Junio 2009
Meritxell se
despertó muy temprano, bajó las escaleras intentando amortiguar cada uno de sus
pasos, y, al llegar a la planta baja, se dirigió hasta la cocina. El silencio,
a esas horas, solo era irrumpido por el trinar de los madrugadores pájaros. Se
acercó hasta el ventanal, pulsó el botón para subir la persiana y, haciendo uso
del tirador para descorrer las cortinas, observó que el color del cielo en vez
de azul era blanquecino. Exhaló un suspiró y resoplando sorda y reiteradamente
depositó la cafetera sobre la vitrocerámica y, mientras se terminaba de hacer
el café, en una sartén puso un poco de aceite para tostar un par rebanadas de
pan, peló y cortó un diente de ajo para restregarlo por las rebanadas y,
después de hacer lo mismo con un tomate, bien maduro, las roció con un hilo de
«oro líquido», vertió un tercio del negro y amargo café en un tazón y, tras
agregar un poco de leche fría para que se templara y azúcar al gusto, se dispuso a desayunar con
la más absoluta serenidad.
Pasado un
tiempo, se dirigió al salón y se sentó sobre un sillón de tela negra, con forma
de balancín, con los apoya brazos en madera de roble laqueados con barniz
incoloro, frente a una fría y moderna chimenea. Sentada en el cómodo asiento,
mientras hacía tiempo para que los demás se despertasen, comenzó a teclear de
manera frenética en el regazado portátil. Actividad que cesó de manera
repentina al escuchar como el triunvirato familiar irrumpía en el acogedor y
tácito lugar entonando el cumpleaños feliz. Se levantó emocionada y, tras los
besos, abrazos y felicitaciones, retornó a la cocina y, reproduciendo los
mismos pasos, preparó el desayuno del trío cantor.
Una vez que
terminaron de engullir el tradicional, nutritivo y saludable almuerzo, tras
recoger los utensilios e introducirlos en el lavavajillas, la familia al
completo se metió y acomodó en el bermejo Avant
y pusieron rumbo a la población. Durante el recorrido, Alejandro y Patricia
se entretuvieron con los móviles, él escuchando música y ella jugando con uno
de los juegos que tenía instalado. Alberto permaneció en silencio y atento a la
carretera y Meritxell insertó el Módem USB en la ranura de su portátil y estuvo
leyendo las felicitaciones que sus ciber amigos le habían dejado por las Redes
Sociales donde habitualmente interactuaba. Al llegar a Puigcerdá, Alberto
detuvo y estacionó el vehículo junto a la entrada del un centro comercial y al
apearse de este:
—Alejandro,
ve a buscar un carro —dijo Meritxell al tiempo que le entregaba una moneda.
—¡Jo, mamá!
¿y por qué tengo que ser yo?
—¿Ya estamos
protestando? Te pido por lo que más quieras que no me des el día, ¿vale?...
—Calma, calma
¡por favor!... que ya voy a buscarlo yo —suplicó Alberto, haciendo los ademanes
pertinentes con las dos manos.
Patricia miró
a su hermano y con la mano vuelta y el puño cerrado hizo el gesto de j...te,
asintió un par de veces con la cabeza y continuó con la interesante partida del
móvil.
Al entrar en
el establecimiento, Alberto y Meritxell se dirigieron hacia la sección de
carnes y aves, Alejandro a la de música y Patricia a la de videojuegos. Media
hora después, tras ponerse en contacto vía móvil, se encontraban depositando
los artículos sobre la cinta de la caja 1: tres saquetes de carbón, una bandeja
con seis contramuslos de pollo, otra con seis butifarras blancas, media docena
de hamburguesas, dos tiras de costillas de cerdo, tres morcillas de arroz cebolla y piñones, dos bolsas de
ensalada picada, 1 kilo de tomates maduros, dos botes de aceitunas rellenas,
dos cebolletas, una cabeza de ajos, una botella de aceite de oliva, otra de
vinagre, una bolsa de sal gorda, tres botes de especias, una enorme sandía, un
pack de latas de refrescos, otro de cervezas, un kit de platos, vasos y cubiertos desechables y dos bolsas de hielo.
Al salir del supermercado, Meritxell miró hacia el encapotado cielo.
—¡Jum! No sé
yo...
—¿Cómo dices
cariño? —consultó Alberto.
—Que no sé,
si al final podremos llevar adelante lo planificado —respondió señalando hacia
la bóveda celestial.
—No te
preocupes cariño, si lo dices por las nubes: lo mismo que han venido se irán
—dijo al tiempo que accionaba el mando a distancia y se inclinaba para abrir el
porta equipajes, apartó con cuidado las dos botellas de vino tinto, Clos
Mogador del 2003, que él mismo había introducido antes de sacar el vehículo del
garaje, extrajo una nevera portátil, la abrió, rompió y vertió en esta una de
las bolsas de hielo, introdujo los dos packs de latas y repitiendo la misma
operación vació el resto de los hielos, le puso la tapa, la introdujo en el
maletero y pusieron rumbo al destino—: Incluso puede que allí el día no esté
igual que aquí —dijo para animarla.
—Sí, claro.
También soy consciente de ello.
A eso del
mediodía, al llegar a Matemale, el sol se hallaba entre nubes y claros... Y
junto al acceso principal, como habían quedado el día anterior, les estaban
esperando Andrés y Ana María y, tras dar por finiquitados los pertinentes
saludos, besos, abrazos y felicitaciones, entre todos trasladaron los
comestibles y bebidas hasta la zona de pic-nic
y barbacoas, y aprovechando que otra familia había terminado de asar y las
ascuas estaban en pleno apogeo comenzaron con los preparativos culinarios. El
aire se hizo notar con remolinos y cambios bruscos de velocidad, a medida que
había ido transcurriendo la mañana, el cumulonimbos había alcanzado su máximo
esplendor, el sol quedó oculto por completo y aparecieron los primeros
relámpagos.
—Mal se está
poniendo esto —dijo con tono disgustado la cumpleañera.
—Tranquila cariño,
he presenciado situaciones peores que esta y al final el aire terminará
desviando la tormenta, además de que esto ya está a punto de caramelo —indicó señalando con el mentón hacia la
parrilla.
Empezaron a
picotear sobre las ensaladas mixtas, mientras se terminaban de asar las últimas
piezas, y, cuando el cielo se oscureció aún más, aparecieron los primeros
relámpagos «¡Santa Bárbara Bendita que...!» —dijo a la par que se santiguaba
Meritxell y, sin dejarla terminar la frase, volvió a sobrecogerla el fragor un
trueno más hondo, poderoso y cercano que los anteriores y, alimentos,
comensales y utensilios fueron bombardeados por las gélidas y violentas ráfagas
de granizos. Prestos recogieron todo cuanto pudieron y salieron zumbando para
protegerse en los vehículos. La tormenta se explayó durante veinte
interminables minutos, corrieron entre los gritos y la multitudinaria estampida
de personas que como ellos trataban de ponerse a salvo de la desmesurada saña
ejercida por el catastrófico y devastador pedrisco. Empapados, con los cristales empañados,
aguardaban a que escampase para terminar de recoger el resto de la fracasada
barbacoa.
Al salir de
los vehículos, el panorama que se encontraron al legar a la mesa era desolador:
ramas rotas, hojas destrozadas, granizos y tierra se habían mezclado con los
alimentos, nada se libró del cruento ataque meteorológico, excepto las bebidas.
Unos y otros se miraban con desilusión al tiempo que se encogían de hombros
cómo diciendo: «¿Y qué podemos hacer?».
—¡Venga,
vayámonos!, que aquí no tenemos más que hacer —resolvió sin poder evitar
que la voz se quebrara y los ojos se
inundasen, aquella que detestaba los días de lluvia.
Los demás
asintieron y, a excepción del cambio que reflejaban sus rostros y ademanes, del
mismo modo que habían llegado, se marcharon.
Una vez en
casa, mientras los demás se cambiaban de atuendo y se ponían cómodos, Meritxell
sacó dos pizzas congeladas, las horneó y «como a falta de pan buenas son las
tortas» al terminarlas: «Que ricas están, ¿vedad?» —dijo intentando romper el
silencio que se había instaurado. Ana María y Andrés asintieron sin
pronunciarse.
—¡Bah! para
esto mejor que nos hubiésemos quedado en casa —dijo con tono despectivo
Alejandro.
—¡Cállate!,
estúpido. ¡Qué cada vez que hablas sube el pan! —exclamó Patricia.
—Calma,
calma. Tengamos la fiesta en paz ¡Por favor! —dijo Alberto, haciendo los
ademanes correspondientes al principio y al final de su intervención.
—No es
necesario que descorches el vino, prefiero tomar cerveza —indicó Andrés.
Meritxell
apenas probó bocado, se levantó y dirigió sus pisadas hacia el frigorífico, lo
abrió y se inclinó para recoger una
tarta de chocolate que ella misma había preparado el día anterior.
—Bueno,
chicos... al menos no lo podemos dar todo por perdido... ¡gracias a que se me
olvidó recogerla esta mañana, se ha librado del maldito pedrisco! —manifestó
con tono festivo.
A excepción
de Alejandro, al resto de comensales se les alegró tanto el rostro como la
vista.
—Pues, no sé donde está la gracia: si total,
desde el principio su destino era ser devorada —expuso y razonó con ironía, Alejandro.
El resto, sin
prestarle atención, continuó degustando el dulce final, sin más.
Alejandro,
por el contrario, con la amarga sensación de quien tras un largo y trabajado
discurso escucha «a palabras necias...», se levantó malhumorado y escaleras
arriba se encaminó hasta su cuarto, una vez allí, se colocó los auriculares y
se estiró sobre la cama en decúbito supino. Unas horas después, Andrés y Ana
María regresaron a casa y los demás, siguiendo los pasos de Alejandro, se
marcharon a dormir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario