«Quién me iba a decir a mí que
llegaría el día de romper la costumbre de salir de picos pardos una vez al
mes», eso o algo parecido podría estar diciéndose para sí mismo en aquellos
momentos, Iñaki; pero no, en su mente solo estaban el angelical rostro, la
dulce voz y la tristeza que reflejaban los ojos de María. Sin saber por qué
estuvo haciendo cábalas durante toda la semana, preguntándose un día sí y otro
también por qué sentía aquella necesidad de estar con ella.
Sentado sobre la niquelada cama en la que había venido
durmiendo desde que cumpliera cinco años, la misma que a pesar de haber pasado
una treintena de años conservaba su lozanía y comodidad. De súbito notó que no
llegaba a los pulmones el oxígeno que estos demandaban. Los nervios afloraron.
Necesitaba salir pitando cuanto antes, y nada le salía como él esperaba, pese a
ser consciente de la célebre frase: «Vísteme despacio que llevo prisa». Al cabo
de un rato, al terminar de abrocharse las playeras, se puso en pie, se metió
los bajos de la camisa por dentro del pantalón y, tras comprobar que no se
dejaba nada encendido, se dirigió hacia el recibidor, descolgó la negra
chamarra del perchero, se la puso e hizo unos movimientos con los hombros a la
par que con las manos tiraba de ella hacia abajo con la intención de que se
ajustase a su atlético cuerpo. Después, se inclinó para retirar de la puerta al
que daba violentos coletazos sobre la tarima en señal del enojo que le causaba
la imprevista salida, ya que si no le fallaba la memoria al morrongo era
domingo y ese día tocaba estar tumbados sobre el sofá, compartir una bolsa de
patatas fritas, alguna que otra aceituna y tomar cerveza sin, uno, y el caldo de
las aceitunas el otro. Desde el suelo, una verde y oblicua mirada recorría de
arriba abajo los ciento ochenta y tres centímetros que medía el morrosko a la
par que movía los bigotes, suspiraba y apretaba la mandíbula con desaire.
–¿Qué te pasa ahora, cariño mío? ¿Por qué te enfadas?
–Miauuu –maulló afligidamente poniendo ojos de carnero
degollado tratando de impedir quedarse llorando hasta que él retornase a casa.
–No te preocupes, cariño. Te prometo que no tardaré mucho y
hoy, además de dejarte le tele puesta para que no te aburras, te dejaré un
plato con patatas y otro con ese caldo de aceitunas que tanto te gusta, ¿vale?
Tigre suspiró
sonoramente y parpadeó un par de veces dando a entender que, muy a su pesar,
estaba de acuerdo: puesto que era consciente que no le quedaba otra.
Al llegar junto a la puerta del prostíbulo, Iñaki se detuvo
un momento y, tras detener el cronómetro de su reloj de pulsera: «¡Joder!, qué
tiempo y eso que apenas practico deporte», se dijo para sí mismo con voz sorda,
al comprobar que había tardado veintidós minutos y treinta segundos en recorrer
los tres kilómetros que distaban desde el punto de partida y el de llegada, o
lo que es lo mismo, había mantenido una velocidad de 2, 2 metros por segundo.
Luego, tras abrir la puerta y entrar, Iñaki barrió el local con la mirada en
busca de María. La decepción se reflejó en su rostro al comprobar que no se
hallaba allí y prosiguió caminando, carilargo y meditabundo, hacia el otro
extremo del local.
–Hola, buenas noches, ¿qué le sirvo? –saludó con tono
afable, Marcela.
–Una cerveza sin… –respondió desanimado.
Marcela hizo que buscaba en el botellero, pero sabía
perfectamente que no encontraría ninguna, ya que las únicas cervezas sin
alcohol que habían pisado en aquel local eran la media docena que se había
tomado Iñaki el domingo anterior, y como era algo que no se consumía con
frecuencia se le había olvidado hacer un pedido para reponerlas. Al cabo de un
rato la teatrera exmeretriz se llevó las manos a la cabeza fingiendo
preocupación.
–Esto…, me temo que no va a ser posible, señor.
Iñaki levantó la mirada y se sintió asqueado por la
desdicha.
–¿Y no tiene nada sin alcohol?
–Sí, tenemos refrescos de cola, limón, naranja, batido de
chocolate…
–No, no, gracias. No me apetece nada. Lo siento.
Marcela, intuyendo que al cliente no le quedaba otra que
salir del local, se inclinó para pasar por el hueco que permitía situarse a un
lado o al otro del mostrador, y situándose junto a Iñaki, le dio una palmadita
con tono amigable sobre el hombro.
–No se preocupe, si se espera usted un momento, todo tiene
solución –dijo antes de abandonar el
local, con la intención de salir ella misma en busca de la consumición
solicitada.
Un cuarto de hora después apareció con una bolsa repleta de
cervezas que había adquirido en el bar La Ochoa, por el mismo precio que a
Iñaki le costaría una, solo por el hecho de haber cruzado la calle y ser
distinta la catalogación municipal a la que ambos locales estaban adscritos.
–Lo que no puedo evitar es que están muy frías para su
gusto –dijo esbozando una sonrisa, Marcela.
–¡Psche!, no importa –respondió encogiéndose de hombros–,
esperaré a que se temple un poco, total, no tengo prisa.
En ese instante un portazo a su espalda hizo que se girase
maquinalmente. Por un momento continuó estático y confuso, por un lado, el
corazón le dio un vuelco y comenzó a latir al doble de lo normal al descubrir
que se trataba de María; por otro, al percatarse que no salía sola del
reservado, su estado anímico se vino abajo tan rápido como el halcón que
desciende desde el cielo con la intención de apresar el sustento de su
descendencia. «Pero qué coño me pasa ahora… ¿por qué me tengo que sentir así?,
si apenas la conozco», pensó, sin salir de su asombro ni el desconcierto que le
causaba la extraña sensación que le producía el simple hecho de imaginar lo que
habría ocurrido detrás de aquella maldita y ruidosa puerta. Al pasar junto a
él, sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda de arriba abajo y se le
erizaba la piel. De la misma, agarró el vaso donde atemperaba la cerveza y se
la tomó de un trago. La amarga sensación que percibió al ponerse en
funcionamiento las papilas gustativas que se ubican en la parte posterior de la
lengua hizo que se estremeciera como un álamo temblón en un día de viento.
Mientras tanto Amor de compra y venta, de Los Chichos, sonaba de fondo.
–Póngame otra, por favor –solicitó con la mirada perdida, y
cabizbajo prosiguió abstrayéndose en cavilaciones que, además de absurdas e
improductivas, no servían más que para incrementar los niveles de bilirrubina,
bajar los de serotonina, y como consecuencia de la amargura de la primera y la
desolación propiciada por la segunda: se sintió un ser amargo y desdichado.
Al cabo de un rato, el tiempo que, María, estipuló justo
para que el cliente no se sintiese defraudado, se despidió de él con un par de
besos en las mejillas y, sin más, se acomodó en uno de los taburetes que
estaban junto al mostrador con el semblante tan serio como el que acaba de
llegar a un velatorio. De repente, sin saber por qué, giró la cabeza hacia el
fondo del local, suspiró profundamente, se puso en pie y corrió hacia allí.
De fondo, además del murmullo de los clientes, se escuchaba
la preciosa canción de Me muero por ella,
de Bordón 4.
–Hola, buenas noches –dijo con voz suave dándole un toque
con el dedo corazón sobre el omoplato izquierdo.
–Hola María –saludó secamente– ¿qué tal estás?
–Bien, gracias, ¿y tú?
–Bien, bien también…, ¿te apetece tomar algo?
Ella lo miró a los ojos y sonrió.
–No hace falta que tengas que gastar dinero para hablar
conmigo.
Al escuchar la frase, Iñaki se vino arriba y soltó una
carcajada que, a pesar de ser contenida, llamó atención de media docena de
hombres y otro tanto de mujeres que estaban en el animado local.
–No, no te preocupes, que hasta ahí, llego; pero, además
que entiendo que estás trabajando, me apetece invitarte y compartir este
momento contigo: siempre y cuando a ti te apetezca, claro –especificó con la
intención que ella fuese consciente que no la veía como a una persona
interesada, sino como a una amiga.
Las horas fueron pasando tan rápidas como suele ser cada
vez que alguien se encuentra a gusto en algún sitio o con alguna persona, y
para cuando Iñaki quiso darse cuenta de la realidad, se encontraba en casa, metido
entre las sábanas y con Tigre
durmiendo a sus pies tal y como tenían por costumbre desde que el morrongo se
había convertido en otro miembro más de aquella peculiar familia: una docena de
peces de agua dulce, un gato y un bilbaíno solitario.
A la semana siguiente, y en las sucesivas, ocurrió otro
tanto de lo mismo, Iñaki retornó de nuevo al lugar que tantas satisfacciones le
daba, a pesar de que, sin saber el porqué, no sentía necesidad alguna de entrar
en el reservado para llevar acabo el tan anhelado encuentro que le vino a la
mente nada más verla el primer día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario