miércoles, 5 de octubre de 2016

Capítulo II, episodio 9, En el Fondo del Mar...




Llegando a la edad de jubilarse, Andrés e Irene convocaron una reunión familiar en torno a la mesa de un restaurante para comunicarles a sus descendientes de algo que ambos ansiaban desde hacía bastante tiempo, pasarles el testigo empresarial. La emotiva convocatoria fue aceptada sin reparo alguno, pero, una vez que se hicieron cargo de los negocios, Carla y Miguel, no estando conformes en repartir beneficios a partes iguales por el hecho de que su hermana menor se encargase de la contabilidad y la fiscalidad de dichos negocios participando a media jornada: optaron por ofrecerle una compensación económica tanto por lo que le correspondía por ser heredera como por la rescisión del contrato laboral y, esta, a pesar de no estar muy convencida, aceptó y, una vez que la entregaron la documentación necesaria para inscribirse en el INEM, y le ingresaron el dinero en su cuenta: nada más quiso saber de ellos.
   Un tiempo después, desesperada por la falta de noticias y el tiempo transcurrido decidió ponerse en contacto:
   —¡¿Sí?! —respondió con voz inquisitoria, al otro lado de la línea telefónica—. ¡Dígame!
   —Hola, buenos días. No sé si te acordarás de mí.
   —No, la verdad es que ahora mismo no caigo y...
   —Soy Meritxell Capdevila Doménech, la chica que hace cuatro meses te dejó el manuscrito de Laura en el país de los portentos, ¿te acuerdas ahora?
   —¡Oh!, ya me puedes perdonar por el despiste..., reconozco que, para esto de recordar las voces y las caras, soy un verdadero desastre —dijo con tono festivo.
   —¿Qué tal vas con la lectura de mi obra? No se te habrá olvidado, ¿verdad?
   Magda puso serio el semblante y con voz opaca respondió.
   —No, no, tranquila. Como ya te dije en su día: esto requiere de tiempo, no se trata de una simple lectura y...
   Intervino Meritxell, tratando de justificar su actitud.
   —Sí, sí, eso ya lo sé, pero como han pasado los meses y no he tenido noticias tuyas: ese es el motivo de ponerme en contacto contigo.
   —Te aconsejo que lo de publicar te lo tomes con mucha calma o, de lo contrario, terminarás padeciendo de los nervios. No obstante, en cuanto termine con el trabajo que tengo entre manos, me pondré a leer y analizar tu obra, mientras tanto, si te parece bien: puedes seguir escribiendo. Y no te preocupes por nada más y confía en mí tanto a nivel personal como profesional.
   —Espero y deseo que no te hayas tomado a mal mi actitud —articuló sintiéndose arrepentida de haber llamado.
   —No, no. Tranquila, ya sé que mi forma de hablar no es la más apropiada; pero es que, en realidad me muestro tal como soy... y eso, a veces, puede resultar contraproducente: pero es tal como soy, y me guste o no he de aceptarlo como una virtud en vez de como un defecto. Y hablando de todo un poco, si no te importa, la próxima vez que quieras ponerte en contacto conmigo: procura hacerlo en horario de oficina, porque, por desgracia para mí, recién levantada no soporto que nada ni nadie se interponga en mi camino por espacio de una hora como mínimo.
   —Gracias por todo... ahora me quedo más relajada... y créeme que de haberlo sabido...
   —No te preocupes, no tenías por qué saberlo. Espero me disculpes si en algún momento te has sentido ofendida —dijo revelando descontento en sus palabras: con la intención de poner el punto y final a la inoportuna y tensa conversación.
   Meritxell cazó al vuelo la indirecta y con un simple «adiós» pulsó sobre la tecla de colgar y guardó el móvil en un vistoso y veraniego bolso de tela y, de la misma, tomando el ascensor, accedió al garaje.
   —¿Cómo has tardado tanto, Cariño? —consultó Alberto, al tiempo que cerraba el atiborrado maletero de su rojo y flamante Audi A4 Avant.
   —Nada, mi amor... ya sabes, cosas de mujeres... —dijo tratando de evitar arruinar el plan familiar predispuesto para el fin de semana.
  Durante el recorrido, Alberto sintonizó el dial 90.1 de la Ciudad Condal, los niños se entretuvieron con las videoconsolas y Meritxell inmersa en infinidad de recuerdos vividos desde su más tierna infancia. Al llegar al lugar elegido para pasar aquel verano, Calella de Palafruguell, lo primero que hicieron fue dirigirse hasta la pequeña cala de Port-Bo y, una vez allí,  los pequeños y él se dedicaron a corretear y gritar junto a las espumosas aguas, mientras que ella, para no perder la costumbre, se dirigió hasta su roca preferida y, desde allí, sentada, con las piernas dobladas y recogidas por sus brazos, apoyando en mentón sobre estas: se dejó llevar por el relajante sonido de las olas, el incesante graznido de las gaviotas y el alborozo  de los chavales, hasta su infancia y, una vez distendido el cúmulo psicológico causado por las prisas y el incesante transito de vehículos al que están sometidas aquellas personas que habitan las grandes urbes, regresaron al apartamento y, tras deshacer y colocar el equipaje en los armarios correspondientes, Meritxell se puso a cocinar lo que desde el día anterior tenía en mente: una gran cazuela de macarrones con tomate, plato único, con el fin de satisfacer los gustos culinarios de sus adorados hijos. Unas horas después, tras reponerse del viaje y reposar los alimentos injeridos, la unidad familiar retornó junto al mar con la intención de asistir, como es costumbre desde 1967 en el lugar, (cada primer sábado de julio) al Recital de Habaneras; el mismo escenario donde se celebra, desde el año 2002, el mayor evento musical de toda la Costa Brava: el Festival de Cap Roig.
  Al retornar a Barcelona, a últimos de agosto, el estrés, la monotonía y la desidia se apoderaron de tal modo que, al verse invadida por la melancolía, Meritxell dejó de practicar aquello que tanto amaba...

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