jueves, 16 de junio de 2016

Capítulo II Episodio 5 ¿Víctima o Verdugo?

«Quién me iba a decir a mí que llegaría el día de romper la costumbre de salir de picos pardos una vez al mes», eso o algo parecido podría estar diciéndose para sí mismo en aquellos momentos, Iñaki; pero no, en su mente solo estaban el angelical rostro, la dulce voz y la tristeza que reflejaban los ojos de María. Sin saber por qué estuvo haciendo cábalas durante toda la semana, preguntándose un día sí y otro también por qué sentía aquella necesidad de estar con ella.

   Sentado sobre la niquelada cama en la que había venido durmiendo desde que cumpliera cinco años, la misma que a pesar de haber pasado una treintena de años conservaba su lozanía y comodidad. De súbito notó que no llegaba a los pulmones el oxígeno que estos demandaban. Los nervios afloraron. Necesitaba salir pitando cuanto antes, y nada le salía como él esperaba, pese a ser consciente de la célebre frase: «Vísteme despacio que llevo prisa». Al cabo de un rato, al terminar de abrocharse las playeras, se puso en pie, se metió los bajos de la camisa por dentro del pantalón y, tras comprobar que no se dejaba nada encendido, se dirigió hacia el recibidor, descolgó la negra chamarra del perchero, se la puso e hizo unos movimientos con los hombros a la par que con las manos tiraba de ella hacia abajo con la intención de que se ajustase a su atlético cuerpo. Después, se inclinó para retirar de la puerta al que daba violentos coletazos sobre la tarima en señal del enojo que le causaba la imprevista salida, ya que si no le fallaba la memoria al morrongo era domingo y ese día tocaba estar tumbados sobre el sofá, compartir una bolsa de patatas fritas, alguna que otra aceituna y tomar cerveza sin, uno, y el caldo de las aceitunas el otro. Desde el suelo, una verde y oblicua mirada recorría de arriba abajo los ciento ochenta y tres centímetros que medía el morrosko a la par que movía los bigotes, suspiraba y apretaba la mandíbula con desaire.

   –¿Qué te pasa ahora, cariño mío? ¿Por qué te enfadas?

   –Miauuu –maulló afligidamente poniendo ojos de carnero degollado tratando de impedir quedarse llorando hasta que él retornase a casa.

   –No te preocupes, cariño. Te prometo que no tardaré mucho y hoy, además de dejarte le tele puesta para que no te aburras, te dejaré un plato con patatas y otro con ese caldo de aceitunas que tanto te gusta, ¿vale?

   Tigre suspiró sonoramente y parpadeó un par de veces dando a entender que, muy a su pesar, estaba de acuerdo: puesto que era consciente que no le quedaba otra.

   Al llegar junto a la puerta del prostíbulo, Iñaki se detuvo un momento y, tras detener el cronómetro de su reloj de pulsera: «¡Joder!, qué tiempo y eso que apenas practico deporte», se dijo para sí mismo con voz sorda, al comprobar que había tardado veintidós minutos y treinta segundos en recorrer los tres kilómetros que distaban desde el punto de partida y el de llegada, o lo que es lo mismo, había mantenido una velocidad de 2, 2 metros por segundo. Luego, tras abrir la puerta y entrar, Iñaki barrió el local con la mirada en busca de María. La decepción se reflejó en su rostro al comprobar que no se hallaba allí y prosiguió caminando, carilargo y meditabundo, hacia el otro extremo del local.

   –Hola, buenas noches, ¿qué le sirvo? –saludó con tono afable, Marcela.

   –Una cerveza sin… –respondió desanimado.

   Marcela hizo que buscaba en el botellero, pero sabía perfectamente que no encontraría ninguna, ya que las únicas cervezas sin alcohol que habían pisado en aquel local eran la media docena que se había tomado Iñaki el domingo anterior, y como era algo que no se consumía con frecuencia se le había olvidado hacer un pedido para reponerlas. Al cabo de un rato la teatrera exmeretriz se llevó las manos a la cabeza fingiendo preocupación.

   –Esto…, me temo que no va a ser posible, señor.

   Iñaki levantó la mirada y se sintió asqueado por la desdicha.

   –¿Y no tiene nada sin alcohol?

   –Sí, tenemos refrescos de cola, limón, naranja, batido de chocolate…

   –No, no, gracias. No me apetece nada. Lo siento.

   Marcela, intuyendo que al cliente no le quedaba otra que salir del local, se inclinó para pasar por el hueco que permitía situarse a un lado o al otro del mostrador, y situándose junto a Iñaki, le dio una palmadita con tono amigable sobre el hombro.

   –No se preocupe, si se espera usted un momento, todo tiene solución –dijo antes de abandonar el local, con la intención de salir ella misma en busca de la consumición solicitada.

   Un cuarto de hora después apareció con una bolsa repleta de cervezas que había adquirido en el bar La Ochoa, por el mismo precio que a Iñaki le costaría una, solo por el hecho de haber cruzado la calle y ser distinta la catalogación municipal a la que ambos locales estaban adscritos.

   –Lo que no puedo evitar es que están muy frías para su gusto –dijo esbozando una sonrisa, Marcela.

   –¡Psche!, no importa –respondió encogiéndose de hombros–, esperaré a que se temple un poco, total, no tengo prisa.

   En ese instante un portazo a su espalda hizo que se girase maquinalmente. Por un momento continuó estático y confuso, por un lado, el corazón le dio un vuelco y comenzó a latir al doble de lo normal al descubrir que se trataba de María; por otro, al percatarse que no salía sola del reservado, su estado anímico se vino abajo tan rápido como el halcón que desciende desde el cielo con la intención de apresar el sustento de su descendencia. «Pero qué coño me pasa ahora… ¿por qué me tengo que sentir así?, si apenas la conozco», pensó, sin salir de su asombro ni el desconcierto que le causaba la extraña sensación que le producía el simple hecho de imaginar lo que habría ocurrido detrás de aquella maldita y ruidosa puerta. Al pasar junto a él, sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda de arriba abajo y se le erizaba la piel. De la misma, agarró el vaso donde atemperaba la cerveza y se la tomó de un trago. La amarga sensación que percibió al ponerse en funcionamiento las papilas gustativas que se ubican en la parte posterior de la lengua hizo que se estremeciera como un álamo temblón en un día de viento. Mientras tanto Amor de compra y venta, de Los Chichos, sonaba de fondo.

   –Póngame otra, por favor –solicitó con la mirada perdida, y cabizbajo prosiguió abstrayéndose en cavilaciones que, además de absurdas e improductivas, no servían más que para incrementar los niveles de bilirrubina, bajar los de serotonina, y como consecuencia de la amargura de la primera y la desolación propiciada por la segunda: se sintió un ser amargo y desdichado.

   Al cabo de un rato, el tiempo que, María, estipuló justo para que el cliente no se sintiese defraudado, se despidió de él con un par de besos en las mejillas y, sin más, se acomodó en uno de los taburetes que estaban junto al mostrador con el semblante tan serio como el que acaba de llegar a un velatorio. De repente, sin saber por qué, giró la cabeza hacia el fondo del local, suspiró profundamente, se puso en pie y corrió hacia allí.
De fondo, además del murmullo de los clientes, se escuchaba la preciosa canción de Me muero por ella, de Bordón 4.

   –Hola, buenas noches –dijo con voz suave dándole un toque con el dedo corazón sobre el omoplato izquierdo.

   –Hola María –saludó secamente– ¿qué tal estás?

   –Bien, gracias, ¿y tú?

   –Bien, bien también…, ¿te apetece tomar algo?

   Ella lo miró a los ojos y sonrió.

   –No hace falta que tengas que gastar dinero para hablar conmigo.

   Al escuchar la frase, Iñaki se vino arriba y soltó una carcajada que, a pesar de ser contenida, llamó atención de media docena de hombres y otro tanto de mujeres que estaban en el animado local.

   –No, no te preocupes, que hasta ahí, llego; pero, además que entiendo que estás trabajando, me apetece invitarte y compartir este momento contigo: siempre y cuando a ti te apetezca, claro –especificó con la intención que ella fuese consciente que no la veía como a una persona interesada, sino como a una amiga.

   Las horas fueron pasando tan rápidas como suele ser cada vez que alguien se encuentra a gusto en algún sitio o con alguna persona, y para cuando Iñaki quiso darse cuenta de la realidad, se encontraba en casa, metido entre las sábanas y con Tigre durmiendo a sus pies tal y como tenían por costumbre desde que el morrongo se había convertido en otro miembro más de aquella peculiar familia: una docena de peces de agua dulce, un gato y un bilbaíno solitario.

   A la semana siguiente, y en las sucesivas, ocurrió otro tanto de lo mismo, Iñaki retornó de nuevo al lugar que tantas satisfacciones le daba, a pesar de que, sin saber el porqué, no sentía necesidad alguna de entrar en el reservado para llevar acabo el tan anhelado encuentro que le vino a la mente nada más verla el primer día.


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