Miércoles, 18 de
febrero de 2004
Regresaba a
la ferretería después de haberse tomado un café con leche y un bollo en el bar
de enfrente, costumbre que mantenían desde el primer día los tres descendientes
de Vicente Doménech, respetando con excesiva rigurosidad los turnos
establecidos en su día por su progenitor y, siempre, dentro de los quince
minutos de asueto que les permitía a partir de las diez.
El recién
llegado hizo un ademán de extrañeza, antes de pronunciar palabra alguna.
—¡¿No ha
llegado, papá?! —consultó Alberto.
—Pues, no…
aún no —respondió Alejandro— y la verdad es que es muy extraño en, él.
—Le hemos
estado llamado varias veces, pero no coge el teléfono —informó Jaime, poniendo
cara de preocupación.
—Me acercaré
hasta casa para salir de dudas —dijo Alberto, con un pie fuera y el otro aún
dentro del establecimiento.
A eso de las
once, después de haber pulsado reiteradas veces sobre el interfono, al no hallar respuesta alguna e invadido por
el desconcierto, asumiendo que no le quedaba más remedio que subir los sesenta
y cuatro peldaños que mediaban entre el portal y el rellano donde se ubicaba la
vivienda donde él mismo había venido al mundo 35 años atrás, comenzó a subirlos
sin prisa pero sin pausa, viéndose obligado a hacer un alto en el camino: «¡Hay
que ver!, con la de veces que me las he subido hasta de tres en tres… ¿Me
estaré haciendo viejo? A partir de hoy, cuando se me termine este paquete,
dejaré de fumar» —pensó, y después de tomar aire y soltar varios suspiros, tras
rehenchir los pulmones continuó avanzando de manera sosegada hasta alcanzar su
objetivo.
Una vez
frente a la blindada puerta, en sapeli, de manera reiterada y mecánica pulsó el
timbre «Sí seré tonto… si no me ha contestado antes por qué lo
tendría que hacer ahora» —pensó al tiempo que con su mano derecha se
golpeaba sobre la frente y, tras sacar la llave de su bolsillo e introducirla
en la cerradura, accedió a la vivienda.
—¿Papá? —dijo
mientras se dirigía hacia la cocina, tras darse cuenta que la luz estaba encendida—,
¡¿papá?! —exclamó mientras corría hacia el salón-comedor, todo lo rápido que el
mobiliario le permitía, al descubrir que Vicente se hallaba caído en el suelo. Y,
sin darle tiempo a pensarlo, se arrodilló junto a él y una vez que comprobó que estaba rígido y frío —aulló más que
gritó— llevándose las manos a la cabeza, con el característico ademán que
expresan los que se dejan llevar por la desesperación, quedando tan inmóvil
como cualquier estatua de bronce durante unos interminables segundos. Después se levantó y comenzó a deambular de
aquí para allá por toda la casa sin saber muy bien a quién llamar primero. Al
final, se decantó por avisar al Servicio de Emergencias 112, y una vez que
informó de todo cuanto sabía, se puso en contacto vía telefónica con sus
hermanos.
Veinticinco
minutos después, se personaron en la vivienda tres Mozos de Escuadra (Policía
de la Generalidad
de Cataluña) y cuando estos procedían con acuerdo al protocolo establecido ante
la mínima sospecha o indicio que indique que pueda tratarse de una muerte
violenta, llegaban sudorosos y jadeantes el personal sanitario y los técnicos
en emergencias. Abajo se había quedado un agente para hacerse cargo de la
circulación vial y de la vigilancia de la UVI móvil, mientras atendían la urgencia. Una vez que Vicente fue reconocido por el
médico, este no pudo hacer más que certificar su muerte y así lo hizo constar
en el boletín informativo que decía, entre otras cosas, que: «don Vicente
Doménech Prol, varón de 65 años, había fallecido como consecuencia de haberse
atragantado con un trozo de carne mientras se encontraba en su casa cenando
placidamente».
La policía,
después de haber escrutado cada rincón del lugar de los hechos, al no observar
ningún indicio de violencia y dando por valida la conclusión a la que había
llegado el facultativo:
—Por nuestra
parte solo nos queda dar parte a la funeraria y que estos le trasladen al
tanatorio que le corresponda —informó a Alberto, el agente de mayor graduación.
Tras consultar
con la mirada a los gemelos, que apenas habían llegado a tiempo para escuchar
al Mozo.
—Está bien,
de acuerdo —articuló el primogénito entre sollozos mientras se enjugaba las
lágrimas con un pañuelo de papel.
Por segunda
vez, desde que Vicente se hiciese cargo treinta años atrás de la dirección del
negocio familiar, la persiana permanecía
bajada en horario comercial, y junto a esta un cartel que decía: «Se ruega
disculpen las molestias. El establecimiento permanecerá cerrado hasta las 9:30
horas del sábado 21 del presente por asuntos familiares» y, debajo de este, una
esquela que indicaba la hora y el lugar del sepelio.
Pense en tantos Padres, hombres mujeres, q viven solos, no x q los hijos sean desobligados con ellos, solo x q asi se van dando las cosas,,, muy bonita historia, aun q triste, creo esto nos da a entender, q nuestra vida esta en un constante va y ven,,
ResponderEliminar