Iñaki se disponía a salir de
picos pardos, tal y como venía siendo habitual en los últimos años cada vez que
el día de cobro coincidía próximo al que le correspondía guardar fiesta. Era
domingo. Sobre la cama se hallaba un pantalón vaquero, una camisa de
entretiempo, unos calzoncillos claros y un par de calcetines oscuros, y junto a
esta, en el suelo, unas playeras de buena calidad. Un rato después, antes de
salir al rellano, cogió del perchero que estaba ubicado en el recibidor una
cazadora negra de polipiel, se la puso, hizo un par de movimientos con los
brazos para terminar de ajustársela, echó un vistazo a la vivienda para
asegurarse de que no se dejaba luces encendidas ni grifos abiertos, llevó la
mano derecha al bolsillo trasero del gastado vaquero, sacó la billetera y comprobó
si llevaba suficiente dinero para llevar a cabo el tan anhelado momento y
liberarse de la tensión acumulada desde la última vez. Se detuvo junto a la
puerta principal, se inclinó para recoger a Tigre
del suelo, ritual que llevaba a cabo prácticamente desde el primer mes que el
morrongo se había instalado en el hogar, y lo colocó entre sus brazos como si
fuera un bebé. El dependiente felino se había habituado a tumbarse junto a la
puerta con la intención de impedir la salida. Tigre odiaba quedarse solo, y
cada vez que Iñaki se ausentaba él se ponía triste, y cada vez que eso ocurría,
se dirigía hasta el comedero y aliviaba sus penas llenando el buche hasta
hartarse, y después se ponía a maullar melancólicamente hasta el regreso de su
dueño.
Antes de salir al portal, Iñaki se detuvo un momento y giró
la muñeca para consultar el reloj de pulsera: «Aún es pronto, así que haré el
camino a pie», se dijo para sí mismo, sin importarle lo más mínimo ni el fresco
de la noche ni el tener que caminar casi los tres kilómetros que mediaban entre
el punto de partida y el destino previsto. Total, no sería la primera vez ni la
última que hacía aquel recorrido, e independientemente de hiciese calor, frío,
lloviese, o incluso de que nevase, y se lanzó a la aventura.
Al llegar a la altura del antiguo convento de La Merced, es
decir, donde actualmente se halla ubicado Bilborock,
un lugar lleno de vida y un centro de sinergias constantes, preparado para
acoger, además de música, todo tipo de actividades de interés para la juventud:
cine, teatro, danza, instalaciones, laboratorios de experimentación,
conferencias, presentaciones, …, su corazón comenzó a palpitar, no por lo
inclinado del trazado, sino por las ganas que tenía de llegar al sitio que se
había prefijado.
Un rato después, tras acceder al interior del burdel,
condujo sus pasos hasta situarse al otro extremo de la barra:
–Hola, buenas noches –saludó con tono afable, una mujer de
mediana edad, que, ligera de ropa, atendía la barra excesivamente maquillada,
al detenerse frente a esta, Iñaki—. ¿Qué le sirvo, caballero?
De fondo se escuchaba la alegre y movida canción Me sabe a
humo, de Los Chunguitos
–¿Tienen cerveza sin alcohol? –consultó exhibiendo una
tímida sonrisa.
–Sí, claro. ¿Alguna marca en especial?
–¡Psche!, me da igual, pero, si puede ser, que no esté muy
fría, ¡por favor!
La exmeretriz abrió el botellero y después de remover el
contenido extrajo un botellín.
–¿Le viene bien así? –preguntó a la par que lo acercaba al
cliente.
Iñaki extendió el brazo para comprobarlo con el reverso de
la mano.
–Sí, así está bien. Gracias.
–¿Se la sirvo en vaso?
–Sí, por favor.
A pesar de que era la cuarta vez que entraba en el local,
la curiosidad hizo que sintiese necesidad de escrutar cada centímetro, pero lo
llevó a cabo con tanto disimulo, que: nadie se percató. De repente, cesó la
música. La encargada de servir las copas se giró sobre sí misma, y tras
realizar el cambio de disco en la minicadena que estaba junto a la caja registradora,
comenzó a sonar la canción de Soy un perro callejero, de Los Chunguitos.
–Hola, buenas noches –dijo, con voz melosa, la recién
llegada.
–Hola respondió Iñaki–, ¿qué tal?
–Bi…bien, ¿y tú? –respondió dejando entrever lo nerviosa
que estaba al apoyar una de sus manos sobre el hombro de Iñaki.
–Tú eres nueva, ¿verdad? –dijo por decir algo.
Ella bajó la mirada, al entender el poco interés que
despertaba en él.
–¿S… se nota mucho? –farfulló afligida.
–No, no, la verdad es que al verte me he quedado sin palabras…
La joven enarcó una ceja y permaneció en silencio.
–…suelo venir por aquí de vez en cuando y es la primera que
he visto a una chica tan guapa y tan joven como tú y…
–Hoy es mi primer día en este mundo, y no sé por qué me he
venido abajo después de haberme atrevido a dar el primer paso.
–…no te preocupes, en cualquier trabajo, es lo que suele
pasar.
–¿Me invitas a una copa? —sugirió con vergüenza.
–Sí, claro, pero antes me gustaría saber algunas cosas
sobre ti.
–¡¿El qué?! –dijo extrañada.
–Me gustaría saber cómo te llamas, pero tú nombre de
verdad, no el que utilices para trabajar.
–¿Y es necesario, eso?
–Pues, que menos que saber el nombre de la persona con la
que me voy a tomar una copa, ¿no?
–Está bien, mi nombre es María, soy ecuatoriana y hace algo
más de un año que estoy en este país. ¿Y tú?
Él se acercó para darle un par de besos en las mejillas.
–Encantado, María. Mi nombre es Iñaki Gato Goytisolo.
Pese a la escasa intensidad del alumbrado, Iñaki observó
que el rostro de la joven parecía un poema.
–¡¿Te ocurre algo?! –preguntó circunspecto.
–Esto… ejem –carraspeó la bella ecuatoriana–, nunca oí nada
igual.
–¿Te refieres a mi nombre, o a los apellidos?
La principianta asintió un par de veces con la cabeza.
–Como todo en la vida tiene su porqué, mi padre, ¡qué en
paz descanse!, se llamaba Ignacio Gato Lobo; dos apellidos muy habituales en
Zamora, su ciudad natal. Mi madre, ¡qué Dios la tenga en la Gloria!, se llamaba
Amaia Goytisolo Gorostiza, dos apellidos muy del País Vasco, y cuando vine al
mundo, como era y es costumbre en mi familia, por parte paterna, me impusieron
su nombre. Mi madre no se opuso a continuar con la tradición, y para evitar
confusiones en el futuro, propuso que para dirigirse a mí lo harían como Iñaki,
algo que amigos y familiares aceptaron sin más.
–¡Ah!, entonces…, tú eres español y vasco a partes iguales,
¿no?
–Sí y no, ya que: depende de según el punto de vista que le
quieras dar.
Los nervios de María se fueron distanciando a medida que
avanzaba la conversación.
–La verdad es que no te entiendo, ¿podrías ser un poco más
claro?
Iñaki mostró su perfecta dentadura al sonreír.
–Soy bilbaíno de nacimiento y español de sentimientos.
El desconcierto expresado en el rostro de la joven era más que
evidente.
–Verás, el tema que planteas da para mucho; pero no es la
hora ni el lugar más indicado para ser tratado.
–Perdona, pero no comprendo lo que me quieres decir.
–Es un tema que requiere de ser tratado con mucha cautela,
porque, de lo contrario, podríamos vernos envueltos en serios problemas.
María enarcó las cejas.
–¡Oh!, discúlpame, no era mi intención.
–No pasa nada, tranquila. ¿Te apetece otra copa?
Ella asintió encogiéndose de hombros, él levantó el brazo y
chasqueó los dedos para llamar la atención de la camarera.
–¿Sí? –dijo esta al tiempo que se bajaba del taburete que
estaba junto al equipo de música y la caja registradora.
–Pónganos otra ronda –indicó señalando con el índice hacia
la copa y el botellín que esperaban ser retirados o sustituidos por llevar
estos vacíos más de una hora.
Iñaki y María reanudaron la conversación y, entre copas,
canciones, humos risas…, de una cosa se fueron a otra. Iñaki le contó que
desconocía por completo el hecho de vivir donde moraba era por algo hecho a
propósito o por pura coincidencia, ya que, las razones con respecto al porqué
sus padres se habían instalado en un edificio ubicado en la plaza Moraza, según
le había indicado su padre en más de una ocasión, era debido a que: «dando un
salto aquí, otro allí y la barriga en el medio se convertía en Zamora». Algo
que nunca supo Iñaki era si lo decía en serio o simplemente por hacerse el
gracioso, ya que su padre se fue de este mundo el 31 de diciembre de 1978 y dos
años después el día 24 del mismo mes fallecía su madre, y con ellos se le fue
toda la familia. Llegados a ese punto de la noche, a Iñaki no le importó
decirla incluso que el puesto que ocupaba en el servicio de limpieza era porque
la empresa contemplaba la posibilidad de que este pasara de padres a hijos, si
estos así lo decidían, independientemente de que el cese fuera como
consecuencia de jubilarse o por defunción. Sin entrar en detalles, María le
explicó el calvario que la había tocado vivir y el verdadero motivo por el que
se vio obligada a abandonar su país, y al recordar a su hijo en aquella
situación, rompió a llorar angustiosamente; culpándose mentalmente de no
haberse dado cuenta antes y haber evitado las muchas veces que este habría sido
violado por aquel depravado ser. Iñaki la estrechó fuertemente entre sus brazos
tratando de consolarla. Y para cuando quisieron darse cuenta, Marcela estaba
llevando a cabo las correspondientes acciones para realizar el cambio de luces
y silenciar al incesante equipo de música, al menos por unas horas.
–Señoras y señores, ha llegado la hora de echar el cierre
al garito, ¡por favor!, ruego: vayan abonando las consumiciones, gracias
–anunció afablemente, tal y como tenía por costumbre al llegar la hora fijada
por la Ordenanza Municipal.
De retorno al hogar, a pesar de que no había llevado a cabo
el motivo por el que se había desplazado hasta la parte vieja del Gran Bilbao,
Iñaki iba más que satisfecho. La cercanía que le brindaba aquella joven hizo
que se olvidase por completo de su retraimiento a la hora de exteriorizar sus
emociones y sentimientos. Lo había pasado tan bien, que el hecho de recordarlo,
sirvió para que el trecho que tenía que recorrer pasara totalmente
desapercibido. Tanto que, para cuando quiso darse cuenta, se encontraba con Tigre entre sus brazos.
–¿Qué te pasa, cariño? ¿Me echabas de menos? –consultó
rascándole entre el cuello y las patas delanteras.
El astuto y zalamero felino emitió un miau tan corto y
lastimero que obligó a su dueño a tener que justificarse.
–A caso creías que no regresaría, o es que aún no sabes que
los que están en el acuario y tú sois mi única familia –consultó con tono
afligido, a pesar de dar por hecho que después de haberse hartado a comer se
habría tumbado todo lo largo que era sobre el trillado sofá y quedarse dormido,
por el hecho de que eso era lo que le ocurría a él cada vez que llenaba el
estómago. Mientras tanto, el minino no hacía otra cosa que ronronear tanto por
el placentero masaje como por la entonación que le daba al pronunciar cada una
de las frases que su amo le dedicaba.
Al cabo de un rato, Iñaki le depositó en el suelo y se
dirigió hasta la cocina con la intención de cenar algo antes de meterse al
sobre. Y estuvo a punto de caerse un par de veces, Tigre tenía la costumbre de seguirle restregándose contra las
piernas de este, con el rabo erguido y la punta ligeramente torcida hacía la
derecha, acompañándolo con el característico sonido que emiten al ronronear
cada vez que se sienten felices: en señal de agradecimiento.
Al terminar de recoger la mesa y liberar al mantel de las
migajas de pan por la ventana, Iñaki se dirigió hacia el aparador donde estaba
ubicado el acuario, abrió uno de los cajones para coger en envase que contenía
el alimento de los peces, levantó la tapa y espolvoreó unas cuantas escamas a
lo largo de la abertura para distribuirlo y que los impacientes peces saciasen
las ganas de comer tal y como les tenía acostumbrados, tras regresar a casa
después de concluida la jornada laboral.
Antes de irse a dormir, Iñaki entró al cuarto de baño,
precisaba cambiar el agua al canario,
había tomado varias cervezas y la vejiga le indicaba que estaba a punto de
reventar. Tigre le siguió, y mientras
su dueño miccionaba, se tumbó en el suelo y comenzó a golpear sobre este con la
cola en señal de protesta por la exigua atención recibida tras su
interpretación melodramática, fingiendo aquel afligido maullido y el posterior
ronroneo al ser rascado de aquella manera unos minutos antes.
–¡Ven aquí, cariño mío! –dijo inclinándose para cogerlo.
–Miiiaaauu –susurró el zalamero y taimado morrongo.
Iñaki echó un vistazo desde el pasillo para asegurarse que
no dejaba nada encendido antes de entrar al dormitorio. Luego se desvistió, y
vistió de cama con un colorido pijama, abrió la cama, se metió entre las
sábanas, apagó la lámpara que había sobre la mesita de noche, y unos segundos
después, Tigre se encaramó sobre la
piltra dando un salto e intentó por todos los medios que su adorado amo le
dedicase unas caricias pasándole la mano por el lomo, algo que le recordaba a
su madre cuando esta le lamía desde la cabeza hasta el comienzo de la cola en
señal que cariño y protección. Después bastaron un par de minutos para que
ambos se quedasen dormidos, como cada noche, Iñaki con la testa pegada al
cabecero, orientada hacia el norte; Tigre
lo haría apoyando la cabeza contra el piecero y el lomo haciendo presión contra
los pies de su compañero de alcoba.
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