Transcurrido un tiempo, más o
menos largo, los celos se instalaron en el cerebro de Jefferson, y poco a poco María
y él se fueron distanciando. Imaginaba a María satisfaciendo los deseos
sexuales del doctor practicando todas las posturas que alberga el Kamasutra. La ansiedad generada propició
que comenzase a tomar alcohol para evadirse, y como consecuencia de ello se
quedó sin empleo.
–Cariño, creo que deberíamos hablar y...
Sin quitar la vista del televisor, exhibiendo la misma
actitud que mostraría un gato que quiere ser cogido por quien lo acaba de
lanzarle un vaso de agua.
–¡No hay nada que hablar! –exclamó Jefferson malhumorado.
–Así no solucionaremos nada, ni siquiera sé lo que te ocurre
–participó con voz pausada María.
–Ni lo sabes ni te importa... así es que ¡déjame en paz!,
¿vale?
María se acercó con la intención de abrazarse a él.
–¡Quítate de aquí, hostias! –gritó apartándola de su lado
bruscamente–. ¡Me das asaco!
María, a pesar del vejatorio trato recibido, volvió a
intentarlo al cabo de un minuto. Las ganas de abrazarlo restaban importancia a
lo que le dictaba su propia dignidad como ser humano. Él se levantó de un salto
del sofá y, con la mirada y el rostro desencajados, se dirigió al dormitorio
murmurando palabras ininteligibles y, unos segundos después, tras ponerse una
prenda de abrigo, dando un portazo salió de la vivienda y se lanzó escaleras
abajo echando pestes por la boca con tanta desesperación como el que va huyendo
del mismísimo diablo.
María se hizo un ovillo en un extremo del sofá abrazada a
sus redobladas piernas apoyando el mentón sobre sus temblorosas rodillas
afligida, atormentada, llorando la pena negra: sin saber el porqué de aquella
desagradable situación.
Tres horas después, el abrazafarolas
retornó a casa borracho como una cuba. Ella, viendo el estado en que se
encontraba, optó por abstraerse de la realidad tratando de pasar desapercibida;
pero de nada le sirvió, ya que el muy sinvergüenza lo tenía todo premeditado.
–Ves como tengo razón –dijo alzando la voz el despreciable Jefferson.
María alzó la cabeza y dirigió la mirada hacia él con más
miedo que incertidumbre.
–L… lo siento..., d… de veras que lo siento –articuló con
voz trémula.
–Ya no eres la dulce y complaciente niña que conocí junto a
la Columna de los Próceres.
–Yo sigo siendo la misma –susurró–, el que ha cambiado eres
tú.
–¡Cállate, estúpida!... ¿Cuánto hace que no te miras a un espejo?
–recriminó el maltratador al tiempo que la prendió con fuerza de un brazo y
tiró de ella hasta llegar al cuarto de baño–: ¡Mírate! ¿No ves lo fea que te
has puesto?
–Y… ya no m… m… me quieres, ¿v… verdad? –dijo con voz
entrecortada.
–¡Deja de mentir!, yo nunca te he querido.
–P… pero yo a ti sí, y m… mucho más de lo que te puedas i…
imaginar–explicó entre sollozos–. ¿D… de verdad que no sientes n… nada por mí?
–Sí, sí que siento y mucho, ¡asco es lo que me das!, ¿aún
no te has dado cuenta, zorra? –espetó el malnacido al tiempo que, agarrándola
por los hombros, la zarandeaba como si fuera una indefensa muñeca de trapo.
Allí mismo, el muy cerdo, la tiró al suelo, la arrancó las
bragas de un tirón y se echó encima de ella con la intención de tomarla como si
fuera un animal salvaje. Ella, aterrada, optó por dejarse hacer sin oponer
resistencia creyendo que así terminaría antes aquella humillante situación;
pero muy a su pesar, su actitud consiguió enfurecer aún más al perturbado. Ni
siquiera el desconsolado llanto del bebé al presenciar la escena le hizo
desistir de lo que tenía en mente, incluso antes de haber salido a beber aquel
aciago domingo.
–¡Resístete hija de siete padres! ¡Vamos defiéndete mala
puta!
De repente, María notó un escalofrío recorriendo su cuerpo
de arriba abajo, el corazón pasaba de latir a palpitar, el cerebro le indicaba
que tenía que huir o pelear y lo intentó reiteradas veces, pero, en principio,
un hormigueo y, posteriormente, el entumecimiento de su rostro, pies y manos
imposibilitó hacerle frente aquel desalmado y se dejó llevar por el desamparo
creyendo que la muerte sería inminente. El estado de shock en que se encontraba
impidió mantener bajo control los esfínteres, y como consecuencia de ello,
Jefferson comenzó a golpearla con brutalidad en el abdomen, los costados,
glúteos… Algo que le excitó tanto que terminó eyaculando sobre ella bramando
como lo hacen los ciervos en las berreas. Después, se incorporó, se miró al
espejo para comprobar cómo se reflejaba la satisfacción en su rostro. Abrió el
grifo para refrescarse la cara, asió una toalla para secársela, y tras atusarse
el pelo, se dirigió hasta el dormitorio principal, se echó sobre la cama, se
cubrió con el edredón y, al cabo de unos minutos, se quedó profundamente dormido.
Una hora después, el desesperado llanto del bebé le
despertó, y al comprobar que María continuaba tendida en el baño, temiéndose lo
peor, corrió hacia ella e hincándose de rodillas junto a esta puso la oreja
sobre el pecho y al sentir que, aunque despacio, el corazón seguía latiendo.
–Despierta, despierta –susurró al oído, después de agitarla
con suavidad para que viniese en sí.
María desunió los párpados del ojo derecho con recelo,
«pienso, luego existo», se dijo para sí mientras abría, de igual modo, el
izquierdo.
–¿Qu… qué ha pasado? ¿Dó…dónde estoy? ¿Po…por qué llora el
niño?
–Lo siento de veras –dijo Jefferson, fingiendo llorar–.
Perdóname, por favor. Te juro por
Dios que no volverá a ocurrir.
Confusa por la conducta de este, María intentó ponerse en
pie, pero las fuerzas y el lacerado cuerpo la fallaron. Él se ofreció para
acompañarla hasta el sofá, haciendo de bastón. Mientras tanto, el pequeño José
Carlos permanecía erguido, aferrándose a los barrotes de la cuna hipando con la
intención de saltar de esta y recibir el afecto que tan a menudo le era
denegado por estar ausentes sus progenitores la mayor parte de la jornada. Con
el paso de los días, las atenciones y el afectuoso trato, María comenzó a hacer
cábalas sobre su futuro junto a ese hombre al que había llegado a amar y a
odiar con todas sus ansias. «Tal vez la culpa no sea del todo de él... Quizás
soy yo, que no le doy lo que necesita... Creo que en el fondo él me necesita y
tiene miedo a que le abandone… quizás sea por eso que se vea obligado a
amenazarme con quitarme a mi hijito si le dejo. No, no creo que sea capaz de
matarnos si le dejamos solo. Él me quiere y estoy segura que con el tiempo
cambiará». Pero nada más allá de la realidad. La desdichada joven tuvo que
pasar por reiterados episodios de maltrato y arrepentimiento hasta que un día
se dijo para sí misma que hasta allí habían llegado. Ese día, a pesar de que
era domingo y encontrarse indispuesta, María acudió a trabajar como hacía
habitualmente, pero, a eso de media mañana, le dio un vahído y cayó al suelo
desplomada como un fardo.
–¡¿Qué ha sido ese golpe?! –dijo el odontólogo a la par que
abría la puerta que daba acceso a la consulta–: ¡Oh, por Dios!, ¿qué le ha
pasado? –preguntó desconcertado.
María lo miró a los ojos tan pálida como la faz de un
difunto.
–No es nada, no se preocupe –dijo con voz afligida.
–¿Ha tropezado con algo?
–¡No!, creo que ha sido un mareo. Al salir de casa me he
sentido mal y...
–Pues, no haber venido mujer –participó con afecto.
María agradeció el gesto con una tímida sonrisa.
–Ya, pero es que el trabajo...
–Nada, tranquila, ¡cámbiese de ropa! La llevaré a casa.
Un rato después, tras detener el vehículo en el lugar
indicado, María se apeó del vehículo.
–Muchas gracias don Alejandro –dijo inclinándose, mirando
hacia el interior del automóvil.
–De nada mujer, y si mañana sigue igual, no es necesario
que acuda a trabajar. Es más, tómese los días que necesite.
–Gracias, muchas gracias –dijo con voz entrecortada.
–María, espérese un poco, ¡por favor –dijo llevándose la
mano al bolsillo de la americana.
María volvió a inclinarse al percibir un inentendible
balbuceo.
–Perdón, ¿cómo dice, señor?
–Que con las prisas se me olvidaba que hoy es día de cobro
para usted.
María, agradeciendo el gesto, extendió el brazo para
recibir la remuneración semanal: tal y como habían pactado antes de ser
contratada.
–Adiós señor. Hasta mañana si Dios quiere –dijo para
despedirse.
–Lo dicho, María, tómese el tiempo que necesite y cuídese.
María suspiró, tomó aire, y encogida y angustiada comenzó a
recorrer el trayecto que mediaba desde allí hasta su casa; ya que, para evitar
que su patrón no estuviese al corriente del lugar ni las condiciones en que
esta vivía: había optado por bajarse del vehículo tres calles antes de llegar a
su destino. Tras rebasar el umbral del portal, comenzó a subir las escabrosas
escaleras ayudándose de la barandilla con ambas manos. Antes de superar el
segundo rellano se vio obligada a detenerse durante unos minutos, apoyándose
sobre las rodillas tratando de recuperarse de la fatiga que le provocaba
escuchar aquella escandalosa respiración asmática. «Ya solo me faltan veintidós
peldaños… tengo que conseguirlo sea como sea», pensó antes de reanudar la
marcha, aferrándose con fuerza a la metálica barandilla con una mano y con la
otra buscando un punto de apoyo en la desconchada pared. Al cabo de un rato,
conseguido el objetivo, se posicionó frente a la puerta de entrada, introdujo
su mano en uno de los bolsillos de la gabardina, sacó la llave y, después de introducirla
en la cerradura, comenzó a girarla con sigilo para no despertar a su hijo. Para
su sorpresa, nada más poner el pie dentro del apartamento, se percató de la
insufrible escena: Jefferson se hallaba tumbado en el sofá desnudo de cintura
para abajo y junto a él se encontraba, en una posición tan obscena como
despreciable, José Carlos. De manera mecánica, sin dar crédito a lo que había
visto, María retrocedió un par de pasos y comenzó a hacer tanto ruido como
pudo, con la intención de que el depravado tomase conciencia de que había
llegado.
–¡¿Qué haces aquí?! –gritó con voz pastosa–, esto no es lo
que parece, puedo explicártelo –dijo mientras avanzaba hacia ella dando tumbos
de un lado para otro, como consecuencia del estado de embriaguez en que se encontraba.
María se quedó petrificada al observar el contraste que
reflejaba la lujuriosa mirada con la violenta expresión dibujada en su rostro
de Jefferson, y nada pudo hacer para evitar que el sádico y lascivo abusador se
abalanzase sobre ella; quien aprovechando el estado de excitación que le había
producido la inesperada visita, como si estuviera poseído por el mismo diablo:
la emprendió a golpes con ella, la arrancó la ropa y la penetró salvajemente
hasta quedar desfallecido sobre ella. Un poco después para cualquiera, una
eternidad para quien se vea en una situación así, al percatarse que se había
quedado dormido, María aprovechó para liberarse de él con cautela. Se puso en
pie como pudo y marchó con paso vacilante hasta el dormitorio. Se vistió todo lo
rápido que los nervios y la debilidad la permitieron, cogió a José Carlos de la
mano, y con tanta prudencia como pudo abandonaron el maldito lugar.
Al pisar la calle, el corazón la dio un vuelco. La Divina
Providencia quiso que en aquel instante pasara por allí un taxi. María levantó
y agitó la mano con desesperanza para que este se detuviese.
–Hola, buenos días, ¿dónde la llevo? –dijo, con tono
amable, el orondo y casi anciano conductor.
María, tratando de taparse el dolorido y ardiente rostro
poniendo al pequeño como escudo entre ella y el profesional, le indicó la
dirección y permaneció en silencio durante el trayecto.
Al llegar al destino,
tras abonar el importe de la carrera, madre e hijo se bajaron del arcaico
vehículo y recorrieron lentamente los veinte metros que mediaban entre la calle
y la deteriorada edificación a la que se dirigían. Tras repicar con los
nudillos sobre la decapada y enmohecida portezuela de entrada entreoyó un
murmullo en el interior, y unos segundos después el chirriar de los goznes al
abrirse la puerta.
–¡¿Qué haces aquí?! Pero ¡Cómo te atreves, descarada! –dijo
poniendo el grito en el cielo su progenitor al tiempo que daba un iracundo
portazo.
–Papá, ¡por favor!, te ruego que me abras –imploró
poniéndose de rodillas, entre sollozos.
Al escuchar las súplicas y el desconsolado llanto de José
Carlos, el corazón consiguió vencer a la testaruda y obstinada razón que el
rencor le hacía llegar a través de las alteradas neuronas, y tras reabrir la
puerta, se posicionó junto a su hija, la ayudó a reincorporarse y cogió a su
nieto en brazos:
–Perdóname hija mía por haber reaccionado tan injustamente,
tú sabes lo mucho que te queremos y ¡no te imaginas lo que hemos sufrido con tu
ausencia! –dijo cabizbajo mientras se adentraban en la vivienda.
–Lo siento de veras papá, pero él me tenía prohibido que
mantuviese contacto con la familia, me amenazaba con quitarme a mi hijito si se
enteraba que incumplía sus órdenes.
–Sabía que ese malnacido nos traería problemas, que su amor
por ti no era más que una patraña para apartarte de nosotros.
Al levantar la cabeza, observó el amoratado rostro de su
primogénita, por ser esta la última en salir tras el doble alumbramiento:
–Pero ¿qué es lo que te ha hecho ese malnacido?
María comenzó a narrar con pelos y señales todo cuanto
había ocurrido aquella mañana, él no podía dar crédito a que un ser humano
fuese capaz de maltratar a una persona tan indefensa como era su propia hija.
En la sala de estar sonó el teléfono. Lupita, la hermana
pequeña de María, corrió hasta allí para atender la llamada.
–¿Quién es? –dijo tras descolgar el auricular.
María Fernanda se emocionó al oír la angelical voz.
–Soy la tía cariño mío. ¿Qué tal estás guapa?
–Hola tía, yo estoy bien, la que está mal es María que se
ha venido a casa con su hijo porque su novio la ha pegado una paliza que casi
la mata.
Un nudo en la garganta imposibilitó que María Fernanda
tragase saliva.
–Pe… pero ¿qu…qué dices?, ¿es…está papá?
–Sí tía, está en la cocina con María.
–Dile que se ponga, ¡corre, hija mía!
Las conjeturas dieron rienda suelta a la imaginación de
María Fernanda. Lupita regresó junto a su padre y hermana.
–Papá, dice la tía que te pongas al teléfono.
Mientras José se dirigía a la sala de estar, María se
desplazó hasta habitación donde era requerida por su madre con voz lastimera.
–Dime hermana.
–¿Qué le ha ocurrido a María?, ¿qué ha pasado?, ¿Está bien?
–consultó con voz atropellada.
José comenzó a narrarle punto por punto hasta donde él
sabía por mediación de su hija. Una hora después se reunió con su esposa e hija
y les contó lo que había acordado con su hermana: Lo mejor para María es que
salga del país cuanto antes.
María se quedó perpleja al escuchar aquello.
–Pero si no tenemos plata, ¿cómo va a viajar? –preguntó la
encamada.
–No hay problema, mi hermana correrá con todos los gastos y
mañana mismo recibiremos el dinero a través de la Western Unión.
José y su esposa miraron hacia su hija con ademán
resignado. María reaccionó unos segundos después.
–Pero, si no hemos traído más ropa que la puesta, ¿cómo lo
vamos a hacer? –consultó angustiada María.
–No importa –dijo José–. Tu hermana y tú seguís siendo tan
iguales que su ropa te servirá…, en cuanto a la del pequeño, nos iremos
apañando con lo que haya guardado de cuando erais pequeñas, puesto que él se
quedará aquí con nosotros.
María negaba moviendo la cabeza de un lado hacia el otro.
–Pero ¿cómo me voy a ir sin mi hijito?
–Es lo que hay mi hija, no tenemos otra opción y lo que
interesa es que tú te pongas a salvo de ese hijoeputa. Por favor, te ruego que
no me lo pongas más difícil –indicó haciendo el ademán de súplica con las
manos.
–Está bien, papá, si no me queda más remedio: tendrá que
ser así –dijo afligida.
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