos.
—¿Borrón y cuenta nueva? —dijo a la par que
se enjugaba las lágrimas que se deslizaban por su mejilla.
Meritxell no pudo responder. La voz se
quebró en su garganta, y comenzó a llorar.
Madre e hija se fundieron en un abrazo,
apretándose una contra la otra, tratando de apaciguar su desconsuelo
mutuamente.
—Por supuesto que sí, mamá —articuló después
de una larga y silenciosa pausa.
—¿Qué tal ha estado la película?... ¿De qué
iba?
—Tanto la película como los actores han
estado espectaculares, mamá.
El título en español es Línea Mortal. La
película va de un grupo de estudiantes de medicina que hacen un experimento que
consiste en llevar a uno de ellos hasta la muerte y luego resucitarlo para que
cuente como ha sido la experiencia. Luego, después, se van uniendo los demás.
Pero el miedo empieza cuando se dan cuenta de que, aunque han regresado con
vida…: ellos no han vuelto solos, mamá.
—¡Uy, por Dios! No sé cómo te pueden gustar
ese tipo de cosas.
—Ya sabes que a mi… los temas del más allá
como el esoterismo, las pirámides y todo aquello que no se pueda descubrir a
simple vista me envuelve, me atrae, me cautiva y siento una necesidad impetuosa
de averiguar que se esconde detrás de cada palabra, animal, objeto, o
persona: es algo innato y soy consciente
que me acompaña desde que tengo uso de razón.
—Algo que la familia al completo dábamos por
hecho que con el paso del tiempo tus fantasías y excentricidades pasarían al
olvido, pero me temo que estábamos muy equivocados.
—No lo dudes, mamá. Esto es algo que me
acompañará mientras viva y no cejaré en el empeño de conseguir lo que tanto
anhelo —dijo blandiendo la mano en alto y clavando la mirada en el cielo como
en su día lo hiciera Escarlata O'Hara ¡A Dios pongo por testigo…!
Cinco años después, tras concluir los
estudios universitarios, el tiempo siguió transcurriendo tal y como lo tenía
previsto ¿el Azar?, ¿la Suerte?, ¿Dios?, ¿el Destino?... En fin, qué más da que
fuera por lo que fuere, el caso es que ese día y no otro, con 23 años ella y él
con 26, se unieron en matrimonio ¡Cómo Dios manda!, quiero decir, por la
Iglesia.
La realidad nada tenía que ver con lo que
ella había imaginado y soñado despierta años atrás: no hubo carrozas, caballos
y tampoco se celebró en la iglesia de Santa María de Gracia, sino en la de San
Juan Bautista. El novio no tenía nada que ver con aquel Lord inglés que tan
pronto lo veía a caballo por la Inglaterra Victoriana o como un alto ejecutivo
en la actualidad; pero a pesar de todo lo expuesto anteriormente en este mismo
párrafo, ella estaba que se desbordaba. Aquel día era muy distinto a los siete
desapacibles y tormentoso que le precedieron, el astro rey se había
propuesto darle una tregua a Meritxell y decidió acompañarla desde
primeras horas. Al salir del templo, y sin importarle lo más mínimo lo que los
demás pudiesen pensar de ella, en mitad de la calle, con los brazos y la mirada
dirigidos hacia el mediodía: «¡Agradezco la generosidad con la que nos has
tratado tanto a mí como a mis invitados!». —Los allí reunidos contagiados por
el alborozo que manifestaba el rostro de la recién desposada comenzaron a
aplaudir…
El vestido, de corte evasé, lo había elegido aconsejada por Irene en una galería de Pret-à-porter con el objeto de disimular
la anchura de sus caderas, estilizar la cintura y alargar sus piernas. El pelo
lo llevaba suelto y tocado con una graciosa corona de flores naturales que
hacían resaltar aún más el brillo de los ojos y la melífera sonrisa. Alberto
eligió para la ocasión un traje sobrio compuesto por chaqueta, pantalón y
zapatos en negro, chaleco grisáceo, camisa blanca, corbata gris plateada y,
como complemento, sobresalían del bolsillo de la chaqueta los tres picos de un
vistoso pañuelo.
Los familiares tanto por la parte de Alberto
como por la de Meritxell se habían desplazado hasta Barcelona desde distintas
provincias de Cataluña. En total pasaban de trescientos cincuenta los invitados
que acudieron al banquete.
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