sábado, 24 de septiembre de 2016

Capítulo I, episodio 1, En el Fondo del Mar...




     Agosto de 1978
   En la orilla de la playa principal, llamada Port-Bo —La misma, dónde el cantautor Joan Manuel Serrat dio vida a su preciosa canción, Mediterráneo—, sentada frente al mar sobre una de las enormes rocas, dejándose llevar por el vaivén y la claridad de las aguas, los fondos  habitados por infinidad de peces y piedras de mil formas… Meritxell, una niña de siete años, bajita, regordeta, de pelo castaño y mirada risueña, se pasaba las horas viajando a lugares y viviendo historias insólitas como consecuencia de su capacidad inventiva, sin necesidad de tener que relacionarse con Carla y Miguel, sus hermanos mayores, ni con ninguna otra persona de su misma edad.  En las noches, justo antes de dejarse llevar por Morfeo, comprobaba que las ideas que durante el día habían ocupado su mente quedaban reflejadas, bien en su cuaderno, o bien   en cuartillas de papel que ordenaba y reordenaba antes de echarse a dormir. Su capacidad de soñar despierta, le hacía creer que en el futuro podría ser descubierta por un cazatalentos, que firmaría un contrato millonario y que todas sus obras serían llevadas a la gran pantalla…
   Meritxell era la hija menor del matrimonio formado por Andrés Capdevila e Irene Doménech, ambos naturales de Barcelona y propietarios de dos comercios dedicados al textil. El de mayor envergadura habilitado para la venta al por mayor de géneros de lana y algodón, regentado por él y, el otro, algo más modesto, consagrado a la atención al público, ofertando artículos para bebés y prendas íntimas tanto para jovencitas como para señoras, dirigido por ella. Ambos locales estaban contiguos y ubicados en una de las principales arterias de la Ciudad Condal.
   Apenas contaba siete años, pero Meritxell tenía bien claro y estaba convencida que su futuro estaría en la escritura, que su capacidad de imaginar le había sido concedida por obra y gracia del Espíritu Santo y que el día de mañana sería famosa y reconocida en el mundo entero por sus obras literarias.
   Por aquella época, durante la estación estival, Meritxell junto a sus dos hermanos y abuelos, maternos, se trasladan a vivir a un apartamento que había heredado Andrés de sus difuntos progenitores en Calella de Palafruguell. Lugar donde los tres pequeños disfrutaban del sol y la playa bajo la atenta mirada de sus «yayos», mientras que sus padres atendían los negocios que les permitían llevar tan holgada vida. —Calella de Palafruguell es un lugar pintoresco situado sobre una costa rocosa caracterizada por pequeñas calas, dónde la mayoría de sus moradores pertenecen a antiguas familias de pescadores. Calella tiene playa y montaña y es conocida a nivel mundial por la conservación de sus playas y la preservación de sus zonas rurales a las afueras y, por supuesto, para la pequeña Meritxell, sin duda alguna, el lugar más maravilloso del mundo.
   Una tarde, arrellanada sobre la roca que hacía de puente entre la realidad y el mundo imaginario dónde se sumergía cada vez que acudía a la playa, estaba tan absorta en sus mundos imaginarios que a pesar de los gritos que, a corta distancia, le lanzaban sus hermanos: no regresó de su letargo hasta que Concha, su abuela, le golpeo suavemente sobre la espalda:
   —Vamos cariño, que ya va siendo hora de regresar a casa…Ya tendrás tiempo de continuar mañana.
   Meritxell, aún sin ser consciente de donde se encontraba, se giró hacia la voz con la mirada iluminada y una amplia y disonante sonrisa semejante a la de los delfines.
   —¿Sabes qué abuela?
   —¡Dime cariño!
   —No te oía bien porque estaba en mi futuro.
   La abuela enarcó la ceja derecha en señal de desconcierto.
   —¡¿En el futuro?!,  ¿y qué hacías allí?, si es que se puede saber, claro.
   —Me veía caminando hacia el altar con una amplia sonrisa y allí, junto al sacerdote, me estaba esperando él y…
   —¡¿Quién te esperaba allí, cariño?!
   —Pues, ¡quién va a ser!…, mi novio.
   —¡Ah! Pero ¿es qué tienes novio?
   —Que nooo, abuela, que tú  no te enteras. Que aún soy pequeña… y, además, ya te he dicho que es para mi futuro.
   —Ya puedes perdonarme hija mía —susurró afligida Concha—. Me estoy haciendo vieja y…
   —No te preocupes abuela, y, además, quiero que sepas que para mí eres la mejor abuela del mundo.
   —Gracias cariño mío. Tus hermanos y tú sois los nietos que cualquier abuelo puede anhelar.
   Con la mirada risueña y la inocencia que cualquier niño posee a esa edad.
   –¿Qué significa esa palabra, abuela?
   –Anhelar es lo mismo que ansiar, apetecer, codiciar, desear, esperar, querer, perseguir, pretender o soñar con alcanzar algo…
   —¿Algo cómo que se cumpla un deseo, abuela?
   —Sí, eso mismo cariño.
   —¿Aunque sea para el futuro, abuela?
   —Sí, aunque sea para el futuro…
   —Entonces, yo tengo algo de eso abuela…: de mayor quiero ser escritora.
   Al poco comenzar el curso escolar, Irene recibió una nota enviada por la directora en la que le instaba a pasarse, en horario escolar, por su despacho cuanto antes.
   Sobre las diez de la mañana, del día siguiente, después de haber golpeado suavemente con los nudillos sobre la oscura puerta, una voz altiva, jovial e impetuosa le invitó a pasar.
   —¡Adelante! La puerta está abierta.
   La austeridad con la que estaba equipado el pequeño, impoluto y ordenado despacho no pasó desapercibida para la vista de Irene y, de la misma manera, se sorprendió de encontrar frente a ella una joven que apenas tendría unos treinta años, cuya indumentaria bien podría ser llevada por una monja de clausura sin que por ello desentonara con el resto de la congregación. Su lacio y negro pelo estaba recogido en un moño semejante al que luce en lo alto de su cabeza la Dama de Elche.  Sus grisáceos y  tristes ojos se hallaban detrás de unos gruesos cristales que a su vez estaban engarzados en una ancha y desfavorecedora montura de negra pasta. Era tan alta y delgada que no bastaba con mirarla una sola vez para cerciorarse de que:  efectivamente, se trataba de una persona y no de cualquier otra cosa.  Sin embargo, cuando alguien escuchaba la calidez y la entonación de la voz con la que se expresaba, todo lo dicho anteriormente quedaba relegado a un segundo plano, ya que además de cautivar al oyente, le otorgaban un carisma que causaba en los demás una desmedida y perentoria necesidad de admiración.
   —Hola, buenos días —dijo con voz clara—. Soy la mamá de Meritxell.
   —Buenos días, señora —indicó acompañando sus palabras con un movimiento mecánico—.  Siéntese, por favor. Tengo algunas cosas que comentarle sobre su hija.
   —¡Prosiga!, soy toda oídos.
   —Verá usted… señora ¿Mmm?
   —Irene, me llamo Irene Doménech ¿Ha hecho alguna travesura mi hija?
   —Encantada Irene —dijo tendiendo su mano—, yo, Asunción Berenguer... No, no ¡por Dios! La niña se comporta correctamente… se trata  de algo que hemos venimos  observando desde que entró en este colegio; pero vayamos por partes, por un lado, Meritxell tiene problemas para mantener la atención, con la lectura y la escritura, quiero decir con esto, que, traspone las letras, cambia el orden e invierte los números; y por el otro, tiene gran curiosidad por saber como funciona todo y una imaginación increíble… Es por ello, que, por los rasgos que hemos analizado, podría tratarse de dislexia.
   —Asunta, perdone usted mi ignorancia, pero es que desconozco el significado de dicha palabra, ¿es alguna enfermedad?,  ¿es grave?, ¿tiene solución?
   —No, no que va. Tranquila. La dislexia no se considera enfermedad y la curación depende únicamente de mucha práctica…, quiero decir, que, escribiendo y leyendo se puede corregir; pero siempre y cuándo, alguien se cerciore de que lo está haciendo bien, ya que de no ser así: no serviría de nada.
   Irene se dio aire con la mano, había notado un sofoco y no sabía si echarse a reír o a llorar.
   —¡Ah!, no sabe usted el peso que me quita de encima…, en cuanto a lo demás: yo misma me encargaré de acompañarla en las tareas —dijo antes de levantarse y abandonar el despacho.
   A raíz de aquello,  por las tardes, al salir del colegio, Meritxell comenzó a leer novelas de aventuras y, como consecuencia de ello, a escribir y  a narrar los sucesos del día de viva voz. Cada día buscaba sucesos que llamaran su atención y a partir de ahí siguió contando con pelos y señales los sucesos de su día a día a quienes quisieran escucharlos, endulzándolos con detalles de su propia cosecha, inventando un pasado para los personajes ajenos a su devenir, cambiando su expresión al son de lo vivido, dándole un tono gracioso, terrible, agrio…
   En el colegio, había una gran extensión de jardines que eran cuidados y mimados por Eulalio, un jardinero tranquilo y un tanto mayor que se pasaba los días trajinando de acá para allá transportando sobre una chirriante carretilla de mano los útiles de jardinería.
  Un buen día, a Meritxell se le ocurrió la idea de contar a sus «amigos» algo que había presenciado:
   —Hola chicas —dijo al acercarse al grupo de colegas con voz misteriosa antes de entrar en clase—. Tengo que desvelaros algo que he descubierto hace un par de días...
   —¿De qué se trata? —consultó la más alta del grupo.
   —De algo que he visto con mis propios ojos y que…
   —No será otra de tus absurdas e imaginarias historias, ¿verdad? —expresó otra, poniendo cara de saberlo todo.
   —Os juro que no es producto de mi imaginación…, esta vez se trata de algo real.
   —Cuenta, cuenta entonces —retumbó por todo el vestíbulo la voz de la que parecía mandar en el extraño grupo.
   Meritxell consultó su reloj.
   —Ahora no tengo tiempo, pero cuando salgamos al recreo podréis comprobarlo con vuestros propios ojos, pero antes...: hay que hacer un pacto de silencio.
   —Está bien, nos veremos en el lugar de siempre —dijo la más alta, al salir corriendo hacia las aulas, antes de que se disgregase la caterva de chiquillas.
   Dos horas después, extremadamente intrigadas, se reunieron en el patio.
   —Y bien, Meritxell ¿qué era eso tan importante que teníamos que saber? —consulto la misma de siempre.
   —Ya os lo dije antes, primero tenemos que hacer un pacto de silencio —señaló antes de ordenar y formar entre todas un círculo  y, tras extender su mano hacia el centro, alzando un tono la voz dijo—: Ahora tenéis que poner una mano sobre la de quien os precede y cuando cierre con mi otra mano el conjunto y lance la pregunta: si respondéis correctamente, quedará sellado el pacto. ¿Os habéis enterado? ¿Os queda claro?
   —Sí —respondieron enérgicamente.
   —¡Juráis por Dios y por nuestra propia vida que lo que aquí se diga no saldrá de vuestras bocas!
   —¡Sí, lo juramos! —gritaron al unísono.
   —Eulalio no es un simple jardinero y…
   Abriendo los ojos hasta más no poder y con las manos y la boca como en El Grito, de Vicent Van Gogh
   —¡Ah! —exclamó el conjunto al completo.
   Al percatarse de que había conseguido lo que pretendía, continuó con su enigmática historia.
   —Se trata del guardián de los secretos del colegio… y los ha escondido en un cofre en uno de los jardines donde se ocultan los restos antiguos del misterio de unas criaturas mágicas que han descendido de las estrellas.
   —¿Estás segura de que lo que dices es cierto? —dijo la de...
   Poniendo serio el semblante y sin que la voz le temblase lo más mínimo.
   —Tan segura y tan cierto como que estamos aquí reunidos. Así es que: hay que andar con cuidado... y con los ojos  bien abiertos...
   La más alta, con voz trémula y sin salir de su asombro.
   —¡¿Por qué dices eso?!
   Con el misterio dibujado en su rostro, mirando en todas direcciones y recalcando cada una de las palabras que consideró oportunas, prosiguió relatando.
   —Eulalio es un agente secreto... y puede tener micrófonos por todos lados… lo primero que tenemos que hacer... es asegurarnos de que no está al corriente de lo que sabemos.
   La de siempre, angustiada y nerviosa sin ser consciente reiteró por dos veces la misma frase.
   —Sí, pero ¿cómo lo haremos?...
   Meritxell, cual si fuera un experimentado actor interpretando el papel de un misterioso agente secreto, tratando de generar ansiedad en sus oyentes, continuó alternando el énfasis de algunas palabras con los espacios de silencio.
   —Hay que escudriñar con disimulo cada palmo de los jardines…, mirar detrás de cada seto…, de cada flor… y os lo advierto...: no descartéis ningún objeto o lugar por inverosímil que os parezca... o, de lo contrario…
   —¿De lo contrario, qué? —indagó con más miedo que curiosidad, Marga—. Sigue, no te detengas ahora.
   —Podría darnos un palazo en la cabeza y deshacerse de nosotros…, podría cavar una fosa por la noche para enterrarnos... y, a la mañana siguiente, sin levantar sospechas, sembrar bulbos de jazmines sobre nuestro propio cadáver.
   —¡¿Qué hacemos entonces?! —consultó de nuevo Marga, la más alta del grupo y la misma de siempre.
    Meritxell, dando muestras de entereza, confiando en sí misma y en sus fuerzas, propuso.
   —Le vigilaremos durante los recreos… y simulando que estamos jugando…, iremos eliminando los micrófonos que vayamos encontrando…, pero recordad, que nuestro objetivo principal será encontrar el cofre y descubrir que alberga en su interior.
   Durante más de un mes, Eulalio se sintió perseguido, vigilado, y sin saber por qué le llamó la atención el extraño comportamiento de un grupo de chiquillos que a distancia le seguían cada uno de sus pasos, capitaneados por una simpática y regordeta muchacha de pelo castaño, y disimulada mirada.
   Unos días después, a eso de la hora del Ángelus, al levantar la tapa de la arqueta de riegos: «Pero que diablos» —se dijo para sí mismo llevándose las manos a la cabeza, al descubrir que alguien le había cambiado de sitio la botella de vino tinto que acostumbraba a llevar para ayudarse a ingerir el bocadillo y calmar su sed a cualquier hora de la jornada laboral—: «Juraría que la he dejado aquí esta mañana».
   —Eulalio, ¿le ha ocurrido algo? —consultó Asunción.
   Al escuchar y reconocer la voz de la directora este se puso en pie de un salto y, «como si la cosa no fuese con él», trató de mantenerse al margen evitando que cualquier gesto le pudiese delatar.
   —No, no. Tranquila…, acabo de recordar que la tijera de podar está en la caseta —respondió con lo primero que se le ocurrió. Era consciente que, si le descubría por segunda vez haciendo algo que tenía totalmente prohibido dentro del recinto escolar, su puesto podría peligrar…

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