sábado, 1 de octubre de 2016

Capítulo II, episodio 6, En el Fondo del Mar...



Septiembre de 2007
Tras el fallecimiento de su progenitor, los hermanos Doménech habían acordado modernizar el vetusto y prospero local que desde generaciones atrás había provisto del capital necesario para llevar una vida desahogada a los herederos de D. Alberto Doménech Castellblanc y, con el fin de desprenderse cuanto antes de las existencias, optaron por hacer un descuento del 70% de precio de venta al público en todos los artículos y, unos meses después, echaron el cierre, dejando en un lateral  un cartel que decía «Cerrado por reformas. Disculpen las molestias».
   El tiempo, como siempre, continuó su curso...:  súper lento para unos y excesivamente rápido para otros,  y cuándo menos lo esperaba sonó la melodía su móvil :
   —¿Sí? ¡Diga  melón! —dijo en tono jocoso Abelardo, tras comprobar el nombre que aparecía reflejado en la pantalla de su celular.
   —¡Jajaja! Que cosas tienes.  Esto..., que te iba a decir..., ¿sabes algo de mi novela?
   —Sí, claro. Ya te dije en su día que aquí las cosas «iban como en los palacios…».
   —Es que, como ha pasado casi medio año y no he tenido noticias.
   —No te preocupes prima, está todo controlado y es más que posible que de aquí a unos días procedan con la lectura y, por consiguiente, contactar contigo.
   —Bueno, bueno..., pues ahora que lo sé, me quedo más tranquila… ¿Qué tal os va todo?
   —Bien, bien. La familia bien, ¿Y vosotros que tal?
   —Bien, también. Bueno, te dejo: que estás en horas de trabajo y no me gusta molestar. Dales recuerdos a todos de nuestra parte.
   —Igualmente. ¡Venga, hasta otro día!
   —Adiós.
   Al pasar junto al inmueble que alberga la editorial Planeta d'Agostini, Meritxell giró la cabeza hacia el lado derecho y, tras contemplar el majestuoso y florido edificio durante cinco segundos, prosiguió con dirección al comercio que regentaba su madre a bordo de su ciclomotor cuando de súbito, los rugidos emitidos por los vehículos que circulaban en paralelo y a su alrededor fueron reduciendo la sonoridad hasta hacerse apenas imperceptible, dando paso a una melódica música de fondo. El desagradable olor que emanaba de los tubos de escape al ser quemados los hidrocarburos se fue transformando en una agradable fragancia con sabor a naturaleza, a lavanda, a romero…
   —Hola, buenos días —dijo con voz dulce un apuesto joven, trajeado al igual que «El Botones Sacarino», pero en gris—. No me lo puedo creer, ¿ya ha terminado otra de sus novelas?
  —Sí, así es. La comencé hace un mes y tengo otra casi a medias.
  —¡Qué barbaridad!... ¡Qué capacidad inventiva!... ¿De dónde saca usted tantos argumentos y tramas?
  —Ya sabes, mi cabeza no para de pensar y mis ágiles dedos están ávidos de teclear con frenesí...
   De repente, se escuchó un frenazo y, tras este, un estampido. El tráfico se detuvo durante unos minutos y, sin bajarse de los vehículos, a través de las ventanillas contemplaban cómo unos viandantes trataban de socorrer a alguien que se hallaba en mitad de la acera intentando ponerse en pie tras haber chocado con la rueda delantera de su ciclomotor contra el bordillo de la acera.
   —Tienes que estarte quieta —gritaba uno de los viandantes mientras trataba de sujetarla—, no puedes quitarte el casco.
   —¿Qué ha pasado?..., ¿dónde estoy?..., ¿mi moto?..., ¿dónde está mi moto?
   —Tranquila, tranquila. Has tenido un accidente, la moto está ahí, un poco más allá. No te preocupes por nada: que ya viene la ambulancia de camino.
   —Pero si a mi no me pasa nada, déjeme que me ponga de pie —gritó Meritxell.
   —Te he dicho que no… Espera un poco, que ya se escucha la ambulancia.
   —¡Joder! ¡Qué pesado que es!, ya le he dicho que estoy bien.
   Unos minutos después, de ser atendida por los sanitarios.
   —Has tenido una suerte poco usual —dijo el médico—, se puede decir que hoy has vuelto a nacer y, a pesar de la gravedad del accidente, como evidencia el ciclomotor partido en dos, apenas tienes unas leves contusiones: prácticamente nada para lo que realmente podría haber ocurrido. ¿Se ha distraído?..., ¿mareado?..., ¿cómo ha ocurrido?
   —Iba conduciendo y algo que me ha llamado la atención... y, en menos de un segundo: estaba aturdida y entreoía a alguien como muy lejano...
   —En principio, puedes irte para casa; pero si notas alguna molestia, por mínima que sea, te aconsejo que acudas al Centro Hospitalario que te corresponda. Nunca se sabe lo que puede ocurrir tras darse un golpetazo como este.
   —¿Qué piensa usted hacer con el ciclomotor? —consultó un joven y fornido Mozo de Escuadra.
   —De momento llevarlo al garaje de mi casa, luego..., ya veré que hago con él...,  ¿podría usted avisar a la grúa?
   —Sí, claro. ¡Faltaría más! —respondió, al tiempo que dibujaba un esbozo de sonrisa.
   Cinco minutos después, en el lugar solo quedaban unos diminutos restos que evidenciaban que allí había ocurrido un accidente, sin más.
    —«Hola, buenos días» —dijeron al unísono los recién llegados.
   Tras el mostrador se encontraba, como siempre, cigarro en boca, un enjuto hombre que tanto por su aspecto físico como por la indumentaria que este lucía era imposible adivinar, entre otras cosas, la edad que podría tener. 
   —Buenos días —respondió entre toses con voz gastada.
   —No será usted la misma persona que me atendió hace años, ¿verdad?, ¿se acuerda de mi? Vine acompañada de mi padre y le compramos una Derbi Variant.
   —Posiblemente sería yo quien os atendiese; pero, mentiría como un bellaco si dijera que sí: que me recuerdo de tu cara. Con el paso de los años cambian tanto las cosas y las personas que… ¡Son tantas las ventas realizadas en estos 50 años que…! De veras que lo siento hija, pero mi cabeza ya no está para tanto trote. Desde hace diez años es mi hijo el que se encarga del negocio… yo solo vengo para no aburrirme y no estar de brazos cruzados esperando a que llegue mi hora y…
   —Hola, buenos días. ¿en qué puedo atenderles? —saludó con voz acampanada.
   —Veníamos a comprar un ciclomotor —respondió casi en un susurro, Alberto.
   —¿Alguno en especial? —dijo al tiempo que dirigía la mirada hacia el expositor.
   Después de contarle «su versión» sobre el accidente.
   —Sé que cualquiera de los que aquí se venden sería una buena opción, así me lo hizo saber este señor hace diecisiete años y, es por ello que, he vuelto para comprar el que usted encuentre más apropiado para mi —manifestó Meritxell.
   —Creo que cualquiera de los Scooters sería ideal.
   —Pues no se hable más, ¿dónde hay que firmar? —admitió la interesada.
   —En la factura y en la propuesta del seguro después de cumplimentarlas —respondió con tono jocoso el heredero y gerente del concesionario de ciclomotores y motocicletas.
   —¿EL seguro? —consultó tímidamente Alberto.
   —Sí. Aquí en esta casa: hay cosas que a pesar del transcurso del tiempo siguen llevándose a cabo y al pie de la letra por orden explícita de mi querido padre. El casco y el primer año de seguro: van por cortesía de la casa.
   —Meritxell se acercó y cogió uno idéntico al que le había salvado la vida dos semanas atrás.
   —Si me permite una sugerencia —dijo el vendedor con tono suave.
   —Sí, claro. Por supuesto —respondió ella al tiempo que se giraba hacia él.
   —Le recomiendo que elija usted uno integral: son más seguros y, total, para usted tienen el mismo precio.
   —Le agradezco el detalle.
   —Nada que agradecer, al contrario, a usted por haber vuelto.
   Realizadas las gestiones y cumpliendo con el protocolo de encuentros y despedidas: «Cada mochuelo regresó a su olivo».


No hay comentarios:

Publicar un comentario