Sobremesa
del 16 de febrero de 1986
Dos humeantes y vistosas tazas
se hallaban sobre una barroca mesa de centro, y en torno a esta, sentadas en un
conservado tresillo del siglo XV, las dos Marías degustaban unas las deliciosas
pastas de té que, tras su paso por el aromático y oscuro líquido que contenían
aquellas vistosas tacitas que formaban parte de aquel decorado y bien
conservado juego de café que, sobre una bandeja de plata ocupaban el centro de
la ovalada mesa; el mismo cuya lozanía impedía imaginarse que, además de estar
realizado con auténtica porcelana japonesa, contaba con más de cien años de
antigüedad; el mismo que había sido elegido por María Fernanda, por el hecho de
haber observado el cambio anímico que lucía el rostro de su predilecta sobrina,
y por considerar que esa actitud era merecedora de ser celebrada con todos los
honores y medios disponibles a su alcance.
–¿Sabe que le digo, tía? –soltó rompiendo el silencio.
–¡¿El qué, hija?! –exclamó al escuchar la entonación que le
daba, sin salir de su asombro.
–Que, excepto por el dolor que me causa el tener que estar
apartada de los míos, y en especial de mi bebito, después de haber estado dando
vueltas y más vueltas y comparando los pros y los contras, y el poco dinero que
he ganado sirviendo en las casas en las que he estado nada hace que me
arrepienta de haber tomado ya la decisión.
–¡¿De qué hablas?!
–He decidido que no puedo perder más tiempo y quiero
cambiar de oficio.
El rostro de María Fernanda, al igual que el brillo de sus
verdes ojos, evidenciaba la emoción que le embargaba en aquel instante.
–¿Te ha salido algún trabajo mejor?
–No exactamente, sino que…
María Fernanda movía la cabeza hacia los lados con
reiteración.
–…quiero comenzar a trabajar en lo mismo que hace usted
–dijo con tanta naturalidad como si de vender churros se tratase.
–¿Estás segura?, mira que la noche es mucho más dura de lo
que te puedas imaginar y tal vez…
–No insista, tía, después de todo lo que hemos hablado
desde que estoy con usted, lo tengo asumido y correré el riesgo. En casa de mis
padres, como usted sabe, la plata es más bien escasa y siento la necesidad de
comenzar a enviarles lo antes posible.
–Está bien, es tu decisión y a pesar de no estar de acuerdo
he de respetarla… Espero que entiendas que el hecho de que a mí me haya ido
bien no significa que sea así para todas.
–No se preocupe, tía. Sé y soy consciente de que cada
persona es un mundo y que cada quien cuenta la feria según le va. Solo le pido
un favor.
María Fernanda le dedicó una mirada con ademán afligido.
–¡¿El qué, hija?!
–¿Podría interceder por mí, para hacerlo en el mismo local
que usted?
–Sí, claro. Imagino que ni a la Marcela ni al Kepa les
importe… puesto que te verán como una oportunidad de incrementar sus
beneficios.
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