Apenas había transcurrido un
año desde el alumbramiento del pequeño José Carlos cuando surgió la necesidad
de incrementar el aporte de capital en el hogar. El salario que Jefferson recibía
en la pollería apenas alcanzaba para cubrir el alquiler, el consumo de energía
y los productos alimenticios más básicos. Ese día, María llegaba al domicilio
exhausta y pletórica, tras haberse pasado la mañana recorriendo el centro de la
ciudad, calle por calle.
María dio un salto con los puños por alto, al entrar en
casa.
–¡¿Qué pasa?! ¿A qué se debe tanta alegría? –dijo, a modo
de saludo, sin salir de su asombro, Jefferson.
–La suerte está de nuestro lado cariño.
–¿Nos ha tocado la lotería? –preguntó con sarcasmo.
–H… he encontrado trabajo –musitó.
–¡Ah!, se trata de eso –dijo apático.
–¿N.. no te parece motivo suficiente?
La miró de arriba abajo de soslayo.
–La verdad es que no mucho.
–¿Y eso? N… no entiendo por qué... s… si tú mismo… –farfulló
afligida.
–No, si lo de traer dinero a casa está muy bien, mas ¿qué
harás con el bebito?
–Lo dejaré acostado en la cuna, limpio y comido antes de
salir de casa. No creo que haya mayor problema, ya que; para cuando sea la hora
de comer: estaré de vuelta –respondió convencida.
–¡¿Cómo dices?! –bramó.
–¿N… no te parece bien?
–Bueno, ¡tú sabrás lo que haces!
–P… pareces poco convencido.
–¡No, no se trata de eso precisamente!
–P… pues, tú me dirás, ¿qué quieres que haga?, si ya me he
comprometido para empezar mañana.
–¡Haz lo que te salga del coño!, pero eso sí, ¡espero que
si le ocurre algo al niño no me responsabilices a mí! ¿Te queda claro?
–Sí, sí... no te preocupes –susurró
–¡Venga!, ve sacando la cena que aún me quedan muchas cosas
que hacer antes de echarme a dormir –concretó con apremio.
María, intuyendo que de seguir así podrían acabar como en
el Rosario de la Aurora, se abstuvo
de hacer público lo que estaba pensando. Quedando relegado a la nada el motivo
que la hizo venirse arriba: haber sido admitida como empleada de hogar en casa
de un afamado odontólogo.
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